Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece.
Advertencias: Menciones sexuales.
Parejas involucradas: Francia/Inglaterra.
Palabras: 3,385
Resumen: Francis cometía un crimen cada viernes por la noche. Como un profesional, limpiaba la escena, cuidando de no dejar ningún rastro, y se devolvía a su habitación. Se encerraba allí durante la noche, sin poder dormir.
Sucesos históricos relacionados: Ninguno. Este es un AU.
Nota de autor: Bienvenidos a mi primer multichapter. Como pseudo-escritora (muy pseudo), me siento bastante orgullosa de este proyecto. Comencé a escribir anoche, en un arranque de ideas… Y bueno, espero que disfruten esta cosa rara mientras dure. En este, el primer capítulo, debo mencionar que no conozco Londres para nada, pero todo lo que tiene que ver con tiempos de viaje entre un lugar y otro –y los mismos lugares- fueron conseguidos gracias al Google Maps ;D. No hay traducciones por la pereza de la autora. Intentaré escribir el próximo capítulo pronto para poder postearlo el próximo sábado, y así nos vamos. ¿Comentarios? Los recibo y contesto con gratitud si así lo ameritan C;
"El futuro nos tortura y el pasado nos encadena. He ahí por qué se nos escapa el presente." – Gustave Flaubert.
Notting Hill
Capítulo I: Le crime parfait
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Sus ojos azules permanecieron ausentes, traspasando el cristal de la amplia ventana del balcón.
Sentado en el suelo, con la vista perdida allí donde las gotas de lluvia golpeteaban con fuerza, el cabello dorado y largo cayéndole sobre el rostro, Francis Bonnefoy permanecía en calma.
La puerta del baño se abrió de par en par, y como una estampida, un rubio de cabello corto trotó hacia él, propinándole una suave patada en la pierna más cercana a su persona. Bufó fuerte. Francis alzó el rostro hacia el joven y sonrió tristemente.
- Bloody hell, Francis! ¿Te quedarás ahí todo el maldito día sin hacer nada? ¡Creí que tenías que ir a dar tus estúpidas clases de francés! – Le reclamó el otro rubio con su marcado acento británico, inflando levemente las mejillas al tiempo que fruncía el ceño.
Francis entrecerró sus ojos. El joven le tendió una mano enguantada en suave cuero negro. Francis cogió la mano con confianza, y tras un pequeño esfuerzo por parte del británico, de hermosos ojos verdes, se puso en pie.
- Oh, tranquilo, Arthur~ Aún falta una hora para esa clase. – Rió con suavidad el hombre de ojos azules, con un leve eco de melancolía en la voz.
- Imbécil… - Contestó el inglés, apartando su mano y desviando la vista. – Pues ya deberías salir del apartamento, llegarás tarde a la clase.
Francis miró con cuidado a su compañero de piso. Arthur era un joven de su misma estatura, de profundos y expresivos ojos verdes, poseedor de un cabello dorado –un tono más oscuro que el suyo- corto y bastante rebelde, así como de unas cejas espléndidamente gruesas. Su lengua afilada a la hora de comentar –criticar, más bien-, sus labios finos y sus dientes blancos, aquel molar trizado persistente en el tiempo, del que sólo Francis sabía la existencia. La piel pálida del inglés, la delgadez de su cuerpo, sus piernas bastante enflaquecidas por una adolescencia poco dedicada a la buena alimentación, pero aún así tan firmes y tan largas como dos pilares. Y claro, ese cuello suave e imperturbable que a Francis le llamaba enormemente la atención…
- ¿Y qué harás? – Arthur se cruzó de brazos, alzando una de sus grandes cejas, mirándole con reproche, sus ojos entrecerrados de un modo que a Francis le pareció exquisito.
- ¿Te vas ahora mismo? – Preguntó Francis, por toda respuesta.
Arthur chasqueó la lengua y desvió la mirada.
- Claro, francés idiota. De otro modo, ¿para qué estaría usando guantes?
Y además, los que tú me diste, completó Francis. Porque sí, esos guantes eran el regalo de la Navidad pasada -cuando comenzaron a vivir juntos- que Francis le había dado al joven británico al verlo caminando por las calles de Londres con las manos congeladas.
- ¿Podrías darme algunos minutos para prepararme? Así nos vamos juntos. – Pidió el francés, girando hacia su cuarto y caminando con pasos largos y gráciles.
