Prólogo –Una noche lluviosa.
Las temperaturas habían bajado drásticamente a lo largo de aquel día; el ambiente lúgubre y helado de la noche no se asemejaba en nada a los días cálidos y agradables de marzo que la precedían. El viento gélido soplaba con rabia huracanada, zarandeándola y colándose entre los pliegues de su ropa haciéndola temblar; el cielo se había encapotado con densas nubes grises sobre su cabeza, en una advertencia para nada alentadora de lo que le deparaba el clima en su futuro próximo.
Ella corría todo lo rápido que sus piernas le permitían, instando entre jadeos y resoplidos al enorme perro negro que corría junto a ella. Sus pies desnudos apenas hacían ruido en cada zancada, contrarrestando el golpe seco de la mochila bamboleándose sobre su hombro; entre sus manos sostenía una bolsa de plástico llena de chocolatinas que aferraba con fuerza contra su pecho. Sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa al escuchar los gritos a sus espaldas, acusando a la ladrona. En realidad se permitía el lujo de reír porque sabía que no sería pillada: había calculado bien su ruta de escape.
Una, dos y tres zancadas más.
Un giro a la derecha.
Otro a la izquierda.
Un último giro brusco y desapareció entre las sombras de un portal, agazapándose junto a la puerta y conteniendo las carcajadas al ver como sus perseguidores pasaban de largo.
Solo se permitió el lujo de proferir sonido alguno cuando se vio completamente fuera de peligro, camuflando entre risas y resoplidos la tensión y el miedo que acumulaba tras aquellos pequeños delitos tan arriesgados. Aún de buen humor, contempló con ojos victoriosos su premio, deslizando los dedos por todas y cada una de las chocolatinas, cerciorándose de que eran tangibles bajo sus dedos.
—Este es un buen botín, ¿no te parece Shiro? —comentó sonriente mientras alzaba la bolsa frente al hocico del perro, que la olisqueó con interés—. Ya, ya lo sé, tendría que haber cogido algo más sustancioso y que con esto no tenemos ni para empezar, pero... era un puesto de dulces —dijo en su pobre defensa—, ¿qué otra cosa hubiéramos sacado de ahí? No me juzgues —concluyó alzando la mirada como si la hubiera ofendido.
Solía hablar con su perro como si éste le contestara y reprendiera: era una buena forma de aligerar la tensión y aclarar sus pensamientos.
Tampoco le gustaba nada el silencio.
Y aunque sabía que no serviría de mucho, quería aligerar el peso de su conciencia: sabía que había sido un acto inconsciente arriesgarse tanto por un par de chocolatinas, además de que puestos a poner su integridad física bajo el punto de mira de comerciantes violentos, qué menos que buscar algo más nutritivo. Y, por descontado, algo que también pudiera comer Shiro. Sin embargo había sido muy débil ante la tentación y llevaba demasiado tiempo sin probar el dulce manjar del chocolate como para no ceder y darse un capricho.
Rebuscó a conciencia entre los trastos que acumulaba en su mochila y finalmente dio con un trozo de pan duro que empezaba a ponerse correoso. Lo miró decepcionada unos instantes antes de suspirar y lanzárselo al perro, que lo cogió al vuelo.
—Lo siento, esto es todo lo que nos queda y tú no puedes comer chocolate —murmuró avergonzada aunque, por suerte, el perro no le estaba prestando atención y se dedicaba a atacar con gusto su cena de aquella noche—. Y ya sé que no es comida siquiera, es asqueroso. Te compensaré de alguna manera, te lo prometo —aseguró con solemnidad, a pesar de que habían comido cosas mucho peores.
Disfrutaron de la cena en silencio. Shiro se terminó su mendrugo de pan en menos de cinco minutos y relamió el suelo con tristeza, en busca de cualquier migaja que se le hubiera podido escapar. Kimi, por su parte, separó un par de chocolatinas de la bolsa y guardó las demás: prefería ser previsora. Dejó que el dulce se deshiciera en sus labios y volvió a sonreír, notando como su estómago se agitaba regocijándose con los resultados de una fechoría en condiciones.
Se quedó allí sentada contemplando el cielo gris, pasando su lengua por sus labios una y otra vez hasta que definitivamente dejó de sentir el dulce regusto del chocolate sobre ellos. Siguió inmóvil como una estatua hasta que Shiro, inquieto, comenzó a pegar su hocico a su hombro, gimoteando para llamar su atención.
Kimi le sonrió.
—Ya, ya, te entiendo, yo también creo que deberíamos ir poniéndonos en marcha —sobretodo porque su cabeza ya estaba comenzando a barajar la posibilidad de mandar a la mierda su plan de supervivencia y terminar sus chocolatinas antes de que tuviera tiempo de respirar siquiera. Cuanto antes encontrara una distracción decente, más sencillo se le haría resistir la tentación—. Más nos vale alejarnos del lugar del crimen cuanto antes, ¿verdad?
