Disclaimer: Ni Glee ni sus personajes me pertenecen. Esta historia es una adaptación.


Capítulo 1

-¿Ya está? —pregunto—. Hace ya por lo menos cinco minutos que se ha ido el sol.

A unos metros, Bernie se inclina a un lado, emergiendo parcialmente de detrás del lienzo. No me muevo, pero mi visión periférica me permite ver sus hombros, su cabeza calva y su perilla de un rojo vivo.

En mi mente, la luz todavía te rodea. Quédate quieta y no hables.

Vale —digo justo antes de oír su gruñido de enfado por mi evidente falta de respeto a sus normas.

Si no fuera por el hecho de que estoy totalmente desnuda delante de una puerta, nuestra conversación parecería completamente normal. Ahora ya estoy acostumbrada. Acostumbrada a que la fría brisa marina me endurezca los pezones. A la forma en que el sol remueve algo tan profundo y apasionado en mí que deseo cerrar los ojos y abandonarme a la rica complejidad de luz y de color.

Ya me da igual que Bernie me mire con ojos críticos. Tampoco me estremezco cuando se me acerca tanto que casi roza mis pechos y mi cadera para ajustar mi postura al ángulo adecuado.

Incluso cuando me susurra: «Perfecta. Mierda, Rachel, eres perfecta», ya no se me hace un nudo en el estómago. He dejado de imaginarme apretando los puños en señal de protesta, clavándome las uñas en la suave piel de mis palmas. No soy perfecta para nada, pero ya no me vuelvo loca al oír esas palabras.

Ni en el más disparatado de mis sueños habría imaginado que pudiera sentirme tan cómoda a pesar de estar tan sumamente expuesta. Es cierto que he pasado la mayor parte de mi vida desfilando sobre las pasarelas, pero siempre lo he hecho vestida, e incluso durante los concursos en bañador iba modestamente tapada. Puedo imaginar lo mucho que se lamentaría mi madre si me viera así, con la barbilla en alto, la espalda arqueada, una cuerda de seda roja rodeando mis muñecas a la espalda para luego seguir entre mis piernas y enrollarse en torno a uno de mis muslos.

Llevo días sin ver el lienzo de Bernie, pero conozco su estilo y puedo hacerme una idea de cómo quedaré representada en pigmentos y pinceladas. Efímera. Sensual. Sumisa.

Una diosa atada.

No hay duda; mi madre se cogería un buen cabreo, pero a mí me gusta. Joder, quizá es por eso por lo que me gusta tanto. He dejado de ser la princesa Rachel y me he convertido en Rachel la rebelde, y eso me hace sentir increíblemente bien.

Oigo pasos en las escaleras y tengo que resistirme para mantener la pose y no volverme para mirarla. «Quinn.»

Quinn Fabray es la única cosa que no doy por sentada.

La oferta sigue en pie.

La voz de Quinn se oye mientras sube las escaleras de mármol del tercer piso.

No ha alzado la voz, pero su tono transmite tanta fuerza y seguridad que llena la habitación.

Diles que les echen un buen vistazo al estado de sus cuentas. No van a obtener beneficios y, para finales de año, la compañía habrá desaparecido. Están en caída libre, y cuando se estrellen y quiebren, sus empleados estarán en la calle, la empresa habrá muerto, y las patentes quedarán sometidas a litigio durante años porque los acreedores pelearán por los activos. Si aceptan el acuerdo, yo les devolveré la vida. Lo sabes. Tú lo sabes y ellos también.

Los pasos se detienen y me doy cuenta de que ya ha llegado al final de las escaleras. La habitación es diáfana, diseñada para el ocio, y todo aquel que entra es recibido por una amplia panorámica del océano Pacífico.

Ahora Quinn me ve.

Carl, hazlo —dice con voz tensa—. Tengo que irme.

He llegado a conocer realmente bien a esta mujer. Su cuerpo. Su forma de caminar. Su voz. No necesito verla para saber que esa tensión no responde a la emoción de un nuevo negocio, sino a mi presencia, y ese simple hecho es tan embriagador como el champán para un estómago vacío. «Todo un imperio requiere su atención, pero, en este momento, yo soy todo su mundo.» Me siento halagada.

Estoy aturdida. Y sí, también excitada.

No puedo evitar sonreír, lo que provoca las quejas de Bernie.

Mierda, Rach. Borra esa sonrisa.

Pero si mi cara ni siquiera se ve en el cuadro.

Claro que se ve —dice Bernie—. Así que para.

Me está provocando.

Sí, señor —respondo, y casi me echo a reír cuando Quinn empieza a toser para ocultar su propia risa.

Ese «señor» ''señorita'' en este caso, es nuestro secreto, el juego que nos gusta y que terminará oficialmente esta noche, cuando Bernie dé los últimos retoques al cuadro que Quinn le ha encargado. La idea es deprimente.

