Hola, personas y personos, me encanta poder estar de nuevo por aquí.
Como ya dije (pero repito) esta historia es AU, aunque intentaré conservar todos los elementos posibles del mundo de One Piece, así como la personalidad de los protagonistas. Tírenme de las orejas si se me va la pinza ¿de acuerdo?
También tengan en cuenta que quizás tarde un poco en actualizar. Trataré de llevar un ritmo regular, pero no puedo prometer nada.
Disfruten de la historia, sonrían y no me odien demasiado. A las personas sin twitter, intentaremos buscar solución para que también participen. Las normas de la página son estrictas con los fics interactivos (aunque no creo que esto llegue a esa categoría), y twitter, al ser un medio externo, es mejor. Pero encontraremos la manera, a través de links en el perfil o PM.
Gracias de antemano a los que lean, disfruten a mi salud.
Disclaimer: One Piece es de Oda-ya. Y lo queremos por ello.
Extraños en un tren
La estación de tren de Nanohana estaba a rebosar. No era solo que hubiera gente. Es que había gente, maletas, mascotas, revisores, maquinistas, mecánicos, y un largo etcétera. Por supuesto, todo y todos apretándose, caminando y dándose los codazos de rigor para llegar a ninguna parte.
Y, en medio de esa multitud, Nico Robin se recordaba a sí misma que aquello lo hacía por una amiga, no por una cualquiera, sino por su mejor amiga desde la universidad, y que debía tener paciencia.
Lo que no quitaba que pensara matarla en cuanto la pillara por banda.
—Lo siento, señorita, pero su billete no es válido.
La vocecilla del revisor le recordó a un taladro atravesándole el cerebro. Llevaba casi veinte minutos discutiendo con el hombre, tratando de ignorar la manera en que los ojos se le iban a su escote de la manera más descarada cada vez que la miraba.
— ¿Podría comprobarlo otra vez, por favor?—, compuso su mejor sonrisa de amabilidad, más falsa que un billete de dos berries, pero definitivamente convincente. El revisor se sonrojó, otra vez, como las últimas cuatro veces que lo había hecho, y, de nuevo los ojos del bigotudo hombrecillo descendieron más de lo debido. Robin suspiró.
—Mire, — procuró que su sonrisa se volviera aún más encantadora, al límite entre mujer dulce e indefensa, y loca maniaca que va a acabar matando a alguien —, tengo que coger ese tren, ¿entiende? Mi mejor amiga va a casarse, y si no estoy con ella para acompañarla en ese momento se sentirá muy decepcionada.
Se esforzó porque su voz sonara lo más dulce y suplicante posible. El hombrecillo se removió incómodo, haciendo tintinear las decoraciones metálicas de su uniforme rojo.
—Pero si el billete no es válido no puedo dejarla pasar.
De haber sido cualquier otra persona, Robin hubiera tenido un ataque de histeria. Realmente, el revisor tenía suerte de que la mujer tuviera un absoluto control sobre sus emociones, incluso sobre sus fervientes deseos de estrangularlo, o la cosa podría haber acabado muy mal. No era solo que necesitara llegar a la boda de Nami. De la estación de Nanohana salían a diario docenas de trenes, y de haber estado en otra situación podría haberse planteado esperar. El problema era que si esperaba… los ojos de Robin captaron una figura vestida de negro que se movía rápido entre la multitud, buscando a alguien. El tiempo se le terminaba. Miró de nuevo al revisor. La joven respiró hondo, con los ojos fijos en la forma en que el bigote se sacudía hacia los lados cada vez que el hombre movía los labios, como si tuviera vida propia. Rebuscó dentro de su cerebro, en busca de la frase más adecuada para proseguir. Sabía que el hombre de negro estaba a pocos metros, sumergido entre la multitud de la estación, y lo agradecía, pero si quería salir de allí tendría que tomar medidas drásticas.
