I

Encuentros

Respira. Mantente quieta. Deja que se confié. No te muevas. Respira. Respira. Era lo único en lo que ella podía pensar. Sus cazadoras podían hacerlo sin ella, pero nunca se sentía más viva que cuando portaba un arma. Huey tlatoani le había advertido que si sucedía un incidente como el anterior -una de sus cazadoras casi moría- no volvería a dejarla salir de caza. Sacudió la cabeza, tratando de borrar los pensamientos que le sobraban. Respira. Espera. Ya casi es tuyo. Un poco más. Espera. Espera. Ahora. El silbido hendió el aire, apenas un susurro entre el rumor de la espesa selva. Pero había acertado. En su rostro se dibujo una sonrisa de satisfacción. El venado ahora se encontraba moribundo en el suelo, con una de sus flechas clavada justo detrás de la pata delantera izquierda. Nunca fallaba; años y años de práctica.

Sus cazadoras se acercaron molestas a la presa, todas excepto ella. Zeltzin tenía más tiempo cazando a su lado que las demás; cada vez que la miraba, recordaba la primera vez que le enseño a tensar un arco, a descifrar las huellas estampadas en el barro, a seguir el rastro a su presa, a acosarla hasta que se sintiera sin aliento y sobretodo a siempre dar un golpe certero; también recordaba a su madre y a su abuela, ambas cazadoras. Zeltzin era lo más parecido a una amiga que tenía, aunque estuviera prohibido que alguien cómo ella se relacionara con seres tan pasajeros como lo eran los mortales, en palabras del propio Moctezuma.

—Debías esperar a que el venado se cansara, Quetzalli—le recrimino.

—No. El venado se hubiera escapado de no ser por mí—respondió ella a su vez, seguido inmediatamente por una sonrisa altiva y orgullosa—. ¡Alto! No lo toquen aún.

Con paso seguro saco su cuchillo de obsidiana y se acerco al pobre animal, se inclino hacía él, paso su mano por la piel áspera del venado hasta llegar a la herida, el olor a vida inundo su nariz y sus dedos sintieron la calidez de la sangre, dio gracias a los dioses y sin miramientos hundió su cuchillo justo donde había entrado la flecha, lo mantuvo adentro hasta que el animal ya no dio muestras de vida. Se llevo las manos a sus dedos y lamió la sangre lentamente, paladeando su sabor cobrizo y sintiendo la vida -cálida y rasposa- fluir por su garganta; pero una voz la sacó de su ensimismamiento

—Otra buena caza, Tlatoani estará complacido—Coatzin, la mayor en edad de todas, estaba perdidamente enamorada de Moctezuma desde que no era más que una niña.

—Sí, estará complacido —repitió ausente.

Ese tipo de asuntos le parecían triviales, ella quería oír hablar de guerra, armas, valor; no de cursilerías cómo el amor, el matrimonio y envejecer rodeada de niños que te griten. No ese tipo de cosas no eran las suyas. Nunca lo serían. Les hizo la señal a otros cazadores que se encontraban cerca para que ayudaran a sus cazadoras a cargar la valiosa presa. Hacía meses que no veían uno, mucho menos cazarlo. Sí. Tlatoani estará complacido.

Los otros cazadores llegaron. Podía sentir las miradas a sus espaldas, miradas de miedo y admiración. Esas eran las sensaciones que ella causaba siempre: miedo y admiración; si bien su carácter adusto y la severidad con que trataba a todo cuanto se cruzara en su camino era más que conocido, nada se comparaba con los rumores de su belleza; comenzando por sus ojos por supuesto, rojos como la sangre que tanto la obsesionaba.

Se decía que no había mujer más bella, ni en ésta ni en ninguna otra tierra; y como era obvio, ella tenía que soportar las miradas escrutadoras que la acosaban cada vez que se permitía aparecer en cualquier lugar. Sí, eran cosas a las que se uno acostumbra pasado el tiempo. Y ella había vivido mucho tiempo, pero aún le faltaba muchos años más.

