Día uno.

Otra vez en la biblioteca. Un nuevo volumen había sido lanzado al público y el mancebo estaba emocionado mientras se dedicaba a su silenciosa lectura.

Alzando el rostro, encontró a éste reflejado en un espejo que se situaba cerca de él. Llevó una mano al mismo, acariciando su mejilla. Tenía 18 años, y comenzaba a parecerse a alguna otra persona de la que no se acordaba del todo en ese instante.

No le dio importancia, y volvió sus ojos a la página que había dejado a la mitad de leer. Rió; una conocida voz se escuchaba afuera de la biblioteca a considerado volumen y lo estaba llamando.

Colocó un señalador entre ambas páginas impecables de su tesoro y lo guardó con cuidado en su estante de la discordia. Se puso en pie entonces, caminando hasta la salida para abrir ambas puertas del lugar. Salió al pasillo, percatándose de que la fémina que tanto le necesitaba había pasado de largo sin notar que se había saltado una habitación.

— Alice~. — Le llamó divertido, causando que ella se diese vuelta en un segundo y lo mirase. —Lo siento. ¿Cuánto tiempo has estado buscándome?

—¡Todo el día!— Contestó, con el sonido de la madurez en su habla. Era obvio; la pequeña Alice tenía ni más ni menos que dieciséis años, futura a cumplir un año más en un par de meses. Su cabeza fue acariciada y sus cabellos levemente despeinados por el rubio que bien había aprendido de Gil. Eso la tranquilizaba.

— ¿Qué sucede?

— Ha llegado una nueva misión. — Comunicó, sonriendo cual pequeña al ser consentida.

— Oh. Deben estar en la sala principal, ¿no es así?

En efecto, allí debían reunirse. Tuvieron una reunión tan aburrida como siempre; el paso del tiempo no había cambiado la monotonía en las juntas importantes de Pandora. Sí; Alice y él eran miembros del escuadrón también, y portaban los sacos distintivos del equipo que Liam y los demás solían vestir diariamente. Ese día no era la excepción. A Alice le quedaba ciertamente ajustado, sin embargo, dejando a ojos ajenos denotar sus curvas juveniles.

Oz no era realmente la clase de chico que ajustase su visión a esas cosas exactamente, pero como el crecimiento iba de mano con las hormonas, alguna que otra pequeña mirada se posaba en Alice de a ratos. No era malo, no era un adolescente teniendo fantasías indebidas como la mayoría podría serlo a su edad. Era sólo un joven admirando la belleza de una persona. Completamente comprensible.

Aunque tal vez se había quedado observándola por mucho tiempo, pues el objeto de su admiración movió sus ojos de casualidad y lo pescó. Sólo alzó una ceja, cuestionando al rubio en silencio. Oz parpadeó y se sonrojó, desubicado de su trance. Le sonrió en algún momento y procuró no volver a dejar pasar esa situación.

Había sido vergonzoso.


Día dos.

Atendiendo una de sus nuevas tareas como el mayor de edad que era, el joven de cabellos rubio-dorado cargaba con una pila de papeles mientras se dirigía al estudio, cual digno participe "responsable" de los cuarteles de Pandora lo haría. Hacía un poco de calor, así que se detuvo a medio camino y dejó aquel pesado pilón en algún mueble a su lado. Desabrochó los dos primeros botones de aquel saco negro de hombros blancos y exhaló aliviado. Una suave frescura se anidaba en su pecho ahora.

Se quedó allí unos minutos, mirando su propia vestimenta con incredulidad. ¡Cuánto tiempo había pasado! Ya oficialmente estaba unido al equipo de trabajo en esos atareados cuarteles.

Suspiró alegre y nostálgico para volver a hacerse con tanto papeleo y dirigirse a donde debía entregarlo.

Estaba un poco apurado; su momento consigo mismo minutos atrás lo había atrasado más que antes. Exhaló, sabiendo que era una nueva manía que no podía borrar de su accionar. Pero entonces, en su mera casualidad, se topó con un espejo. Observó su cara sin poder evitarlo y lo supo entonces. Era parecido a él.

Jack.

Sorprendido por el tal vez obvio descubrimiento, sacudió su cabeza y siguió su paso apurado con decisión. Jamás se había detenido a analizar la verdadera similitud de su cuerpo y el recuerdo que revivía.

Ya llegaba tarde, no podía distraerse ahora. No más.

Llegó, tocando las puertas de pulida madera con la punta de su zapato. Liam fue quien lo recibió, nervioso por la falta de puntualidad. Cargó los papeles rápidamente y pasó adentro junto al muchachito impuntual.

Pareció un mandamiento cumplido, hasta que Liam hizo notar el disimulo con que suspiraba.

— Joven Oz, aquí faltan documentos.

— ¿Eh? — Parpadeó.

— Los papeles que debías firmar no están aquí. — Explicó, acomodando sus lentes en un pequeño movimiento y mirándolo preocupado por su falta de atención.

— ¡Los papeles firmados! — Exclamó alarmado, llevándose la mano a la frente en expresión de recuerdo. — ¡Vuelvo en un minuto! — Prometió, corriendo del estudio por los adentros de la conocida mansión. Había dejado todo firmado la noche anterior antes de irse a dormir, y se había olvidado de juntar esos papeles con el resto. Y todo había quedado allí, en su cuarto.

Subió las escaleras, trastabillando más de una vez por el apuro, y se adentró rápidamente en el pasillo. Sin embargo, la puerta entre abierta de la habitación de Alice lo distrajo. Siendo llamado por la curiosidad, se acercó. Pensaba en encontrarla y saludarla. Colocó la zurda al costado de la puerta y abrió un poco, llevándose una de las sorpresas de su vida y congelándose en su postura.

La fémina era mínimamente cubierta por una toalla de la cintura para abajo, y mechones de su largo cabello protegían la zona delantera. Se podían apreciar las gotas cayendo de ella, por lo que el sorprendido joven no tardó en resolver que Alice había terminado una sesión de baño.

Sus orbes estaban faltas de reacción. Estaba completamente atontado y apegado a esa expuesta visión del cuerpo femenino. Parpadeó, obligándose a salir del trance. No sólo estaba mal espiar a alguien, sino que también tenía algo que entregar.

