Descargo de Propiedad: Harry Potter, su mundo y sus personajes no me pertenecen. Son obra de J. K. Rowling. En cambio, Kelly Luts y esta historia son mías.
Quiere agradecer a todos lo que leáis esto, que lo hagáis. Escribir es muy importante para mí, así que esto es mucho.
Este es un capítulo introductorio. Espero poder hacer los siguientes más largos. Aún así, ya tiene sus 1.900 palabras bien conseguidas.
Por último: ¡espero que os guste! De vosotros depende la historia. Me podéis decir si creéis que lo estoy haciendo bien o no, ya que me leí los libros hace mucho tiempo, y ya no me acuerdo de casi nada.
MUGLENESS
Capítulo 1. Cuando todo se deshace en llamas
* * * * * {KELLY L.} * * * * *
Levanto lentamente la cabeza. Delante de mí hay un chico de cabello rubio pálido y ojos grises. Lleva una ropa bastante formal, una camisa blanca, unos pantalones, una corbata y un jersey oscuro tirando a verde, con el símbolo de una serpiente oscura y plateadaza y unas letras que no llego a ver. Su expresión es seria y fría, incluso un poco asqueada y hostil. En sincronía, su rostro, pálido, delgado, quizá podríamos llamarlo hermoso; está tenso, como marcan las ojeras y las bolsas que tiene debajo de los ojos y el tono enfermizo de su piel.
Rápidamente, recojo las bolsas y los libros que había tirado por el suelo con mi torpeza.
— ¡Lo siento! —me disculpo con vehemencia— Soy nueva y… y… no miraba por dónde pasaba y…
Pero el chico ni me deja explicarme, me arranca las cosas de las manos se marcha sin ni siquiera dirigirme la palabra. Suspiro con fuerza y me dejo caer en el suelo. Aunque es frío y duro, me siento cómoda. Gracias al anciano, que se había presentado como Albus Dumbledore, he llegado mucho antes de tiempo aquí, a lo que ha llamado Hogwarts.
Es un lugar grande, quizá un poco demasiado, que me recuerda a las películas de fantasía y a los castillos encantados. Sus paredes son frías, húmedas, pero agradables. La luz entra por los grandes ventanales que atraviesan la piedra. El suelo es áspero, de un color parecido a la arena, de lo que creo que es piedra.
Ahora mismo, estoy en la primera planta, sentada en una esquinita. Estudiantes y más estudiantes, embutidos en largas túnicas negras, pasan enfrente de mí, aunque ninguno repara en mi presencia. Quizá es porque llevo la misma túnica y el mismo uniforme que caracteriza a Hogwarts. Lo importante es que yo no me siento tan igual. Ya no me siento yo, ya no me siento Kelly, la hija de dos profesores de universidad. Ya no puedo ser Kelly, la torpe. Ni Kelly, la que siempre está en las nubes o la que pasa el tiempo escuchando música. Kelly, la que se pintó el cabello de azul. Kelly, la de grandes ojos marrones.
Ahora soy Kelly, la bruja. Kelly, la alumna de Hogwarts. Kelly, la que entró a mediados de su quinto año. Kelly, la extraña. Kelly, la que esconde sus manos detrás de la espalda por miedo a que la delaten. Kelly, la que no se atreve a mirarse en el espejo. Kelly, la que ya no puede dormir a las noches por culpa de sus horribles pesadillas. Por culpa de sus horrible recuerdos.
Sobretodo soy Kelly, la que mató a su propia madre.
Mi pasado se ha vuelta una mancha que llevo grabado al corazón, imposible de borrar. Unas cadenas que me atan las manos, que me condicionan, que me marcan como marca un herrero el hierro con doliente fuego. ¿Cuánto tardarán en descubrirlo? ¿Cuánto tardaré en volver a hacerlo?
Ahora mismo, me asusto de yo misma.
Recuerdo la mirada de mi padre, su dura expresión de traición, de hostilidad, tan parecida a la del chico rubio con el que acabo de tropezar… Recuerdo sus palabras crueles. Recuerdo cómo se sintió después de lo de mamá. Después… que le dijese que, por mí, «podía arder entre mil fuegos».