Recogió la mochila del suelo y se la colgó al hombro canturreando entre dientes antes de salir a la calle seguida muy de cerca por Shiro. Hacía un frío espantoso que se acentuaba conforme se alejaba de la zona residencial y perdía la protección de los edificios a su alrededor. Sus ojos volaron inquietos de una lado para otro, buscando urgentemente un lugar donde cobijarse. El frío y las noches desiertas podían ser un peligro mortal para una joven vagabunda como ella.
Era una chica de estatura media, piel pálida de alabastro oscurecida por la mugre y pelo castaño oscuro: nada demasiado llamativo, lo cual había sido vital para sobrevivir a su estilo de vida. Sin embargo, no tenía los ojos de una vagabunda: grandes y oscuros, como pozos sin fondo, vivaces y chispeantes, rebosando de preguntas que sus labios no formulaban y observando el mundo que la rodeaba con la sagacidad de un ave rapaz. Sus movimientos tampoco se ajustaban a su apariencia, cargados de elegancia felina, sutileza y gracia parecían pertenecer a una bailarina sacada de la más alta aristocracia y no a una niña que malvivía en la calle.
En cierta forma de la que Kimi nunca había sido muy consciente, no estaba tan fuera de lugar en la zona adinerada de la ciudad en la que se estaba adentrando.
Un trueno hizo temblar el cielo segundos antes de que se desatara un diluvio inmenso. Kimi se detuvo en seco y contempló el cielo mientras las primeras gotas se clavaban como agujas sobre su frente.
—¿No podía llover más tarde? ¿Cuando ya hubiera encontrado dónde pasar la noche? —masculló haciendo una mueca al notar como su enmarañado pelo comenzaba a aplastarse contra su cráneo por culpa del agua. Repentinamente, como si alguien le hubiera atizado en la cabeza con una estaca ardiendo, un dolor lacerante le atravesó la sien y, tambaleante, se dejó caer de rodillas al sobre el asfalto, sintiendo que su mente se llenaba de flashes inconexos que no quería tener: dos niños corriendo por los suburbios, cogidos de la mano, a merced de la lluvia y el frío—. No... no... fuera, no quiero... no —gimió mientras las lágrimas que caían por sus mejillas se camuflaban con la lluvia.
Shiro a su lado gimoteó con suavidad y el sonido trajo de vuelta a Kimi, que miró a su perro con los ojos entrecerrados, tratando de sobreponerse. El can ladeó la cabeza en un interrogante y le lamió la mejilla, arrancándole una sonrisa vacía.
—Tenemos que buscar un sitio donde pasar la noche —anunció con voz temblorosa. Dio un largo suspiro intentando serenarse para incorporarse lo más solemne que pudo. Todo su cuerpo temblaba con violencia, los restos del dolor de cabeza seguían palpitando contra su sien y notaba sus piernas flaquear, pero no podía dejarse caer. No podía rendirse ante aquella pequeña crisis—. No sé tú, pero a mí no me gusta dormir mojada.
Y empezó a correr todo lo que sus piernas daban de sí, dejando atrás los miedos y fantasmas del pasado que la seguían hasta el presente para atormentarla.
No sabría especificar cómo pasó, pero terminó colándose en el jardín de una de las escasas mansiones que bordeaban el camino. Era un edificio majestuoso, regio y, por encima de todo, grande; también tenía un esmerado y cuidado jardín de rosas rojas y blancas que se perdía por uno de los laterales hasta donde alcanzaba la vista. Salvo por el buen estado del jardín, no había ningún indicio de que alguien estuviera viviendo allí: ni coches, ni luces en las ventanas, ni un solo ruido...
Acarició distraídamente la cabeza peluda de Shiro, notando su inquietud, y se adentró hasta sentarse en el portal, con la espalda apoyada en el portón, para observar la lluvia caer. El perro clavó una mirada lastimera sobre el edificio una última vez antes de recostar la cabeza sobre su rodilla flexionada y mirarla con ojos suplicantes, gimoteando cada poco.
—No te preocupes, Shiro... —murmuró mientras le rascaba tras las orejas—. Yo también tengo hambre, ya encontraremos algo decente para comer —añadió decidiendo fingir que no veía el miedo en las pupilas azabache del animal. En respuesta, él gimoteó más fuerte—. Ya casi no me duele la cabeza y... por favor Shiro, hoy no soy capaz de frente a la lluvia, hoy no... —cerró los ojos, obligándose a empujar los recuerdos de hacía unos instantes a lo más profundo de su mente—, solo pido eso. Hoy no.
Una pequeña nota para concluir: Publiqué esta historia hace años, pero por diversas circunstancias que no vienen al cuento y con las que no os quiero aburrir, la dejé. El caso es que le tenía mucho cariño y he decidido terminarla, para vuestro disfrute y el mío. Por lo pronto y como forma de compensación por estos años, he reescrito lo que llevaba, mejorando la narración y añadiendo detalles que pueden hacer más rica la lectura.
Sin más, nos leemos :3
PD: Los siguientes cáps no tendrán notas de autor como esta, salvo alguna aclaración necesaria. Sin embargo, hay otra importante en el último capítulo.