—Verá, — comenzó, haciendo que esta vez su voz sonará ligeramente contenida, y borrando la sonrisa poco a poco hasta convertirla en una línea temblorosa, — no es solo que vaya a casarse. Es que esta será la única oportunidad que tenga para hacerlo.
El hombre sonrió con nerviosismo, retrocediendo un paso al ver como los ojos de la mujer se iban aguando con cada palabra que decía. Robin sonrió interiormente. Al contrario de lo que muchas pensaban, que los hombres no supieran como reaccionar a una mujer llorosa era una ventaja confirmada para su género.
—Bueno, eso es lo que deseamos todos, ¿no?, — el revisor retrocedió otro paso, chocando contra el quiosco de venta de billetes, en el que la cola era kilométrica. — Casarnos una vez y que sea para siempre.
— ¡Pero usted no lo entiende!— esta vez, la morena dejó que cayeran un par de lágrimas. El hombre estaba al borde del infarto—, mi amiga, mi mejor amiga ¡Está enferma, entiende! ¡Ya casi no le queda tiempo! ¡Y si no estoy ahí para ella…! ¡Si no puedo verla feliz una última vez, con su vestido blanco…!
Estalló en sollozos tan fuertes que las personas en tres metros a la redonda se volvieron a mirarla. El revisor dio un chillidito asustado y volvió la cabeza en todas direcciones, buscando una posible vía de escape. En su mano temblorosa aún sostenía el billete que le había dado la mujer, con el número de serie incorrecto. Miró una vez más a la llorosa joven, que había caído prácticamente de rodillas, tapándose la cara con las manos. Se balanceaba adelante y atrás, diciendo frases inconexas sobre amigas que se morían, vestidos de novia y no querer arrepentirse durante el resto de su vida.
—Po-por favor, pare…—, el revisor le dio una palmadita insegura en el hombro, provocando que sollozara aún más fuerte. A su alrededor los pasajeros los miraban entre estupefactos y ofendidos, por algo que creían culpa del pobre empleado. Demasiado ocupado en mirarla con horror no se fijó en el hombre que intentaba abrirse paso a codazos entre la indignada multitud para llegar hasta ellos—. La dejaré subir al tren, pero pare. Por favor.
Robin alzó la cabeza, mostrando sus grandes ojos azules llenos de lágrimas. El hombre tragó saliva, esperando otro ataque de llanto.
— ¿Lo dice de verdad?
—Por supuesto, — el revisor cuadró los hombros, con aplomo. Sin dejar de llorar, la joven se arrojó hacia él, apretándolo con fuerza contra su pecho. Era consciente de que la gente comenzaba a moverse de nuevo, arrastrando con ellos a su perseguidor. Le pareció oír como gritaba su nombre. Presionó al revisor con más fuerza contra ella.
— ¡Un millón de gracias!
El hombrecillo balbuceó algo incomprensible, con la cara sepultada entre los pechos de la mujer. Con la cabeza gacha, la joven esbozó una sonrisa maliciosa que, por suerte, nadie llegó a ver.
O eso pensaba ella.
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Veinte minutos después Nico Robin se acomodaba en su asiento del Umi Resha, el tren marítimo que unía las islas principales del la primera mitad del Gran Line con los puertos de mayor tamaño de los cuatro Blues.
Colocó su bolso junto a ella en el asiento, respirando con alivio por primera vez desde hacía dos días. Estaba en el tren al fin, y había dejado atrás a su insistente perseguidor, al que de todas formas había acabado por considerar un gaje del oficio. Relajada al fin, le dedicó una enorme sonrisa de triunfo al billete que sostenía en la mano. Sobre el número de serie impreso el revisor había garabateado unos números y había firmado y sellado debajo para darle validez. La arqueóloga, por el momento sola en el enorme vagón, se permitió una mueca compasiva por el pobre hombre, que no tenía ni idea de que, realmente, el billete no solo no era válido, sino absolutamente falso.