Lo único que logró hacer cuando recuperó el control de sus extremidades fue salir corriendo a toda prisa, sonrojado de una manera nunca antes vista en él. Claro que su huida no fue del todo silenciosa, y la castaña se asomó para comprobar que nadie estaba allí. Volvió a entrar a su cuarto algo extrañada, asegurándose de cerrar bien la puerta esa vez.

Mientras tanto, falto de aire, Oz llegaba a la oficina de los cuarteles. Llamaba a la puerta con la respiración más agitada que nunca, es que había visto tanto… Maldita adolescencia; ¿qué le pasaba?

Liam abrió las puertas en ese momento y lo admiró extrañado. El rubio se incorporó así y dio un paso para adelante.

— Aquí están... — Los papeles, iba a decir. Pero se dio cuenta de un pequeño detalle.

Había vuelto a olvidarse de ellos.


Día tres.

La crecida castaña estaba sentada en el jardín, amplio en su extensión y bello en su florida decoración; era un hermoso sábado. Tenía paz en sus palmas, descanso del trabajo al que aún debía acostumbrarse.

Pensaba que Oz llegaría en cualquier abrir y cerrar de ojos, pero debió conformarse con aquel deseo durante largo rato. Era cierto que el mismo estaba ocupado ese día.

No importaba, ahora entendía que todos tenían obligaciones. Por lo tanto, se guió por un poco de auto compañía y se quedó sentada algunas horas sin contestar a ningún llamado escuchado desde los adentros de la mansión.

Su cabeza comenzó a volar entre imágenes pasadas, rememorando rostros y voces. Sus manos le llamaron, entonces, cual memoria queriendo ser recuperada. Finos dedos, difuminadas palmas y dorsos graciosamente delineados... Sabía que la gente la comparaba alguien más; en cada lugar, en cada aspecto.

Lo pensaba reflexivamente, pero su nombre fue pronunciado de pronto y su concentración se vio desquebrajada.

Oz le buscaba, escapando de su labor. Pequeño descanso de las tareas a las que le habían sometido, en realidad, pues sus distracciones el día anterior le habían ganado aquella pequeña reprimenda. Quiso dejarlo como secreta anécdota.

— Pensé que estabas trabajando.

— Oh, he tomado un rato para estar contigo. — Respondió alegre, demostrando calma al sentarse junto a ella. Claro que el siguiente comentario lo colocó en medio de la incomodidad.

— Creo que alguien me ha estado espiando ayer. — Comentó, inocente. —Tal vez un pervertido, como Sharon dice.

— ¿Ah? — No pudo evitarlo. Recordó todo lo que había visto e inevitablemente vio a la muchacha en una imagen mental que la mostraba a medio desnudar. Maldito carmín en sus mejillas que lo delató.

— ¿Qué sucede contigo? — Alzó una ceja, acercándose al rostro ajeno.

— ¿Alguien te…? ¿Cómo sabes eso? — Su pecho se sintió contraído a su cercanía y el sentimiento de culpa. Se estaba mandando al frente solo y lo sabía bien.

— Escuché pasos escapando desde la entrada de mi habitación; pude ubicar el sonido. Dejaron la puerta más abierta. Yo no la había cerrado bien. — Explicó en su memorización. Además, la inconveniente actitud de Oz llamó su atención; le hacía pensar que... — ¿Acaso fuiste tú, Oz?

— ¡¿E-eh?! — Ya estaba muy alarmado. Por supuesto que intentó alejarse, pero la chica ya estaba tan cerca… Y casi encima de él. — ¡Alice, yo no…!

— Nunca imaginé eso de ti. ¡Hermana mayor Sharon tenía razón!

— ¡N-no! — Trató de defenderse, desviando los ojos de ella en un intento fallido de no enrojecerse más.

— ¿Por qué eres pervertido?

— No lo soy, Alice. Ha sido un accidente. — Intentó cubrirse la mirada con el antebrazo derecho. Ya la distancia era muy corta y no quería tener ningún otro momento que pasara por malentendido.

— ¡Saliste corriendo!

Deseó que su alma saliese de su cuerpo y escapase lejos.

— Me s-sentí avergonzado.

— ¿Avergonzado?

— Sí, eso pasa cuando… — Su corazón iba a saltar por su garganta y no podría atraparlo. — Realmente no puedo explicarlo ahora. Ya debo volver. — Mentira, desde luego, ya que apenas había llegado. Eran las intenciones del escape.

Que la muchacha no dijese más lo sacó de su nerviosismo. Removió el antebrazo de su cara y ambos ojos verdes se abrieron con sorpresa. Era observado con serenidad.

— ¿Alice?

La fémina se puso de pie. Había cambiado de reacción así nada más y ahora el chico se sentía fuera de cuadro, colocándose en pie también. Le admiró mientras acariciaba la parte trasera de su cabeza. Un suspiro abandonó entonces sus labios y su panorama visual bajó hasta el suelo.

— Nos veremos luego. — Sonrió con la calidez que le fue posible. Así dejó el lugar tan rápido como había llegado.

Alice, por su lado, siguió el rumbo por el que Oz se marchaba.

— Me estabas espiando… — Parpadeó apenas una vez. Se sentó sobre el suave y verde césped y admiró la grandeza del cielo azulado. — Cada vez te pareces mas a él...


Día cuatro.

Poco tiempo, mucho vivido. Muchas vergüenzas vividas del lado de Oz, en realidad. Fue ese día, no exceptuado, que al salir del baño se llevó la novedosa sorpresa. Como si no hubiese sido suficiente.

—¡Alice!

Allí estaba ella, sentada al borde de la cama.

— Pensé que tendría que esperar por más tiempo. — Y así lo confirmó todo.

Alguien en algún lugar del universo le estaba jugando al mancebo bromas pesadas. No era, de nuevo a recalcar, un chico que se fijara en aspectos indebidos. Pero como su crecimiento había avanzado, llegaría el momento en que todo uso de razón se perdería en algún sitio.

Al menos, por su lado, no estaba en mala situación; llevaba sus negros pantalones cortos y una camisa desabrochada. En fin, que estaba cubierto.

— Pensé en espiarte y ver qué era tan interesante en ello, pero realmente no lo entiendo.