Aunque la verdad es que me alegro de no tener que seguir posando quieta. Incluso la emoción de ese imaginario corte de mangas al sentido dominante de la propiedad de mi madre palidece en comparación con el calambre en las piernas con el que acabo cada sesión. Pero echaré de menos todo lo demás, sobre todo el efecto que tiene la mirada de Quinn sobre mí. Sus reconocimientos lentos e intensos hacen que me sienta húmeda y me obligan a concentrarme tanto para no moverme que resulta doloroso.

Y sí, echaré de menos nuestro juego. Pero quiero que haya algo más entre Quinn y yo, y no puedo evitar sentirme entusiasmada ante lo que me espera mañana, cuando solo seamos Quinn y Rachel, nada más. Y en cuanto a los secretos que aún hay entre nosotras… Bueno, con el tiempo, también desaparecerán.

Cualquiera diría ahora que, cuando Quinn me lo propuso, me quedé estupefacta: un millón de dólares por mi cuerpo; por mi imagen permanentemente expuesta en un lienzo de proporciones épicas; y por el resto de mí a su libre disposición, cuando quisiera y como quisiera.

Mi conmoción ha dado paso a un evidente pragmatismo, una mezcla de pasión e indignación a partes iguales. Deseaba a Quinn tanto como ella a mí, pero, al mismo tiempo, quería castigarla porque estaba segura de que ella solo veía a la reina de la belleza y que, cuando llegara a atisbar a la mujer herida que había bajo la capa resplandeciente, vacilaría tanto por la afrenta de sus expectativas como por la pérdida económica.

Nunca me había alegrado tanto de estar equivocada.

Nuestro acuerdo había sido por una semana, pero finalmente se convirtieron en dos, el tiempo que Bernie se recreaba en su lienzo, dándose golpecitos en la barbilla con la punta del pincel, entrecerrando los ojos, frunciendo el ceño mientras susurraba entre dientes que había que esperar un poco más, hasta que todo quedara «perfecto». Esa palabra otra vez.

Quinn no se había opuesto demasiado; al fin y al cabo, era ella quien había contratado a Bernie por su creciente reputación como artista local. Su gran habilidad para realizar desnudos cargados de erotismo era innegable. Si Bernie quería más tiempo, Quinn se lo daría con mucho gusto.

No me quejé por razones mucho menos prácticas. Simplemente quería que esos días y noches con Quinn se prolongaran aún más. Como mi imagen en el lienzo, estaba cobrando vida.

Solo hacía unas semanas que me había mudado a Los Ángeles, decidida a conquistar el mundo de los negocios a los veinticuatro años. La idea de que alguien como Quinn Fabray pudiera estar interesada en mí, y mucho menos en un retrato mío, era algo que ni se me había pasado por la cabeza.

Pero la chispa que había prendido entre nosotras se hizo evidente desde el mismo instante en que la vi en una de las exposiciones de Bernie. Me persiguió sin descanso y yo hice todo lo posible por resistirme porque sabía que lo que quería de mí era algo que yo no estaba dispuesta a darle.

Yo no era virgen, pero tampoco tenía demasiada experiencia. El sexo no es algo a lo que alguien con mi historial, con mis cicatrices, quiera lanzarse precipitadamente. Había sufrido mucho por culpa de un chico en quien había confiado y mis emociones todavía estaban tan a flor de piel como las cicatrices que la recubrían.

Pero Quinn no parece ver esas cicatrices o, para ser más exactos, las ve como lo que son: una parte de mí, heridas de guerra de todo por lo que he pasado y contra las que todavía lucho. Donde yo pensaba que mis cicatrices reflejaban mis debilidades, ella veía una señal de fortaleza. Y es esa habilidad, la de verme plenamente y con claridad, lo que me había atraído tan absoluta e irremediablemente hacia ella.

Vuelves a sonreír —dice Bernie—. No necesito pistas para saber en qué estás pensando. O, mejor dicho, en quién. ¿Tengo que echar a nuestra Medici personal de la habitación?

Tendrás que acostumbrarte a su sonrisa —replica Quinn antes de que yo pueda responder y, una vez más, tengo que esforzarme para no darme la vuelta y mirarla—. Porque nada me hará salir de esta habitación a no ser que Rachel se venga conmigo.

Me deleito en la suavidad aterciopelada de su voz y sé que realmente piensa lo que dice.

Habíamos pasado toda la tarde viendo escaparates por Rodeo Drive, celebrando que a la mañana siguiente empezaba mi nuevo trabajo. Habíamos deambulado tranquilamente por las prístinas calles, cogidas de la mano, bebiendo un café helado alto en calorías y fingiendo que no había nadie más en el mundo. Ni los paparazzi, esos buitres con cámara que, por desgracia, tanto se interesan en cada pequeña cosa que Quinn y yo hacemos, nos prestan ya atención.