Arthur, a sus espaldas, suspiró y habló desde su rubor.
- No te tardes, rana molesta.
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Salieron del apartamento a las siete de la mañana en punto.
Francis lucía un bellísimo abrigo color beige -Arthur no recordaba la marca, pero suponía que se trataba de un diseño de Dior. Francés y todo- y una bufanda ligera, larga. Bajo el abrigo llevaba el tradicional traje formal color café, que tan bien le sentaba. No era que a Arthur le importara demasiado eso.
El británico, por su parte, llevaba puesto su abrigo negro, bajo el cual también tenía puesto su traje formal pero, al contrario de Francis, bajo su chaqueta y sobre la camisa blanca, usaba un chaleco de tela, de esos que tan bien acentuaban su figura –su cintura, sobre todo- y que lograban que Francis quisiera comérselo con la mirada mientras él no le vigilaba.
Bajo el amplio paraguas negro de Arthur, Francis se arregló el cabello. Esperaron a que un taxi pasara por la calle y Francis se preocupó de detenerlo mientras el inglés cerraba el paraguas. Las hebras doradas de ambos se mojaron con la persistente y fuerte lluvia, y cuando lograron subir al taxi, lo hicieron riendo fuertemente con la imagen del otro. A Francis el cabello se le pegaba al cuello; a Arthur, se le aplastaba contra la cabeza.
El taxi giró a la derecha. Francis miró su reloj con un bufido. Arthur rió con malicia.
- La rana llegará tarde a su primera clase~ - Canturreó, mofándose del profesor.
Francis hizo un mohín disgustado y volvió la mirada a la calle, mojada como la mayoría del tiempo. En aquella condenada ciudad la lluvia nunca estaba lo suficientemente lejos.
Un semáforo detuvo su viaje. Arthur revisó unos papeles en su maleta y se los estiró al francés, que con ojos curiosos los observó, reconociendo en éstos su letra cursiva y el idioma en que estaban escritos.
- Los olvidaste sobre la nevera, imbécil. – Regañó.
Francis sonrió con gratitud. El taxi giró a la izquierda y se detuvo frente a uno de los edificios de la University of London. Francis suspiró y bajó del vehículo. Pero sonrió cuando se dio cuenta de que la lluvia no era más que un suave rocío.
- Nos vemos al almuerzo, en ese restaurante frente al banco. – Francis le guiñó un ojo; Arthur bufó, disgustado, y cerró la puerta de golpe.
El taxi se puso en marcha.
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Aquellas estúpidas clases de francés, eran en realidad clases avanzadas de francés en la universidad. Arthur siempre se mofaba de lo que Francis hacía como educador, pero en el fondo sabía que hacía un gran trabajo, bien remunerado, que sumado a su buen sueldo como empleado en el banco, les permitía rentar aquel apartamento en Notting Hill. Pero había algo que solía irritar un tanto a Arthur. ¿Por qué ese imbécil viajaría veinte minutos ese día a la hora de almuerzo sólo para comer con él? Eran buenos amigos y todo eso, pero… Ah, no era de importancia alguna. Seguro necesitaba compañía, últimamente lo veía bastante deprimido.
Francis le esperaba dentro del restaurante, tomando una copa de vino. Arthur se sentó frente a él, dejando el abrigo empapado sobre el respaldo de la mesa, antes de tomar asiento.
El francés sonrió ampliamente.
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Tras comer mientras conversaban sobre trabajo, cada uno tomó su propio rumbo, y no fue hasta la noche que se encontraron nuevamente.
El abrigo de Arthur se secaba junto al calefactor cuando Francis entró en el hogar compartido.
El británico estaba sentado frente a la computadora, con los anteojos sobre el puente de la nariz, cada vez más abajo. La imagen de la pantalla se reflejaba en el vidrio que ayudaba a su vista. Estaba escribiendo.
Francis dejó su abrigo junto al del británico, mirando de reojo al joven en aquel chaleco de tela. Fue grande la tentación de abrazarle para preguntarle qué hacía. A Francis le hubiese encantado, mas sólo se acercó a él y, con una mano en el respaldo de la silla, se deslizó hasta que su rostro quedó cerca del oído del inglés.
- ¿Qué haces?
Arthur dio un salto. No se había percatado de la presencia del francés. La taza de té caliente humeaba junto al portátil. Francis le dirigió una mirada de respeto al líquido dentro de ella.