— Te dije que eso había sido un accidente. — Intentó no tartamudear y mostrar su definido nerviosismo.

— Estabas observando. Quiero saber por qué. — Comentó, avanzando en sus pasos y dejando al chico sin camino para huir. Se decidió, empujando la camisa de Oz hacia abajo al apretar los extremos de la misma.

— ¡Alice! — Intentó forcejear, pero ella le empujó contra la pared en un momento y terminó de sacarle con éxito la prenda, que quedó a pies suyos. — U-uh…

— Nunca tuve una oportunidad para ver detalladamente… — Empezó en su severa concentración, causando un aumento en las sensaciones del joven acorralado. Posó una de sus manos sobre el pecho ajeno, sintiendo la superficie contra la palma.

Lo único que el muchacho hizo, en su estado de atontada quietud, fue percibir la suave tela del guante. En tanto, Alice se tomó su tiempo. Subió y bajó a lo largo del torso, acariciando suavemente para luego volverse a donde se había marcado el muy conocido sello de contratista tiempo atrás.

— Esto desaparecerá algún día. — Fue lo que dijo. Dejó la diestra quieta sobre tal marca negra y presionó levemente. Luego, en un simple deslice de sus dedos, palpó en el lado contrario al reloj de contratista; estaba ciertamente fascinada. Después, se despojó del guante blanco que vestía e hizo de su curiosidad un mayor gusto mutuo. — Eres muy suave. — Comentó, esta vez con su mano desnuda, sintiendo la piel del muchacho.

Él la miraba encantado, fascinado también por su concentración. Había sido absorbido totalmente por el momento.

—Tú también eres suave…— Le contestó en un par de segundos, atraído en la suave caricia que ella prolongaba. Tan delicada al tacto.

La admiraba con detalle, su rostro y ojos. Ella, sin embargo, seguía ensimismada en el pecho ajeno. Estaba atraída a algo.

— Debo vestirme… — Murmuró él entonces.

La azabache conectó sus orbes apenas segundos antes de remover la mano. Él vio aquellos pálidos dedos desnudos y observó el piso, a los pies de ambos. Allí yacía el guante que Alice había dejado caer. El problema fue que ambos notaron la pequeña prenda blanca al mismo instante, y golpearon sus cabezas al agacharse simultáneamente.

— ¿Estás bien? — Cuestionó el de doradas brechas al palparse la cabeza, siendo imitado por la chica en cuestión. La respuesta fue un movimiento afirmativo, una mirada que para él significaba la máxima dulzura. De nuevo, posó sus esmeraldas en el guante, seguido por los brillantes amatistas que vieron el objetivo. Sus manos se encontraron al querer agarrarle, creando el recorrido de una onda eléctrica en cada uno. Era todo un momento, pero...

— ¡Oz! ¿Estás ahí? ¡Estas atrasado otra vez! — Se escuchó a Gil del otro lado de la puerta.

— Gi...¿Gil? — Inmediatamente, los esmeraldas exaltados de Oz se clavaron en la entrada.

El picaporte giró, y un Gilbert inquieto hizo su aparición. Claro que, al ver la pequeña escena, se sobresaltó más de la cuenta.

— ¡Tú! ¡Y la coneja! — Acusó de inmediato, mirándolos a ambos agachados al suelo, a centímetros. ¿Por qué estaba la camisa del más bajo desabrochada, exactamente? — ¡Díganme qué diablos están haciendo ustedes dos!

Oh, vaya.


Día cinco.

Luego del peculiar incidente del día anterior, Gil tomó cartas en el tema. Conociendo qué clase de riesgos corrían en tal momento de su juventud y previendo la curiosidad inevitable de ambos "jovenzuelos inexpertos", reservó un momento del mediodía y charló largamente con Oz respecto al asunto. Le fue difícil, sabiendo lo vergonzoso de su personalidad, pero le fue posible dejar sus advertencias claras al rubio confundido.

Ya avisado, Oz recurrió a sus obligaciones comunes de principio de semana. Esta vez tenia tareas en común con Alice, casualmente. Así, ya sugestionado por lo ocurrido y lo dicho por su viejo amigo, al joven le quedaron los nervios a medio despertar. Era consciente, claramente, de la forma en que su relación con la castaña era vista a ojos de los demás.

Vaya coincidencia que debiesen quedarse solos nuevamente.

— Sharon ha hablado conmigo sobre algo importante. — Comenzó ella mientras ambos comenzaban sus tareas.

— ¿Algo importante?

— Sí, ella me dijo que el cabeza de algas había hablado con ella. Dijo que tenía que tener cuidado contigo.

El rubio sonrió; tenía perfecto sentido tratándose de Gil, a quien tanto le preocupaba su estrecho trato con la castaña. En consecuencia, a la dama Rainsworth también. No tenían remedio.

— ¿Por qué debes tener cuidado conmigo?

— Porque dijo que podías confundirme.

— ¿Si? — No dedicó sus verdosos ojos a ella.

— Mm. Dijo que podías coquetear y confundirme.

— Oh…— Sabía por dónde iba el tema. Recordó perfectamente la rosa que había dedicado a media población en los primeros días tras su llegada del letargo. Por supuesto; Sharon había sido objeto de sus admiraciones por igual.

— Me recordó que todos podemos enamorarnos.

— Ya veo…— Apenas articuló, sufriendo.

— Dijo que podría tener otro tipo de relación con una persona si eso pasara.

— Eso es importante. — Un comentario tonto para no dar pie a más.

— Sí, eso dijo Sharon también. Me dijo que debía tener cuidado contigo, porque debo querer a alguien seguro e importante. Sé sobre eso de todas formas. Sé que tal relación es lo que ella llama romance; sé que debes amar a ese alguien. — Comentó, y como era de esperar de alguien tan sorprendente, comenzó a sonrojarse levemente para hacer compañía al tímido, sutil escarlata contrario.

— ¿Amar? — Cuestionó el mancebo, alzando la vista con disimulo. ¿Qué significaría aquéllo? ¿Cuánto podría saber?

— Sharon me ha enseñado libros nuevos, y me ha explicado de qué se trata.

Joder; no podría tener un descanso.

