No pude resistirlo, a decir verdad, xD. Aunque no tengo demasiado que decir, amé tanto esta historia que no pude resistir la tentación de adaptarla a los personajes de Candy Candy.
Disclaimer: Los personajes son propiedad de Kyoko Mizuki y Yumiko Igarashi, la historia es adaptación de Orgullo y Prejuicio de Jane Austen.
Capítulo I
Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa.
Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas.
–Mi querido señor White –le dijo un día su esposa––, ¿sabías que, por fin, se ha alquilado Netherfield Park?
El señor White respondió que no.
–Pues así es –insistió ella–; la señora Long ha estado aquí hace un momento y me lo ha contado todo.
El señor White no hizo ademán de contestar. Conocía de primera mano los caprichos de su esposa, una mujer menuda y regordeta de cabello castaño y actitud escandalosa.
–¿No quieres saber quién lo ha alquilado? –se impacientó su esposa.
–Eres tú la que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo.
Esta sugerencia le fue suficiente.
–Pues sabrás, querido, que la señora Britter dice que Netherfield ha sido alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en un landó de cuatro caballos para ver el lugar; y que se quedó tan encantado con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes de San Miguel vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus criados estarán en la casa a finales de la semana que viene.
–¿Cómo se llama?
–Cornwell.
–¿Está casado o soltero?
–¡Oh!, soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran fortuna; cuatro o cinco mil libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras hijas!
–¿Y qué? ¿En qué puede afectarles?
–Mi querido señor White –contestó su esposa–, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Debes saber que estoy pensando en casarlo con una de ellas.
–¿Es ese el motivo que le ha traído?
–¡Motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore de una de ellas, y por eso debes ir a visitarlo tan pronto como llegue.
–No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a ellas solas, que tal vez sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de ellas, a lo mejor el señor Cornwell te prefiere a ti.
–Querido, me adulas. Es verdad que en un tiempo no estuve nada mal, pero ahora no puedo pretender ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene cinco hijas creciditas, debe dejar de pensar en su propia belleza.
–En tales casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en qué pensar.
–Bueno, querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Cornwell en cuanto se instale en el vecindario.
–No te lo garantizo.
–Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de ellas. Sir Willam y lady O´Brien están decididos a ir, y sólo con ese propósito. Ya sabes que normalmente no visitan a los nuevos vecinos. De veras, debes ir, porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces.
–Eres demasiado comedida. Estoy seguro de que el señor Cornwell se alegrará mucho de veros; y tú le llevarás unas líneas de mi parte para asegurarle que cuenta con mi más sincero consentimiento para que contraiga matrimonio con una de ellas; aunque pondré alguna palabra en favor de mi pequeña Candy.
–Me niego a que hagas tal cosa. Candy es la mejor de todas, Annie no es ni la mitad de guapa que ella, y ni siquiera Susana es igual de alegre que ella. De modo que es normal que tú siempre la prefieras a ella.
–Ninguna de las tres es muy recomendable –le respondió–. Son tan tontas e ignorantes como las demás muchachas; pero Candy tiene algo más de agudeza que sus hermanas.
–¡Señor White! ¿Cómo puedes hablar así de tus hijas? Te encanta disgustarme. No tienes compasión de mis pobres nervios.
–Te equivocas, querida. Les tengo mucho respeto a tus nervios. Son viejos amigos míos. Hace por lo menos veinte años que te oigo mencionarlos con mucha consideración.
–¡No sabes cuánto sufro!
–Pero te pondrás bien y vivirás para ver venir a este lugar a muchos jóvenes de esos de cuatro mil libras al año.
–No serviría de nada si viniesen esos veinte jóvenes y no fueras a visitarlos.
–Si depende de eso, querida, en cuanto estén aquí los veinte, los visitaré a todos.
El señor White era una mezcla tan rara entre ocurrente, sarcástico, reservado y caprichoso, que la experiencia de veintitrés años no habían sido suficientes para que su esposa entendiese su carácter. Sin embargo, el de ella era menos difícil, era una mujer de poca inteligencia, más bien inculta y de temperamento desigual. Su meta en la vida era casar a sus hijas; su consuelo, las visitas y el cotilleo.
El señor White fue uno de los primeros en presentar sus respetos al señor Cornwell. Siempre tuvo la intención de visitarlo, aunque, al final, siempre le aseguraba a su esposa que no lo haría; y hasta la tarde después de su visita, su mujer no se enteró de nada. La cosa se llegó a saber de la siguiente manera: observando el señor White cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:
–Espero que al señor Cornwell le guste Candy.
