El cadáver yacía en el vado. Lo tocó con la punta escarlata, pero no se movió un ápice; su enemigo sólo era un fardo de miedos viejos que el agua arrastraba lejos de allí. Lejos, para siempre. Adiós al muerto y adiós al miedo.
Adiós a la guerra.
Rhaegar se quitó el yelmo y recibió la ovación.
La mujer se mecía junto a la ventana, con el bebé al pecho. Sonreía.
– ¡Ned! – Dio un respingo – No te he oído llegar.
El señor de Invernalia se dirigió a ella y besó su mano. Luego miró a la criatura. Pelo negro, ojos grises. Como su madre.
– No parece un Targaryen – Comentó.
– Lleva su sangre – Le recordó Lyanna.
Robb lo empujó con fuerza. Jon cayó hacia atrás.
– ¡Au! ¡Me has hecho daño!
– ¡No haberte burlado de mí! – El mayor le sacó la lengua.
– ¡Robb! – Catelyn corrió hacia ellos y miró con reproche a su hijo – Pídele perdón a tu primo ahora mismo.
Jon se refugió en las faldas de su tía mientras Robb balbuceaba una disculpa.
– ¡Va a venir esta noche! – Susurró Sansa, emocionada – Estoy deseando que nos cante algo.
– ¿Y qué te hace pensar que cantará para ti? – Arya le sacó la lengua – Viene a ver a su hijo.
– Nuestro primo es un bastardo, así que no cuenta como hijo.
– ¡Eres tonta! – Arya le tiró del pelo. Sansa se echó a llorar – Puedes llorar todo lo que quieras, pero un día Jon será rey, como su papá, y entonces le diré que te quite ese estúpido apellido que tanto te gusta y te obligue a llamarte nieve.
– ¡Jon nunca será rey! ¡Nunca!
– ¿De qué estáis hablando? – Lyanna se asomó por la puerta y arrugó el ceño. Sansa se encogió, pero Arya corrió hacia ella.
– ¡Jon será rey algún día! ¿A que sí? – La pequeña miró con ansia a su tía preferida, pero la loba no respondió.