— Sabes… Sabes sobre los sentimientos que hacen a una persona amar a otra, ¿verdad? — Inquirió; era tal vez la primera vez que tocaba un tema así con ella. — ¿Lo sabes? — Insistió, buscando sus ojos.

Ella asintió, entintada apenas. Fue la misma mirada desconcertante que Oz necesitó para caer en la pena y evitar más cuestionarios. Para más comodidad recíproca, continúo en el trabajo junto a su acompañante.

¿Por qué era tan intimidatorio, además?

Se les hizo silencioso y ajeno a lo acostumbrado. Tal vez, percibían el mutuo estado de incógnita y se vieron orillados a ignorar los ojos del otro. Estuvieron así por el tiempo que duró su deber, deber cuyo fin dejó polvo en sus manos y cansancio en sus seres.

— Maldito cabeza de algas… Ha dejado todo esto y ni siquiera nos correspondía.

Oz rió.

— Seguro se ha olvidado parte de su propio trabajo y nos lo ha dejado por accidente. Aún así, hemos terminado. — Teorizó en su acercamiento a la puerta. Volteó con su sonrisa alegre. — ¿Qué tal si vamos por algo de comida?

La joven dama corrió a su lado, entusiasta.

Se hicieron de un par de trozos de carne que compartieron juntos, y un poco de agua para acompañar. El apetito les había perturbado la tercera parte del pensamiento hasta ese momento.

— Oz.

— Dime.

— He pensado en lo que Sharon me advirtió mientras preparábamos los documentos hace rato.

— Oh…— Se apresuró a robar otro trozo de comida. — ¿Qué con eso?

La castaña, que estaba planificando la manera de seguir en sus palabras, mantuvo un pedazo de carne frente a sus ojos y parpadeó.

Vagamente, apretó el tenedor.

— Quiero enamorarme de ti.

Y eso fue todo.

Los ojos del más alto se abrieron a todo lo que pudieron, y éste se atragantó con el trozo de comida que estaba masticando. Tosió, totalmente desencajado.

— ¡Oz! — Palmó la espalda del joven en apuros.

Éste, en su inquietud, bebió agua en un solo, desesperado trago. Apoyó el objeto de vidrio ya vacío fuertemente sobre la mesa y enfocó sus ojos en la muchacha rápidamente, completamente colorado.

— ¡A-Alice!

— ¿Qué?

— ¡Lo que acabas de decir!

— ¿Qué con eso? Lo dije enserio. — Afirmó cruzándose de brazos, pretendiendo sentirse ofendida.

— ¿Qué…? — Boquiabierto, confundido le había dejado.

— Debo amar a alguien especial para mí. Quiero amarte a ti. — Aseguró. — ¿No quieres corresponderme?

— ¡N-no es eso! ¡Quiero decir…! — Movía sus manos para negar. No sabía qué estaba negando exactamente, de todos modos. — Alice, lo que debes sentir… Lo que significa, eso… ¿Sabes lo que me estás diciendo?

— ¡Estoy segura de mis palabras, Oz! Lo sé muy bien. — Fue sonrojándose dulcemente, cual coneja avergonzada al comprender de lo que tal entrega se trataba.

¿No se trataba acaso del final florecimiento de tan profunda cercanía? ¿Cómo debía percibirlo?

— Alice… Yo… Es demasiado importante. Tienes que asegurarte de que la otra persona no te lastime y...

— Lo sé. Eso lo sé también. — Afirmó, posicionándose en frente de él, cerca. Posó la zurda en su pecho, como había recordado del día anterior. — ¿Vas a corresponderme?

— ... — No salió de su estupefacción, frunció el ceño ante su propia falta de respuesta. Titubeó, sintiendo el ardor de su garganta y el vidrio tibio contra sus dedos largos. Le analizó con desenfreno, casi en la obligación de corresponder a la chica con su merecida reciprocidad. Le había planteado un panorama completamente distinto, ¿cómo no se sentiría revolucionado?

Fue ésta su misma contestación. Así que, con el pecho en llamas, dio su palabra.

— Lo haré.

Luego de eso, ella sonrió tranquila.


Día seis.

Gracias al cielo, distintas obligaciones distrajeron al mancebo ese día particular. El recuerdo de la confrontación reveladora implantaba ansiedades en su mente cuando dejaba de tener en qué fijarse, y se veía caído en replanteamientos. Por supuesto que tuvo sus encuentros con la preciada castaña, pero compartió pequeñas expresiones y mudas señales de cooperación si de encargos se trataba. En otras palabras: pudo evitar el motivo de su nerviosismo gran parte de la tarde.

Pero fue llegada la noche, y porque hacían un buen dúo, que Liam les encargó algunas pequeñas investigaciones.

Siendo la mayor parte de los espacios ocupados por otros guardias, a ellos les quedó el estudio solitario.

— Entonces, tú apilas eso allí, y yo firmaré... ¡Esto está firmado por el cabeza de algas!

— Sí; decidió dar su visto bueno antes que nosotros. — Reía ante cada gesto.

Fue productivo, positivo; no hubo tensiones entre sus buenos ratos y las bromas que Oz dedicó a la ajena. Por ésto nada más, el primero descartó las suposiciones que había tenido sobre su reunión con la joven. Nada más podría suceder, ¿cierto? Nada más comprometedor que la noche anterior.

— ¿Oz?

Error. El tono de voz hizo indudable la duda en la muchacha y Oz, temiendo ya por su compostura, alzó la mirada con expectativas rendidas.

— ¿Cómo es dejarse llevar?

— ¿Dejarse llevar? Es depende a qué te refieras.

— Dejarte llevar cuando quieres a una persona.

Sólo eso lo especificó. Sharon.

– E-Eso es algo que no controlas, supongo. Simplemente… No lo sé. Me han dicho que sólo sientes cosas y te guías por ellas.

— Es entonces cuando la gente se besa.

— Así es.

— ¿Puedes mostrarme? Quiero probarlo.

— Alice, esto...

— Muéstrame. — Le interrumpió.

El joven trató de negarse por los siguientes quince minutos, tiempo en que la insistencia de la castaña encaminó el rumbo de siempre. En algún determinado minuto, de alguna forma, accedió.

— Bien… ¿Recuerdas el beso del contrato?

Ella asintió.