Sylvia, la ayudante de Quinn, había intentado pasarle varias llamadas, pero ella se había negado a responderlas.

Este tiempo es para nosotras —contestó en respuesta a mi pregunta no formulada.

—¿Debería avisar a la prensa económica? —me burlé de ella tras su explicación—. ¿Se resiente el mercado si Quinn Fabray se toma el día libre?

No me importaría poner en riesgo la economía mundial si así puedo pasar más tiempo contigo —dijo levantando mi mano para poder besar la punta de mis dedos—. Evidentemente, cuantas más compras hagamos, más reforzaremos la economía.

Su voz era pausada, sensual y llena de promesas tentadoras.

O quizá deberíamos volver al apartamento. Se me ocurren varias formas interesantes de pasar la tarde carentes de impacto fiscal —continuó.

Tentador —repliqué—. Pero no creo que pudiera soportar la culpa de saber que he canjeado un orgasmo por la ruina fiscal.

Créeme, cariño, serían más de uno.

Me eché a reír y, al final, conseguimos compensar el colapso económico mundial. Los zapatos que me compró eran realmente geniales, sin por ello renunciar a mi orgasmo. De hecho, fueron tres. Quinn es, ante todo, generosa.

En cuanto al teléfono, cumplió su palabra. A pesar de las constantes vibraciones, lo ignoró hasta que llegamos a la casa de Malibú y le insistí para que se apiadara de quien fuera que estuviera llamando con tanta insistencia. Entré corriendo para encontrarme con Bernie. Quinn se quedó atrás asegurando a su abogado que el mundo no se había colapsado por su ausencia puntual al teléfono.

Estoy tan absorta en mis pensamientos que ni me doy cuenta de que Bernie se ha acercado hasta mí.

Me da un golpecito en el labio inferior con la punta de su pincel y yo doy un salto.

Maldita sea, Rachel, estás en éxtasis.

¿Has acabado ya?

No me importa posar y Bernie se ha convertido en un buen amigo, pero en esos momentos quiero que se vaya. Todo lo que quiero ahora es a Quinn.

Casi —contesta con las manos en alto, mirándome a través de su marco improvisado—. Ponte allí.

Me señala el lugar con el pincel.

La luz de tus hombros, la forma en que brilla tu piel, la mezcla de colores…

Su voz se va apagando a medida que se acerca al cuadro.

Mierda —dice por fin—. Soy un maldito genio. Esta eres tú, pequeña. Si no lo hubiera pintado yo, podría jurar que has salido andando del lienzo.

Entonces ¿has terminado ya? ¿Puedo verlo?

Me giro sin pensar para darme cuenta demasiado tarde de que, probablemente, quería que me quedara quieta. Pero, de repente, todo carece de importancia. Todos los pensamientos se desvanecen.

Bernie, el cuadro, el mundo que me rodea… Porque no es el retrato lo que veo, sino a Quinn.

Está justo donde me la imaginaba, allí, quieta, en el escalón superior, apoyada en la barandilla de hierro forjado, incluso más encantadora que en mi imaginación. Había pasado toda la tarde con ella, pero no importaba. Cada mirada es una especie de ambrosía de la que nunca me canso.

Me recreo en ella, en cada uno de sus rasgos perfectos. Su mandíbula cincelada destaca aún más por la sombra de unas mejillas sonrojadas. Su pelo rubio alborotado por el viento, grueso y suave, con el que mis dedos están tan familiarizados. Y sus ojos. Esos maravillosos ojos avellana que me miran tan fijamente que casi puedo sentir su peso en mi piel.

Lleva puestos unos vaqueros y una camiseta blanca, pero incluso con un atuendo tan informal, no hay nada casual en Quinn Fabray. Es la fuerza personificada, energía en estado puro. Mi único miedo es la certeza de saber que nadie puede capturar ni resistirse a un rayo, y yo no quiero perder a esta mujer.

Nuestras miradas se cruzan y tiemblo ante la conmoción de semejante conexión. La atleta, la celebridad, la empresaria, la millonaria, todos esos personajes desaparecen dejando ante mí solo a la mujer y una expresión que me sube la temperatura y que hace que mis entrañas se estremezcan de deseo. Es tan rotunda y primitiva que, aunque todavía no estoy desnuda, estoy segura de que podría reducir mi ropa a cenizas, consumida por el fuego de su mirada.

Un escalofrío recorre mi piel y tengo que contenerme para permanecer quieta.

Quinn —susurro, incapaz de resistir la sensación de su nombre en mis labios. Una palabra que parece inundar la habitación, atrapada en el aire cada vez más denso que nos separa.

