Érase una vez una linda doctorcita, con la sonrisa quebrada y la mirada perdida.
Ella estaba enamorada de un valiente caballero, que combatía el crimen con su tonto compañero.
El aparecía cada vez que la necesitaba y luego siempre se iba, dejándola abandonada, ya que muy dentro de ella sabía que el sólo la usaba.
Entonces apareció un rey, ofreciéndole su mano. Este le dijo "Querida mía, yo siempre estaré a tu lado."
La doctorcita había aceptado, sin saber en ese entonces el verdadero rostro de su nuevo amo.
Una noche el apuesto rey se había quitado la careta, dejando ver así todos sus dientes en una macabra mueca.
La pequeña doctorcita se había asustado, queriendo creer entonces que sus ojos la estaban engañando.
Su señor se le había acercado, susurrándole al oído nuevamente lo prometido.
"No le tengas miedo a tu amado amo. Él es solo el lobito bajo la piel de un cordero. Te propongo que seas mi reina. Que tomes mi mano y que conquistemos la Tierra."
El apuesto rey la había enamorado. Los recuerdos de su caballero la habían inundado.
Ella sabía que el caballero ya tenía a su media naranja. Que él le había mentido. Que él jamás le había pertenecido.
La pequeña doctorcita había asentido y, así fue cómo en ese entonces le había dicho:
"Mi señor yo siempre estaré contigo. Destruyamos juntos su mundo y yo siempre seguiré tus pasos.
Fue en ese entonces que a la doctorcita la habían coronado y que con sus ojos de borrego los había engañado.
Así fue que un día la tormenta cayó sobre su reino, obligada a ayudar al apuesto caballero.
La doctorcita debía explicarle a su señor cómo era el juego.
Le había dicho que aquel fue un juego divertido, pero que este era el límite, que él no podía ser sometido.
El apuesto rey se había burlado. Había jalado su cabello y la había tomado del brazo.
"Querida mía deja ya las tonterías, si es que no quieres sufrir la misma caída."
La pequeña doctorcita se sentía amenazada, había sacado su arma al mismo tiempo que lo desafiaba con la mirada.
"Señor mío se está equivocando. Lo prefiero aquí vivo que borrando sus pasos."
El apuesto rey sonrió encantado. Había tomado su rostro y confesado sobre sus labios.
"Siempre serás la reina de mi reino pero, esta vez querida, no perteneces al juego."
Y así fue cómo la pequeña doctorcita se quedó sin trono ni reino, mirando fijamente los ojos de su difunto compañero.
"Fuiste un perfecto rey, ahora eres un hermoso cadáver. No queda más que decirte 'te veré más tarde."
La pequeña doctorcita no había llorado. Se dijo a si mismo que esto no merecía tanto teatro.
Había cubierto con una sabana el cuerpo de su difunto compañero, poniendo en él el nombre del caballero.
Érase una vez una linda doctorcita, con la sonrisa quebrada y la mirada perdida.
Ella vivió el resto de su vida como un ángel caído, oculto bajo el disfraz de un corderito perdido.
