1

Presente

Oliver

Asistir a un funeral exclusivamente para poder orinar en una lápida, es algo realmente jodido. Hay muchas cosas sobre mí que están muy jodidas, pero hoy, mi necesidad de orinar sobre la tumba recién removida de un hombre muerto, está a la cabeza de la lista.

Solo he asistido a un funeral. Eso no es lo normal en un hombre de veintinueve años. He tenido suerte con las pérdidas. No significa que conocidos, amigos o incluso compañeros de trabajo no hayan muerto. Pero ese primer funeral fue de tal manera, que juré que nunca más volvería a asistir a esos estúpidos eventos sentimentales. Uso mi trabajo como excusa.

La National Geographic me llama para ir a Nepal a tomarles fotos a los leopardos de las nieves. Estoy trabajando en una mierda de moda, que odio hacer, en París. Aterrizo en un gran concierto comercial, en medio de la nada, para deambular como un imbécil en Idaho, tomando fotografías estructurales para un abogado/arquitecto de una firma farmacéutica. Mis excusas son muy variadas. Simplemente no voy. Prefiero ahogarme en mi propio vómito. Sin embargo, esta vez... esta vez, hice una excepción.

—¿Irás a Carolina del Sur? Pensé que lo odiabas.

Helena, la chica con la que me he estado acostando durante los pasados tres meses, rueda sobre su estómago y enciende el porro que acaba de enrollarse. Está desnuda, y la escasa luz de la lámpara de la mesita de noche proyecta sombras sutiles en el hueco entre sus omóplatos, deslizándose hasta la base de su columna en la pronunciada curva de sus nalgas. Conocí a Helena en una de esas mierdas horribles de moda. Fue un trabajo para una jodida revista de alta costura. La mitad de su rostro estaba pintado de color turquesa. Llevaba un trozo de seda que apenas cubría las mismas curvas que estoy observando en este momento. El estilista del lugar había creado un falso nido de pájaros en su cabello, con un maldito jilguero falso, y eso me hizo sentir, en serio, jodidamente incómodo. Las aves en general tenían ese efecto en mí. Helena se había sentado en una silla inclinada hacia adelante, y el puto le había dicho que abriera las piernas un poco más para que la tela del vestido cayera en medio. Helena había hecho lo que le había pedido y más. Había separado las piernas tanto como pudo, y, a propósito, se había subido completamente el vestido. No llevaba ropa interior. Tampoco pareció preocuparle que hubiera otras personas en el estudio cuando se pasó suavemente el dedo medio por su vagina.

Las modelos no tenían ningún sentido de la vergüenza. Estaban muy acostumbradas a caminar desnudas y ser arregladas, maquilladas y manipuladas de aquí para allá. He tenido bastante experiencia trabajando con ellas para saber que no son tímidas. Helena estaba tratando de llamar mi atención, y funcionó. No le dejé saber eso, como es natural. Seguí tomando fotografías, tratando de no sonreír mientras el director de la revista se ponía morado y casi perdía el conocimiento.

Helena sopló el humo de marihuana por la nariz y luego me ofreció el porro. Lo rechacé.

—Eres como un bebé de mierda —me dice exasperada—. Solo hazlo. Cede. Déjate ir. Estarías un menos tenso. ¿Quién se murió, de todos modos?

A Helena le disgustaba que no bebiera ni fumara o tomara drogas. No encajaba muy bien con su estilo de vida. Se metía más cosas por la nariz que la mayoría de las estrellas de Hollywood con las que trabajo. Le di una nalgada, gruñendo en voz baja cuando su carne rebotó.

—Un hombre que vivía al lado de mi antigua casa. Ni siquiera me gustaba mucho.

Helena pone los ojos en blanco.

—¿Ex-vecino de hace un millón de años? Eres un hombre bastante desconcertante, Oliver. Sé quince posiciones sexuales que podríamos hacer este fin de semana, y prefieres comer sándwiches de pepino y beber café rancio con un grupo de personas viejas y extrañas. He de decir que estoy ofendida.

—Oféndete, corazón. Iré. Eso es todo sobre el tema. Vuelvo el martes. Entonces podremos tener todo el sexo que quieras. —Quería que se fuera, pero he superado el hábito de mandarla fuera del apartamento después de que terminamos. Eso le molesta mucho, y aunque hay un montón de mujeres con las que podría estar teniendo sexo aquí en Nueva York, Helena es simple. No quiere una relación. No está esperando que le proponga matrimonio en algún momento. Tenemos sexo como el demonio, y tiene la mente más sucia de este lado del planeta. Me he acostumbrado a dejarla dormir más, sin alterarme por compartir mi espacio personal.