–¿Cómo podemos saber qué le gusta al señor Cornwell –dijo su esposa resentida– si todavía no hemos ido a visitarlo?
–Olvidas, mamá –dijo Candice– que lo veremos en las fiestas, y que la señora Britter ha prometido presentárnoslo.
–No creo que la señora Britter haga semejante cosa–replicó la señora White–. Ella tiene dos sobrinas en quienes pensar; es egoísta e hipócrita y no merece mi confianza.
–Ni la mía tampoco –dijo el señor White– y me alegro de saber que no dependes de sus servicios.
La señora White no se dignó contestar; pero incapaz de contenerse empezó a reprender a una de sus hijas. Ella siempre había tenido la mala costumbre de echarle la culpa a sus hijas cuando sucedía algo. Era una mujer torpe, cuyo ideal del matrimonio se basaba únicamente en el dinero y la buena posición. Era una mujer sin escrúpulos, demasiado tonta para ver lo que pasaba con sus hijas y demasiado maleducada para que cualquiera de sus hijas llamara la atención de los caballeros, a los ojos de quienes consideraban aquella familia demasiado desagradable como para emparentar con ellos.
–¡Por el amor de Dios, Karen, no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis nervios. Me los estás destrozando.
–Karen no es nada discreta tosiendo –dijo su padre–. Siempre lo hace en momento inoportuno.
–A mí no me divierte toser –replicó Karen quejándose.
–¿Cuándo es tu próximo baile, Candy?
–De mañana en quince días.
–Sí, así es –exclamó la madre–. Y la señora Britter no volverá hasta un día antes; así que le será imposible presentarnos al señor Cornwell, porque todavía no le conocerá.
–Entonces, señora White, puedes tomarle la delantera a tu amiga y presentárselo tú a ella.
–Imposible, señor White, imposible, cuando yo tampoco le conozco. ¿Por qué te burlas?
–Celebro tu discreción. Una amistad de quince días es verdaderamente muy poco. En realidad, al cabo de sólo dos semanas no se puede saber muy bien qué clase de hombre es. Pero si no nos arriesgamos nosotros, lo harán otros. Al fin y al cabo, la señora Britter y sus sobrinas pueden esperar a que se les presente su oportunidad; pero, no obstante, como creerá que es un acto de delicadeza por su parte el declinar la atención, seré yo el que os lo presente.
Las muchachas miraron a su padre fijamente. La señora White se limitó a decir:
–¡Tonterías, tonterías!
–¿Qué significa esa enfática exclamación? –preguntó el señor White–. ¿Consideras las fórmulas de presentación como tonterías, con la importancia que tienen? No estoy de acuerdo contigo en eso. ¿Qué dices tú, Flammy? Que yo sé que eres una joven muy reflexiva, y que lees grandes libros y los resumes.
Flammy quiso decir algo sensato, pero no supo cómo.
–Mientras Flammy aclara sus ideas –continuó él–, volvamos al señor Cornwell.
–¡Estoy harta del señor Cornwell! –gritó su esposa.
–Siento mucho oír eso; ¿por qué no me lo dijiste antes? Si lo hubiese sabido esta mañana, no habría ido a su casa. ¡Mala suerte! Pero como ya le he visitado, no podemos renunciar a su amistad ahora.
El asombro de las señoras fue precisamente el que él deseaba; quizás el de la señora White sobrepasara al resto; aunque una vez acabado el alboroto que produjo la alegría, declaró que en el fondo era lo que ella siempre había figurado.
–¡Mi querido señor White, que bueno eres! Pero sabía que al final te convencería. Estaba segura de que quieres lo bastante a tus hijas como para no descuidar este asunto. ¡Qué contenta estoy! ¡Y qué broma tan graciosa, que hayas ido esta mañana y no nos hayas dicho nada hasta ahora!
–Ahora, Karen, ya puedes toser cuanto quieras –dijo el señor White; y salió del cuarto fatigado por el entusiasmo de su mujer.
–¡Qué padre más excelente tenéis, hijas! –dijo ella una vez cerrada la puerta–. No sé cómo podréis agradecerle alguna vez su amabilidad, ni yo tampoco, en lo que a esto se refiere. A estas alturas, os aseguro que no es agradable hacer nuevas amistades todos los días. Pero por vosotras haríamos cualquier cosa. Sussy, cariño, aunque eres la tercera más joven, apostaría a que el señor Cornwell bailará contigo en el próximo baile.