Lo había impreso la propia Robin aquella misma mañana, usando uno de esos billetes que publicitaban en los folletos del renovado tren marino. ¿Y por qué? Porque había tenido la idea de asomar su encantadora nariz por la estación de Nanohana extremadamente temprano por la mañana, comprobando lo que ya se temía: en temporada alta la estación era un hervidero a cualquier hora, y ella no tenía por qué hacer una cola de kilometro y medio para comprar un billete, muchas gracias.
Además, era como una especie de homenaje a Nami. Su amiga no aprobaría que no usara algún truco sucio para acelerar su reencuentro. No podemos dejar a los buenos y honrados ganar siempre, ¿verdad, Robin?
Esa frase la había dicho la primera semana de universidad, en Ohara, mientras "tomaba prestada" la llave maestra del conserje para poder entrar al despacho de uno de sus profesores, que según Nami "se merecía un escarmiento, ¿qué clase de loco pone un examen la primera semana de clase?"
Robin se rió al recordarlo. Se moría de ganas por volver a verla. Tras acabar la carrera, hacía cuatro años, Nami se había ido a trabajar casi al instante para una compañía de especialistas en batimetría y cartografía, que viajaban en embarcaciones alrededor del mundo para poder documentar cada rincón de él. Robin había tardado todavía menos en convertirse en una de las jefas de expedición del Proyecto Phoneglyf, que se dedicaba a buscar y descifrar los grandes monolitos repartidos por el mundo, e investigar la civilización que los había dejado allí. Y de ahí su amiguito de negro. El Gobierno no estaba muy de acuerdo con lo que hacían, a saber por qué, así que los supervisaban y solían enviarle gente así para intentar pillarla en actitudes subversivas y fuera de las órdenes establecidas.
Idiotas.
Pero lo importante del asunto era que a tanta distancia era difícil mantenerse en contacto por Den Den Mushi, por no hablar de verse en persona, pero habían conseguido mantener una correspondencia constante durante todo ese tiempo. Por suerte, el correo aéreo en Gran Line era algo bastante fiable.
Y ahora se reencontrarían. Porque Nami iba a casarse, y aunque en principio Robin (demasiado lejos para participar en la organización de la boda) iba a ser una invitada más, su amiga le había escrito rogando por ayuda.
Sacó la arrugada carta del bolso. La había recibido cuatro días atrás, mientras excavaba ruinas a sesenta metros de profundidad. Había salido tan rápido del agujero al saber que tenía una carta que su equipo se había asustado, creyendo que el túnel se estaba derrumbando. Y nada más leerla, había sabido que su amiga la necesitaba de verdad.
Miró alrededor, comprobando que el vagón seguía vacio. Estiró el papel con los dedos, con cuidado. Olía a mandarinas y estaba un poco pegajosa. Robin no descartaba que su amiga le hubiera tirado algo de zumo encima por accidente, porque, a juzgar por lo temblorosa que estaba su letra, debía de estar en medio de un verdadero ataque histérico cuando la escribió.
La había leído ya un par de veces, pero necesitaba aclarar los datos que se iban dibujando en su cabeza. Nami ni siquiera había empezado la carta saludando como solía hacer, solo…
Un tremendo ronquido, más parecido a un rugido, acabó completamente con su concentración. Robin saltó en el asiento, mirando en todas direcciones en busca del origen de semejante estruendo, que no tardó mucho en convertirse en un murmullo regular.
Dejó la carta sobre la mesa ante ella, y se levantó tratando de que sus tacones no hicieran ruido al posarse sobre el suelo de madera del vagón. El sonido de la respiración la llevó hasta una de las mesas del fondo. Todos los coches del Umi Resha estaban montados al estilo de un vagón restaurante, con mesas colocadas cada una entre amplios asientos que se enfrentaban. Bajo aquella mesa en concreto dormía lo que parecía un hombre, tumbado bocabajo con las piernas hacia el pasillo. Robin no podía ver su cara, oculta bajo la capucha de una chaqueta verde oscuro, pero era bastante obvio si uno se fijaba en los hombros anchos y las enormes botas, de aspecto militar, que llevaba puestas.