Y luego, mil fuegos de distintos tamaños y de variadas temperaturas aparecen, haciendo que mis palabras cobrasen vida, rodeándola. Las llamas la abrazan, como un amante perdido, y abrasan su efímero cuerpo mientras ella grita dolor, sangre… y mi nombre.
Y, luego, me tapo los oídos y cierro los ojos. Me fundo con la oscuridad que no me deja ver lo que he desencadenado. Me ahogo en mis esperanzas vanas y dejo que me lleven a otra realidad, a una salida, una escapatoria que no existe. Grito y digo, digo… Exclamo un «no» fuerte y atronador, que las paredes repiten un montón de veces entre murmullos.
Cuando los vuelvo a abrir, mi madre no está. Solo quedan cenizas, que mi padre recoge con sus sudadas manos mientras ríos caen de su pupila y se funden, por última vez, con ella, la mujer que tantos años amó. Luego me mira, y en sus ojos hay odio comprimido. Sus nudillos están blancos de furia y su cara ha ganado color de ira. Se acerca a mí, lo que antes fue la mejor figura paterna que pude imaginar, en quién podía siempre confiar, alguien que me querría condicionalmente, mi amigo de juegos, mi padre… Yo cierro los ojos, escondiendo el temor y culpabilidad. Lo siguiente que noto es el escozor en la mejilla derecha y el tacto frío y ponzoñoso de la pared que está a unos metros de mí. Me toco con cuidado la piel hinchada y dolorida.
Con la otra, consigo un impulso para salir de casa. Me duele la pierna derecha y el tobillo. Noto un sabor metálico en la boca y aún me duele la mejilla. Pero eso ahora no me importa.
Mi padre está agachado, llorando junto a las cenizas que intenta juntar en un pequeño puñado, como si le fuese la vida en ello. No lo nota. Ahora, me vuelvo un mal menor. Aprovecho esa oportunidad para huir, algo que cada vez me da mejor. Huir, acobardarme y no dar la cara.
Cuando paseo por el oscuro Londres de noche, veo que me sigue un señor de largas barbas blancas, piel flácida y edad avanzada. Sin pensármelo dos veces, acelero el ritmo, recordando todas las noticias de acechadores y violadores que hay sueltos de noche, en busca de una víctima que vivirá en sus últimos momentos un infierno. Mi corazón se vuelve cada vez más frenético y pienso que en cualquier momento voy a perder el conocimiento de tantas emociones demasiado fuertes…
El recuerdo de mis palabras vuelva a mi cabeza y veo crecer y subir, como si fuese una danza tribal, las flamas por el débil cuerpo de mi madre. Veo sus ojos, horrorizados. Veo mis ojos reflejados en los suyos, frenéticos. Sus manos me agarran de los brazos mientras gritan dolor. Lágrimas de fuego corretean por sus mejillas y su piel se deshace en carbón…
Tiemblo ligeramente y vuelvo a dónde estoy, sentada en el suelo de Hogwarts, mi nuevo colegio. Me levanto, me vuelvo a sentar. Cruzo los brazos encima de las piernas y veo aparecer y desaparecer a los estudiantes, caras totalmente desconocidas. Entre ellos, pasa una o dos veces el chico rubio al que le tiré los libro cuando llegué aquí, el de expresión hostil, parecida a la de mi padre cuando maté a mi madre. Cambio la posición de la lengua dentro de la boca, intentando tragarme de una vez y digerir todos los recuerdos y sensaciones desagradables. Pero, como cuando tomas algo estropeado, las sensaciones no se van fácilmente y un malestar se adueña de tu cuerpo.
Para cambiar de aires, decido que ya es hora de hacer algo. Cojo mi bolsa, la cuelgo a mi espalda y ando apresuradamente por los pasillos intentando desceñir las barbas blancas del hombre que me ha traído hasta aquí.