Bernie, junto al caballete, se aclara la garganta. Quinn logra moverse lo suficiente como para mirarlo aparentemente sorprendida, como si hubiera olvidado que no estamos solas. Cruza la distancia que la separa de Bernie y se coloca junto a él, frente al enorme retrato. Desde mi posición, puedo ver el marco de madera sobre el que se estira el lienzo y, junto a él, a las dos personas estudiando una imagen que permanece oculta a mi mirada.

Mi corazón palpita contra mi pecho y mi mirada no se aparta del rostro de Quinn. Hay algo de exultante en sus ojos, como si estuviera observando un objeto de culto, y su bendición silenciosa hace que me tiemblen las rodillas. Me gustaría extender una mano y sujetarme a la cama junto a la que estoy posando, pero todavía tengo atadas las manos a la espalda.

Mi inmovilidad me recuerda mi situación y vuelvo a sonreír: no soy libre. Soy de Quinn.

Según la idea original de Bernie y Quinn para mi retrato, solo tenía que quedarme quieta en un punto, con una cortina de gasa en torno a mí y el rostro girado, lejos de la vista del artista. La imagen era sensual aunque distante, como si alguien anhelara esa mujer pero jamás pudiera tocarla. El retrato era impresionante, pero faltaba algo. Quinn sugirió que compensásemos la cortina que se posaba libre sobre mi piel con la opresión de una cuerda de un rojo intenso que me ciñera las manos a la espalda.

Consentí sin dudarlo. Quería a esta mujer. Quería estar atada a ella. Pertenecerle. Que me reclamara como suya.

Mi imagen ya no era inalcanzable. De hecho, la mujer del retrato era un premio. Una diosa efímera domada por una mujer digna.

«Quinn.»

Busco su cara para ver si me da alguna pista sobre su opinión del cuadro, pero nada, tiene esa expresión corporativa, esa máscara indescifrable que se pone para ocultar sus secretos. Quinn es extremadamente buena en eso.

¿Y bien? —pregunto cuando ya no puedo soportarlo más—. ¿Qué te parece?

Quinn guarda silencio unos segundos. Junto a ella, Bernie se mueve llevado por los nervios.

Aunque solo han pasado unos cuantos segundos, el aire cada vez es más denso por el peso de la eternidad. Casi puedo sentir la frustración de Bernie y entiendo perfectamente que acabe explotando.

Vamos, mujer. Está perfecto, ¿verdad?

Los hombros de Quinn suben y bajan llevados por una profunda inspiración, y entonces se enfrenta a Bernie con respeto.

Está más que perfecto —dice volviéndose hacia mí—. Es ella.

Bernie sonríe.

Tengo que decirlo. No suelo cortarme cuando se trata de presumir de mi trabajo, pero este… Bueno, este es alucinante. Auténtico. Sensual. Y, sobre todo, es honesto.

Los ojos de Quinn no se apartan de los míos y respiro entrecortadamente. Se me acelera el pulso con tanta fuerza que yo misma me sorprendo de poder oír algo más. Estoy segura de que ven cómo sube y baja mi pecho, y temo que Bernie se dé cuenta de que estoy intentando sin remedio remitir el gran deseo que bulle violentamente en mi interior. Tengo que esforzarme para no suplicar a Bernie que se vaya y pedir a Quinn que me bese y me acaricie.

Un sonido agudo rompe el silencio y Quinn saca el teléfono del bolsillo y suelta un improperio al leer el mensaje. Veo cómo las sombras se apoderan de su rostro mientras guarda el teléfono en su bolsillo sin responder. Aprieto los labios y siento un hormigueo por todo el cuerpo ante las primeras señales de preocupación.

Bernie, con la cabeza inclinada para inspeccionar el lienzo, parece distraído.

Rach, no te muevas. Quiero retocar la luz aquí y…

El agudo sonido del teléfono de Quinn interrumpe a Bernie. Espero que Quinn ignore la llamada como había hecho con el mensaje, pero, para mi sorpresa, decide responder, no sin antes abandonar la habitación con pasos tan decididos y rápidos que casi no puedo oír su brusco «¿Qué?».

No busca mi mirada.

Me esfuerzo por permanecer quieta para Bernie mientras me invade una oleada de temor. No es una llamada de negocios; Quinn Fabray no se altera con los negocios. Por el contrario, suele crecerse.

No, pasa algo y no puedo evitar pensar en las amenazas recibidas y sus secretos ocultos. Quinn me ha visto desnuda de todas las maneras posibles y, sin embargo, parece que yo solo conozco pequeñas pinceladas de ella envueltas en sombras.

«¡Tranquilízate, Rachel!» Buscar algo de privacidad para hablar por teléfono no es lo mismo que guardar un secreto y no todas las llamadas son una gran conspiración para ocultar el pasado o un nuevo peligro.

