«Scars deeper than love»

Todo de Hajime Isayama.

Summary:
AU. Luego de una tragedia que cambió sus vidas para siempre, Mikasa es vendida a una casa de geishas a sus trece años de edad siendo separada del niño con el que se crió toda su vida, Eren Jaeger, solo para reencontrarse diez años más tarde, probando la fuerza de su amor y re-abriendo heridas del pasado. Eremika.


#Notasquetodosaman(?)

Antes que comiencen a leer (y para que también sea más amena la lectura): la historia está basada ambientalmente en los años 40 o 50 más o menos, época de la Segunda Guerra Mundial, aka Hitler y los nazis, para que puedan imaginar todo mucho mejor. Ahora sí, ¡a leer! :D

Y SÍ, LE DEDICO ESTE FIC A MIS BEBÉS, KAREN Y CELESTE :c las amo -dibuja corazones-


—o—

El vaivén de la carreta era tan irregular como tranquilizador, la lluvia deslizándose por su rostro no lo era.

Mikasa podía sentir las gotas resbalarse por sus párpados cerrados recorriendo toda la extensión de su cuello lentamente, introduciéndose por sus oídos y humedeciendo por completo su ropa desgastada y ensangrentada, su bufanda roja… su corazón. Durante un instante se sintió más niña que nunca; usualmente las madres abnegadas cargaban entre sus brazos a sus pequeños para mecerlos y arrullarlos como un cálido viento de primavera sacude las hojas de los árboles, el continuo movimiento de la carreta parecía querer simular ese tipo de gesto, la única diferencia era que no había brazos cariñosos rodeándola amablemente y su madre no se encontraba allí presente.

Solo había oscuridad. Frío. Lágrimas secas sobre la piel de sus mejillas. Relámpagos resonando en lo alto del cielo y un intenso dolor en cada una de las extremidades de su cuerpo. Las luces de una ciudad que antaño había anhelado ver, una ciudad a la cual había sido arrastrada por la fuerza, una ciudad de la cual, Mikasa sospechaba, no saldría jamás. El viaje había sido largo y aunque Mikasa no durmió durante todo el recorrido mantuvo sus ojos cerrados con firmeza; poco tenía que ver con la hinchazón de sus párpados a causa de los moretones, o porque temiera que el agua fría le nublara la vista. Simplemente anhelaba desaparecer, mantener sus ojos cerrados era lo único que podía asemejarse a estar muerta, a permanecer dentro de un agujero negro sin final con la prometedora oferta de borrar su memoria, sus sentidos, todo.

El llanto seco y desinteresado abandonó su pecho muchas horas después, y los hombres que conducían la carreta no se habían molestado en silenciarla. La lluvia se había detenido, pero su cuerpo se hallaba empapado y tenía mucho frio, nadie a quien aferrarse. No había una cama en la cual recostarse ni unos brazos a los cuales recurrir, solo una bufanda roja. No había nada, solo lágrimas y el constante sonido de los caballos al trotar contra la tierra mojada. Ya no había nada, nadie, nada…

Mikasa Ackerman jamás se había considerado una fiel amante de los días lluviosos, pero ese día… ese día las lluvias se tornaron exageradamente nubladas para ella. Ese día odio la lluvia un poco más, si eso era posible.

El tiempo pasó y Mikasa finalmente abrió sus ojos cuando confirmó sus sospechas: habían abandonado el eterno campo en el cual se había criado para dar paso a la ciudad. La ciudad. La primera muralla alzándose con gloria sobre los cielos, eran tan altas que podían alcanzar las estrellas. ¿Cuántas veces Mikasa soñó con visitar las murallas y adentrarse en sus mágicas ciudades? Su hermano solía hablarle de ellas, solía viajar los fines de semana para vender los pescados que pescaba en el río todas las mañanas, la única fuente de dinero que podían darse el lujo de tener dentro de ese orfanato. Decía que las luces iluminaban la noche como estrellas todos los días sin siquiera detenerse. Decía que el murmullo de la gente era similar al canto de los pájaros cuando ambos se paseaban por el bosque al mediodía recogiendo frutas. Mikasa apretó los puños. ¿Era por eso que le hablaba de la ciudad? ¿Era esa la razón por la cual sus labios le susurraban historias de sus viajes a los suburbios antes de dormir? ¿A caso estaba preparándola para esto?

¿A caso todo fue una mentira?

Mikasa olvidó su miseria durante un momento para observar las calles que la rodeaban, repleta de gente incluso durante la madrugada, ¿cómo era eso posible? ¿A caso nadie dormía aquí? La lluvia se había detenido pero las personas se reían y visitaban tiendas como si nada fuera lo suficientemente fuerte para detenerlos. Mikasa miró con curiosidad a unas mujeres muy ligeras de ropa sentarse sobre los regazos de unos hombres frente a una especie de tienda muy grande, ellos bebían cerveza y las mujeres le susurraban cosas en el oído, riendo escandalosas.

Los puestos de comida callejera emanaban un aroma tan delicioso como torturador, su estomago rugió por ello y entonces recordó cuanta hambre tenía. Había perros interponiéndose en el camino de algunos autos viejos, niños corriendo y otros pidiendo limosnas sobre las grietas de los callejones. Entonces la vio.