- Imbécil… Me asustaste. – Gruñó el británico, el corazón acelerado por la inesperada presencia del profesor. – Estaba escribiendo un poco.
Francis apoyó la barbilla en el hombro del inglés.
- Hmm… ¿De qué se trata esta vez? – Preguntó, ocultando su curiosidad.
Arthur se mordió el labio inferior antes de contestar con determinación.
- No es del tipo de novelas que te gustan a ti, rana. – Fue mordaz, como siempre, frunciendo el ceño con autosuficiencia.
Francis acercó su mano al rostro del inglés, que cerró los ojos con fuerza, sonrojándose. Con gentileza, le quitó los anteojos.
- ¿No tienes sueño, Arthur? Ya son las diez… - Murmuró, dejando los anteojos en la mesa.
- Eres idéntico a mi madre, francés idiota… - Reclamó el otro, cruzándose de brazos con pereza.
El francés rió y tomó a su compañero de piso como si de su novia se tratase, alzándolo sin mucho esfuerzo. El menor gruñó, sonrojado por completo, y se dejó ser conducido a través del salón hasta su cuarto.
Para sorpresa de Francis, cuando cruzaron la puerta, Arthur se aferraba a él por el cuello. Con una sonrisa sincera, el francés lo dejó en la cama. Arthur se mordió la mejilla internamente antes de pedir lo que en ese momento más deseaba.
- Tráeme una botella de alcohol, ¿quieres? – Pidió, sensual, sin ser esa su intención.
El cabello húmedo del menor se enredaba sobre la almohada cuando Francis regresó con dos botellas de ron.
Compartían en ese momento un sentimiento en común: el de desear olvidarse del resto del mundo y entregarse al azar de beber.
Las botellas se alzaron al mismo tiempo, las gargantas quemadas por el alcohol.
Francis paseó la mirada por el rostro de Arthur, completamente concentrado en beber. A Francis le gustaba Arthur desde que lo había conocido. A Francis le atraía con ese chaleco de tela, con los guantes de cuero, con los jeans del fin de semana, con pantalones anchos y ajustados.
A Francis le gustaba Arthur. Pero no sabía si era un sentimiento recíproco, por lo que no se arriesgaba. No hasta que el británico estaba completamente ebrio, cuando era obvio que ni su nombre recordaría al día siguiente.
Cuando Arthur comenzó a jugar con su nariz, se dio cuenta de que la sobriedad había abandonado cada centímetro de su piel, y fue entonces que, también algo ebrio, adelantó el rostro.
Sus labios rozaron los del inglés. Arthur se echó atrás, sonriendo juguetón, el cabello desordenado por completo.
- No juegues así conmigo, Arthur. Eres cruel. – Bufó Francis, cuando el inglés prefirió coger la botella en vez de mirarle.
Arthur rió y el francés aprovechó la oportunidad para meter su lengua en la boca húmeda y cálida del inglés. Sus manos rodearon la cintura del menor, que aún llevaba puesto el chaleco. El beso se profundizó y se estrechó un poco más cuando Arthur movió su lengua junto a la de Francis. El francés mordisqueó los labios ajenos, sus manos bajando hasta las nalgas del británico.
Lo empujó a la cama. Le besó los labios, su lengua tocó el molar trizado, y luego sus labios se apoderaron de su cuello. Succionó suavemente el cuello pálido del joven, para después hacerlo con fuerza, marcándole con rojo como suyo. Bajó por su piel, besándole, mordiéndole. Arthur gemía exquisitamente, y Francis podía sentir su miembro endurecido contra él, bajo sus pantalones de tela.
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Arthur despertó perezosamente. Las sábanas se sentían demasiado duras contra su piel desnuda. La cabeza le dolía demasiado. Quizá por eso tardó más en levantarse y en dirigirse, descalzo, al salón y luego a la cocina. Sus pies temblaron al contacto con la fría madera, y una isla apareció para él la suave alfombra de piel en medio del salón. Ya pensaba en dirigir sus pasos a la cocina, cuando Francis asomó desde aquella puerta, con dos tazas en la mano.
- Bonjour. – Saludó, acercándose a él.
Su voz era suave, como si supiese perfectamente lo mal que se sentía de la cabeza.
- G'Morning. – Suspiró él en respuesta.