— Pues… — Se aproximó a ella. — Supongo que se empieza de esa manera. — Alzó su mentón, delicadamente. — Debes tener una idea de qué hacer, así que… Um… — No sería tan difícil de manejar. Sólo un casto beso; no tenía por qué sentirse nervioso.

En un impulso que tomó para alejar las dudas, juntó ambos pares de labios. No hizo movimiento alguno con los propios, a pesar de la cercanía, pues planeó terminar con ello con igual velocidad. Claro que, al mínimo encuentro, rescató el sentir palpitante contra su boca y el imposible revuelo que sintió contra el pecho. Sus dedos temblaron en la percepción de la sensación y sus párpados, inseguros, temblaron por la indecisión entre permanecer cerrados o admirar a Alice.

Ante todo esto, sin querer que la inquietud se colase y le entorpeciese otra vez, se alejó y apreció el rostro de la fémina.

— ... — Tardó en deslizar los dedos y abandonar con éstos el mentón de la muchacha, quizá por la novedad de la situación. — Es así como se comienza.

Debió haber esperado que el corto silencio de la castaña significase algo.

— Entonces sigue.

— ¿A-Ah?

— Quiero dejarme llevar. Enséñame.

— Pero...

— Es sólo un beso, Oz.

La orden implantó la misma curiosidad en él. ¿Cómo era eso, exactamente? ¿Y por qué no podía continuar lo que, reconocía, le había gustado tan felizmente? Quizá por la presión de Gil, o la extrema reserva de Sharon. Las burlas avivadas de Break. Las miradas persistentes de los tres, siempre expectantes. Un tumulto de límites que a él no debían de corresponderle.

En su conclusión, acortó la distancia. Percibió el agarre fuerte de la fémina a sus brazos y la absoluta resolución de ésta, y respondió con un apoyo breve de la diestra en el hombro izquierdo de la menor. Fue un beso tan tranquilo como el primero, pero vivaz. Oz no dejó los labios inmóviles esta vez, y en consecuencia, Alice tampoco.

No fue demasiado.

Oz se mantuvo fiel a su timidez y sus límites quedaron en acercar a la fémina por su costado. Al principio, claro, tuvo ésto en mente; entendió pronto que había prometido a la castaña una fluidez con el sentimiento, así que pensarlo demasiado no sería acorde a ello. Además, poco pudo reflexionar al tener entre brazos al sol de su vida.

Atesorar el momento fue mucho más sensato al pensar en ello.

En la calidez de su tacto, y en la exploración de la situación, pasó el brazo zurdo por la espalda de Alice. Le abrazó en pocos segundos, realmente, confidente en la complicidad acogedora.

No duró mucho tiempo, siquiera un minuto a pesar del gusto en su cercanía. El silencio fue denso y ni siquiera se miraron a los ojos; Alice mantuvo los suyos en el pecho de Oz, y él en la cabellera castaña y larga de la última. No rompieron el abrazo, pese al análisis independiente de cada uno en cuanto a la situación. Claro que, cuando el silencio cayó en su insoportable prolongación, la castaña le desquebrajó.

— Sharon dijo que debía sentirse de este modo.

— ¿Este modo?

— Cálido. — Respondió cortamente. En ello, pensando en el término, quedó muda. No llegó a causar confusión suficiente en el otro cuando se sacó los guantes en su apuro. — ¡Mira, Oz! — Acomodó los dedos sobre la plenitud de los sonrosados pómulos del muchacho. — Así lo hacía la mujer del libro.

No agregó más; su intenso mirar, a pesar de no repetir sílaba alguna, borró toda frase o cuestión de los labios del rubio asombrado, quien experimentaba la mayor ternura que en todos sus días podría haber sentido. Otro segundo de complicidad visual y fue él quien, lento en su entendimiento, volvió los labios sobre aquellos ajenos. La siguiente sonrisa fue mental, interna. Oz no hizo mucho y sus afectos no fueron distintos de lo hecho al principio. Un beso nada experto, el albergue inconfundible de calidez y de ello no pasaron a más.

Dejaron el papeleo a media terminación, pues era tarde y el cansancio había definido suaves contornos bajo sus cuencas. Acordaron, sin embargo, reunirse temprano en el sitio a la mañana para finalizar el trabajo. Así, mientras dejaban el estudio, Oz echó un vistazo a la obscuridad nocturna tras el ventanal cercano.

Hizo caso al fresco creciente; días calurosos y noches heladas.

— Debo utilizar mantas todas las noches. Siempre comienzo a temblar.

— Abrígate con el suéter que Gil te regaló cuando volvió del viaje pasado.

— No es suficiente. Es muy fino.

— Puedo darte el mío... — Pausó. Una sonrisa amable y sus verdosos quedaron sobre la castaña. — ¿Quieres que duerma contigo?

En su aprobación, Alice aceptó. Oz prometió ir al cuarto de la joven tras cambiarse.

Así, ella siguió su rumbo. Se vistió con su camisón, guardó la ropa y se cubrió hasta las orejas una vez acostada. El aire había perdido su temperatura veraniega a través de las horas.

No pasaron quince minutos antes de que el rubio entrase en silencio, arrimase la puerta y llevase sus pies descalzos hasta la cama. Se detuvo antes de recostarse, sin embargo, porque sus ojos notaron el tembleteo del cuerpo femenino bajo el par de sábanas de tela frágil. Instintivamente, buscó abrigarle.

— ¿Qué haces ahí parado?

— Espera un momento. — Murmuró el chico en su respuesta. Recorrió el espacio entre las cuatro paredes y, pese al mínimo rayo de luna traspasando la ventana, admiró el montón de sábanas dobladas sobre la cómoda en la esquina opuesta. — Alice, ¿por qué no usas esas cobijas?

— Me causan picazón. La tela parece estar hecha de pinches.

— Ah, pero... — No agregó mucho, tampoco hizo caso. Sólo tomó las primeras dos cobijas, las desdobló, y lanzó sobre la muchacha una vez se hubo acercado. — Eso es mejor que congelarse. — Volvió a recostarse a lado ajeno.

Sólo un minuto de descanso y la castaña se movió con inconformidad. El joven no entendió mucho hasta que ella comenzó a mover todas las sábanas con que había sido cubierta, dejando la mitad sobre él.