Sé todo eso. Y lo creo. Pero mi faceta más racional no evita que me dé un vuelco el corazón y que se me forme un nudo en el estómago. Permanecer quieta estando desnuda con las manos atadas no es el camino más corto hacia un pensamiento ordenado, sino más bien una espiral de desasosiego por el que, de repente, desciendo a toda velocidad, sin frenos y sin poder evitar odiarme por ello.

Me gustaría poder abrazarme, pero mis muñecas atadas me lo impiden.

Cierto es que estoy con el alma en vilo desde que mi antigua jefa amenazara a Quinn. La compañía de Santana había postulado por un proyecto para la Fabray Applied Technology y, cuando Quinn lo rechazó, Santana me culpó a mí y me despidió. Pero no se detuvo ahí, y la última vez que la vi, prometió que no pararía hasta que acabara con Quinn. De momento no había pasado nada, pero Santana era una persona decidida y con recursos, y en su mente creía sentirse autorizada moralmente para ello. Por lo que a ella respectaba, Quinn había dado al traste con uno de los negocios más importantes de Santana. Las pérdidas de capital estimadas debían de ser de millones, pero Santana no es de las que piensan que el dinero o los desaires son asuntos que deban dejarse correr.

Que no haya pasado nada desde hace semanas me inquieta. ¿Qué se esconde tras ese silencio? Le he dado muchas vueltas y la única conclusión a la que he llegado es que quizá ha pasado algo y Quinn ha decidido no contarme nada.

Tal vez me equivoque… O eso espero. Pero la preocupación y el temor se han apoderado de mí y me susurran al oído sin piedad. Aunque Quinn conoce todos mis secretos, los suyos todavía permanecen ocultos para mí.

Joder, Rachel, estás frunciendo el ceño —se queja Bernie con una sonrisa entre dientes—. A veces me gustaría penetrar en tu mente. Me encantaría saber qué estás pensando.

Fuerzo una sonrisa.

Pensamientos profundos —digo—. Pero no de los malos.

Bien —responde, pero casi se puede ver la incertidumbre en sus ojos e, incluso, algo de preocupación.

Me pregunto qué le habrá contado Claire, la amante de Bernie, que conoce a Quinn desde que eran niñas, sobre su pasado, y si Bernie sabe más que yo sobre esa mujer que tanto me consume. La sola idea me hace fruncir el ceño aún más.

Quinn solo ha estado fuera unos minutos y cuando vuelve, solo quiero correr hacia ella.

¿Qué pasa? —pregunto.

Nada que no pueda mejorar viéndote.

Me río con la esperanza de que no se dé cuenta de que es una risa vacía. Una vez más, tiene esa cara que pone en público. Pero yo no soy como esa gente y la conozco bien. La miro con insistencia, esperando que sus ojos se fijen en los míos. Cuando por fin lo hace, algo ha cambiado. Su gesto de enfado se transforma en una sonrisa genuina y, una vez más, me siento iluminada por la luz de Quinn.

Camina hacia mí y mi corazón se acelera al ritmo de sus pasos. Se detiene a tan solo unos centímetros y, de repente, me cuesta respirar. Después de todo lo que hemos compartido juntas, después de todo el dolor que ha aliviado y de todos los secretos que ha descubierto, ¿cómo es que cada momento a su lado me hace sentir como si fuera la primera vez?

¿Sabes lo mucho que significas para mí?

Yo… —Tomo aire y lo vuelvo a intentar—. Sí, tanto como tú para mí.

Me siento atrapada por el fuego de su mirada y su proximidad. No me está tocando, pero como si lo estuviera haciendo. No hay nada en mí en ese momento que no sea reflejo de Quinn, de lo que siento por ella y de lo que me hace sentir. Quiero consolarla, quiero acariciar sus mejillas y recorrer su pelo con mis dedos. Quiero atraer su cabeza a mi pecho y susurrarle palabras al oído, y quiero hacerle el amor lenta y suavemente hasta que las sombras de la noche se vayan y la luz de la mañana nos inunde con sus colores.

Bernie, detrás del lienzo, tose educadamente. Los labios de Quinn esbozan una sonrisa franca en respuesta a la mía. Lo único que hemos hecho ha sido mirarnos a los ojos y, sin embargo, es como si Bernie hubiera presenciado algo tremendamente íntimo.

Bien, vale. Creo que me voy. La fiesta es el sábado a las siete, ¿no? Me pasaré más tarde para ver si necesito hacer algún retoque de última hora y me encargaré de colgarlo cuando coloque el resto de los lienzos en los caballetes.

Perfecto —responde Quinn sin ni siquiera mirarlo.

Tengo que decir —añade Bernie mientras recoge sus cosas— que voy a echar de menos esto.

Durante unos segundos, creo percibir algo de melancolía en los ojos de Quinn, pero se le pasa de inmediato.

—dice—, también yo.