— ¡Cuidado, xolopitli (estúpido)!—espetó cuando a uno de ellos tropezó y casi tiraba al venado al suelo— No tienes idea de lo que te pasará si le ocurre algo al venado de tu tlatoani. De eso me encargo yo. —Se volvió a los otros—Andando.

Se abrieron paso por la densa selva, arco en mano, por si algún tributario molesto se cruzaba en su camino; pero no fue así y pronto llegaron a la gran urbe. Tenochtitlán, su orgullo. Con sus calles empedradas, sus chinampas, la gente aglomerándose en cualquier lugar que les parecía bueno, la bondad en los corazones de sus habitantes, las pirámides y templos, para ella no había lugar más bello. Cuando pasaba por entre su gente, ellos se apartaban en señal de respeto; por que si había algo que Quetzalli inspiraba era respeto.

Según lo que se decía en las calles, en el palacio todo era un caos, Moctezuma ordenaba y desordenaba a diestra y siniestra; algo lo había disgustado. Tenía que llegar pronto o si no Huey Tlatoani destruiría la ciudad entera.

—Rápido, no hay que hacer a Tlatoani esperar—impero a los cazadores Coatzin. Como si ellos no supieran ya.

Nada más llegaron, se dio cuenta de que definitivamente algo no andaba bien, Moctezuma había mandado apostar a mínimo cinco guerreros en cada entrada, por poco y no los dejan pasar con el venado; pero solo basto una mirada de Quetzalli para que pudieran seguir su camino. En la sala de trono solo se podían escuchar las quejas y llantos de angustia de "El Señor Enojado".

— ¡Esta aquí! Por Coatlicue. ¿Dónde, por los trece cielos, está Quetzalli? Oh, Gran Madre. ¡Está aquí, por los dioses! ¡Él llegó! ¡Quetzalli!

Quetzalli se acerco apacible, Moctezuma siempre se ponía así cuando algo le preocupaba, así que ya estaba acostumbrada; aunque esta vez era diferente.

—Moctezuma, tranquilícese...—comenzó.

—Por Coatlicue. ¡Está aquí!—gritaba su Tlatoani sin cesar.

—Tlatoani Moctezuma...

— ¡Quetzalcóatl está aquí!

—Moctezuma...

— ¡Quetzalcóatl! ¡Voy a morir!

—Moctezuma...

— ¿Por qué a mí? ¿Dónde, por Coatlicue, está Quetzalli?

— ¡MOCTEZUMA!

— ¿Eh? Oh, Quetzalli, estás aquí, que alivio...

— ¿Qué ocurre ahora?—Ella estaba más que cansada de sus paranoias.

—Quetzalcóatl...—musitó.

—Sí, sí, ya lo escuche, ¿qué ocurre con él?

— ¡Está aquí! Vino sobre montañas que se movían por el agua...

—Eso es un disparate, es imposible que las montañas...

— ¡Pero lo vieron! Y estaban llenas hasta reventar de hombres barbados de piel blanca. —Moctezuma se miraba muy trastornado.

—Moctezuma...—Inhaló hondo, no valía la pena discutir; no había hombres de piel blanca, era una tontería, pero prefirió no decirlo— ¿Qué piensa hacer, entonces? ¿Atacarlos?

— ¡No! Que tonterías dices; no, les ofreceré tributo. Así, verán que somos inofensivos.

—Pero no somos inofensivos...—replico la de mirada escarlata.

—Ellos no tienen que saberlo—dijo Tlatoani con su voz atiplada—. Con suerte aceptaran los regalos y se largaran para siempre.

—Tenga un poco de orgullo, eso es lo que yo haría: tener orgullo.

—Mejor tener vida de la cual sentirse apenado a morir por orgullo, Quetzalli—La voz de Moctezuma se volvió ominosa y ocultando por un momento al hombre incauto que se encontraba dentro—. Es tarde para arrepentirse, he mandado a mis más veloces mensajeros hacía nuestras provincias en la costa y he enviado una comitiva de bienvenida con los más espléndidos tesoros, oro y joyas preciosas.

