Arthur Ketch no se consideraba un hombre paciente. Podía alardear de muchas cualidades pero la paciencia no era una de ellas.

La tortura, por otro lado, sí.

En estos momentos Rowena era testigo en carne propia de semejantes "proezas". Mientras gritaba de dolor al sentir el clavo introducirse en su pecho sin perforar ningún órgano vital, haciendo compañía a los demás que Ketch había puesto artísticamente.

A su parecer su una pequeña tortura, recién empezaba y los gritos de dolor de la bruja eran música para sus sádicos oídos.

-Te lo he dicho miles de veces, si quieres que pare todo solo dime la ubicación del aquelarre.

Era mentira. Ambos sabían que no la torturaba por el libro, esa era solo su excusa. La torturaba porque podía, porque quería hacerlo. El hombre de letras siempre había sentido placer al infligir dolor en otros y su trabajo era perfecto para ello.

Retrocedió dos pasos para observar su progreso. La bruja pelirroja estaba amarrada a la silla, incapaz de moverse. Sangre salía de los clavos incrustados en su piel. Moretones hacían ver la mitad de su pálido rostro, entre verde y morado. Tenía el labio partido, producto de escupirle a Ketch nada más haber despertado. Lágrimas reacias se escurrían por sus húmedas mejillas, mezclándose con sangre, ante el dolor.

Todo ello resultaba hermoso, para Ketch, pero lo que más le infuriaba era que a pesar de estar haciendo su trabajo de manera fenomenal, no conseguía apagar el espíritu de pelea de sus ojos.

La pelirroja lo miraba con odio puro, desbordante como un volcán en erupción. Las únicas respuestas que daba eran insultos y escupitajos. Ella era la prisionera pero era él quien se estaba volviendo loco.

Necesitaba romperla, hacerla llorar y suplicar piedad. Necesitaba ver esa luz abandonar su mirada. Necesitaba verla desesperada y desamparada, una sombra de la bruja poderosa que era ahora.

Ketch sabía que ello tomaría tiempo y él no era un hombre paciente. Nunca había sido una de sus cualidades, pero por ella estaba dispuesto a esperar.