Y en como roncaba.
La arqueóloga contuvo una risita. El desconocido se removió en sueños, soltando otro ronquido descomunal. Robin se planteó si debía despertarlo o irse a otro vagón para no molestar. Acabó por descartar ambas ideas. Echó una mirada a sus piernas, que se cruzaban en medio del pasillo. Les dio un golpecito con el pie, esperando que reaccionara, pero él se limitó a dedicarle uno de sus ronquidos de oso y seguir durmiendo. Parecía que tenía el sueño pesado. Sonrió, sacudiendo la cabeza, y volvió a su asiento, decidiendo ignorar la presencia del extraño. Tampoco es que le molestara compartir el vagón.
Se acomodó en el sillón, agarrando de nuevo la carta, mientras la sinfonía de ronquidos seguía llenando el aire. La observó durante un segundo, pensativa, antes de sacar una pequeña libreta y un bolígrafo de su bolso de mano. Lo mejor era que organizara y aclarara las ideas antes de ver a Nami. Conocía lo bastante a su amiga para saber que, si su carta era una especie de grito desesperado, ella estaría literalmente gritando de desesperación. Y mejor tener algo con lo que tranquilizarla desde un principio.
La carta en sí no es que fuera de mucha ayuda, de todas formas.
Robin por favor, tienes que ayudarme. He tenido que adelantar la boda por culpa de mi trabajo y mi pro (de ahí en adelante había un borrón de tinta. Robin se supuso que eran insultos contra su prometido, al que ella aún no conocía).
Mi hermana se ha vuelto loca. Iba a ser mi dama de honor, pero no se qué ha pasado con el (otro borrón de tinta) Y CON MIS OTROS DOS CUÑADOS TAMBIÉN LA MUY ZORRA Y (más manchas y borrones) y ahora no quiere participar en la ceremonia. Mi madre está histérica porque Nojiko se enfadó tanto que no confirmó nada de la ceremonia, no tengo siquiera a alguien que me case. Mi cuñado se niega a ser padrino y los otros dos tampoco quieren porque son unos (más borrones. Robin suspiró, oyendo en su cabeza a Nami despotricar como un camionero).
Luffy ha tenido que escribirle a un amigo suyo para que sea el padrino y nos ayude a organizarlo todo. Por favor, Robin, ven tú también. Sé que estás trabajando en Arabasta, pero tienes que ayudarme a solucionar esto.
POR FAVOR, NICO ROBIN, ERES NUESTRA ÚNICA ESPERANZA.
Nami
Menudo drama.
Robin bufó, comenzando a escribir una lista de hechos que, al menos por el momento, conocía de semejante culebrón.
Primero. Nami había tenido que adelantar la boda por X motivo.
Segundo. Nojiko, que iba a ser la Dama de Honor, ha decidido por X motivos que no quiere serlo.
Tercero. El padrino tampoco quiere ser padrino, y no hay voluntarios entre los hermanos del novio.
Cuarto…
En este punto Robin interrumpió su tarea para mirar justo frente a ella, donde un par de ojos negros la contemplaban impasibles. Hacía un par de segundos que los ronquidos se habían interrumpido, y su causante estaba en ese instante examinándola como si fuera un extraño espécimen digno de estudio. O eso pensaba ella, ya que lo único que veía con claridad debajo de esa capucha eran sus ojos, lo demás envuelto en la penumbra.
La joven forzó una sonrisa.
—Lo siento, amigo. ¿Te he despertado?
El desconocido negó con la cabeza, sin decir palabra, y para sorpresa de Robin, se acomodó mejor en el asiento, cerró los ojos y se dispuso a dormir de nuevo.
¿Pero qué…?