Francis caminó hasta él, en bata y zapatillas de dormir. Le ofreció una taza de té tibio, para reponerlo un poco. Arthur cogió la taza y la abrazó con sus manos, sintiendo el calor traspasar la cerámica de la taza hasta lograr el contacto con sus dedos fríos. Vio de reojo a Francis bebiendo de su taza de café, para luego sentarse en una de las sillas altas de la cocina. Arthur le imitó en la silla cercana, y probó un poco de té. Su estómago dio un brusco giro y sintió que todo el alcohol se le subía a la garganta en la forma más repugnante posible.
Sus pies rozaron la alfombra de piel mientras regresaba a su cuarto. Francis le observó retirarse sin decir palabra alguna. En sus labios aún permanecía la esencia de aquel londinense, así como en sus manos aún persistía la textura de su piel. Francis atesoró aquellos momentos en la cajita de macarons que con él había traído desde París, en forma de un pequeño papel.
Suspiró y guardó la caja en el mueble de la cocina, ese que Arthur nunca revisaba, en el estante más alto.
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Arthur sonrió desde su amplio sweater de lana, desde sus jeans apretados y desde su sombrero negro de tela, guiñándole un ojo.
Francis miró el recipiente de marmite en su mano e hizo un gesto de asco. Arthur hizo un puchero.
- Francis, please… - Pidió el británico.
El francés suspiró y echó el recipiente al carro. Arthur estuvo a punto de brincar de felicidad. Francis le ignoró y avanzó con el carrito hasta la pasta de chocolate, mucho más interesado en eso que en su compañero de piso que, con las manos en los bolsillos, buscaba algún otro típico sabor británico que llevar a casa.
- A veces te comportas como un niño. – Comentó de repente, comparando dos productos.
Arthur le miró frunciendo el ceño.
- Y tú, como mi madre. – Bufó, acomodándose el sombrero frente al espejo que había entre un pasillo y otro.
Francis sólo se rió.
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Y ahora estaban cocinando en casa. Francis preparaba la masa de la pizza; Arthur picaba los ingredientes lentamente, con mucho cuidado de no cortarse dedo alguno. El francés estiró la masa en forma de un círculo perfecto sobre la lata del horno, que luego llevó a su lugar en la calidez del horno a gas.
Arthur le miró de reojo, si esperar que el galo voltease hacia él y le quitase el cuchillo de la mano para comenzar a picar él mismo los tomates, pelándolos hábilmente.
- Oh, vamos… No te ofendas, Arthur. – Murmuró al ver al inglés fruncir el ceño. – Quizá deberías rallar el queso, ¿sí?
Amoroso, Francis acarició la mejilla del británico con su mano mojada con jugo de tomate. Arthur soltó una queja, seguida de un insulto. Se secó la mejilla con papel absorbente y buscó el queso parmesano para rallarlo. Francis cortaba hermosas rodajas de tomate mientras la masa de la pizza comenzaba a dorarse en el horno.
Una pila de queso rápidamente se formó. Francis sacó la pizza del horno y comenzó a poner sobre ella la salsa de tomate, el jamón picado, las rodajas de tomate, las aceitunas y las salchichas picadas. El inglés entregó su pila de queso rallado, que Francis esparció sobre el resto de los ingredientes junto con un poco de orégano.
La pizza volvió al horno y Arthur comenzó a curiosear en las bolsas del supermercado, buscando su marmite y encontrando en el proceso muchas otras cosas. Queso Brie, pasta de chocolate, almendras, azúcar de muchos tipos distintos, verduras y frutas de primera calidad, salmón congelado... Eso sólo por dar un ejemplo.
Francis era un gourmet. Arthur sabía eso y en el fondo le encantaba. Claro, nunca reconocería cuánto le gustaba la comida que el francés preparaba, al menos no frente a él, ni frente a nadie. Apenas consigo mismo. Pero era verdad que cada mordisco, cada probada de su comida, le llevaba al séptimo cielo. A veces Arthur se preguntaba si Francis se daba cuenta de las caras que ponía cuando probaba su comida; el queso crema perfectamente derretido, las hierbas frescas con que la carne era acompañada… O si simplemente las ignoraba, con una sonrisa fugaz.
El aroma de la pizza española en el horno era exquisito. Francis ya estaba preparando el postre, un flan de naranja típico de España. ¿Por qué preparaba comida española? Sí, porque estaba poniendo en práctica unas recetas que Antonio, uno de sus mejores amigos, de procedencia española, le había facilitado. Y el encargado de decidir si los platos eran exitosos era Arthur, obviamente, por su lengua afilada en las críticas y su gran terquedad con respecto a sus opiniones.
