- Klammer, si te acerco el cuchillo al cuello, ¿gritarías?
Leena ni siquiera se molesta en mirarme. Está tumbada boca arriba sobre la hierba al lado de una pequeña fogata ya apagada, pero en vez de insistir con palabras, lo rozo con su piel, sin hundirlo, sin que ninguna pizca de sangre manche mis manos.
Su respiración no se ha acelerado ni me ha pedido que parara, sólo ha abierto los ojos para demostrar que no está dormida, sino completamente consciente de todo.
- No hagas ruido.
Su respuesta me dejó un poco confundido. Me quedé quieto invitándola a continuar hablando, un hecho que al parecer Leena notó ya que todavía sin retirar mi cuchillo de su cuello, siguió hablando.
- No temo a la muerte, lo superé en el momento en que acepté mi condena y empecé a arrebatar vidas. Dejé de temerla en el momento en el que acepté la mía propia. Tú crecerás, tendrás sitios mejores en los que esconderte y vivir, tendrás una familia que te ocultará y apoyará tus aspiraciones. Yo no puedo crear vida, sólo puedo quitarla. ¿Cómo voy a temer a lo que me es tan semejante? Temo a las cadenas que te da la vida.
Mi vista bajó a la cinta que adornaba su cuello y sus muñecas. Podría disfrazarse todo cuanto quisiese, pero si algo no podía quitarse era esas cintas que se convirtieron en cadenas por su propia elección. Aunque, si ella no se ponía sus propias cadenas, se las podrían otros. Al final siempre estaríamos privados de libertad.
Sabe que me iré y lo acepta, sin lamentaciones hasta el final.
Puede que no todos los asesinos entiendan a otros.