—Disculpa, —insistió, provocando que el hombre abriera un ojo para mirarla. Robin no podía ver bien su rostro, pero le daba la impresión de que lucía una sonrisa torcida y burlona—. ¿Necesita algo? No tengo nada en contra de que me hagan compañía, pero…
—Vi lo que hiciste en la estación—, la frase salió de él con tanta calma que Robin creyó que había oído mal. Forzó la mirada, intentando distinguir los rasgos bajo la capucha, pero el tejido era tan grueso, cuero o algo similar, que no dejaba pasar ni un atisbo de luz. Con lentitud calculada, el desconocido extendió la mano y cogió el billete que ella había dejado sobre la mesa—. Falso. Me lo suponía.
Robin entrecerró los ojos, borrando la sonrisa. Localizó mentalmente las posibles vías de escape en caso de necesitarlas, para luego centrar toda su atención en su acompañante.
— ¿Va a avisar al revisor?— logró que su voz sonara tranquila, esperando el "sí" o el "por supuesto", que sabía que estaban a punto de llegar. Era consciente de que si la descubrían antes de que el tren estuviera en marcha tendría que bajar y esperar por el siguiente. Pero si entretenía al hombre hasta que estuvieran en camino podría llegar a Whiskey Peak, donde pagaría el billete más una multa de recargo, y desde allí cogería otro tren hasta Cocoyashi, donde se celebraba la boda.
—No.
Robin abrió la boca para protestar antes de que su cerebro procesara la que acababa de oír. ¿El hombre había dicho no?
— ¿Perdone?
Su tono de incredulidad hizo que el extraño riera suavemente.
—He dicho "no". No te voy a delatar al revisor. — Bostezó ampliamente, haciendo que por un momento Robin pudiera ver su barbilla, salpicada por una barba de dos días de un tono verdoso, — no tengo un interés especial en joderte el día, no te preocupes.
— ¿Entonces?
El desconocido se quedó callado un momento antes de quitarse la capucha con un movimiento de la mano derecha. Robin lo miró curiosa. Tenía la piel morena, los rasgos marcados y duros, y un más que llamativo pelo verde, que caía desordenado sobre su frente.
—Me llamo Zoro, — le aclaró él, con mucha calma—. Y no eres la única que ha cogido este tren de forma poco… ética, vamos a llamarlo.
La joven sonrió, sorprendida. El hombre frente a ella parecía completamente tranquilo tras semejante declaración, como si estuvieran hablando del tiempo.
— ¿Cómo sé que no me mientes?— tanteó, olvidando los formalismos, sin quitarle los ojos de encima. Zoro bufó, como si le pareciera una pregunta ridícula. Abrió la cremallera de la chaqueta y sacó un billete del bolsillo interior, que le tendió con gesto indiferente.
La mente de Robin captó tres cosas a la vez. Una, que debajo de la chaqueta el desconocido no llevaba nada. Dos, que tampoco sería una tragedia que no llevara nada en absoluto. Y tres, que aquel billete no solo era falso, sino que estaba tan mal falsificado que daba hasta vergüenza verlo.
—Parece que esto lo haya hecho un niño de tres años, —rió, incrédula—, ¿cómo te han dejado subirte con esta cosa?
—Tú lloras, yo intimido.
Era una buena forma de resumirlo. Mirándolo bien, realmente era de esos que podían intimidar solo con respirar fuerte. Parecía uno de esos tipos que se meten en peleas salvajes en los bares solo por diversión, rodeado por un aura de "aléjate o te convertirás en un recuerdo sangrante para tu madre". Seguramente el revisor no había llegado ni a mirar el billete. Estaría demasiado ocupado conteniendo su vejiga.
— ¿Y por qué me lo cuentas, Zoro?— Robin se echó hacia atrás en el asiento, sonriendo con algo de burla. Tuvo que contener su sorpresa al ver como el joven se sonrojaba ligeramente antes de contestar.
