Capítulo I

Madrid, abril 1815.

La vida es demasiado lenta, al menos para Candice. A sus 18 años, sigue siendo igual de inquieta que cuando usaba lacitos en las coletas. De vivaz carácter, amante de la naturaleza y la aventura, problemas es su quinto nombre, justo detrás de Alejandra, el cuarto nombre. En numerosas ocasiones ha sido reprendida al ser descubiertas sus correrías. Sentarse en la rama de un árbol, caminar descalza por el campo, ir a la ciudad de incógnita, vestida con ropas humildes, viviendo situaciones que, dado su condición de noble, no habría experimentado jamás. Nimiedades si, como ha deseado más de una vez, hubiera nacido varón.

Por fortuna para ella, el varón y cabeza de la familia es su cómplice. Condescendiendo cada una de sus travesuras, como él las llama. Ser parte de la corte española, en el seno de una influyente familia, le reporta una vida llena de comodidades. Vestidos cuantos quiera. Sombreros por docenas. Joyas, las mejores. Y tranquilidad, mucha tranquilidad. Una vida lenta y carente de aventuras que está por cambiar.

—Buen día abuela —hizo una perfecta reverencia antes de rodear la mesa para ocupar su lugar frente a la anciana.

«Por favor, que no haya sermón sobre la puntualidad»

—Buen día Elena —respondió la aludida sin detener la acción de golpear con la cucharita un huevo pasado por agua—, tu hermano ha pedido que al terminar el desayuno vayamos a la biblioteca —la anciana la miró brevemente y regresó la vista hacia su plato.

— ¿Pasa algo? —se animó a preguntar. Un destello mental de su reciente incursión en una plaza de toros le hizo pasar saliva.

—Ya lo sabremos.

No insistió. Su abuela, que en realidad es su tía, es muy perspicaz; mejor no tentar a la suerte. El desayuno transcurrió en silencio. El mismo restrictivo silencio de todos los días. Terminados sus alimentos se dirigieron a la biblioteca. Anunciaron su llegada con un par de golpes en la puerta. Desde dentro, una voz masculina, amortiguada por la gruesa madera de la puerta, les indicó que entraran.

Sentado detrás de un gran escritorio, el cabeza de la familia estaba firmando y acomodando papeles. La azulada mirada del rubio caballero se posó en ellas, con un gesto de su mano les indicó los sillones que forman la salita de su despacho. Obedientes tomaran asiento en uno los sillones lo suficientemente grande para recibirlas a ellas y sus voluminosas faldas. El caballero se levantó y caminó para acomodarse en el asiento frente a ellas.

—Les pedí que vinieran porque tengo algo que comunicarles —su semblante serio no auguraba nada bueno y Candice se sentía cada vez más nerviosa—, ayer por la tarde se me comunicó que he sido nombrado Gobernador de "El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles del Río de Porciúncula" —les informó sin demostrar si el cargo le era grato o no.

— ¿Nuestra qué? —la pregunta la hizo, como no, la hermana del nuevo gobernador.

—Señora la Reina de los Ángeles del Río de...

—Dejémoslo en "de los Ángeles" —le interrumpió distraída la joven. Su mente comenzaba a volar.

— ¿Cuándo partimos? —preguntó la anciana sin cuestionar la mudanza. Criada para respetar y obedecer al cabeza de familia se tragó su inconformidad.

—Mañana en la tarde zarpa el barco que nos llevará.

— ¿Iremos en barco? ¡Nunca he viajado en barco! —gritó emocionada la joven rubia.

—Candice Elena Sofía Alejandra Cortés de Altamira Andley —Candice fue reprendida por su exabrupto, con la forma preferida por su tía, usando la retahíla de nombres que tanto le incomodan.

—Mis disculpas abuela —hizo una reverencia y, haciendo gala de sus bien aprendidos modales, recogió sus faldas y tomó su lugar junto a ella.

— ¿Dónde queda ese lugar que debemos trasladarnos en barco Antonio? —el aludido miró a su tía con cautela.

—América.

— ¡Esa tierra de salvajes! —Escandalizada, la matrona se llevó las manos a la boca.

