Notas de autor:

*****Mucha gente que me sigue desde el principio sabe que había dejado el nombre de "Kagome" por "Aome", pero ahora que al fin me he acostumbrado al nombre original lo he cambiado.*****

Buenas, sólo quiero dar agradecimientos y aclaraciones.

Los personajes no me pertenecen, son de completa autoría de Yumiko Takahashi y yo sólo los utilizo para fines personales y egoístas.

He estado informándome continuamente sobre los personajes para adecuarlos de mejor manera en esta historia con Wikipedia y Wikia.

También he estado viendo mucho de su anime y manga, utilizando algunos pocos diálogos y alguna que otra situación para armonizar las situaciones. Porfa, no se molesten, sólo lo hago con el fin de satisfacerme a mí misma escribiendo la historia.

Agradezco a las beta-readers que se dieron el tiempo de leer esta historia guiándome en el camino de la ortografía y la redacción.

A Emmanuel por las grandiosas ideas sobre monstruos y escenas. A Sharon, por lo de Miroku y por leerme...

Y a ustedes, las fans, no conozco a la mayoría de ustedes pero ya me caen bien. C:

Sin más, comencemos:

—O—

Sueño que estoy en un lugar lo suficientemente maravilloso como para impresionarme, lejos de la abarrotada ciudad en la que vivo el día de hoy: Tokio. Y lejos de esos edificios que se alzan tan altos que cruzan los cielos, lejos del smog producto de los vehículos y las fábricas y lejos de toda la gente que se cruza en el camino y golpea mis hombros al caminar, lejos de todo ello puedo ser libre para mirar hacia arriba y descubrir que hay tantas nubes como estrellas en el cielo. Sé que he estado aquí de alguna u otra manera, siento que es como un deja vú que me guía a cada paso, susurrándome al oído que sé a dónde voy. Sentir el pasto bajo mis pies es lejos la mejor sensación de todo el mundo, pero ya es tarde, tengo que irme… Tengo que despertar.

Ojeo una última vez el bosque, con la esperanza de volverlo a visitar y me despido en silencio con los ojos cerrados.

Tengo a mi lado el reloj con la alarma sonando que me muestra urgente que son las siete y que debo estar ya lista para irme a la escuela a estudiar si quiero pasar los exámenes de la preparatoria. Me pongo mi uniforme verde estilo marinerita y cepillo con rapidez mi cabello negro.

Pero primero lo primero, mi nombre es Kagome Higurashi, a pesar de sólo tener quince años de edad mi familia es un grupo reducido de personas: tengo a mi abuelo, un hombre bajito que siempre trata de contarme el origen de todo; a mi madre, la persona más amable que conozco y por último, Sota, mi miedoso hermano menor de ocho años.

Salgo de casa luego de tomar rápidamente el desayuno y corro a la estación de trenes, debido a que ya debería estar ahí hace al menos cinco minutos. Mientras espero pasar mi tarjeta en el identificador para entrar una voz me resuena a lo lejos en mi cabeza.

Me giro, viendo hacia mis espaldas, pero no hay nadie. ¿Será mi imaginación?, me pregunto momentos después. Suspiro agobiada. No, la verdad es que sólo es el sueño.

Bajo las escaleras pensando en los exámenes que tendré que hacer el día de hoy observando cómo la gente pasa a mi lado, todos muy metidos en sus propios asuntos con chaquetas grises y negras encima, a lo lejos puedo a ver un grupo de chicas que hablan animadamente en círculo a la espera del metro. Alzo la mano para que puedan verme y me acerco a ellas esquivando a las personas de mi alrededor.

Me saludan a la par de que comienzan a hablar sobre las pruebas de hoy día.

"Kagome", alguien me llama nuevamente.

Vuelvo a girarme, pero solo hay gente con la mirada perdida. No entiendo.

Me acerco casi al borden del andén para esperar el tren junto con mis amigas. No sé lo que me está pasando, ¿estaré alucinando? Debe ser porque me quedé hasta tarde estudiando ayer y sigo con sueño.