—Pensé que podíamos ayudarnos mutuamente—, le confesó—. Si yo estoy sentado aquí, no se te acercarán. Y si se nos acercan, tú puedes hacer lo mismo que con ese pobre diablo de ahí fuera.
—Rascarnos mutuamente la espalda, quieres decir.
Zoro asintió con seguridad, y Robin tuvo que reconocer que era una buena idea. No le apetecía repetir el numerito de la estación. Si se pasaba llegaría un punto en el que la gente podría empezar a mosquearse. Cuanto menos llamara la atención, mejor.
—Es un trato entonces, Zoro—le tendió la mano. Él la observó por un momento antes de decidirse a estrecharla. Su mano era enorme, de dedos largos y con la palma y los nudillos cubiertos de pequeñas cicatrices.
— ¿Y a qué te dedicas, Zoro?—, murmuró, ligeramente fascinada por el aspecto salvaje del desconocido. Sí tenía que admitir algo sobre sí misma, era que lo macabro y extravagante la atraía hasta niveles absurdos. Un par de sus ex-novios eran pruebas vivientes de eso. La chaqueta seguía abierta, permitiéndole ver la enorme cicatriz de guillotina que le partía el torso en dos, y ahora que prestaba atención a su rostro, podía ver la delgada cicatriz que le cortaba desde la ceja izquierda hasta la parte inferior del ojo. Parecía un autentico milagro que aún lo conservara. Mirando esas marcas, uno se preguntaba qué clase de vida podía llevar.
¿Con qué clase de tío acababa de pseudo-aliarse?
—Cosas sin importancia—, aclaró él, relajado. Le dedicó una sonrisa torcida, que ella respondió con una de las suyas, pensadas para poner a sudar a la gente. Con él funcionó a medias. Se quedó desconcertado durante un instante antes de recomponer la sonrisa, volver a ponerse la capucha y acomodarse en el asiento para dormir.
Robin arqueó una ceja, pero se ahorró los comentarios. Observó la carta de Nami, y la lista que había comenzado a hacer antes de ser interrumpida.
Suspiró y volvió al trabajo.
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El vagón no tardó en llenarse, pero como el propio Zoro había pronosticado, a la gente, incluidos los pobres revisores, les bastaba captar medio segundo el aire amenazador de su acompañante para alejarse como si hubieran visto al diablo.
Y eso que estaba dormido. Robin no quería ni pensar lo que provocaría si abriera los ojos.
Pero por el momento solo dormía. Llevaban seis horas de viaje, y el hombre ni siquiera había hecho el amago de despertar. La arqueóloga hubiera dudado de que siguiera con vida, si no fuera por el sube y baja de su pecho, y el pequeño ruidito que hacía cada par de minutos, como un pequeño gruñido.
Lo más cerca que había estado de abrir los ojos había sido cuando la pelota de un niño (un renacuajo de no más de tres años) se había colado bajo su asiento con el pequeño persiguiéndola. Se había removido un segundo y había seguido durmiendo tan tranquilo, mientras la asustada madre lo miraba como si pensara que destriparía a su hijo. Robin se había limitado a sonreír, mientras cogía al niño en brazos y lo devolvía a la llorosa mujer.
De eso hacía dos horas. En el presente, acababan de llegar a la pequeña estación del Reino de Sakura, en la Isla de Drum. Pero era imposible que los cerezos se dieran con ese tiempo. La joven miró por la ventana, curiosa. El agua alrededor del andén estaba congelándose, y un par de operarios se esforzaban en picar los pequeños icebergs que iban formándose sobre las vías, y el hielo alrededor del casco del tren. La nieve caía de forma continua, como una cortina blanca que ondeaba por la brisa. Más allá le pareció distinguir tres montañas enormes que con un curioso parecido a chimeneas, casi invisibles entre la bruma. Si tuviera algo de tiempo, seguramente bajaría a explorar. El reino era famoso por su avanzada medicina y sus salvajes conejos gigantes, y ambas cosas le producían una gran curiosidad.
