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Tokio Tokyo

Disclaimer: Digimon y sus personajes no me pertenecen


I

Jou enloqueció a la semana de regresar de sus vacaciones de invierno. Sufrió una crisis nerviosa y su futuro se resquebrajó ante sus ojos. Tenía solo veintidós años. La crisis incluyó la pérdida completa de su ceja izquierda y la destrucción de la vajilla de porcelana china de su madre. Esos son los únicos dos detalles que ha dado a conocer la familia.

Sora, de brazos pecosos cubiertos por franelas azules, visitó a Jou en febrero. Era día de San Valentín, en la tienda de conveniencia que había de camino a su facultad ofrecían dos cajas de bombones rellenos al precio de uno, y Sora, sin tener un motivo concreto, recordó que no sabía nada de aquel amigo que ni era el más cercano, ni el más querido, pero a fin de cuentas, era un amigo.

—¿Qué tan buenos son estos bombones? —preguntó al dependiente.

—Los hay mejores.

—Nunca he podido diferenciar entre un chocolate ordinario y otro de calidad. Me va más lo salado.

—El precio suele ser un buen indicador.

—Y estos son baratos. Pero no tengo más dinero. Agrega unas tiras de calamar, por favor.

El dependiente agregó unas tiras de calamar a la compra. Sora pagó con un billete de mil yenes y guardó el cambio.

Cuando era niña, y su padre se mudó a Kyoto, Jou cortó una margarita del parque y se la obsequió. Jou no estaba enterado de este hecho, ni se percató del errático humor de Sora durante la semana, que era agrio si estaba rodeada de personas, y luego lánguido al final del día cuando se creía sola. Jou solo vio una margarita en el parque, a Sora en los columpios, y no lo pensó dos veces.

Ella le preguntó por qué lo hizo. Jou le respondió que no se necesitan argumentos para tener detalles con los amigos.

—Además —agregó—, mi hermano Shin dice que todas las chicas tienen sonrisas bonitas, y una de las cosas que hace sonreír a las chicas, son las margaritas.

—Mi sonrisa no es bonita. Mira —y mostró sus dientes, levemente inclinados hacia la derecha. Jou se rió— ¿qué?

—El que una sonrisa no sea perfecta no le resta belleza.

Así razonaba Jou hace diez años.

Cuando Sora oyó del tornillo suelto de Jou, no lo creyó. Primero porque quien se lo dijo fue Mimi, y ella era hábil tergiversando la información que llegaba a sus manos. Pero que inventara cosas tales como la pérdida de una ceja era demasiado hasta para Mimi, y después de darle vuelta en la cabeza, Sora llamó a su padre por si estaba enterado.

El padre de Sora trabajaba con el hermano mayor de Jou, Shuu. Y no sabía nada al respecto, porque ninguno de los dos era bueno trayendo problemas personales a la mesa de trabajo. Las maquetas y catálogos que debía diseñar Sora, terminaron por hacerle olvidar sus preocupaciones, hasta San Valentín.

Sora sacudió la cabeza y llamó a la puerta de casa. Estaba sin el seguro, así que se armó de valor y entró. Se quedó de piedra cuando llegó a la habitación y vio lo que vio.

Jou estaba recostado sobre su futon, con la mirada clavada en el techo, y no se había afeitado ni duchado en días. Tocó fondo y olvidó como levantarse, lo que tristemente, no es metáfora. Jou era incapaz de ponerse en pie, sus piernas flacas no podían con el peso de su cabeza atorada en los eventos que culminaron con la pérdida de su ceja izquierda y la destrucción de la vajilla de su madre, y pasaba sus días esperando a la muerte.

Solo se movía si necesitaba ir al baño.

Jou reptaba hasta llegar al retrete, evacuaba, y volvía a la cama. Era un delicado y elegante inodoro tradicional sobreviviente de época Meiji. Sus padres, ambos urólogos de profesión, se volcaron años en la tarea de fortalecer el sistema excretor de sus hijos y así ahorrarles en el futuro esas incómodas y vergonzosas enfermedades con las que ellos lidiaban a diario. Olvidaron otros órganos del cuerpo, como la cabeza y la salud mental por ejemplo, y ocurrió que todos los hijos del matrimonio Kido crecerían con un recto fuerte y sano, y a todos se les zafaría un tornillo en algún momento u otro de sus vidas. El primero fue Jou.

—¿Has venido a reírte de mí, Sora?

—Jou-senpai, tanto tiempo.