No estoy segura de cuándo se ha ido Bernie, solo sé que lo ha hecho, y que Quinn sigue ahí, frente a mí, y que todavía no me ha tocado. Me voy a volver loca como no sienta sus manos sobre mí ya.

¿De verdad está acabado? —pregunto—. Todavía no lo he visto.

Ven aquí.

Me tiende su mano y yo me muevo para darle la espalda con la esperanza de que me desate, pero no lo hace. De hecho, se limita a poner su mano en mi hombro y a ayudarme a llegar hasta el lienzo.

Tengo que moverme con cuidado por culpa de la cuerda de seda roja que rodea mi pierna izquierda, pero no tiene ni la más mínima intención de desatarme. Ni siquiera se molesta en pasarme la cuerda que está enrollada en la pata de la cama.

Hago una mueca levantando las cejas a modo de pregunta. Quinn ni siquiera finge no entenderlo.

Señorita Berry, ¿por qué desaprovechar una oportunidad tan estupenda?

Mmm…

Intento que suene hostil, pero estoy bastante segura de que puede notar una leve risa en mi voz. Sin embargo no responde, porque ya hemos llegado al cuadro.

Se me entrecorta la respiración: sí, soy yo. La curva de mi trasero, el volumen de mi pecho. Pero hay algo más. La imagen es seductora y sumisa, fuerte pero vulnerable. También es anónima, como Quinn había prometido. En el retrato, tengo la cara girada y mis rizos morenos están recogidos en la parte alta de mi cabeza, con unos cuantos bucles caídos que acarician mi cuello y mis hombros. En el mundo real, esos rizos ya no existen porque mis largos mechones han sido recientemente sustituidos por un corte a la altura del hombro.

Frunzo el ceño al recordar el peso de las tijeras en mis manos, al rememorar cómo me corté el pelo cuando, en realidad, lo que quería era acercar las afiladas cuchillas a mi piel. Estaba perdida en ese momento, segura de que la única forma de reencontrarme era aferrarme al dolor como a un salvavidas.

Me recorre un escalofrío. No es un recuerdo agradable.

Automáticamente, bajo la mirada a las piernas de la chica del retrato. Sus (mis) muslos están juntos y colocados de tal forma que no se vean las peores cicatrices, aunque sí se ve la de mi cadera izquierda. Pero Bernie se las ha ingeniado para incorporar la parte más abultada de la cicatriz en la belleza del retrato. Los bordes están difuminados, casi como si tuviera un enfoque suave, y la cuerda roja cae sobre la piel dañada, como si estuviera tan apretada que fuera la causante de las heridas.

Si lo piensas bien, en realidad es así.

Aparto la mirada, perturbada por la indiscutible certeza de que la mujer del cuadro es bella a pesar de las cicatrices.

¿Rachel?

Miro con el rabillo del ojo y veo a Quinn observándome a mí y no al cuadro, con cara de preocupación.

Tiene talento —digo esbozando una fugaz sonrisa—. Es un retrato maravilloso.

Sí, lo es —coincide—. Es justo lo que yo quería.

Hay una pasión familiar en su voz y comprendo tanto las palabras pronunciadas como las que se quedan sin decir.

Sonrío y esta vez parezco sincera.

Quinn me observa y veo esa luz pícara en sus ojos.

¿Qué? —pregunto con tono divertido pero con cautela.

Se encoge de hombros y vuelve a mirar el cuadro.

Será un milagro si consigo ponerme a trabajar en esta habitación.

Hace un gesto con la cabeza para señalar la pared de piedra de la que se supone que colgará el cuadro.

Y estoy segura de que debe exhibirse aquí —continúa.

—¿Eh? —respondo al recordar que tiene previsto dar una fiesta en esa misma habitación en tan solo dos días.

Quinn suelta una risita.

Creo que sería muy inapropiado socialmente dar una fiesta con una erección permanente.

Bueno, entonces quizá deberías haber considerado colgar el cuadro en el dormitorio.

No necesito que esté en el dormitorio. No si puedo tener a la auténtica modelo.

Así es —digo con tono de provocación—. Comprada y pagada. Al menos hasta medianoche, cuando me convierta en calabaza.

Su mirada se enturbia y la alegría se esfuma.

—¿A medianoche? —repite, y yo me asombro por el tono severo de su voz.

Después de todo, no es como si realmente me fuera a convertir en una calabaza cuando se acabe el juego. Y, para ser honesta, tampoco me voy a ir; no quiero irme nunca. Lo único que cambiará es que ya no habrá más normas, se acabó lo de «señorita»; se acabaron las órdenes y las palabras de seguridad. Habrá bragas, sujetadores y vaqueros si me apetece. Y sí, también habrá un millón de dólares.

Pero, sobre todo, todavía estará Quinn.

Sígueme —dice.