"Kagome…"

Me giro con el ceño fruncido, como entre molesta y confusa, pero no veo a nadie y nadie llama mi atención.

—¿Qué sucede, Kagome? —pregunta una de mis amigas, Ayumi.

Me sorprendo por la inesperada pregunta y sacudo despreocupadamente mis manos, nerviosa.

—N-nada —tartamudeo—, solo pensaba que había visto a alguien.

—¿El chico que te gusta, quizás? —pregunta Eri interesada.

—¡N-no! No tengo tiempo para chicos.

Todas ríen, pero no entiendo por qué lo hacen, aun así, les sonrío.

De pronto, pareciera ser que alguien toma de mi mano y jala bruscamente, es fría pero parece quemarme al tacto. Me resisto, casi caigo a las líneas.

—¿Estás bien? —pregunta Ayumi, quien se da cuenta de lo que sucede, pero no lo suficiente.

Observo mi mano, ¡Qué susto ese!

Miro las vías del tren con atención, y escucho en lo recóndito de mi mente como alguien ríe burlonamente, reconozco la voz como la de una mujer. Y la veo, esta frente a mí justamente del otro lado de las líneas del metro; a primera vista me parece extraña debido a que no encaja con el ambiente del lugar, trae un yukata blanco, su piel es blanca… casi verdosa, su pelo liso y opaco. Me mira, pero sus ojos están vacios, de ellas solo quedan dos hoyuelos negros.

Me doy cuenta además de que está descalza.

Desvío la mirada mientras mi mano tiembla. Necesito olvidarme de aquello, pero sigo viendo a la mujer de reojo, ¿es que nadie se da cuenta de que esta ahí parada? No encaja con los demás, y eso me asusta.

Resoplo nerviosa, pero la mujer vuelve a reír.

Mis amigas siguen como si nada mientras buscan algo entre sus celulares.

La mujer da un paso.

Eri me cuenta sobre el programa de televisión de anoche.

Otro paso.

Mi inquietud incrementa mientras mis amigas de repente se lanza a reír.

Y otro…

La enfrento, la mujer cae a las vías del tren. Abro los ojos sorprendida, "¡Que…!", casi grito, pero la palabra se me queda estancada en la garganta. No sé qué hacer y tampoco qué pensar.

—¡Ah! Ahí viene el tren —avisa Yuka.

—Esa es de la otra línea —interrumpe Eri con una risa, todas se le unen.

La mujer de blanco alza su mano hacia mí, no sé si pide mi ayuda o de otra manera desea que me una a ella, pero no reacciono… no sé si pueda; tampoco importa demasiado porque cuando el tren se le acerca del cuerpo, ella abre la boca como si fuera a hablarme y…

Y no puedo moverme, un frio gélido recorre desde mis pies hasta mi cabeza, como un rayo que me noquea, bloquea mi visión y me deja sintiéndome como si cayera a un vacio obscuro; sin salida.

Cuando despierto, sorprendida, encuentro que no estoy en el suelo del metro abriendo los ojos luego de un desmayo, o en la enfermería… No. Estoy en clases, estoy estudiando, estoy anotando la materia que dicta el profesor y me siento rara. Respiro como si me volviera el alma al cuerpo.

Pestañeo un par de veces y trago saliva. Al menos estoy viva.

¿Qué hora es?, me pregunto entonces, ¿Y desde cuándo que estoy en este estado?

Reviso mi celular, son las once con cincuenta. Vaya, casi toda la mañana.

Miro mis manos, están bien, yo estoy bien, me siento bien. Entonces, ¿Qué me sucedió?

Cierto, aquella mujer.

La sin ojos. Resoplo. ¿Quién era?

Resoplo, hundiendo mi pecho lo que más puedo, inhalo. Y sigo respirando.

Miro a Eri, está bien; miro a Ayumi, como siempre; miro a mi última amiga, genial. Respiro hondo, rápido.

Me siento terrible, como entumecida…

Una gota cae en mi cuaderno, ¿son lágrimas? No, no es así. Toco mi cara, está mojada; es como si me hubiera bañado en sudor. Tomo otro poco de aire, nerviosamente confundida por lo que sucede.