–Estoy tranquila –dijo Susana firmemente–, porque aunque soy la más joven, soy la más alta.
El resto de la tarde se lo pasaron haciendo conjeturas sobre si el señor Cornwell devolvería pronto su visita al señor White, y determinando cuándo podrían invitarle a cenar.
Los White eran conocidos por toda la región como una de las familias más numerosas. Esto resultaba una verdadera ventaja en lo que respectaba a fama, especialmente entre caballeros. De todas, la más asediada por los hombres que su madre consideraba "respetables" era Candy, la menor, quien contaba con diecisiete años y era considerada la más bella de la familia. Más de uno había llegado al despacho del señor White para solicitar su mano, pero éste, para desesperación de su esposa, declinaba de manera tajante todas aquellas propuestas, argumentando "que era demasiado joven para pensar en aquello", pues sentía por ella especial predilección y no soportaba la idea de dejarla ir demasiado pronto.
Candy era considerada por muchos como una belleza rubia, de cabellera rizada y los ojos de un verde brillante, con su rostro blanquísimo adornado por múltiples pecas adornando su naricita respingada. Anne, su hermana mayor más joven, a sus dieciocho años, tenía en cambio el cabello negro y los ojos azules. Eran lo más distintas físicamente de lo que uno se pudiera imaginar, aunque no demasiado diferentes en carácter. En lo que respectaba a Susana, que era la tercera, con veinte años, era la más parecida a Candy: de cabellera dorada y ojos azules. Después estaba Karen, de veintiuno, era pelirroja y de ojos castaños y almendrados. Y al final quedaba Flammy, de veintitrés, que era morena, alta y desgarbada; poseía una nariz respingona y un cabello y ojos castaños enmarcados por gruesas gafas.
–¡Tarde o temprano deberás dejarla ir, ella tiene que crecer! –exclamaba su esposa.
–Lo sé, pero a ser posible me gustaría disfrutarla un poco más antes de perderla –replicó él, mostrándose tan tajante al respecto que la señora White no se atrevía a contradecirlo.
Por más que la señora White, con la ayuda de sus hijas, preguntase sobre el tema, no conseguía sacarle a su marido ninguna descripción satisfactoria del señor Cornwell. Le atacaron de varias maneras: con preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy hábiles que fueran, él las eludía todas. Y al final se vieron obligadas a aceptar la información de segunda mano de su vecina lady O´Brien. Su impresión era muy favorable, sir William había quedado encantado con él. Era joven, guapísimo, extremadamente agradable y para colmo pensaba asistir al próximo baile con un grupo de amigos. No podía haber nada mejor. El que fuese aficionado al baile era verdaderamente una ventaja a la hora de enamorarse; y así se despertaron vivas esperanzas para conseguir el corazón del señor Cornwell.
–Si pudiera ver a una de mis hijas viviendo felizmente en Netherfield, y a las otras igual de bien casadas, ya no desearía más en la vida –le dijo la señora White a su marido.
Pocos días después, el señor Cornwell le devolvió la visita al señor White y pasó con él diez minutos en su biblioteca. Él había abrigado la esperanza de que se le permitiese ver a las muchachas de cuya belleza había oído hablar mucho; pero no vio más que al padre. Las señoras fueron un poco más afortunadas, porque tuvieron la ventaja de poder comprobar desde una ventana alta que el señor Cornwell llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro.
Poco después le enviaron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la señora White tenía ya planeados los manjares que darían crédito de su buen hacer de ama de casa, recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El señor Cornwell se veía obligado a ir a la ciudad al día siguiente, y en consecuencia no podía aceptar el honor de su invitación. La señora White se quedó bastante desconcertada. No podía imaginar qué asuntos le reclamaban en la ciudad tan poco tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y empezó a temer que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin establecerse definitivamente y como es debido en Netherfield. Lady O´Brien apaciguó un poco sus temores llegando a la conclusión de que sólo iría a Londres para reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto corrió el rumor de que Cornwell iba a traer a doce damas y a siete caballeros para el baile. Las muchachas se afligieron por semejante número de damas; pero el día antes del baile se consolaron al oír que en vez de doce había traído sólo a seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile entraron en el salón, sólo eran cinco en total: el señor Cornwell, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven.