— ¡salvajes! —Candice no estaba ni la mitad de escandalizada que su tía, al menos no en el mismo sentido.

—Ya ha sido colonizada —En un intento por calmar los temores de una y el entusiasmo de la otra, Carlos Antonio Alejandro Cortés de Altamira Andley se dispuso a detallar lo que sabía, que no era mucho, sobre su próximo lugar de residencia.

Nuestra Señora de los Ángeles, abril 1815.

— ¡Auxilio! —Los gritos de ayuda provenían de los ocupantes de una diligencia que estaba siendo asaltada.

—Tranquilícense, que nada les va a pasar, si cooperan —las palabras, dichas por la voz grave y calmada del asaltante, no les dio ninguna tranquilidad.

— ¿Qué es lo que quiere? —se atrevió a preguntar uno de los ocupantes.

—Una pregunta bastante tonta ¿no lo cree? —El bandido sonrió pero no fue una sonrisa amigable—. Deme el dinero de los impuestos —extendió la espada, colocando la punta en el cuello del hombre.

—pe... pe... pero el comandante Montero —el terror de saber su vida en peligro le turbó el habla.

—No me interesa lo que el comandante Montero pueda opinar —respondió el asaltante, sin alterarse —, este dinero se lo robó a los Gutiérrez y, ladrón que roba a ladrón… yo se lo robo a él —Volvió a sonreír. Sonrió con la satisfacción de quien se sabe vencedor.

El recaudador de impuestos claudicó. Su vida no valía la miseria que Montero le pagaba por trucar los requerimientos fiscales. Rebuscó debajo del asiento y sacó un cofre. Todavía reticente, extendió la mano, entregándolo al bandido quien, luego de abrirlo para comprobar el contenido, emprendió la huida a galope de su caballo.

Las personas de la diligencia, aún temerosas por su encuentro con el ladrón, siguieron su camino lo más rápido que pudieron, por si se le ocurría regresar; debían informar al Comandante Militar de la ciudad lo sucedido.

— ¡Diego! —Llamó un joven de ojos marrón al recién llegado– ven a practicar un poco – le pidió entre jadeos mientras chocaba espadas con su contrincante.

—Gracias —respondió el aludido con una sonrisa — pero ya sabes que no me gustan este tipo de actividades.

— Sí, ya sé que prefieres la poesía y las artes — la mofa en sus palabras no pasó desapercibida para el joven Diego.

—Déjalo en paz Archie —Stear, un hombre joven de negros cabellos y hermano mayor de Archie fue quien intervino —. Deberías ser más cuidadoso — lo reprendió mientras lo desarmaba.

—Parece que Stear volvió a ganarte —no reprimió la carcajada, una pequeña venganza por el comentario anterior del chico castaño.

—Solo porque me distraje al hablarte —Archie se encogió de hombros, sin tomar en serio la burla de su amigo.

El joven que solo había estado observando se dirigió a la casa.

«Si supieran».

Sonriendo, entró a la casa, subió las escaleras y se dirigió a su habitación. Su cuerpo pedía a gritos una cama.

Madrid, abril 1815

—Antonio, es imposible tener todo preparado para mañana en la tarde —protestó Emilia—. Marcharnos al otro lado del mundo implica muchos preparativos, no podemos irnos así como así y dejar la casa sola. También está la servidumbre, los muebles…

—No se preocupe tía —la interrumpió Antonio—, pasado mañana llega el tío Guillermo y él se hará cargo de todo eso que tanto le preocupa. Lo único que usted y Elena deben hacer es armar los baúles —suavizó la orden con una sonrisa.

—Lástima, me habría gustado conocer al tío Guillermo —comentó Candy con un suspiro desganado.

—No te preocupes, seguramente irá a visitarnos en cuanto pueda —aunque sabía que Antonio lo dijo solo por animarla, Candice sonrió.

—Es un hecho que nos vamos mañana —la resignación por fin había llegado a la matrona Cortés de Altamira.

—Su majestad quiere que zarpe cuanto antes —le aclaró. No fuera que, cuando no encontrara su abanico favorito, le echara en cara la premura con que se fueron.