¿Qué me está pasando? Aprieto los labios, esto no me gusta nada de nada.

"Kagome", resuena mi nombre en la sala y miro alrededor, todos siguen muy concentrados en anotar la materia que está en frente, en el pizarrón.

¿Es que nadie más que yo puede escucharlo?

La cabeza me arde, me palpita, me duele muchísimo.

—Higurashi, Higurashi, ¡Higurashi! —grita y levanto mi cara.

Ahí está, la silueta de mi profesor de historia, quien me observa preocupado detrás de esos grandes anteojos que usa. Le miro sorprendida y en cierto sentido, aterrada, pues siento que me hubiera descubierto haciendo algo malo.

Cierro los ojos esperando alguna reprimenda que nunca llega.

—Vaya a enfermería —repone sin más luego de unos segundos.

Asiento casi en un delirio. Pero no estoy sudando, no escucho voces, no me duele la cabeza, no estoy entumecida.

Dios mío, ya me volví loca.

Camino dando pasos a trompicones y salgo de la sala de clases, evitando con la mirada las caras preocupadísimas de mis amigas y de los curiosos que quieren saber qué es lo que me sucede. Una vez que he cerrado la puerta de la sala, vuelvo a resoplar muchísimo más tranquila.

Ahora mismo no estoy con todos los ánimos de ir a la enfermería, debido a que perderé clases y siempre he estado muy comprometida con mis estudios.

Cierro los ojos, al menos estoy mejor.

"Kagome", noto que es la misma mujer.

Esto ya es agotador.

Abro los ojos decidiéndome por ignorarla y seguir con lo mío ya que si no le presto atención quizás no me suceda nada. Grave error. En ese mismo instante descubro horrorizada que no estoy en el colegio, que no estoy en ninguna parte ¿cómo decirlo? todo es negro, tan negro que no puedo ver mis pies o mis manos. Y todo vuelve, el dolor de cabeza, los escalofríos, las voces con mi nombre, mi visión nublada.

Fallezco, otra vez.

.

.

.

Abrir los ojos me cuesta más de lo necesario, como si hubiera estado llorando toda una noche y e hubiera quedado dormida, sin embargo, puedo saber que aún es de día y, para fortuna de mi miedoso corazón parece ser que estoy en la enfermería, "¿he llegado sola aquí?", pienso al acomodarme en una camilla que hace esos molestos sonidos de fierros endebles. Una sombra detrás de la cortina se mueve y se me acerca, sé quién es. La enfermera.

—¿Te encuentras mejor?—me pregunta con una cálida sonrisa.

Asiento, confusa.

—Yo… —comienzo a hablar pero en realidad no sé exactamente qué decir.

—Un chico te encontró desmayada en el piso, te ha traído y ya ha vuelto a clases —me explica interrumpiéndome—, ¿Qué te paso?

Niego con la cabeza lentamente, debido a que la cabeza me sigue doliendo.

—No… lo sé, no recuerdo —admito con disgusto.

—Claro, lo mejor será que vayas a casa, ¿alguien puede venir a buscarte?

Mi madre trabaja por el día, mi hermano esté en el colegio y no quiero causarle problemas al abuelo. Sacudo levemente mi cabeza.

—Podrías irte sola, pero sería un riesgo. Descansa —me ordena, pero suena más borde de lo que parece.

Asiento y bostezo. Inmediatamente me entra el sueño y es que no puedo mantener los ojos abiertos.

.

.

.

—¡Kagome! —me despierta la voz de la mujer, me mira inescrutable con sus dos hoyos vacíos, pestañeo un par de veces por inercia… o miedo, pero me equivoco, es la enfermera. Me observa con su cálida sonrisa, y su pelo amarrado con una coleta y casi me siento culpable por confundirla—, puedo acompañarte a casa, ¿te parece?

La miro desconcertada. No sabía que se podía hacer eso.

—Yo no…

—¡Oh, no te preocupes! —me tranquiliza—, de todas maneras hoy mi jornada laboral es más corta, salgo en media hora; pero puedo acompañarte si quieres; la verdad es que me preocupa muchísimo tu estado.