El señor Cornwell era apuesto, tenía aspecto de caballero, semblante agradable y modales sencillos y poco afectados. Sus hermanas eran mujeres hermosas y de indudable elegancia. Su cuñado, el señor Leagan, casi no tenía aspecto de caballero; pero fue su amigo el señor Terrence Grandchester el que pronto centró la atención del salón por su distinguida personalidad, era un hombre alto, de bonitas facciones y de porte aristocrático. Pocos minutos después de su entrada ya circulaba el rumor de que su renta era de diez mil libras al año. Los señores declaraban que era un hombre que tenía mucha clase; las señoras decían que era mucho más guapo que Cornwell, siendo admirado durante casi la mitad de la velada, hasta que sus modales causaron tal disgusto que hicieron cambiar el curso de su buena fama; se descubrió que era un hombre orgulloso, que pretendía estar por encima de todos los demás y demostraba su insatisfacción con el ambiente que le rodeaba; ni siquiera sus extensas posesiones en Derbyshire podían salvarle ya de parecer odioso y desagradable y de que se considerase que no valía nada comparado con su amigo.
El señor Cornwell enseguida trabó amistad con las principales personas del salón; era vivo y franco, no se perdió ni un solo baile, lamentó que la fiesta acabase tan temprano y habló de dar una él en Netherfield. Tan agradables cualidades hablaban por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El señor Terrence bailó sólo una vez con la señora Leagan y otra con la señorita Cornwell, se negó a que le presentasen a ninguna otra dama y se pasó el resto de la noche deambulando por el salón y hablando de vez en cuando con alguno de sus acompañantes. Su carácter estaba definitivamente juzgado. Era el hombre más orgulloso y más antipático del mundo y todos esperaban que no volviese más por allí. Entre los más ofendidos con Terrence estaba la señora White, cuyo disgusto por su comportamiento se había agudizado convirtiéndose en una ofensa personal por haber despreciado a una de sus hijas.
Había tan pocos caballeros que Candice White se había visto obligada a sentarse durante dos bailes; en ese tiempo Terrence estuvo lo bastante cerca de ella para que la muchacha pudiese oír una conversación entre él y el señor Cornwell, que dejó el baile unos minutos para convencer a su amigo de que se uniese a ellos.
–Ven, Grandchester –le dijo–, tienes que bailar. No soporto verte ahí de pie, solo y con esa estúpida actitud. Es mejor que bailes.
–No pienso hacerlo. Sabes cómo lo detesto, a no ser que conozca personalmente a mi pareja. En una fiesta como ésta me sería imposible. Tus hermanas están comprometidas, y bailar con cualquier otra mujer de las que hay en este salón sería como un castigo para mí.
–No deberías ser tan exigente y quisquilloso –se quejó Cornwell–. ¡Por lo que más quieras! Palabra de honor, nunca había visto a tantas muchachas tan encantadoras como esta noche; y hay algunas que son especialmente bonitas.
–Tú estás bailando con la única chica guapa del salón –dijo Terrence mirando a la cuarta de las hermanas White.
–¡Oh! ¡Ella es la criatura más delicada que he visto en mi vida! Pero justo detrás de ti está sentada una de sus hermanas que es, por lo que me han contado, la cosa más bella que te puedas imaginar, y apostaría que muy agradable. Deja que le pida a mi pareja que te la presente.
–¿Qué dices? –y, volviéndose, miró por un momento a Candy, hasta que sus miradas se cruzaron, él apartó inmediatamente la suya y dijo fríamente: –No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para tentarme; y no estoy de humor para hacer caso a las jóvenes que han dado de lado otros. Es mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas porque estás malgastando el tiempo conmigo.
El señor Cornwell siguió su consejo. Terrence se alejó; y Candy se quedó allí con sus no muy cordiales sentimientos hacia él. Sin embargo, contó la historia a sus amigas con mucho humor porque era graciosa y muy alegre, y tenía cierta disposición a hacer divertidas las cosas ridículas. Otra cualidad por la cual había cautivado ya antes a millones de caballeros.