— ¿George vendrá con nosotros? —preguntó la joven.

—Sí. Desde mañana, será el secretario del nuevo gobernador de El Pueblo de Nuestra Señora Reina de Los Ángeles de...

—Nuestra Señora de Los Ángeles está bien —insistió Elena.

—Tienes razón Alejandra, es un nombre muy extenso —comentó sonriendo a su hermana con cariño.

—Bien, si no tienes otra cosa que decirnos me retiro. Debo empezar cuanto antes o terminaré olvidando algo —se levantó. Dispuesta a poner manos a la obra.

Antonio se levantó rápidamente al ver que su tía lo hacía.

—Vamos Elena, tú también tienes mucho que empacar y…

—En realidad no —intervino Antonio, interrumpiéndola.

— ¿Cómo? —preguntaron ambas.

—Alejandra, tu padrino te ha enviado varios baúles con vestidos nuevos y con todo lo que sea que las mujeres necesitan.

— ¿De veras? — preguntó emocionada, levantándose de su asiento.

—De veras. No debes preocuparte por nada. Tus baúles serán llevados directamente al barco —Antonio sonreía al ver la emoción de su hermana.

—Bien. Me retiro —Sin esperar respuesta, Emilia salió de la biblioteca.

—Antonio ¿podemos ir a ver a mi padrino? —Preguntó esperanzada —, quiero agradecerle y, tu sabes que lo quiero como a un padre — dijo ella entristeciéndose un poco al ser consciente de la inminente despedida.

—Lo sé Alejandra. No te pongas triste, te prometo que mañana, antes de irnos, podrás despedirte de él —tomó la mano de su hermana, confirmándole, con un ligero apretón, su promesa.

—Gracias —acercándose le abrazó.

—De nada pequeña — depositó un suave beso en la rubia coronilla.

—Debo irme, aún tengo pendientes que arreglar con George —dijo soltando el abrazo.

—Está bien. Yo iré a ayudar a la abuela —con resignación se dirigió hacia la puerta.

—Ale, ya sabes que no le gusta que le digas abuela —intentó reñirla pero la sonrisa en sus labios no reflejaba la severidad que desearía.

—Ya sé —replicó poniendo los ojos en blanco.

—Nunca cambiarás pequeña —su resignado suspiro fue más elocuente que sus palabras.

—Ni tú tampoco, por muy gobernador que seas — le sonrió con picardía antes de salir de la estancia.

«Mi pequeña hermana, todo sea por tu seguridad»

Antonio salió de la biblioteca y se dirigió a las caballerizas a tomar su caballo. Debía ir a la oficina de George a ultimar los detalles del viaje y había muchos papeles que firmar.

—Buen día George — saludó al hombre sentado tras el escritorio.

George era hombre de mediana edad. De cabello negro con algunas hebras de plata en las sienes. El pequeño bigote, recortado con pulcritud, desafiaba a la moda "patilluda" de la época.

—Buen día Antonio —respondió invitándolo a sentarse.

— ¿Cómo va todo? —inquirió ya acomodado en el pequeño pero cómodo sillón.

—Muy bien. Los papeles están listos y en regla. Con las firmas quedarán legitimados —la serenidad de su gesto le transmitió a Antonio la confianza que necesitaba.

—Me alegro. Así podemos irnos tranquilos. El único problema es que el tío Guillermo llega pasado mañana.

—No hay de qué preocuparse. El poder que me otorgó su tío me permite sustituirlo en este asunto — le informó George mientras rebuscaba en los papeles de su cajón.

—Estupendo. Firmemos entonces —tomó la pluma del tintero, dispuesto a estampar su firma.

—Aquí —señaló George el lugar donde debía firmar.

Antonio tomó los papeles y después de leerlos detenidamente firmó.

—Listo —depositó la pluma en el tintero. La cual tomó ahora George e hizo lo propio. Antonio observó a George escribir una nota en la que hacía referencia al documento que le otorgaba el poder para realizar este acto en representación de su tío Guillermo. Lo vio colocar el sello que legitimaba los documentos. Un sello que nadie se atreverá a cuestionar. Seguro de que todo estaba en orden se dirigió al hombre nuevamente—: Debo irme, todavía tengo varias cosas que arreglar para nuestra partida —se levantó, gesto que imitó su interlocutor, y le tendió la mano.