Vuelvo a mirar mi pierna y agito un poco mis manos atadas.

Desátame.

Se queda inmóvil unos segundos, su mirada en mi mirada, y me doy cuenta de que todavía estamos jugando. Se me acelera el pulso y lo siento latir en la garganta; los pezones se me endurecen. Mis manos, atadas a la espalda, tiran de mis hombros y hacen que mi pecho destaque aún más. Los siento llenos, necesitados, y me muerdo el labio inferior mientras espero en silencio que Quinn me toque.

Un juego, sí. Pero me gusta. En este juego nadie pierde.

Lentamente, baja la mirada recorriendo mi cuerpo. Mi respiración se hace menos profunda y pequeñas gotas de sudor se forman en mi nuca. Puedo sentir la humedad entre mis muslos, la urgente necesidad, y tengo que concentrar todas mis energías en quedarme quieta y en silencio, para no suplicarle que, por favor, por favor, me folle. La cama está a escasos metros de nosotros, la misma que Quinn llevó hasta allí para el retrato. «¡Ahí!», quiero gritar. «¡Llévame ahí!»

Pero no, no lo hago, porque conozco a esta mujer y, sobre todo, porque sé que todo lo que tiene que ver con Quinn bien merece la espera.

Por fin se inclina y desenrolla la cuerda de mi pierna, pero cuando llega a mis muñecas, se detiene y las deja atadas a mi espalda con la seda roja colgando como si se tratara de una cola.

Quinn —digo intentando sonar firme, pero sin borrar la diversión y la excitación de mi voz—. Creía que ibas a soltarme.

Lo he comprado y pagado, ¿recuerdas?

Oh —susurro con un leve hilo de voz que a duras penas es algo más que una respiración.

Ven, corre —ordena.

El doble sentido no se me escapa, sobre todo cuando pasa la cuerda de atrás hacia delante entre mis piernas y tira de ella como si fuera una correa. Una correa muy erótica y seductora. La suave seda roza mi sexo anhelante, y la fricción de la trenza de la cuerda hace que me fallen las piernas y que dude de mi capacidad para llegar adondequiera que me lleve.

Tira suavemente, pero con suficiente persuasión, y cuando llegamos al cuarto de baño, el deseo me hace flaquear. La excitación recorre mi cuerpo y miro con anhelo los ocho chorros estratégicamente colocados de la ducha. La simple idea de tener a Quinn tras de mí, con sus manos en mis pechos y sus labios acariciando mi cuello es más de lo que puedo soportar y suelto un gemido.

Al mismo tiempo, Quinn suelta una risita.

Después —susurra—. Ahora quiero hacer otra cosa.

La cabeza me da vueltas ante las posibilidades. Hemos dejado atrás la cama. La ducha ya no me parece apetecible. Y, por lo que veo, a Quinn no le interesa lo más mínimo la profunda bañera tipo jacuzzi.

No tengo ni idea de lo que tiene en mente y, la verdad, tampoco me importa. Lo principal esta noche no es el destino, sino el viaje. Y considerando el tacto de la mano de Quinn sobre mi hombro y la presión sensual de la cuerda en mi sexo, este viaje está resultando realmente placentero.

El armario al que me lleva tiene el mismo tamaño que la sala de estar del apartamento que comparto con Kurt en Studio City. No es la primera vez que entro allí, pero todavía creo que necesito un mapa.

Harían falta diez años para poder usar toda la ropa que Quinn me ha comprado. Y, a pesar de que el lado izquierdo del armario está completamente lleno, estoy segura en un noventa y nueve por ciento de que ahora hay, al menos, una docena más de trajes nuevos desde la última vez que me cambié de ropa.

No recuerdo haber visto ese antes —digo volviendo la cabeza hacia un vestido plateado que brilla bajo la tenue luz, y que parece ser suficientemente pequeño y ajustado como para no dejar gran cosa a la imaginación.

¿No? —replica con una leve y relajada sonrisa a juego con esa mirada que me observa—. Puedo asegurarte que no será un problema después de que te lo pongas. Nadie podrá olvidarlo.

Sobre todo tú, ¿no? —comento en tono burlón.

Sus ojos se oscurecen mientras se me acerca. El movimiento hace que la cuerda se afloje y se aleje de mi cuerpo. Sin embargo, la decepción por la pérdida de contacto dura poco. Quinn está ahí, a pocos centímetros, y el aire que nos separa parece bullir. Se me eriza la piel, como si me encontrara en plena tormenta eléctrica con el peligro acechando en torno a mí. No puedo evitar jadear cuando su pulgar acaricia suavemente la línea de mi mandíbula. Mis labios se entreabren. Quiero sentir su dedo en mis labios, en mi boca. Quiero saborear a Quinn. Quiero devorarla de la misma forma que el fuego me devora a mí por su proximidad.