—¿No será molestia? —repongo mientras me siento en la camilla y observo mis pies, estoy descalza.

—¡Claro que no!

Bostezo con lágrimas saliéndome de los ojos, parece ser que me siento muchísimo mejor, pero aun así me siento un poco adormilada. La enfermera me mira fijamente con una sonrisa por un momento.

Me pongo mis zapatos y me fijo en que mis cosas, mi mochila y mi abrigo están reposando, como esperándome luego de una larga jornada, en una silla que está al lado de la camilla. Resoplo una vez que he terminado de vestirme, la verdad es que me no me ha costado nada teniendo en cuenta todo lo que me ha sucedido hoy.

Me acerco a la mujer que me sigue con la mirada, muy sonriente, tanto que ya comienza a incomodarme.

—¿Estás lista? —me pregunta así sin más.

Asiento levemente con la cabeza.

Hemos de salir del recinto, y debo decir que se siente extraño ver a la enfermera sin bata blanca, como si descubriera que usa ropa de color, que tiene gustos que no muestra en su trabajo y que, al igual que todos, es humana. Y a pesar de sentirme ya de una manera bastante rara, me siento un poco fuera de serie guiando a una mujer con la que no hablo a mi hogar, aunque en realidad, siento que la que me guía es ella.

El camino a la estación parece ser larga y agotadora, sobre todo porque ninguna de las dos hemos cruzado ninguna palabra desde que hemos salido de la escuela. Ella me sigue sonriendo como si hubiera nacido con esa cara, su felicidad (y si es que es felicidad lo que siente) me hace sentir perturbada, me hace pensar que se parece a la mujer de blanco de esta mañana.

Pero detengo en seco mis pensamientos, lo estoy pensando demasiado. Estoy divagando demasiado en mis propias cavilaciones, esto no es propio de mí. Sacudo mi cabeza y la enfermera me mira. No sé su nombre pero creo que sería un error embarazoso preguntárselo ahora.

—¿En dónde vive usted? —pregunto creando algún tema de conversación.

No se lo piensa mucho, pero parece que no me quiere contestar pese a su sonrisa dispuesta.

—Diría que en un santuario, he vivido muchísimo tiempo en ese lugar… —dice y su voz se apaga a medida que explica—… atrapada —comenta en un susurro, como para sí misma, me siento irremediablemente culpable por haberla oído pero me hago la desentendida—, es un lugar hermoso, ya verás.

—Ca-claro —tartamudeo media nerviosa.

Miro el suelo del andén.

Y pensar que en la mañana me ha sucedido algo tan extraño como aquello… La mujer, ¿será…?

—¿Usted cree en fantasmas? —pregunto como quien no quiere la cosa.

Ella fija su mirada, y sus ojos, juro que sus ojos por medio segundo desaparecen. Parpadeo con rapidez, otra vez estoy perdiendo la cabeza, lo estoy pensando demasiado.

—Claro, toda clase de espíritus —responde y pareciera que su sonrisa se ensancha un poco mas—, los espíritus, almas en pena… demonios y… —extiende su mano hacia mí casi tocando mi cara, pero se detiene—, ángeles.

Río nerviosa, ¿me ha dicho ángel indirectamente? No, imposible.

—En este mundo hay muchísimas cosas que no podemos explicarnos, y los humanos, Kagome, son quienes más temen porque… ¿Cómo no temerle a algo que no puedes explicar? —me sonríe eternamente, y por primera vez, le sonrió de vuelta.

Una vez que hemos llegado al destino, bajamos y seguimos caminando. La enfermera de pronto parece tener la tez más blanca, pero ha de ser por la iluminación de la estación que la hace lucir enfermiza.

La acompaño mientras ella parece adelantarse a mis pasos, guiándome otra vez, como conociendo el camino. Es cierto que dicen que todas las direcciones del camino guían a un mismo lugar, pero aun así…

—¡Ah, perdón! —interrumpe de pronto mis pensamientos, la miro un poco ida—, he olvidado que te acompañaba y caminaba a casa —ríe, pero su risa parece un poco tétrica—, en realidad —sigue diciendo—, vivo en este santuario —me indica con la mano unas escaleras anchas de cementos que apenas si logran distinguirse entre una vasta vegetación, y al final, puede observarse un arco rojo—, ¿has venido aquí alguna vez? —me pregunta encantada.