— Tú también tienes frío, Oz idiota. — Fue su autoritario regaño al arroparle.

Ella le arropaba.

Así, con esa calidez interminable en el pecho y el abrazo protector de Alice, Oz quedó prontamente dormido.


Día siete.

Oz despertó primero esa mañana. Era muy temprano para comenzar cualquier actividad.

Volteó varias veces en el intento de recuperar el descanso y alargar el sueño un buen par de minutos, pero no lo consiguió.

Fijó los ojos en su pecho y notó que las cuatro o cinco mantas que yacían sobre él la noche anterior habían desaparecido. En su lugar, estaba la cabeza de la castaña durmiente. Viendo la paz en la ajena, no se molestó siquiera en considerar la posibilidad de despertarla. No de momento. Deslizó sus verdosos al suelo y encontró las sábanas que en algún punto habrían caído.

En la calma y rayos de luz reflejados contra el vidrio de la ventana, el muchacho bajó los parpados y selló su visión a la obscuridad. No le era posible dormitar, pero quiso aprovechar el estado de tranquilidad tanto como le fuese posible antes de comenzar sus actividades. Gil no los buscaría tan temprano.

Así, tan contentado en su lugar, permitió que la noción del tiempo se perdiese a medias. Sólo un rato. La remembranza de la noche anterior le alarmó.

Debían estar terminando el trabajo abandonado en ese preciso momento, tal como lo habían prometido con anterioridad.

— Alice. — Le llamó de inmediato, acariciando su hombro para ganar la reacción del despertar.

Ella sólo frunció el ceño en su dormir; estaba en algún mundo, rodeada por su amada carne. No respondió a los suaves movimientos del rubio ni a los llamados que le siguieron durante diez minutos.

Cuidadoso y paciente, Oz se incorporó a medias. Sujetó a la castaña con igual delicadeza y le recostó sobre el colchón, teniendo libertad para levantarse. Tal vez, si iba a su propio cuarto, se preparaba y cambiaba, la castaña estaría despierta a su regreso. Fue exactamente lo que hizo. Dejó una despedida que ella no pudo oír y salió por la puerta tan sigiloso como había entrado horas antes.

Una vez vestido y prolijo, saliendo al pasillo y discreto en su andar, Oz echó ojos a su alrededor. No había alguien por allí y ni siquiera se escuchaban pasos en las escaleras cercanas. Se confió, como se esperaría, y volvió a la habitación de Alice.

No debería haberle sorprendido que ella siguiese durmiendo.

— Alice. — Alzó la voz al acercarse a su lado de la cama.

Se agachó un poco en algún punto, apoyando las manos sobre las rodillas y admirando de cerca el rostro delicado de la fémina. Le preocupó, incluso, que durmiese a tan profundo nivel y no fuese capaz de oír su nombre tantas veces como él lo repetía. Sí que ganó una reacción de pronto, a pesar de ésto, y es que su insistencia pareció perturbar el plácido sueño ajeno.

— ¡Wa!

Recibió una patada en el centro de la cara.

Ya en el suelo y adolorido, el rubio tocó su nariz golpeada. Era todo un lema. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y suspiró mientras observaba a la chica dormir. Hizo un puchero de esos que él hacía en su faceta de niño frustrado y entonces se calzó la determinación en la cabeza. Tomó asiento en algún espacio disponible al lado de la muchacha y procuró sostenerse con fiel insistencia. Una y otra vez hasta que viese aquellos ojos abrirse para él.

— Vamos. Ya será la hora del desayuno. — Mintió. Tal vez, si ella escuchaba la advertencia de comida desde la inconsciencia del sueño, despertaría con todo resplandor.

No.

Con el mismo gesto infantil, gesto usualmente dedicado a Gil, Oz palpó en uno de los bolsillos de su saco. Sujetó su pequeño, dorado reloj de bolsillo entre los dedos y, tras acercarlo a la oreja de la muchacha, le abrió en un pequeño movimiento. Ganó un bajo balbuceo al sonar de la melodía.

Eso fue todo.

Cerró el reloj y lo guardó en su sitio, frustrado en su exhalar.

—Alice. —Susurró a su oído, llegando a picar la incisura y lóbulo de la oreja femenina.

¿Tan profundo era su sueño?

Volvió a picar el lóbulo ajeno, tratando de causar cosquillas, cualquier nueva reacción. Y lo logró, de hecho. Logró que la castaña tratase de brindarle otro golpe con la mano. Afortunadamente, los buenos reflejos permitieron a Oz atajar su muñeca.

— Vamos. — Pidió. Sin sentido, vaya.

Se incorporó levemente y le movió insistentemente, ganando que Alice tratase de apartarlo como si quisiese espantar a una mosca. Viendo el futuro resultado, mantuvo la postura consistente y movió el hombro ajeno otro par de veces, siempre tan gentil.

Otro rato de paciencia y los amatistas adormilados alzaron sus parpados para el muchacho.

— Oz...

— Al fin. — Le sonrió, alejándose para permitir que se desperezase.

Alice no tardó en sentarse, en su lentitud matutina, para retener el bostezo y estirar los brazos hacia adelante. Su cabello, desordenado, recayó sobre sus hombros y a lados de su torso.

— Tenemos que volver al estudio, ¿lo recuerdas? No terminamos el trabajo anoche. — Explicó tan pronto como toparon sus esmeraldas contra los amatistas a medio procesar. Sostuvo el gesto amable en su boca, fiel curvatura para con la castaña. — Te esperaré afuera. Puedo buscar el desayuno para ambos y verte allá.

— ¿Desayuno? ¿Qué desayuno? — Alzó su ceja zurda. Tenía hambre a esa hora, naturalmente. Solía despertar en el momento justo en que la mesa era servida en el piso inferior.

— ¿Quieres pasteles? Creo que Break no los ha comido todos. — Sugirió. — Puedes pedirme algo especial y lo buscaré.

— Quiero los de chocolate. — Se frotó las mejillas al darle la respuesta. — Esos me gustan más, pero el payaso siempre los come primero.

— Muy bien. — Se incorporó, erguido en su postura y cariñoso en su expresión. — Te veré ahí.

Dejó el cuarto tras desearle los buenos días, y ella se levantó.


Día ocho.