—Tanto tiempo.

—Traje unos chocolates. Te gustan todavía ¿cierto?

—Creo.

—¿Quieres hacer el intento?

—Bueno.

Las respuestas de Jou no ayudaban mantener algún tipo de conversación. Sora arremangó las mangas de la franela hasta los codos y sacó de la bandolera los bombones rellenos.

—¿Puedes sentarte?

—Seguro.

—¿Quieres hacerlo?

—Bien.

Jou estiró un brazo y Sora jaló de él. Observó su rostro pálido sin afeitar, y la única ceja que le quedaba, y se sintió vacía. De pronto le pareció absurdo que estuviese allí visitando a Jou, pero abrió la caja de bombones de todas formas y se la ofreció a Jou.

—Por favor —le suplicó. Jou eligió el bombón de envoltorio plateado y se lo metió a la boca.

Jou tampoco sabía de chocolate, solo era capaz de diferenciar el chocolate negro del blanco. Fin. Pero el relleno del bombón no era de chocolate, y este invadió sus papilas gustativas y se sintió áspero y espeso, y le recordó a un sabor que no había probado en mucho tiempo.

Coco —masculló con la boca cada vez más viscosa.

—¿No te gusta? Oh, lo siento. Aquí en la caja dice que también los hay de fresa y damasco y menta.

—No es eso —Jou seguía mascando. Su lengua crecía dentro de su boca y adquiría la consistencia de una alfombra— zoy… oh, ya empezó… zoy aled… aled… aledgico.

Oh vaya. Lo que no le pase a Jou…

Los colores se desvanecieron el rostro de Sora y estos fueron absorbidos por la piel de Jou. Los labios de Jou parecían inyectados en toxina botulínica y sus ojos rojos lagrimeaban. Y Jou, ajeno a todo, seguía mascando el bombón en su boca.

—¡Jou-senpai! ¡Oh no! ¡Pero escupa el bombón!

—No ze puede, ez un degalo.

Sora no entendía nada. Lo estropeó todo gracias a ella y sus absurdas e innecesarias ocurrencias. Jou le regala margaritas para hacerle sonreír, y ella lo enviaba a la tumba porque sí. Su rostro carente de la ceja izquierda se hinchaba como un globo, sus mejillas infladas le recordaban a ardillas, y Sora se iba a volver loca por esas analogías absurdas con globos y ardillas.

Zoda, cálmate pod favod.

—Jou-senpai no se muera por favor.

Jou se sintió cansado.

Llevaba semanas postrado en el futon esperando la llegada de la muerte. No tenía el coraje de tomar el destino de su vida en sus manos, y soñaba con terremotos, con cataclismos nucleares, o tifones de película de fin de mundo. Nunca se imaginó que llegaría en forma de chocolate, y menos que Sora fuese la responsable.

Lágrimas resbalaban por las mejillas de Sora, y una parte de Jou, lo poco que quedaba de su antigua personalidad, no consideraba digno de un caballero dejar a una mujer con aquella carga poco decorosa. Recordó los hombros pecosos de Sora, que ella ocultaba tras sus franelas azules, y el bonito efecto que producía en su sonrisa el tener los dientes levemente inclinados hacia un lado.

Nunca le saldría nada bien a Jou, era hora de aceptar que sus deseos no interesan a nadie, y de todas formas era improbable que el coco le causara un shock anafiláctico que lo mandara a la tumba a sí que lo mejor sería parar con aquel teatro cuanto antes.

Así que se paró en esas piernas flacas que tiene, abrió el armario, y sacó su botiquín de primeros auxilios donde sus queridos antihistamínicos le bajarían la hinchazón de su rostro de globo-ardilla. No se dio cuenta que había salido del futon hasta que volvió a él, y la sensación fue similar a aquella que se produce cuando te revientan un huevo en la cabeza.

Zoda, edez, genial.

Sora seguían sin entender qué decía, y su rostro era todavía difícil de descifrar.


Notas: esta idea, que es desagradable como el aliento de una hiena, me atormenta hace un tiempo. Nos odiamos. Intento ignorarla pero el hedor es fuerte, se ha adherido a mis manos ,y la única manera de desprenderme de ella, es escribiendo y escribiendo y abstenerme del café y seguir escribiendo. No será un fic largo, no tiene mucha neurona, pero a mi me ha sorprendido escribirlo, y espero que, quien llegue a leerlo, también le sorprenda de alguna forma u otra. Chao-chao. Japi.