Niego, lentamente. No quiero verme borde pero es que no tengo tiempo para visitar santuarios.

—Se dice, Kagome, que los santuarios y templos conectan este mundo con otros.

—¿Cuáles otros? —pregunto, confundida, ¿el de los muertos? Ah, cierto, el de los dioses.

Pero no responde, en vez de eso, con la mano me insta a acompañarla.

—¿Conoces el mito de la creación y la muerte? —pregunta mientras subimos las escalera, asiento.

Por los cuentos míticos que solía contarme mi madre cuando era pequeña es que Izanagi y su esposa Izanami crearon muchas islas, deidades y antepasados. Cuando Izanami murió dando a luz, Izanagi falló en el intento de rescatarla del inframundo, debido a que cuando el dios mira antes de tiempo a su esposa, él contempla su monstruoso e infernal estado y ella se avergüenza y enfurece, por lo que le persigue para matarle. Izanagi llegó rápidamente a la entrada y empujó un canto rodado en la boca de la caverna, la cual era la entrada al inframundo. Izanami gritó detrás de esta impenetrable barricada y le dijo a Izanagi que si él no la dejaba salir ella destruiría a 1.000 residentes vivos cada día. Él furiosamente le contestó que entonces él daría vida a 1.500.

Y de esta manera comenzó la existencia de la muerte, causada por las manos de la orgullosa Izanami, la esposa abandonada de Izanagi.

—Hace muchísimo tiempo atrás, cuando el tiempo ni los días importaban, Izanagi se le presentó en carne y huesos a una humana, quien le recordaba a su esposa ya fallecida, Izanami —me explicaba, pero yo no tenía idea de lo que me hablaba—. Tuvieron un trágico y amargo amor debido a las precariedades de aquellos tiempos, como ya sabes; Izanagi, devastado por la muerte de la humana, pensó en una forma de hacer su amor por ella eterno, y de sus restos, calcinados por la guerra, lloro siete días y siete noches.

«Y cuando de sus ojos brotaron lágrimas sangrantes perladas —continuó—, los restos de la mujer resplandecieron cegando a Izanagi, las cenizas desaparecieron y en ese instante, una mujer del pueblo dio a luz a una bebé, quien portaba las lágrimas de Izanagi en su interior y que, al verle, al hombre le recordó a la mujer que tanto amó. Fue así como se dio inicio a la reencarnación».

Nos detenemos, frente al arco. La enfermera mira al cielo.

—Las lágrimas de Izanagi, tienen el poder de crear y destruir —me seguía explicando—, fruto del sufrimiento, en manos equivocadas… —calló repentinamente, como guardándose las palabras, me miró de reojo.

—¿Y quién tiene las lágrimas? —pregunto interesada.

—Oh, cariño. Es solo un mito —ríe socarrona—, pero aun así… dicen que las lágrimas de Izanagi, se consiguen del corazón de una persona pura que ha sufrido la devastación del amor en carne propia. Una lágrima no es mucho, pero todas reunidas…

En ello suena mi celular, la enferma se detiene y yo me disculpo avergonzada. Busco mi celular entre mis cosas, sonando y vibrando con una llamada entrante de una de mis amigas.

Eri. Vaya, que terrible momento para llamarme.

—¿Sí? —contesto dándole la espalda a la enfermera y tapándome con la mano la oreja libre.

—¿Kagome? ¿Dónde estás? El profesor dijo que estarías en la enfermería, entonces le pregunté a la enfermera y me dijo que estabas en la camilla, pero no estabas allí, ¿Dónde te metiste? —casi me grita, muy preocupada.

—Estoy con la enfermera, Eri. Ella me acompaña a casa ahora mismo —le explico para tranquilizarla y río.