Otra tarde, más trabajo. Esta vez, Gil acompañó a la adorable pareja. No había sido un día tan atareado, por lo que más que presos de la tensión, estaban disfrutando la ausencia de ansiedades.

A pesar del buen rato, sin embargo, Gil se vio incapaz de relajarse completamente. Lo había notado al reunirse con ellos, lo mucho más inseparables que se habían vuelto últimamente. Sonrojes, sonrisas raras. ¿Qué?

Sospechaba. Algo había pasado cerca de sus narices.

Prestó atención a cada movimiento mientras pudo. Intercambiaba papeleo con ellos, apegando sus orbes de oro a sus acciones y reacciones. Especialmente se fió de la actitud de Oz. Lo había conocido por suficiente tiempo para entender sus comportamientos. Estaba muy afectuoso con la coneja, muchísimo más de lo normal. Pudo confirmarlo ante el roce largo de su mano con la de la coneja al manipular informes y la conexión igualmente prolongada de sus miradas. Eso había significado algo.

— ¿Gil?

Escuchó a su amigo llamarlo en algún momento, extrañado de las expresiones enrojecidas que él hacia inconscientemente ante su pensar. Se volteó a él de inmediato y negó, defendiendo sus pensamientos. Oh, su falta de sutilidad.

Quería pensar que, en la mente de Oz, aún flotaban sus charlas largas y planteamientos.

¿Verdad?

Cada uno siguió rondando en vueltas por el estudio, llevando a cabo lo que le correspondía independientemente.

En un momento, el joven hombre de negra cabellera pudo admirar la escena con quietud. Los otros dos miraban papeleos, juntos, cerca del escritorio. ¿Y era necesario que estuviesen prácticamente pegados al otro? No. ¿Por qué ignoraban la regla del espacio personal? Fue lo que Gil quiso saber.

Se acercó a ellos, disimulando su atención por tanta cercanía, y les dejó un par de libros que contenían información respecto a los casos que revisaban.

— He olvidado un documento. — Avisó, prometiendo volver en unos pocos minutos. Ambos amigos asintieron ante su aviso, y él salió por la puerta como si no quisiese hacerlo. Tardó muy poco en encontrar lo que buscaba, de hecho. A propósito, desde luego. Un sobre marrón con una pequeña mancha en medio era todo lo que había dejado atrás por accidente; eso era importante y les serviría en los labores de los cuarteles.

Corrió entre los pasillos para volver al estudio. No quería dejar tiempo a los dos pequeños sospechosos para terminar de confundir la compañía del prójimo. Si podía atraparlos con las manos en la masa... Paró en seco y decidió apegar su oreja contra la puerta del sitio. No logró rescatar algún sonido del otro lado; parecía que el rubio y la coneja estaban callados. Ninguna voz, ningún movimiento audible que pudiese activar sus retos y reprimendas. Una conversación se escucharía desde afuera. ¿Qué se tomarían la molestia de hacer sin hablar?

Se apegó aun más contra la puerta, como si acaso le fuese posible. Aún así, la nada se materializó a través de sus orejas.

Si algo estaba pasando justo entonces...

Se sonrojó violentamente. Se había hecho la cabeza; se imaginaba todo tipo de cosas. Tomó el pomo de la puerta en un segundo y, rápido como una bala de su arma, abrió la puerta.

Oh, Gil, tan sutil. No hacían más que leer las partes de los libros que él había marcado para ellos. Ambos alzaron sus miradas por el tosco ruido de la madera y el chillido del pomo, y el más alto sintió el primer escalofrío.

Pero estaba aliviado de haber evitado... No sabía qué, pero de seguro había llegado a tiempo. Lo presentía.

— A-Aquí está. — Levantó el informe antiguo para que ellos pudiesen apreciarlo.

— ¡Bien!

Agh.

Los evitó, en su búsqueda por los muebles del sitio, y resguardó en sí el secreto de sus expresiones desenfocadas.

Seguía nervioso.


Día nueve.

Un golpe rápido y la puerta quedó bloqueada por tan viejo cerrojo. Otro pequeño cuchicheo y la joven de tan bellos ojos amatistas buscó la ventana para cubrirla con su correspondiente cortina. Volteó para encontrar los esmeraldas de quien extrañado le observaba.

— Habla bajo. — Murmuró primeramente. Hizo seña con el índice diestro a Oz, que allí terminaba su informe, para que fuese discreto.

Siendo evidente su agitación, la joven revisó más de una vez la cortina obscura para tener la certeza de que su presencia no era comprobable del otro lado. Asimismo, tanteó el cerrojo de la entrada para constatar su firme impedimento contra la misma.

Fue al paso de los minutos cuando ella logró quedarse quieta.

— ¿Qué sucedió? — Cuestionó Oz, devolviendo el susurro primero de forma agraciada.

— Sharon. — Contestó ella. Hizo muestra de su inducido malhumor al pronunciar el nombre. — El alga parlante le ha dicho tonterías.

— ¿Han hablado? — Por supuesto. Claro que reunirían conclusiones si algún detalle les exaltaba. Tomar gracia al momento se le hizo fácil de pronto. — ¿Sharon te está presionando?

— No. ¡Tenías que ver su cara! — Y lo recordó, ese rostro repleto de emoción y los ojos brillantes de la dama Rainsworth. Sus palabras empalagosas, sus sugerencias incontenibles.

— Se calmará pronto. — Quiso calmar el rubio. La sonrisa de sus labios cubrió la incomodidad contraria. Desde luego que a él, en ningún momento, se le hizo ajeno el motivo por el cual los ojos de todos sus amigos estarían sobre ellos. Tal vez, al imaginar él mismo el modo en que su cercanía con Alice era vista, sus mejillas se cubrían de un suave sonrose.

— No. — Exhaló. — Ha insistido tantas veces como pudo con descripciones de sus novelas. ¡No dejó de hablarme sobre romance, Oz! Quiso saber qué es lo que me haces sentir.

Fue esta parte de la explicación lo que acentuó sentimientos encontrados en el cálido muchacho. Vergüenza que no pudo apocar su propia duda respecto a la implícita denominación que Sharon daba a su cariño con la castaña.