—Ve con cuidado —respondió George estrechando la mano de Antonio.

—Gracias.

El joven salió de la oficina con la mente puesta en su siguiente visita. Iba a ser un largo día, lleno de reuniones y compromisos que debía cerrar, debía dejar todo en orden antes de irse.

En casa de Candy todo era un caos. La anciana daba órdenes a los sirvientes para que empacaran todo lo que ella consideraba necesario. No sabe cómo es el lugar al que irán ni la casa en la que vivirán, por lo que quiere llevar cuadros, jarrones, vasijas y demás elementos decorativos para su nueva casa.

Candy, por su parte, está emocionada. La perspectiva de atravesar el océano, conocer gente nueva, otras tierras y costumbres, le acelera el corazón. Se pasó el día ayudando a su "abuela" y preguntando a los sirvientes lo que sabían sobre el nuevo mundo. Cualquier información que le daban, lejos de satisfacerla, hacía que su curiosidad se hiciera más grande. Así la sorprendió la noche y, después, un nuevo día.

Era ya más de medio día y en la casa de los Cortes de Altamira Andley todo estaba listo para su partida. Sólo esperaban el momento de ir al muelle y tomar el barco que los llevaría a su nuevo hogar. Reunidos en la biblioteca, Antonio daba las instrucciones finales.

—Quiero informarles que por petición de su majestad —comenzó el rubio —, en América seremos solo Andley, no informaremos a nadie de nuestros demás apellidos, títulos nobiliarios ni influencia en la corte — «prepárate que aquí viene», pensó mirando como su tía perdía el color del rostro para luego recuperarlo en un rojo encendido.

— ¡Qué! ¿Por qué? —Exclamó escandalizada la anciana. «Solo esto faltaba» —pensó indignada.

—Ya se lo dije tía, es petición de su majestad — Su semblante serio, dio pie a que Emilia no siguiera preguntando.

—Supongo que tampoco tendré que dar mi retahíla de nombres —la voz de Candy sonó aliviada. «Nada más de pensarlos me canso», pensó pícara.

—No —contestó entre risas, su seriedad se fue al traste. Candy siempre lograba hacerle reír —. En América, serás solo Candice Sofía Andley — le informó recuperando la seriedad.

—Pero ¿por qué Sofía? Me gusta más Candice Alejandra —se quejó.

—Porque Alejandra es el nombre oficial de los Cortés de Altamira. Alguien podría atar cabos y su majestad ha sido muy claro respecto a eso —explicó viendo de reojo a su tía.

— ¿Y yo? —Preguntó un poco enfadada la anciana —, ¿cuál será mi nombre de plebeya? —no hizo intento alguno por ocultar su desagrado.

—No lo tome así tía —le pidió Antonio con una sonrisa —, además, recuerde que será una dama con mucho poder al ser la tía del gobernador —la cameló, y la sonrisa de Elroy le dejó claro que esta batalla estaba casi ganada.

— ¿Y bien? —replicó relajando el tono.

—Usted será Emilia Andley —el guapo rubio sonrió.

—De acuerdo —«por lo menos no tengo que usar Delfina, Elroy o Josefina»

— ¿Y tú cómo te llamarás? —preguntó Candy.

—Carlos Antonio Andley, aunque habría preferido Carlos Alejandro —le dedicó un guiño a Candy—. Bien, creo que es hora de irnos —se levantó al tiempo que ofrecía sus manos para ayudarlas a hacer lo mismo.

«Uno, dos, tres... »

— ¡Pero dijiste que me despediría de mi padrino! —objetó Candy acongojada.

« ¡Vaya! Solo tres segundos, batió su marca de replicar en 5.»

—Y lo harás. Vámonos —conminó ofreciendo un brazo a cada una.

«La consiente demasiado» pensó Emilia mientras caminaban hacia la puerta.