—Kagome, sé que me estas mintiendo, por favor —insiste—, ¿Dónde estás?

—Con la enfermera, Eri. No estoy mintiendo, tú sabes que no soy así —resoplo con fuerza, media molesta.

—La enfermera está aquí conmigo —bramó entonces enojada.

Abro los ojos como platos, sorprendida. No, imposible.

—¿Qué? —suelto de improvisto, así que me giro buscando con la mirada a la enfermera, pero no está.

¿Es que me volví loca, OTRA VEZ?

—Kago… ¿D… st…s…? ¡K-E…A…E! —grita, pero no la puedo escuchar, la interferencia no me lo permite.

Alejo el celular de mi oreja asustada y desdichada. Entonces es cierto, he venido todo el camino hablando sola mirando a alguien que no existe y me ha contado una historia tan falsa y chiflada como yo.

La enfermera no estaba por ningún lado, ni el altar abandonado, tampoco en la fuente ni cerca del muro donde se cuelgan las tablillas con las oraciones. Estaba sola. Completamente sola. Hablando sola y caminando sola.

Miro la pantalla de mi celular. Claro, no hay señal. Y ya es tarde.

Pero no, es imposible. La enfermera estaba ahí conmigo, me estaba sonriendo, podía tocar cosas, incluso toco mi cara… Y de pronto recuerdo. No, en ninguna oportunidad me ha tocado la cara.

Observo mis manos, estoy oficialmente chalada del mate. Las muevo; pero me siento bien. No tengo la tez rara ni nada; pero quizás fue un error. Perdí la cordura, o quizás solo alucinaba. No, de verdad estoy loca, pero es solo la primera vez que me sucede algo así.

¡De verdad estoy viendo cosas de otro mundo!

Toco mi cara, otra vez estoy sudando frio, y mucho. Toco mi cara, y me siento rara, ¿Qué me pasa? Estoy entumecida, la cabeza vuelve a palpitarme. Y sé lo que viene, las voces, mi nombre… mi nombre… Pestañeo, pero nada cambia.

Pestañeo, agradecida, pero todo sigue igual. Pestañeo, y quiero estar en casa, durmiendo, teniendo un simple mal sueño. Pestañeo, pero veo una figura.

Doy un paso, pestañeo. La cabeza me duele como los mil infiernos. Es blanca. Pestañeo, mi visión se nubla, parece que de nuevo voy a desfallecer, pero no sucede. Doy otro paso.

Y otro paso.

Y otro.

Y ahí está la enfermera dándome la espalda. Está observando una de las estatuas del centro, un guardián más grande que los otros, más feos y con cara de muy pocos amigos. Un perro, no. Un humano; o ambos.

Me duele la cabeza. Me duele el cuerpo.

—¿Sabes lo que dicen sobre Inuyasha?, ¿conoces esta estatua? —me pregunta, como si nada, dándome la espalda—, fue un hibrido, terrible, estúpido. Su amada no tenía lágrimas, supongo que no sufrió lo suficiente.

Y de alguna forma, sé con seguridad que la enfermera no sonríe, y que ya no es cálida. Sé a lo que se refiere respecto a las lágrimas. Y sé que ella no es la enfermera, es una impostora, parte de mi cabeza, de mi mente de loca de patio.

—Una lástima —dice, pero sé que no está apenada.

Un dolor azota el lado derecho de mi cabeza como una bomba, parece que está a punto de noquearme, pero no sucede. Le pediría ayuda a la enfermera, pero sé que es fruto de mi imaginación su aparición.

—Tú no existes —gruño con dificultad de pronto caminando a su alrededor, para verle la cara—, de verdad, ya estoy cansada y no quiero mas —sigo diciendo a rastras—, tan sólo desaparece.

—¿Jaa? —pregunta la enfermera, ofendida.

Y descubro con horror que es pálida, que es fría y que usa un yukata blanco. Y no tiene ojos, pero aún así me mira. Y tengo miedo.

Tengo muchísimo miedo.

Es la mujer.

—¡¿Qué dijiste?! —grita sumamente enojada, su cara se vuelve grotesca.

