"Encuentro cobijo de esta manera, debajo de las sábanas, escondida..."
La lluvia golpeaba contra la ventana, como si alguien estuviera tirando pequeñas piedras contra esta. Ella se encogió sobre si misma, acurrucada entre las sábanas. Los días de lluvia siempre fueron los peores. Podía sentir como si todas las almas que un día la abandonaron, estuvieran allí, atormentándola. Apretó los ojos y murmuró las palabras, que como si fueran una oración desesperada, la ayudaron a expulsar todas las sombras que la atormentaban. Pero apenas duró mucho. Se volvió y miró hacia la otra cama de aquella habitación. Aquella cama donde descansaba él, el joven del pelo como plumas. El joven de los ojos color chocolate que tanto apreciaba, o puede que algo más.
Liessel se mordió el labio. Envidiaba la tranquilidad con la que él dormía. Pero se olvidó de algo, él nunca dormía tranquilo. Cuando dormía, tenía pesadillas. Pesadillas que siempre le acompañarían. Pesadillas que también atormentaban a Liessel, pero que ninguno de los dos quería compartir para no preocupar al otro.
Con un suave movimiento, casi imperceptible, él abrió los ojos. Y sus ojos chocolate se encontraron con los ojos color cielo de Liessel.
-Liessel...¿Qué haces despierta a estas horas?- Preguntó, con la voz ronca propia de haber dormido. Liessel se encogió de hombros.
-Simplemente no puedo dormir.- Dijo ella sin desviar la mirada de sus magnéticos ojos oscuros. Max suspiró.
-Te entiendo...Las noches de lluvia me impiden dormir a mi también.- Dijo él, con los ojos cerrados. Entonces, a Liessel se le ocurrió una idea. Con un movimiento suave se introdujo se levantó y se introdujo en la cama con el muchacho. Max la miró sorprendido, y se sonrojó ligeramente.
-Liessel...¿Qué estás haciendo?- Susurró él. Ella se acercó al cuerpo caliente de él y le abrazó, enterrando la cabeza en su pecho. Y él lo entendió sin necesidad de palabras. Como siempre había sido. Alzó su mano y le acarició el cabello color oro, mientras sentía los espasmos de su cuerpo delicado. Le mataba saber todo el dolor que ella soportaba y que él no podía hacer nada para aminorar su carga.
Cuando los espasmos de Liessel se calmaron, Max sonrió débilmente. Ella se había dormido ya. Al menos uno de los dos descansaría ya, aunque a él le bastaba con saber que ella no lloraría más, por lo menos por esa noche.