Completamente desnudo, salto de la cama y empiezo a reunir la ropa y objetos personales que llevaré conmigo a Port Royal.

Un traje. Un par de jeans. Unos Chuck Taylors. Dos camisetas. Tres bóxers. Tres pares de calcetines. Solo faltan mi cámara Leica y mis lentes. Mi trípode y mi kit de limpieza. Baterías. Filtros. Y una tapa de lente adicional.

La Leica es una cámara de película antigua. Uso una Canon digital para el trabajo porque los clientes quieren ver el producto final antes de salir del edificio, y eso es imposible cuando se tiene que volver a casa y revelar las fotografías. Sin embargo, cuando hago algo para mí, siempre utilizo la Leica. Es tan vieja. Fue la primera cámara que compré cuando era solo un niño. Ahorré durante dos años, llevando a mi madre a todos lados y haciendo mandados, hasta que tuve el dinero suficiente para comprarla de segunda mano. Una vez se me cayó en la universidad y mi corazón casi estalla del susto. Afortunadamente sobrevivió. Mayormente. Ahora tiene hermosas fugas de luz extrañas que distorsionan el color y las imágenes. Es como si estuviera embrujada o algo así. Fantasmas y sombras oscuras se ciernen en los autorretratos y paisajes urbanos cuando los revelo.

Helena yace sobre la espalda, con los pechos al aire y la vagina expuesta. Inhala otra larga calada. Su cabello negro se derrama sobre el colchón como un charco de petróleo.

—¿Me traerías un recuerdo? —pregunta—. Algo muy cursi. Algo que pueda poner en mi llavero. —Su cara está oculta repentinamente tras un velo de humo.

—Probablemente no. Port Royal no es un lugar de turismo. Y se me olvidará.

—Suficientemente justo.

Esta es la dinámica de nuestro acuerdo: Helena me pide algo, soy brutalmente honesto en responder y no se enoja. Perfecto. Funciona en ambos sentidos también. No me miente. No me enreda en ningún juego mental extraño. Decimos exactamente lo que estamos pensando y eso ayuda a mantener las cosas más ligeras. No hay sentimientos de dolor. No hay expectativas no satisfechas.

—¿Te vas a contactar con tu vieja pareja de la secundaria cuando estés en el pueblo? Eso sucede cuando las personas regresan a casa para los funerales, ¿cierto? —pregunta.

Frunce los labios, pero no está enojada. Está sin duda triste de no poder participar. No se da cuenta de que lo que dijo me enoja. Le doy la espalda y agarro mi camiseta del suelo para ponérmela. Saco unos bóxers limpios. Mi piel se siente caliente y espinosa.

—No. Ningún amor de la jodida secundaria.

—¿Ella te dejó? ¿Tuvieron una pelea rabiosa antes de romper? ¿Cómo se llamaba?

—No tuve novia en la secundaria. Fui virgen hasta los dieciocho años.

Aprieto los labios al decir las palabras, con la esperanza de que Helena me escuche tan seco y enojado como me siento y que no sondeé más profundamente en la materia, pero puede ser un poco ajena a veces. O eso, o escucha lo enojado que estoy y siente más curiosidad.

—Pero amaste a alguien en la secundaria, ¿verdad? Debiste hacerlo. Todo el mundo se enamora de alguien en la secundaria.

—Nop. Yo no.

—Mentiroso. —Se levanta de la cama y va desnuda hacia el balcón. Tira el final de su porro al otro edificio y se reclina contra la pared. Cruza los brazos bajo los pechos con los que me encontré hace veinte minutos y levanta una ceja—. Estuve tirándome a mi profesor de gimnasia en la secundaria cuando tenía dieciséis. Era mi gran amor de la escuela.

—De ninguna manera me sorprende, Helena.

—Estaba casado. Tenía tres hijos. Me fascinaba el hecho de que tuviera vello. Todos los pequeños punks de mierda todavía estaban tratando de hacer crecer pubis en sus bolas y Mike tenía todo este vello cubriéndolo.

—Esa es una información muy preocupante.

—¿Qué me gustara estar con machotes peludos?