Aunque seguía sin entender el nombre de la isla.
Robin acariciaba la idea de bajar aunque fuera un segundo, en busca de algún libro o guía sobre el lugar que satisficiera parcialmente su curiosidad, cuando en el vagón entraron dos tipos. La joven observó sus rostros reflejados en el cristal de la ventana. Llevaban trajes negros y corbata, aunque cubiertos de escarcha, y el frio les había dejado la cara azul, pero era obvio que buscaban a alguien. Se detenían en cada asiento para examinar los rostros de los viajeros, y a la morena pudo ver como la boca de uno de ellos dibujaba la palabra "billete" al inclinarse sobre una jovencita.
Mierda.
¿Tan desesperados estaban los del Gobierno por mantenerla controlada? Miró alrededor buscando una posible vía de escape. Además de los dos hombres frente a ella, un tercero había entrado por el acceso del fondo del vagón. Los tres iban avanzando de asiento en asiento, acercándose peligrosamente a ella. Sí la detenían sería devuelta a Arabasta tan deprisa que dejaría estela. Y seguramente tendría encima ya no uno, sino una docena de agentes gubernamentales que no la dejarían ni a sol ni a sombra.
Debía encontrar una vía de escape. Y rápido, porque la pareja que había entrado en primer lugar estaba en la doble fila de delante, dándole la espalda mientras discutían con dos mujeres que parecían algo molestas por su insistencia en que les entregaran sus billetes.
Robin respiró hondo. Su única opción era pasar junto a ellos con rapidez mientras comprobaban a los demás pasajeros. Si su memoria no la engañaba, había un vagón de carga entre el último vagón de pasajeros y la locomotora. Podía ser un buen sitio para ocultarse hasta llegar al siguiente puerto. Quizás hasta los Cabos Gemelos, y una vez allí el barco-ballena, el Laboon Express, hasta Whiskey Peak.
Se levantó con seguridad, procurando que su rostro no expresara emoción alguna, y echó a andar hacía la pareja de agentes.
Una mano se cerró en torno a su muñeca derecha. Robin como la sangre huía de su cara, bajando la mirada hacia la mano grande y morena que la retenía. Zoro la observaba con expresión imperturbable. La morena dio un pequeño y disimulado tirón, pero fue como intentar mover una montaña. Los dedos del hombre no aflojaron en absoluto la presión, su brazo no se movió un milímetro de su posición.
Robin miró de reojo los agentes. Por suerte aún no se habían percatado de su presencia. Apretó los labios y volvió a tirar, pero su acompañante no cedió. La arqueóloga sintió una gota de sudor helado deslizándose por su espalda. El ojo del de pelo verde se clavaba en ella como una cuchilla, pero no le decía nada.
Los agentes se movían por el vagón. Bastaría con un segundo para que se percataran de su presencia. Y todo se acabaría.
Robin boqueó de sorpresa cuando el hombre se levantó, rodeándole la cintura con el brazo en un único movimiento, tan rápido que no se percató de lo que estaba pasando hasta que se vio a sí misma en la puerta del vagón. Habían dejado atrás a los agentes en menos de un segundo y Zoro la conducía rápidamente a través del tren.
— ¿Pero qué…?
—Uno de esos tipos te seguía también en Nanohana, — le susurró él, en tono ronco—. Me gustaría saber que has hecho para cabrear al Gobierno, mujer.
Robin decidió ignorar el tono malhumorado de la última parte. Sonrió, permitiéndose un poco de sano cinismo durante un momento. ¿Qué por qué la perseguía el Gobierno? Sí tenía que dar su opinión, porque tenía demasiado tiempo libre.
—Mi trabajo no les gusta, lo consideran posiblemente subversivo.
El la miró con las cejas enarcadas y una sonrisa burlona.
— ¿A qué te dedicas? ¿Pintas grafitis revolucionarios en sus barcos?—, Robin no pudo menos que sonreír ante semejante comentario.