No hay nada de ti que pudiera olvidar —dice—. Estás marcada a fuego en mi memoria. El brillo de tu pelo a la luz de las velas. Tu piel, cubierta de rocío y suave, cuando sales de la ducha. La forma en que te mueves debajo de mí cuando hacemos el amor. Y la manera en que me miras, como si no hubiera nada dentro de mí que pudiera hacerte huir.

Es que no lo hay —aseguro con suavidad.

Quinn no dice nada, pero mantiene su mirada fija. Se acerca todavía más hasta que mis pezones rozan levemente el suave algodón de su camiseta. La descarga que me produce este contacto es muy fuerte, e intento no gritar. Siento un hormigueo en todo el cuerpo y, mientras acaricia mi brazo desnudo con las yemas de los dedos, solo pienso en abrazarla. Quiero a Quinn dentro de mí.

Brusca, amable, me da igual. Solo sé que la necesito, justo ahora, justo aquí.

¿Cómo…? —murmuro, casi incapaz de formular la pregunta.

¿Cómo qué?

¿Cómo puedes hacerme el amor con tan solo un leve contacto?

Soy una mujer de recursos. Creía que lo sabías —dice esbozando una sonrisa y con un leve brillo en sus ojos—. ¿Quizá debería ofrecerte una demostración algo más imaginativa?

¿Imaginativa? —repito. Tengo la boca seca.

Voy a hacer que te corras, querida Rachel, sin ponerte un dedo encima y sin acariciar tu cuerpo. Pero estaré observando. Veré cómo tus labios se separan y tu piel se sonroja. Te veré intentando controlarte. Y, déjame que te cuente un secreto, Rachel: también tendré que luchar por mantener el control.

Me doy cuenta de que he dado un paso atrás mientras habla y estoy apoyada contra el escritorio que divide nuestras respectivas partes de este inmenso armario. Eso me ayuda, porque sin ese apoyo dudo mucho que mis piernas temblorosas pudieran aguantar el peso de mi cuerpo.

¿Dónde vas?

No sé por qué me dice que voy a tener que luchar para poder controlarme. Durante todo este tiempo con esta mujer, he aprendido unas cuantas cosas y si algo sé es que con Quinn puedo volverme totalmente loca. Entonces ¿por qué voy a querer contenerme ahora? Y ¿por qué espera que lo haga?

No responde a mi pregunta y me sorprendo a mí misma mordiéndome el labio inferior y escudriñándola con los ojos entrecerrados en un intento por encontrar alguna pista sobre sus intenciones. Se aleja y, aunque estoy segura de que todo es producto de mi imaginación, el aire parece enfriarse a medida que va aumentando la distancia entre nosotras. La cuerda que antes había tirado al suelo ahora vuelve a subir. Quinn se detiene a medio metro de distancia, pero sigue tirando de la cuerda hasta que vuelve a ascender entre mis piernas. Se mueve lentamente, pero pronto puedo volver a sentirla. Estoy tan excitada que empiezo a jadear con el contacto y mi cuerpo se estremece en algo parecido, pero no igual, a un orgasmo.

Encuentro la mirada de Quinn y veo su sonrisa victoriosa.

No se preocupe, señorita Berry —dice—. Le prometo que hay más de donde viene este.

Vuelve a acercarse, asegurándose de que jamás se interrumpa el contacto de la cuerda con mi cuerpo. Con cada movimiento, la suave trenza de seda se desplaza levemente. Cierro los ojos, intentando concentrarme en no morderme el labio y en no girar la cadera. No sé a qué está jugando Quinn, pero sí sé que quiero que dure.

Sus dedos acarician mi cuello y mis ojos se abren de repente. Inclino la cabeza para poder mirarla, pero ella evita el contacto visual. Está totalmente absorta en su tarea, concentrada en anudar la cuerda en torno a mi cuello.

Trago saliva mientras las emociones bullen en mi interior. Hay excitación, sí, pero mezclada con miedo. De qué, no estoy segura. No tengo miedo a Quinn. Pero, por Dios, ¿por qué me está atando? Y ¿cuánto va a apretar la cuerda?

Quinn —digo sorprendida de que mis palabras suenen normales—, ¿qué estás haciendo?

Lo que quiero —responde, y aunque esas palabras no resuelven mi duda, me tranquilizan y dan paso a una deliciosa expectativa.

Así es como todo empezó, con estas tres simples palabras. Ayúdame a que esto nunca acabe.


Hola otra vez. Aquí llego con la segunda parte de la historia.

Tengo una buena noticia. Ayer me informaron de que hay un cuarto libro de esta Saga, así que tendremos más historia para disfrutar, porque obviamente también lo adaptaré!

¿Qué os ha parecido este primer capítulo? Espero que os haya gustado.

Nos leemos el miércoles! :D