En resumidas cuentas, la velada transcurrió agradablemente para toda la familia. La señora White vio cómo sus hijas menores habían sido admiradas por los de Netherfield. El señor Cornwell había bailado con Annie dos veces, y sus hermanas estuvieron muy atentas con ella. Annie estaba tan satisfecha o más que su madre, pero se lo guardaba para ella. Candy se alegraba por Annie, guardando su propia satisfacción para si misma. Flammy había oído cómo la señorita Cornwell decía de ella que era la muchacha más culta del vecindario. Y Karen y Susana habían tenido la suerte de no quedarse nunca sin pareja, que, como les habían enseñado, era de lo único que debían preocuparse en los bailes. Así que volvieron contentas a Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los principales habitantes. Encontraron al señor White aún levantado; con un libro delante perdía la noción del tiempo; y en esta ocasión sentía gran curiosidad por los acontecimientos de la noche que había despertado tanta expectación. Llegó a creer que la opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser desfavorable; pero pronto se dio cuenta de que lo que iba a oír era todo lo contrario.
–¡Oh!, mi querido señor White –dijo su esposa al entrar en la habitación–. Hemos tenido una velada encantadora, el baile fue espléndido. Me habría gustado que hubieses estado allí. Annie y Candy despertaron tal admiración, nunca se había visto nada igual. Todos comentaban lo guapas que estaban, y el señor Cornwell las encontró bellísimas y bailó con Annie dos veces. Fíjate, querido; bailó con ella dos veces. Fue a la única de todo el salón a la que sacó a bailar por segunda vez. La primera a quien sacó fue a la señorita O´Brien. Me contrarió bastante verlo bailar con ella, pero a él no le gustó nada. ¿A quién puede gustarle?, ¿no crees? Sin embargo pareció quedarse prendado de Annie cuando la vio bailar. Así es que preguntó quién era, se la presentaron y le pidió el siguiente baile. Entonces bailó el tercero con la señorita King, el cuarto con María O´Brien, el quinto otra vez con Annie, el sexto con Candy y el boulanger...
–¡Si hubiese tenido alguna compasión de mí –gritó el marido impaciente– no habría gastado tanto! ¡Por el amor de Dios, no me hables más de sus parejas! ¡Ojalá se hubiese torcido un tobillo en el primer baile!
–¡Oh, querido mío! Me tiene fascinada, es increíblemente guapo, y sus hermanas son encantadoras. Llevaban los vestidos más elegantes que he visto en mi vida. El encaje del de la señora Leagan...
Aquí fue interrumpida de nuevo. El señor White protestó contra toda descripción de atuendos. Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con gran amargura y algo de exageración, la escandalosa rudeza del señor Grandchester.
–Pero puedo asegurarte –añadió– que Candy no pierde gran cosa con no ser su tipo, porque es el hombre más desagradable y horrible que existe, y no merece las simpatías de nadie. Es tan estirado y tan engreído que no hay forma de soportarle. No hacía más que pasearse de un lado para otro como un pavo real. Ni siquiera es lo bastante guapo para que merezca la pena bailar con él. Me habría gustado que hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena lección. Le detesto.
Cuando Annie y Candice se quedaron solas, la primera, que había sido cautelosa a la hora de elogiar al señor Cornwell, expresó a su hermana lo mucho que lo admiraba.
–Es todo lo que un hombre joven debería ser –dijo ella–, sensato, alegre, con sentido del humor; nunca había visto modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una educación tan perfecta.
–Y también es guapo –replicó Candy–, lo cual nunca está de más en un joven. De modo que es un hombre completo.
–Me sentí muy adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.
–¿No te lo esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre te cogen de sorpresa, a mí, nunca. Era lo más natural que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo pasarle inadvertido que eras cinco veces más guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su galantería por eso. Bien, la verdad es que es muy agradable, apruebo que te guste. Te han gustado muchas personas estúpidas.
–¡Candy, querida!
–¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la gente. Nunca ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser humano en mi vida.
–No quisiera ser imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.
–Ya lo sé; y es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las locuras y tonterías de los demás, con el buen sentido que tienes. Fingir candor es algo bastante corriente, se ve en todas partes. Pero ser cándido sin ostentación ni premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo aun, y no decir nada de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y también te gustan sus hermanas, ¿no es así? Sus modales no se parecen en nada a los de él.
–Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy amables. La señorita Cornwell va a venir a vivir con su hermano y ocuparse de su casa. Y, o mucho me equivoco, o estoy segura de que encontraremos en ella una vecina encantadora.