— ¿Qué le dijiste, Alice? — Se vio obligado a cuestionarle. Lo hizo luego de una sutil pausa y más discreto volumen en su voz. Sin sentirlo o tener de ello intenciones, plantó sus ojos en los ajenos con curiosa expectativa.

— No le respondí. ¡No se supone que deba comentárselo! Tú tienes que saberlo, Oz. Eso basta.

— ¿Debo saberlo? — Inquirió, inmerso aún más en su necesidad de conocer los pensamientos de la fémina. Cierta chispa humeaba dentro de su pecho y entre sus costillas. — Nunca me hablaste sobre ello.

Sus labios, para incitar a la más baja a expresar su sentir, se curvaron hacia arriba.

— ¡Claro que lo hice! ¡Tú dijiste que...!

Y la puerta fue golpeada del otro lado. Dos veces, y el silencio reinó entre las paredes.

Por supuesto que la voz femenina había sido captada desde los alrededores de la habitación. No sabían de quién se trataba, por lo que mantuvieron severo silencio y no movieron sus manos un centímetro. Mas pasado un rato, por la falta de llamado, Alice movió las suelas de sus botas contra la madera del piso e hizo su acercamiento al mancebo.

— ¿Quieres esconderte? — Murmuró él. Al ser su proposición denegada, consideró volverse al silencio para que el que estuviese del otro lado perdiese el interés en esperar. Difícil, de igual modo, teniendo en cuenta que las exclamaciones de Alice habrían sido percibidas sin confusión posible. Así, con leve resignación, acomodó una hebra castaña tras la oreja izquierda de la joven y esperó a que uno de sus nombres fuese pronunciado.

El gesto dulce, plasmado en la poseedora del amatista observar, orilló a ésta a bajar sus párpados. Fue presa del mirar encariñado de su contrario y sus pómulos, suaves y frágiles, destacaron en su color rosado.

Oz, ante ésto, agradeció la circunstancia para sus adentros. Bien sabía que tales facetas ajenas causaban en él infinitos sentimientos de admiración y ternura. Así, sin mucho que plantearse, ordenó el cabello que recaía perfectamente sobre la mirada femenina. Ella, en su análisis del afecto ajeno, repasó los mismos mechones.

No fue un simple impulso, frente a la repentina dulzura, lo que llevó al rubio a besar la mejilla izquierda de la muchacha. Ella, que no pudo liberar palabras, apoyó ambas palmas y la frente contra aquél pecho. Fue cuando los brazos del chico rodearon su cintura que otro par de golpes hizo vibrar la puerta. El respingo de Oz se transmitió a ella. Sólo alzó los ojos a esos esmeraldas y el joven comprendió que tenía que ser más cuidadoso. Sufrió, a su vez, por deseos de reír que debió contener.

De esta manera, en la incertidumbre de ser su presencia obvia o incierta para el individuo del otro lado, ambos jóvenes silenciosos en su calidez resguardaron en sus adentros el momento. Preciado para Oz, tanto como la castaña, y muy definitorio para ella.

Finalmente, cuando un par de minutos avanzó y la quietud fue completa, fue suposición mutua que no quedaría persona curiosa tras la entrada de madera. A ésto, con alivio, el muchacho liberó la pequeña risa risueña que se había visto obligado a acallar.

— Ha estado cerca... — Fue todo lo que pudo festejar él antes de que el picaporte fuese movido con ansiedad desde afuera de la habitación.

— ¡Oz! ¡No escondas a la coneja!

— ¡Joven Alice!

Inconfundibles voces. Fue peor para Alice, sin embargo, considerando que Sharon también estaba con Gilbert en su búsqueda. Una mirada mortificada a Oz y éste lo entendió todo. Veloz frente a las exclamaciones de sus amigos, recorrió con atentos esmeraldas la totalidad del cuarto. No había sitio para esconderse; el escritorio era pequeño y ningún armario de sustentos estaba ubicado allí. Con ideas descartadas consecutivamente y la brusca diversión naciendo de su nostalgia, descubrió la solución perfecta.

La ventana.

Tomó la mano diestra de Alice con la expresión más plena y pura de emoción y, confiándole tal brillo para que siguiese su paso, movió el pestillo del ventanal. Sólo apoyó una rodilla sobre el marco para ayudar al sol de sus días a salir al jardín primero. Le siguió, notando la indignación en las últimas palabras que escuchó del dúo preocupado antes de escapar con ella.

Sus carcajadas fueron libres. Ambos pasaron la siguiente hora escondidos entre la naturaleza bella del lugar.


Día diez.

Celebración al aire libre.

La modesta fiesta de té, espléndida en la variedad de sus decorados formales y alimentos equiparables a la dulzura de la dama Rainsworth, era celebración para la castaña y el rubio humilde. La mesa estaba decorada por flores extirpadas de aquel exquisito jardín y bocadillos, variando desde pasteles de crema hasta bizcochos de chocolate y frutas. En una caja de madera, de lado a una de las charolas de plata, había para cada quién té de durazno y té de hierbas.

Festejaban, así, la nueva unión a Pandora de Alice y Oz.

Les otorgaron, entre alguna burla discreta del albino entendido, ciertas indirectas por el día anterior. Los habían descubierto tan sólo en el descuido de sus cuchicheos curiosos. Por ende, al verse los rostros en la mesa, el incierto resquemor los inquietaba. Principalmente a Oz, que temía por los abanicos de papel cerca de su cabeza. Al llegar la tarde y olvidarlo, sirvieron el té y comieron pasteles. Oz, que estaba sentado junto a Gil y saboreaba el chocolate cobertor del manjar dulce, perdía ambos esmeraldas en la muchacha de amatista enfrentamiento. Se le hizo inevitable, pronto, ver la alegría en ella y desear que esa sonrisa fuese eterna. Dentro de su pecho se movía el más maravilloso sentimiento de su vida. Se distrajo ante los ojos rosados de Sharon. Vio, a pesar de todo, cierto entendimiento en su expresión.

Al acabarse el contenido de la tetera y platos de rosas pintadas a sus bordes, se efectuó una corta sobremesa y la fiesta humilde se dio por finalizada.

Oz ayudó a ordenar el jardín y tras terminar, la castaña lo reencontró en un pasillo cercano. La saludó en su consciente y profundo cariño, sabiendo que algo en él estaba confirmado.