Era el crítico perfecto, que desmenuzaba todas y cada una de las obras realizadas por Francis.
Antes de poder pensar bien, la pizza estaba fuera del horno, el flan en la nevera, y Francis picaba la pizza para poder servirla sin problemas.
- ¿Vas a comer, Arthur? – Preguntó, sacándole de sus pensamientos.
El británico asintió nervioso y se sentó a la mesa de la cocina. Francis le sirvió un trozo de pizza que se veía demasiado apetitoso.
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Era sábado por la noche.
Arthur había desaparecido. Francis también.
El francés se encontraba en el bar que más frecuentaba, bebiendo cerveza junto a Gilbert y Antonio, sus mejores amigos. El primero era un albino de ojos rojos, más alto que Francis, de piel pálida y acento alemán. Era el más joven de los tres amigos. Antonio, por su parte, tenía la misma edad de Francis, y era unos centímetros más bajo que el francés. Su cabello era de un color casi castaño, sus ojos verdes y su piel tostada por toda una vida vivida bajo el sol de la Toscana.
- Lovino se está esforzando mucho en la universidad… - Contestó el español, suavemente, a la pregunta del alemán.
- Ah… Al menos es bueno que le guste lo que estudia. Digo, Leyes es algo complicado… - Continuó Gilbert, asintiendo con la cabeza a las palabras de Antonio.
Francis acarició el borde del vaso. Antonio le miró con comprensión.
- ¿Qué pasa, eh, Fran? – Preguntó con naturalidad.
El galo alzó sus ojos azules hasta posarlos en los verdes, y suspiró profundamente, abatido.
- Se trata de Arthur. – Murmuró.
Gilbert se apoyó en la barra. Antonio se cruzó de brazos.
- Hm… ¿Otra vez ese imbécil te está molestando? – Bufó el español.
Francis soltó una carcajada, triste ante los oídos de sus amigos.
- Non, para nada. Soy yo el que está confundido al respecto… - Se llevó una mano a los cabellos, despejando su frente. – Creo que… Arthur… Me gusta.
Gilbert sonrió levemente. Antonio abrió los ojos de par en par, asombrado por completo.
- ¿Te… gusta Arthur? – Interrogó el español, sin poder convencerse de lo que oía.
Ambos sabían la parte de la historia en la que Arthur y Francis se llevaban como el perro y el gato, la historia en que se peleaban por lo menos una vez al día, y sólo por los ruegos del francés el británico regresaba al apartamento en Notting Hill.
Desconocían la parte en la que compartían las labores en el hogar, la parte en la que Arthur se quedaba dormido leyendo y Francis le cargaba a la cama. La parte en la que el alcohol revolucionaba completamente su relación y acababan enredados en las sábanas, sin saber absolutamente qué estaban haciendo en realidad.
Sólo Francis conocía aquel secreto, que más que de dos, era de uno. Del único que parecía ligado a aquel secreto.
Arthur nunca se enteraba de que dormía con Francis, porque llegada la mañana, cuando despertaba, sólo era él quien estaba en la cama, con un infernal dolor de cabeza. Francis siempre estaba preparándose un café, viendo televisión o comiendo alguna de las frutas maravillosas que llevaba a casa cada jueves luego de pasar a la verdulería cuya dirección Arthur desconocía.
Francis cometía un crimen cada viernes por la noche. Como un profesional, limpiaba la escena, cuidando de no dejar ningún rastro, y se devolvía a su habitación. Se encerraba allí durante la noche, sin poder dormir.
Pero lo que lo exasperaba y lo ponía tan nervioso esta vez era que había llorado. Nunca le había ocurrido algo así, nunca. Ni con Arthur, ni con nadie. Había llorado por horas, la cabeza oculta en la almohada, el cabello cubriéndole el perfil. Esta vez tenía miedo de aferrarse demasiado a su compañero de piso. Tenía miedo de que él fuese a darse cuenta de su crimen, de su secreto mejor guardado. Tenía miedo de involucrarse sentimentalmente con aquel joven de humor sarcástico, cejas gruesas y hermosos ojos verdes.
Temía enamorarse de aquel enemigo de medio tiempo.
Y ese temor fue el que, sinceramente, le manifestó a sus mejores amigos, que no pudieron hacer más que invitarle la mejor botella de vino de todo el bar. Aunque fuese demasiado cara.