— ¿Sin mi consentimiento?

—Sí, e incluso aunque te hubieras negado la habría mandado; mi vida corre peligro. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.

— ¿Con el oro de nuestra gente?—Quetzalli cerró los ojos, reflexionando, las paranoias de Moctezuma estaban llegando demasiado lejos— ¿Dónde has mandado a los mensajeros con el oro?

—A Chalchicueyecan, ¿por qué?—Al no escuchar siquiera un reproche de la mujer, se volvió. La guerrera corría, saliendo de la habitación—Eh…Quetzalli, ¿a dónde vas?

—A detener a los mensajeros, no puede ser tarde aún—dijo, mientras salía corriendo de la sala.

"Por los dioses, pensó, aún no, por favor, aún no"

— ¡Cazadoras!

Ni siquiera esperaron a que se detuviera, nunca lo haría, solo corrieron en pos de su líder; ellas bien sabían lo que significaba ese comportamiento: cacería.

— ¿Y ahora qué es, si se puede saber?—preguntó Zeltzin.

—Mensajeros, debemos detenerlos

Las cazadoras miraron atónitas a Quetzalli, pero no se detuvieron; ni siquiera preguntaron el porqué, así las había entrenado. Bajo sus pies crujían las hojas caídas, en algunos lugares era tan densa la capa que suavizaba el suelo por el que pisaban. Tuvieron que sortear muchos árboles al principio, pero fueron raleando conforme se acercaban a la costa.

— ¿Podemos ir más despacio, huelitini (líder, jefe)? Por favor, no somos mensajeras— se quejo una de sus cazadoras, una de las nuevas.

—No, no lo son. Pero no podemos ir más despacio.

Con tanto años cazando, no le era problema mantener el paso, pero sus cazadoras no tenían la resistencia que ella había forjado en siglos.

—Está bien—se detuvo y sus agotadas cazadoras la imitaron. Su espesa melena negra se agito cuando se volvió hacía ellas—. Yo seguiré con Itzmin. Cuando lleguen a la costa escolten a los mensajeros, si me tardo demasiado, no me esperen. No se les ocurra separarse. No se acerquen demasiado. Sean cautelosas. No...

—Quetzalli, vamos a estar bien—Era Zeltzin quién hablaba—. Ve.

Se separó de ellas y espero a estar lo suficientemente dentro en la selva, para llamar a Itzmin, la pantera siempre la seguía, pero no se atrevía a salir cuando Quetzalli no la llamaba. Emitió el silbido, trémulo y casi inaudible, y corrió. Sintió el paso ligero venir hacía ella, a pesar de sus pesadas y mortales patas, Itzmin era muy sigilosa. Cuando menos lo pensó, ya tenía el pelaje negro y los ojos de oro líquido corriendo frente a ella.

—Te extrañe—saludo. Itzmin gruño levemente cómo respuesta—. Ahora, hay que apresurarse. No te vas a creer lo que Moctezuma hizo ahora.

No pararon de correr hasta que llegaron a la costa. Los ojos de Itzmin denotaban miedo y Quetzalli la besó entre los ojos para calmarla, cómo solía hacer cuando la pantera era una cachorra.

—Tranquila, Itzmin, tranquila.

Pero lo que tenían frente a sus ojos no era para estar tranquilo. Las montañas flotantes se encontraban en el agua, mucho más grandes de lo que ella había pensado; pero ni en sus sueños más bizarros pudo haber imaginado lo que ahí vio.

Hombres de tez tan blanca cómo la arena que pisaban, cubiertos por pieles brillantes, tan grises como nubes de tormenta. Montados sobre bestias más grandes y robustas que un venado adulto y fuerte; en su forma eran bastante parecidos, pero esas bestias estaban cubiertas por otra piel sobre sus lomos, una roja y de un tamaño no muy mayor.