Y otro dolor inmenso llega a mi cabeza.

—Dame… —comienza a ordenar entonces y su cara grotesca se deforma, el cuello se le alarga y de la sonrisa le brotan colmillos gigantescos. Mi desconcierto evita que pueda moverle, las piernas me tiemblan y me siento tan cobarde, como una ratita atrapada en un laberinto sin salida.

Prontamente de su cuerpo grotesco, brotan brazos y un líquido viscoso negro que parece letal, su boca la lengua crece y de sus hoyos vacios como ojos salen cuencas y cuencas incoloras. Me siento tan asqueada que me llegan a dar náuseas. Le crecen las piernas, y de ellas su risa incrementa. Me mira satisfecha por el trabajo hecho. Me mira, y se relame los labios como si fuera la cena de hoy.

—Dame… —repite lentamente—, las lágrimas… ¡Las lágrimas! —brama enojada, y de su boca regurgita más liquido negro que incluso se le llegan a escapar por las comisuras.

Me alejo de ella dando pasos torpes. Choco con una estatua fea y entonces la mujer dispara, pero alcanzo a esquivarla. Otro punzón me da en la frente y caigo de rodillas adolorida. El mundo da vueltas y vueltas. El olor que desprende la mujer es terrible, como a cadáveres en descomposición.

Le echo una mirada a la estatua de antes, unos de los guardianes grotescos, pero no está. No queda nada de ella. Trago saliva con un repentino escalofrío subiéndome por la espalda. Un poco más y ese líquido me da en la cara.

—¡Dámela! —me ordena furiosa la mujer.

Pero no sé qué hacer. Voy a morir. Voy a morir.

—¡No las tengo yo! —grito conteniendo todo el dolor que puedo—, ¡No las tengo! Lo juro, por favor —ruego, y no miento—, por favor, no me mate.

La mujer ríe.

—¿Ah, ahora existo? —me cuestiona, enfadada—, ¡¿Ahora?! ¡Ahora!

Y esquivo otra vez el líquido dando pasos débiles con tanta dificultad que incluso en el acto me hago un par de heridas en las rodillas, la sangra emana mientras estoy gimiendo del miedo. Quizás éste es el día de mi muerte, quizás debería dejar de luchar en vano sea esto real o fruto de mi imaginación, sin embargo, aún tengo que hacer un esfuerzo para seguir con vida, no puedo darme por vencida.

De mis ojos surgen lagrimitas, quiero pedir ayuda, pero sé que de nada me serviría. Nadie me oiría. Y estoy loca, loca de remate. Pero aun así quiero vivir.

—¡Dámelas, niñita!

Quiero vivir, merezco vivir. Es decir, no he hecho muchas cosas, no me considero buena en matemáticas y probablemente no muchas personas me extrañarían el día de mi muerte… Pero aún así, no quiero que ese día sea hoy.

—No, por favor —el ruego entre lágrimas, y sigo arrastrándome—. Sálvame —pido a no sé quién.

Pero a alguien, a quien me escuche. Al dios de este santuario, al dios de cualquier santuario, a mi madre, a mi padre fallecido… No quiero morir, no quiero morir hoy.

Y cierro los ojos con la mano extendida en algo frio y duro como el cemento. Ja. La estatua debe ser, el guardián. El perro, el humano, o lo que sea en realidad.

—Sálvame —sigo diciendo—, sálvame —repito en un ruego.

—¡Estúpida niña, nadie vendrá a ayudarte! —me dice la mujer a mis espaldas en una risotada que me duele.

Me muerdo los labios. Está bien, no pierdo nada con pedirlo… como de todas formas voy a morir, que en cielo no se diga que no lo intenté.

—Inuyasha, sálvame —pedí en un ruego al protector, a la piedra más grande del santuario—, Inuyasha…

Hubo entonces una reacción. Un latido. ¿El mío?

—¡JA! Prepárate a morir, niña —escuche decir por última vez a la mujer mientras preparaba el concentrado líquido en su boca.

Madre, hermano, abuelo. Perdonen.

Otra reacción. Un latido. Otro latido. Y otro…