Lanzo un montón de revistas al colchón. Puro material de lectura. Después me agacho para echar una ojeada debajo de la cama. Mis zapatos de vestir están por aquí, lo sé.

—No. El hecho de que te acostaras con un hombre casado con tres hijos y no parezcas molesta. Esoes preocupante.

Maldición. No están los zapatos. Mierda.

—Élera el que engañaba, Oliver. Le mentía a su esposa e hijos cuando se escurría en las noches. Les decía que se iba con amigos del trabajo cuando en realidad se reunía conmigo en un motel para poder penetrar mi pequeña vagina de dieciséis años.

—Por lo tanto, era un mentiroso y un pedófilo. Maravilloso. ¿Has visto un par de zapatos negros de piel en algún lugar por aquí?

—No era un pedófilo. La edad de consentimiento en Maryland es de dieciséis años. Era legal.

Me levanto y la miro.

—Entonces estaba totalmente correcto.

—¿Por qué estás tan enojado, nene? —Helena se empuja lejos de la pared del balcón y vuelve dentro. Pone las manos en mi pecho y hace el mismo sonido de ronroneo que cuando desciendo sobre ella—. ¿Estás enojado porque me tiré a un hombre mayor en la escuela y tú no estabas tirándote a nadie en absoluto?

—¿Qué edad tenía? —pregunto.

—Treinta y ocho. —Helena lo anuncia con un movimiento orgulloso de cabello. Me mira, el desafío brilla en sus ojos azules como el cristal—. Es gracioso, en realidad —dice—, significa que incluso en aquel entonces, era nueve años mayor que tú ahora.

—Sí. Es bastante hilarante. —Pero no me estoy riendo. Agarro sus manos y las quito de mi pecho. Realmente no me siento con ganas de recordar el pasado de ella con algún viejo sucio pervertido que se aprovechó. Es raro que esté tan orgullosa.

—Estás celoso —susurra, llevándose una mano a la boca para morder infantilmente sus uñas—. Oliver, estás exasperantemente celoso.

Fantástico.

Me agacho para que estemos al mismo nivel.

—No lo estoy. Estoy cansado. Y creo que tu brújula moral está rota. Eso es todo.

Ella me da una sonrisa maliciosa. Sus labios están llenos y teñidos con el rojo brillante de su lápiz de labios, hinchados por los mordiscos que recibió cuando asalté su boca no hace mucho tiempo. Esos labios son parte de la razón por la que no puedo renunciar a ella. Me recuerdan a los de otra persona.

—Tu brújula moral también está rota, idiota —me dice—. No eres mejor que yo.

—¿Ves? Es ahí donde te equivocas. Mi brújula moral funciona muy bien. Sólo elegí ignorarla. Eso es algo completamente distinto.

Helena parece reflexionar.

—Entonces, ¿quién es peor? ¿La mujer que no lo sabe bien o tú, el hombre que peca con pleno conocimiento de sus acciones?

Le devuelvo la horrible sonrisa, sintiendo en mi interior una sombra negra.

—Soy el peor. Lo sabes.

Ella asiente, porque lo sabe.

—Incluso lo dice la High Lite Magazine.

—¿High Lite?

Helena asiente.

—La compré ayer. Tu rostro está estampado en las dos páginas centrales y te presentan como un maldito rebelde o algo así. —Su voz está salpicada de algo que suena extrañamente similar a la envidia.

Hice una entrevista con una periodista que trabaja para High Litehace aproximadamente un mes. Me dijo que iba a presionar para que saliera el artículo, pero que no contuviera la respiración. No lo hice. De hecho, me había olvidado hasta ahora.

—¿Fueron malos conmigo? —pregunto.

Helena asiente.

—Muy malos. No me puedo imaginar lo que hiciste para merecer una editorial tan dura. —Pero puede imaginarlo perfectamente bien. Ella ha visto cómo le hablo a la gente. Ha visto lo abrasivo que puedo ser cuando rozan el camino equivocado. La boca de Helena se levanta en las esquinas con una sonrisa traviesa—. El titular dice: "Oliver Queen es un patán."

—Bonito. No sabía que se podía decir patánen una revista.

Helena se encoge de hombros.

—Son sensacionalistas. Pueden hacer lo que quieran.

—¿Cuál es la línea principal?

Helena pone su mejor voz de lectora de noticias, que en realidad es bastante impresionante.