Candy escuchaba en silencio, pero no estaba convencida. El comportamiento de las hermanas de Cornwell no había sido a propósito para agradar a nadie. Mejor observadora que su hermana, con un temperamento menos flexible y un juicio menos propenso a dejarse influir por los halagos, Candy estaba poco dispuesta a aprobar a las Cornwell. Eran, en efecto, unas señoras muy finas, bastante alegres cuando no se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy agradables; pero orgullosas y engreídas. Eran bastante bonitas; habían sido educadas en uno de los mejores colegios de la capital y poseían una fortuna de veinte mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de rango, por lo que se creían con el derecho de tener una buena opinión de sí mismas y una pobre opinión de los demás. Pertenecían a una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia que estaba más profundamente grabada en su memoria que la de que tanto su fortuna como la de su hermano había sido hecha en el comercio.
El señor Cornwell heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de comprar una mansión pero no vivió para hacerlo. El señor Cornwell pensaba de la misma forma y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero como ahora disponía de una buena casa y de la libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la generación venidera.
Sus hermanas estaban ansiosas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque en la actualidad no fuese más que arrendatario, la señorita Cornwell no dejaba por eso de estar deseosa de presidir su mesa; ni la señora Leagan, que se había casado con un hombre más elegante que rico, estaba menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya propia siempre que le conviniese.
A los dos años escasos de haber llegado el señor Cornwell a su mayoría de edad, una casual recomendación le indujo a visitar la posesión de Netherfield. La vio por dentro y por fuera durante media hora, y se dio por satisfecho con las ponderaciones del propietario, alquilándola inmediatamente.
Ente él y Terrence existía una firme amistad a pesar de tener caracteres tan opuestos. Cornwell había ganado la simpatía de Terrence por su temperamento abierto y dócil y por su naturalidad, aunque no hubiese una forma de ser que ofreciese mayor contraste a la suya y aunque él parecía estar muy satisfecho de su carácter. Cornwell sabía el respeto que Terrence le tenía, por lo que confiaba plenamente en él, así como en su buen criterio. Entendía a Terrence como nadie. Cornwell no era nada tonto, pero Terrence era mucho más inteligente. Era al mismo tiempo arrogante, reservado y quisquilloso, y aunque era muy educado, sus modales no le hacían nada atractivo. En lo que a esto respecta su amigo tenía toda la ventaja, Cornwell estaba seguro de caer bien dondequiera que fuese, sin embargo Terrence era siempre ofensivo.
El mejor ejemplo es la forma en la que hablaron de la fiesta de Meryton. Cornwell nunca había conocido a gente más encantadora ni a chicas más guapas en su vida; todo el mundo había sido de lo más amable y atento con él, no había habido formalidades ni rigidez, y pronto se hizo amigo de todo el salón; y en cuanto a la señorita White, no podía concebir un ángel que fuese más bonito. Por el contrario, Terrence había visto una colección de gente en quienes había poca belleza y ninguna elegancia, por ninguno de ellos había sentido el más mínimo interés y de ninguno había recibido atención o placer alguno. Reconoció que la señorita White era hermosa, pero sonreía demasiado. La señora Leagan y su hermana lo admitieron, pero aun así les gustaba y la admiraban, dijeron de ella que era una muchacha muy dulce y que no pondrían inconveniente en conocerla mejor. Quedó establecido, pues, que la señorita White era una muchacha muy dulce y por esto el hermano se sentía con autorización para pensar en ella como y cuando quisiera.
A poca distancia de Longbourn vivía una familia con la que los White tenían especial amistad. Sir William O´Brien había tenido con anterioridad negocios en Meryton, donde había hecho una regular fortuna y se había elevado a la categoría de caballero por petición al rey durante su alcaldía. Esta distinción se le había subido un poco a la cabeza y empezó a no soportar tener que dedicarse a los negocios y vivir en una pequeña ciudad comercial; así que dejando ambos se mudó con su familia a una casa a una milla de Meryton, denominada desde entonces O´Brien Lodge, donde pudo dedicarse a pensar con placer en su propia importancia, y desvinculado de sus negocios, ocuparse solamente de ser amable con todo el mundo. Porque aunque estaba orgulloso de su rango, no se había vuelto engreído; por el contrario, era todo atenciones para con todo el mundo. De naturaleza inofensivo, sociable y servicial, su presentación en St. James le había hecho además, cortés.
La señora O´Brien era una buena mujer aunque no lo bastante inteligente para que la señora White la considerase una vecina valiosa. Tenían varios hijos. La mayor, una joven inteligente y sensata de unos veinte años, era la amiga íntima de Candy.