Albus Dumbledore no aparece en ninguna parte. No me queda más remedio que preguntar, y me acerco a la persona que me trasmite menos fanatismo. Es un grupo de tres, un chico con gafas negras y cabello muy oscuro, negro, es el que está más cerca de mí. Tiene una extraña cicatriz con forma de rayo en la frente, ligeramente tapada por el flequillo. A su lado y enfrente de mí una chica de cabello marrón y actitud de entendida es la primera que me ve llegar. Sus ojos son verdes y para de hablar cuando nota mi presencia. El último, un chico de cabello anormalmente rojo, pecas, se despista y continúa hablando con la chica como si nada. Apenas soy capaz de diferenciar sus palabras, trozos de una historia hábilmente contada. Me da la impresión que es el clásico chico hiperactivo.
— Ehmm… —murmuro— ¿Sabríais dónde podría… encontrar… a Albus Dumbledore?
— ¿El director? —me pregunta la chica.
— ¿Eres nueva? —dice el chico pelirrojo, fijándose en mí— Nunca he visto una alumna nueva a mediados de años, pero nunca te he visto antes.
La chica le da un cachete.
— ¡Cállate, Ron!
— Eh, sí… y soy nueva… y es por eso que quiero ver al director.
La chica y el chico de cabello negro me dicen dónde puedo encontrar al ahora descubierto como director de Hogwarts. Ron, el pelirrojo, añade algunos detalles inútiles aunque memorables, como unos pocos datos sobre tal retrato o sobre tal profesor al que no me debo acercar.
Subo con precaución las enormes escaleras de mármol, agarrándome a la barandilla. Mientras avanzo hasta la torre que me han indicado, intento no mirar abajo. En los momentos en que desobedezco mi propia inteligencia, que astutamente me avisa de algo que me puede causar verdadero vértigo, puedo observar, con un nudo en el estómago, la distancia a la que estoy del suelo, los pequeños estudiantes que hay en las plantas y las mismas escaleras que subo, los retratos que me rodean, peculiarmente vivos… Continúo subiendo, hasta llegar al último piso. Los he ido contando y, si no me equivoco, este es el séptimo.
Me paro cuando un retrato pronuncia mi nombre. Es una voz grave, de hombre. Es tosca y sin gracia, como de pesadilla.
— Kelly.
Me giro lentamente hacia el rostro enmarcado en un marco de madera oscuro con numerosos detalles tallados en oro, plata y bronce, perfectamente diseñado y perfectamente pintando, limando todos los detalles.
— ¿Sí…? —pregunto, sin saber qué hacer. Me quedo ahí parada, obstaculizando el paso a los estudiantes que suben y bajan, dándome pequeños golpecitos que me hacen resbalarme para los lados. Pero, pese a todo, mantengo la mirada hostilmente fascinada con el que me llama.
— Albus Dumbledore quiere verte —me da ganas de decirle que yo también quiero verlo, pero tengo tanto miedo a hacerlo… que me callo—. Sigue las escaleras que te indica la gárgola. El director de la Academia Hogwarts te espera en su despacho. No te distraigas y no le hagas esperar.
Efectivamente, una gárgola cercana se desplaza y me deja ver unas escaleras oscuras y silenciosas. Con inquietud miedo mezclado en mi sangre, avanzo un tímido paso hacia delante. Sin mucho esfuerzo, llego a la oficina del director, dónde el hombre de las barbas me espera con una sonrisa.
— Bienvenida, Kelly —me dice—. Tenemos muchas cosas de las de hablar.
Cerca de él, veo un sombrero viejo y negro. Es picudo y está arrugado. A pesar de eso, me da la impresión de que es especial, igualmente que para una niña su peluche más viejo y deformado será del que menos se querrá deshacer, al que más estará encaprichado. Es lo único que destaca. O lo que más destaca en un ambiente rodeado de libros, millones de libros de todos los tamaños y de todas las edades, y retratos que se mueven inquietos en sus marcos. La habitación está rodeada de un velo amarillo, quizá formado por el reflejo de las velas en las estanterías y en la madera tallada que abunda en la sala.
No sé lo que me va a pasar ahora, solo sé que no tengo forma de volver atrás. No puedo hacer otra cosa que confiar en el hombre que me sonríe despreocupadamente, sacar pecho y dar un paso adelante.