Las bestias corrían como si el mismo Mictlantecuhtli los estuviera persiguiendo, con los hombres extraños encima de ellos; parecían disfrutar cómo los pobres animales luchaban por no quedarse estancados en la arena. Cerca de la "montaña" se encontraban más hombres cubiertos por esas pieles brillantes y junto a ellos las riquezas que Moctezuma había enviado, pero ni rastro de los mensajeros o algún mexica. Era demasiado tarde. Ahora, se percataba que estos hombres no parecían dioses, a pesar de su color de piel y las extrañas bestias que traían consigo.

Para Antonio el viaje no había ido de las mil maravillas, habían tenido varios contratiempos y la marea no siempre se mostraba indulgente,pero al fin bajaba del barco y podía pasearse y regocijarse con las maravillas que le esperaban. De un rápido desliz se subió a un de los botes que se disponían ir a tierra para reunirse con los hombres que se habían recibido los regalos de sus "nuevos amigos". Pero él no quería ver eso, quería observarlo todo; no podía esperar por contárselo a Roderich, ¡todo! Desde la recibida de los mayas hasta el rápido regreso a Cuba, el cual esperaba con ansias; la misión encomendada a Cortés estaba casi por terminar y no había más cosas que hacer ahí, solamente esperar a la próxima expedición que según el señor Velázquez no sería hasta un tiempo después.

Nada más sintió los pies en la arena, le dieron ganas de saltar de felicidad, se sentía cómo un niño de nuevo. Y era maravilloso.

—Oh, ¡mira eso!—se acerco curioso al agua y comenzó a azuzar a un cangrejo, pero éste no se iba a dejar tan fácilmente y aprisiono entre sus tenazas uno de los dedos de la nación— ¡Ah! Jajaja, oye amiguito, suéltame—Por más que lo agitaba y zangoloteaba, el cangrejo se rehusaba a soltar su dedo—Vale, vamos, no seáis malito. Soltadme ahora, te lo ruego. Oh, oh, comienza a doler. ¡Cortés!—Ante la mirada acusadora del aludido, llevo su mano lo más rápido que pudo hacía detrás de su espalda.

—Señor Antonio, ¿qué oculta?—inquirió Cortés, ante el comportamiento de su subordinado.

— ¿Eh? Nada, ¿por qué ocultaría yo algo?

—Carriedo, se lo advierto, a su oficial al mando no se le debe ocultar nada; o las consecuencias serán desastrosas.

—Pero no tengo nada—musito el joven.

—Es la última vez que se lo pido, muéstreme lo que tiene oculto.

—Pero...

— ¡Ahora!—imperó Cortés severo

—No, señor.

Y sin pensarlo dos veces Cortés se abalanzó sobre el pobre de Antonio, éste luchaba por alejarlo con la mano que aún tenía libre, con sus piernas, con sus dientes, con todo lo que podía; pero Cortés seguía empecinado, tratando de tomar lo que ocultaba Antonio, creyendo que sería una joya o una moneda de oro. Pero al final, Antonio se vio tratando de alejar a Cortés con ambas manos y ni rastro del cangrejo.

—Ey, espera... ¿Y el cangrejo?

— ¿Qué cangrejo?—pregunto Cortés, mientras trataba de zafarse de España, qué lo tenía aprisionado bajo su cuerpo—. Espera... ¿por un cangrejo? ¡Todo eso por un cangrejo!

— ¿Qué creía que era?

—Ah, nada—respondió Cortés tratando de guardar la compostura—. ¡Pero tampoco me imagine que tuviera un cangrejo en la mano! Carriedo...

— ¿Sí?—preguntó el aludido inocentemente.

— ¡Quítate de encima!—espetó, haciendo que Antonio se levantará sobresaltado.

—Lo siento, señor—se disculpó, el pobre estaba visiblemente apenado.

—Ah, no te preocupes...

Afortunadamente, nadie estaba escuchando esta conversación, a excepción de Quetzalli, qué se estaba divirtiendo de lo lindo con los hombres extraños, los cuales parecían discutir.