Se despidieron de los sirvientes, encargándoles el cuidado de la casa. Al nuevo mundo solo llevaban unos cuantos y a la mucama de Emilia. Exigente por naturaleza, la ser la única en quien confía, hizo lo posible porque la mujer aceptara viajar con ellos. Ya en américa contratarían los que hicieran falta.

Subieron al carruaje y, por la ventanilla, Emilia miró su casa, con el corazón oprimido se despidió de su hogar. En su interior sabía que no volvería.

Después de un rato de transitar por las calles de Madrid, llegaron a una enorme construcción. El carruaje atravesó la verja que abrían en ese momento y recorrió el camino hasta las puertas del lugar. En cuanto bajaron, Candy supo dónde estaban. Se dirigieron a la puerta donde fueron recibidos por un sirviente quien, después de una reverencia, les indicó que le siguieran. Los llevó por unos pasillos hasta dar con unas puertas dobles que se encontraban cerradas. El hombre, después de anunciarlos, los hizo pasar.

En el gran salón los esperaba un hombre alto, muy bien parecido, de rasgos maduros, mirada verde y cabello dorado. En la estancia había otras personas, las cuales no fueron impedimento para que, la siempre impulsiva Candy, olvidara sus modales y corriera al encuentro del hombre.

—Mi querida Alejandra —musitó el hombre, abrazándola—. «Mi niña, cuanto voy a extrañarte» pensó, conteniendo sus emociones.

—Perdóname padrino —se disculpó rompiendo el abrazo. Apenada, hizo la reverencia de rigor—. «Me espera una buena regañina con la abuela», la miró con disimulo y el rostro de desaprobación de ella y los demás presentes la acongojó aún más.

—Mi niña, no pasa nada—sonrió, tomando sus manos en un reconfortante apretón—. Supongo que has venido a despedirte —la tristeza de su voz no pasó desapercibida para Candice.

—Sí padrino —respondió en el mismo tono—, y también a agradecerle el regalo que me hizo —habló emocionada, en un intento por levantar los ánimos.

—No tienes que agradecerme —le dijo rodeando sus hombros con su brazo derecho—, tu sabes que siempre has sido mi ahijada favorita —el guiño que le dedicó sorprendió a la callada concurrencia.

—Será porque soy tu única ahijada —replicó con un falsa indignación.

—Y también porque soy tu padre, ¿lo olvidas? —bajó la voz a un susurro, por lo que solo ella pudo escucharle.

—Eres el padre que nunca conocí y yo… soy la hija ingrata que se va al otro lado del océano —como pudo contuvo las lágrimas en el filo de sus pestañas, entristecida por el inexistente recuerdo de un padre que murió antes de que ella aprendiera a andar y por la figura paterna que encontró en su padrino y que hoy deja.

—No llores cariño. Recuerda lo que dicen tu hermano y Alberto —le dijo para animarla—, eres más bonita cuando ríes que cuando lloras —sonrió, tratando de mantener a raya la opresión en su pecho.

«Mi pequeña, quisiera que las cosas fueran diferentes.»

—Es verdad —intervino Antonio, quien había decidido mantenerse al margen—. Lo siento Sofía, pero es hora de irnos —aunque se dirigió a Candice, su mirada estaba puesta en la del hombre al lado de su hermana.

—Adiós padrino —se despidió la joven, entregándose a un último abrazo antes de partir.

—No mi niña, adiós no. Es solo un hasta pronto —cerró los ojos, apretándolos con fuerza. Con dificultad deshizo el abrazo y se dirigió al joven Andley —. Cuídala bien Antonio — extendió el brazo el cual fue tomado por Antonio.

—Con mi vida —respondió seguro, besando el anillo en la mano del hombre. «Primero muerto antes que le pase algo.»

—Emilia —acompañó el nombre con una inclinación de cabeza a modo de despedida.

—Felipe —respondió la aludida del mismo modo.

—Buen viaje —les deseó, con el corazón doliente.

—Gracias — respondieron los tres.

Y así, sin más, se fueron.

Al nuevo mundo.

A una nueva vida.

Continuará...