Que las O´Brien y las White se reuniesen para charlar después de un baile, era algo absolutamente necesario, y la mañana después de la fiesta, las O´Brien fueron a Longbourn para cambiar impresiones.
–Tú empezaste bien la noche, Patricia –dijo la señora White fingiendo toda amabilidad posible hacia la señorita O´Brien–. Fuiste la primera que eligió el señor Cornwell.
–Sí, pero pareció gustarle más la segunda.
–¡Oh! Te refieres a Annie, supongo, porque bailó con ella dos veces. Sí, parece que le gustó; sí, creo que sí. Oí algo, no sé, algo sobre el señor Robinson.
–Quizá se refiera a lo que oí entre él y el señor Robinson, ¿no se lo he contado? El señor Robinson le preguntó si le gustaban las fiestas de Meryton, si no creía que había muchachas muy hermosas en el salón y cuál le parecía la más bonita de todas. Su respuesta a esta última pregunta fue inmediata: «La segunda menor de las White, sin duda. No puede haber más que una opinión sobre ese particular.»
–¡No me digas! Parece decidido a... Es como si... Pero, en fin, todo puede acabar en nada.
–Lo que yo oí fue mejor que lo que oíste tú, ¿verdad, Candy? –dijo Patricia–. Merece más la pena oír al señor Cornwell que al señor Grandchester, ¿no crees? ¡Pobre Candy! Decir sólo: «No está mal. »
–Te suplico que no le metas en la cabeza a Candy que se disguste por Grandchester. Es un hombre tan desagradable que la desgracia sería gustarle. La señora Britter me dijo que había estado sentado a su lado y que no había despegado los labios.
–¿Estás segura, mamá? ¿No te equivocas? Yo vi al señor Grandchester hablar con ella.
–Sí, claro; porque ella al final le preguntó si le gustaba Netherfield, y él no tuvo más remedio que contestar; pero la señora Britter dijo que a él no le hizo ninguna gracia que le dirigiese la palabra.
–La señorita Cornwell me dijo –comentó Annie– que él no solía hablar mucho, a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es increíblemente agradable.
–No me creo una palabra, querida. Si fuese tan agradable habría hablado con la señora Britter. Pero ya me imagino qué pasó. Todo el mundo dice que el orgullo no le cabe en el cuerpo, y apostaría a que oyó que la señora Britter no tiene coche y que fue al baile en uno de alquiler.
–A mí no me importa que no haya hablado con la señora Britter –dijo la señorita O´Brien–, pero desearía que hubiese bailado con Candy.
–Yo que tú, Candy –agregó la madre–, no bailaría con él nunca más.
–Creo, mamá, que puedo prometerte que nunca bailaré con él.
–El orgullo ––dijo la señorita O´Brien– ofende siempre, pero a mí el suyo no me resulta tan ofensivo. Él tiene disculpa. Es natural que un hombre atractivo, con familia, fortuna y todo a su favor tenga un alto concepto de sí mismo. Por decirlo de algún modo, tiene derecho a ser orgulloso.
–Es muy cierto –replicó Candy–, podría perdonarle fácilmente su orgullo si no hubiese mortificado el mío.
–El orgullo –observó Flammy, que se preciaba mucho de la solidez de sus reflexiones–, es un defecto muy común. Por todo lo que he leído, estoy convencida de que en realidad es muy frecuente que la naturaleza humana sea especialmente propensa a él, hay muy pocos que no abriguen un sentimiento de autosuficiencia por una u otra razón, ya sea real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas distintas, aunque muchas veces se usen como sinónimos. El orgullo está relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos; la vanidad, con lo que quisiéramos que los demás pensaran de nosotros.
–Si yo fuese tan rico como el señor Grandchester, exclamó un joven O´Brien que había venido con sus hermanas–, no me importaría ser orgulloso. Tendría una jauría de perros de caza, y bebería una botella de vino al día.
–Pues beberías mucho más de lo debido –dijo la señora White– y si yo te viese te quitaría la botella inmediatamente.
El niño dijo que no se atrevería, ella que sí, y así siguieron discutiendo hasta que se dio por finalizada la visita.
Pues, hice algunos cambios porque, simple y sencillamente, me dieron ganas de cambiar un poquito la historia. Siempre tuve afición a las hijas menores, Candy y Terry eran perfectos para el papel. ¡Espero y les guste!