—Es alto, rubio y salvajemente guapo, y es el fotógrafo más virulento de Estados Unidos. A los veintinueve años, Oliver Queen ya ha conquistado el mundo. Ahora está planeando incendiar la tierra. Una imagen brutal.

—Me gusta la parte de alto, rubio y guapo.

—También dijeron que eras arrogante y potencialmente delirante.

—¿A quién le importa una mierda lo que piensen de mí? ¿Qué dicen de mi trabajo?

—Incendiario. Salvaje. Emocionante. Trascendental. Había algunos otros adjetivos, pero se pusieron un poco fantásticos, así que dejé de leer y me dediqué a mirar las fotografías.

—Eran buenas, ¿verdad? —Le di a la revista unos pocos autorretratos que me tomé el año pasado. Mi perfil era una silueta, y en segundo plano se veían ramas de árboles y un cielo frío de invierno con tonalidades azules y púrpuras que se superponían con la imagen. La periodista me había preguntado si había creado los autorretratos con Photoshop, y ahí comenzaron las hostilidades. Le dije que no, que definitivamente nohabía utilizado Photoshop. Había utilizado una ampliadora para mezclar las dos imágenes, una encima de la otra, y todo fue manual. Ella me había mirado fijamente, como si no pudiera creer una mierda. Supe de inmediato que estaba tratando con otra hipster con una cuenta en Instagram que puso una selfie con filtro y dijo que era arte.

Exasperante.

—Eran bastante oscuras —dice Helena—. Normalmente, cuando ponen tu foto en una revista es algo bueno que la gente pueda ver tu rostro. Eres guapo, después de todo.

—Gracias. No me importa si la gente ve mi rostro. Quiero ocultarlo por completo.

Helena frunce el ceño. Echa hacia atrás la colcha y se sube a la cama pateando mis revistas al suelo.

—Estás delirando —me sentencia—. Ahora me dormiré. Tengo una cita temprano. Supongo que te veré cuando regreses de tu pequeña excursión al sur.

—Duerme. —No la beso para darle las buenas noches. Ese no es nuestro modo. Sigo buscando mis zapatos mirando por todos lados, mi sangre inexplicablemente hierve en las venas, hasta que caigo en cuenta que nunca voy a encontrarlos. Donde quiera que estén, no están en mi apartamento. Una vez que hago las paces con la idea, agarro las llaves y me voy. Helena está dormida, y sin duda seguirá dormida cuando vuelva, pero no estoy cansado ni de cerca. Estoy tenso. Nervioso. Necesito saber lo que esa periodista escribió de mí.

Encuentro la revista High Lite Magazineen un puesto de la 5ª Avenida y pago con un billete arrugado de diez dólares. Doy vueltas por la cuadra mientras la leo.

La revista habla de mi trabajo. Dice cosas muy impresionantes. Eso me gusta. Me llama narcisista, que es una capa que no me importa llevar. Todo es verdad. Hacia la mitad del artículo pone mi biografía. Empieza a hablar de mi madre muerta. Deliberadamente no le dije nada de mi familia, a pesar de que me lo preguntó. Hacia el final, menciona la primera imagen por la que recibí reconocimiento hace muchos años. Me lleno de ira cuando volteo la página y veo impresa la jodida cosa. Sin mi consentimiento. Pasé los últimos diez años tratando de enterrar esa foto y sin embargo aquí está, a todo color, ocupando la mitad de una maldita página de bienes raíces en la revista de moda y estilo más importante del país. Cada vez que veo esa foto, siento que trago hojas de afeitar y sangro lentamente hasta la muerte.

Es la foto de una niña. Su ojo derecho está hinchado y magullado y su labio tiene una herida. La sangre de su barbilla está seca. Y llora. La chica me estaba mirando cuando tomé la foto. Estaba desnuda y herida, su sangre y sus lágrimas eran reales. Nunca debí enseñar esa imagen. Era profundamente personal. Profundamente dolorosa. Era una conversación silenciosa entre dos adolescentes dañados que se habían aferrado el uno al otro para sobrevivir.

No tenía derecho a compartir esa imagen con el mundo, pero lo hice de todos modos. Me he arrepentido todos los días desde entonces.

Realmente soy un patán.

Una nueva historia, que espero sea de su agrado. Hit me con sus comentarios por aquí o pueden encontrarme en Twitter como 7shioko.

Saludos

Nos leemos este viernes