—Emborracho a sus almirantes, y los dejo desnudos en los parques públicos.
La sonrisa torcida de Zoro se amplió. Dio un pequeño apretón a su cintura, empujándola para que caminara más deprisa. Atravesaron otro vagón, esquivando a la gente que cambiaban de asiento, subía o se preparaba para bajar del tren. El ajetreo de pasajeros de la estación del Reino Sakura los ayudaba a pasar desapercibidos por el momento.
—Desde luego, entiendo que quieran ponerte a buen recaudo.
Ninguno de los dos dijo nada más hasta que llegaron a la puerta del vagón de carga. A su alrededor la gente charlaba animadamente, ignorando su presencia. Robin tiró del tirador de la entrada al coche, y maldijo al oír el chasquido que le indicaba que el seguro estaba echado.
Se volvió sobre sí misma, quedando cara a cara con Zoro. La mano de él aún seguía en su cadera, y habían caminado tan pegados apenas quedaba espacio entre sus cuerpos. Robin arqueó una ceja al ver como el joven se sonrojaba hasta las orejas, y pudo sentir el obvio esfuerzo que hizo para no retroceder.
Oh, peligroso y tímido. Combinación extraña.
Robin intentó librarse de esa línea de pensamiento, centrando su atención en la actividad del vagón que podía ver por encima del hombro de Zoro. La gente ya se terminaba de acomodar en sus asientos, pero el tren no daba señales de arrancar.
—Es por esa gente del Gobierno, — Zoro le impedía la visión, pero Robin sintió sus músculos tensarse al oír la voz masculina, que sonaba bastante irritada—. Están buscando a alguien que se coló en el tren en Arabasta.
—Ya, y tú sabes eso porque eres adivino—, se burló una voz de mujer.
—Los oí hablar, — protestó el hombre—. Parecían enfadados.
La morena taladraba la puerta del otro lado con la mirada, replanteándose su plan de escape. Los agentes del Gobierno seguían en el tren, y era casi definitivo que la buscaban a ella. Tenía que esconderse o huir, como fuera. Podía intentar bajar en Drum, esconderse y esperar al siguiente tren.
Estaba tan ensimismada que el crujido la hizo saltar. Zoro la miraba con cara de póker, sacudiendo la manilla rota de la puerta ante su cara. Robin agradeció su enorme autocontrol, que evito que abriera los ojos como platos y se pusiera a balbucear como una idiota. El hombre dio un pequeño empujón a la puerta a su espalda, que se abrió sin hacer ruido. Robin deslizó la mirada con rapidez entre los pasajeros, aliviada de que todos parecieran absortos en sus propios asuntos.
— ¿Vamos?
Miró a Zoro con los ojos brillantes, dedicándole una sonrisa afilada antes de entrar en el vagón de carga. El de pelo verde alzó las cejas, jugueteando aún con la pieza rota. No había tardado más de dos segundos en romperla, y habría sido aún menos si no hubiera estado distraído con… ella. En realidad ni siquiera sabía su nombre. Pero era… era…
Era un demonio. Fue el único pensamiento que le vino a la cabeza mientras la miraba, aún parado en la puerta del vagón de carga, viendo su silueta moverse en la oscuridad. Él, que normalmente evitaba el contacto humano como la peste, y al que aliarse o colaborar le producía alergia, no había podido resistir el acercarse a ella. En la estación su numerito lo había indignado un poco, había sido un golpe muy bajo hacia el pobre revisor. Pero, una vez en el tren, había caído en la tentación que ella representaba nada más sentir su presencia en el vagón.
Para que mentir. Las mujeres retorcidas le atraían, y un par de sus ex-novias eran pruebas vivientes de eso.
Suspiró antes de entrar en el vagón de carga. Mientras llegara a Cocoyashi a tiempo para la boda de Luffy, lo demás no importaba.