La pantera comenzó a inquietarse y Quetzalli, por más que lo intentaba, no podía calmarla.

—Carriedo—dijo Cortés, tocando el hombro de Antonio—. Las hojas se mueven, parece que alguien nos vigila.

Antonio adoptó un aire más serio, por no decir peligroso, y casi sin pensarlo llevo su mano al pomo de la espada que llevada en la cintura; cuando se sale a una expedición siempre se debe llevar una espada, la alabarda era demasiado vistosa, obviamente nunca salía sin ella pero las espadas eran más prácticas. Se acerco lentamente, pero con la espada enfundada aún. Tal vez solo era un animal inofensivo.

Tal vez.

Pero no podía bajar la guardia.

Quetzalli tampoco, pero no podía ver al hombre a los ojos aún, las hojas se lo impedían; no era de las que le gustaba esconderse, pero Itzmin estaba con ella y no sabía cómo podían reaccionar estos hombres contra ella.

Conforme el hombre se acercaba, Itzmin mostraba más sus colmillos y a la misma Quetzalli se le enrizó la piel. Aguzó el oído lo más que pudo, poniendo atención y conteniendo la respiración. Cuando el hombre estuvo frente a ella, su corazón se acelero al verlo, su piel no era tan clara cómo las de los otros, sus cabellos eran del mismo color del cacao y sus ojos eran cómo la selva, verdes y hermosos, sus labios curvados la incitaban; él no podía verla, pero ella a él sí y vaya que lo veía. Fue cuando sintió algo que solo había experimentado con sus hermanos y hermanas: estar frente a un igual.

A España, tampoco le paso desapercibido esa sensación; pero permaneció impasible, cómo si la criatura que se encontraba detrás de las hojas saliera en cualquier momento y lo atacará.

Quetzalli estaba con el alma pendiendo de un hilo, y por si fuera peor, en ese momento Itzmin gruño un poco más alto y se alcanzó a vislumbrar un poco de su pelaje negro entre tanto verdor. El extraño solo sonrío y se alejo; gritando con sus palabras inentendibles al hombre que las había señalado. Con un suspiro de alivio, Quetzalli se dejo caer en el suelo, con las piernas temblándole e Itzmin a su lado. Pantera tonta, casi la metía en el lío de su vida. Era suficiente por un día. Se levanto rápidamente; y se alejó con la pantera siguiéndole los talones.

— ¿Qué era, Carriedo? ¿Un aborigen?—le preguntó Cortés, una vez volvió con él.

—Ah, nada importante… Tal vez un jaguar, no estoy seguro, pero era algo con garras.

El pobre Cortés se puso más pálido de lo normal, no por temor, sino por la ligereza con que Antonio lo dijo.

—Tranquilo, Cortés; dormiremos en el barco, así que no tienes nada de que temer... por ahora.

—Es una amenaza, Carriedo—inquirió, algo molesto.

—No, sólo digo que hay cosas en esa selva que no conocemos; cosas que pudieran sorprendernos durante el camino. Pero no se preocupe, yo lo cuidaré.

Con una sonrisa burlona se alejó, pensando en lo que sólo él sabía; cuando Antonio se alejaba de los arboles, había vuelto la vista de nuevo, alcanzando a ver apenas sombras difusas entre las hojas; pero eso fue suficiente para él: una mujer de tez morena, cuyos ojos escarlatas refulgían a la luz del sol, y por supuesto no olvidaba a su extraña compañía, una pantera negra como la noche.

No se lo dijo a Cortés ni a nadie más; pero por alguna razón, esperaba poder verla de nuevo. Después de todo le debía su vida...

Gracias por leer.

Bueno... éste es el primer capitulo de mi primer fic, así que (ya se que se está haciendo costumbre, pero...) espero que no sean muy duros conmigo.

No olviden comentar. Se acepta de todo: comentarios, críticas constructivas, tomatazos, abucheos moderados, lo que gusten.