Una mujer muy, muy hermosa. Tal vez la más hermosa que Mikasa había visto nunca y aunque Levi solía decir que su madre era la mujer más hermosa de todas —y Mikasa siempre estuvo de acuerdo con ello—, ésta mujer era una diosa. Vestía un kimono, su mamá también llevaba uno guardado en su armario, pero no se comparaba en lo absoluto al que ésta mujer lucía con la elegancia propia de una reina, caminando sutilmente por el pavimento seco de las calles. Su kimono era hermoso, brillante y bañado en verde y amarillo, blanco y rojo, un perfecto bordado de flores rodeando la cintura ajustada. Su rostro estaba cubierto por un maquillaje tan pálido como las nubes, la nieve, el azúcar. Sus labios teñidos de rojo le sonrieron al verla observándola de esa manera, mientras cargaba en sus manos una sombrilla rosa con mucha delicadeza. Le sonrió, la mujer le sonrió. Mikasa parpadeó, confundida, y se tambaleó al notar que la carreta se había detenido de repente. Se volteó temerosa y los hombres abandonaron la carreta con suma tranquilidad. Uno de ellos se acercó hacia la celda en la que Mikasa permanecía encerrada y con la llave abrió el candado que mantenía la puerta atascada. Le hizo una seña para que se bajara y así, descalza como estaba, Mikasa se agarró de los bordes de la celda para pisar tierra firme con un respingo. El suelo estaba muy frío.

Se abrazó a sí misma, retomando sus ganas de llorar y cuando buscó a la mujer de rostro blanco entre la multitud notó que ya no estaba, había desaparecido. Aquél día todo estaba desapareciendo. El hombre que abrió la celda tomó una manta roñosa y rota para colocarla sobre sus hombros con mucha delicadeza, Mikasa lo observó sorprendida. Hasta el momento no había pensado qué demonios harían con ella y definitivamente no esperaba un gesto como ese. Mikasa deseó llorar, deseó agradecerle por algo tan simple como eso… pero el hombre la tomó por el brazo y la obligó a caminar junto a él por un par de calles luminosas, entonces Mikasa tuvo miedo. No, por favor…. No.

No otra vez.

—¿Es ésta?

La voz de una mujer interrumpió sus pensamientos. Mikasa alzó la mirada, no había notado que se detuvieron en medio de una calle tan silenciosa como recurrida, oscura y con vivos destellos de luz por doquier. Tampoco notó el lugar en donde se habían detenido ni la mujer que abrió la puerta frente a ellos, hablando directamente con el señor que la mantenía sujeta del brazo. El hombre asintió y sin decir nada más la mujer se aferró a su mano arrastrándola dentro de la vivienda, cerró la puerta y Mikasa nunca volvió a ver a ese hombre otra vez. La mujer volvió a tomar su mano y la llevó por un pasillo silencioso, corredores muy bonitos y acogedores, hasta el momento Mikasa no había notado que la mujer llevaba un kimono, no era tan hermoso como el que había visto minutos atrás ni tampoco utilizaba maquillaje blanco en su cara, además, era muy adulta, para nada comparada a la jovialidad de esa mujer de rostro tan pálido como la nieve que había deslumbrado a Mikasa en todos los aspectos. Repentinamente se encontró en un pasaje de terrazo que corría entre dos construcciones casi pegadas y terminaba en un patio detrás de ambas. Una de las construcciones, que era una vivienda pequeña, como su casita en el campo, tenía dos habitaciones de suelo de terrazo y era el espacio destinado a las criadas. La otra era una casa pequeña y elegante, levantada sobre un lecho de piedra, de tal forma que un gato podría colarse bajo ella. El pasaje se abría al oscuro cielo, por lo que a Mikasa le dio la sensación de que se encontraba en una especie de pueblo en miniatura más que en una casa, sobre todo porque en el otro extremo del patio había varias pequeñas edificaciones de madera. Por entonces todavía ella no lo sabía, pero ésta era la clase de vivienda típica de los barrios de la ciudad, su hermano le había hablado de ellas. Viviendas típicas en barrios de geishas.

Geishas, como la mujer que vio en la ciudad. Mikasa se tensó.

Atravesaron un corredor estrecho de un perfecto piso de bambú cuando se detuvieron frente a una puerta Shoji, corrediza. La mujer de cabellos pálidos abrió la puerta y obligó a Mikasa a entrar en ella, le siguió con cuidado, paciente.

Dentro, el humo de un fuerte tabaco la hizo toser. Mikasa conocía el aroma a la perfección. El cuarto estaba a oscuras iluminado débilmente por la luz de un candelabro sobre un escritorio de madera. En su silla yacía sentada una de las mujeres más hermosas que Mikasa había visto nunca. No debía tener más de treinta años, su cabello era largo y tan rubio como el sol, sus ojos tan claros como el agua y su mirada tan fría como el hielo. Expulsó el humo de su tabaco y se incorporó de su silla para caminar frente a Mikasa.

Miró de reojo a la mujer.

—¿Es ella, Nanaba? —preguntó, sosteniendo su pipa en la mano.

Nanaba asintió con un suspiro. La mujer de cabellos como el sol bajó la mirada hacia Mikasa inspeccionándola detalladamente. Sostuvo su mandíbula, giró su rostro un poco y examinó su cabello como si buscara algún rastro de piojos. Gimió lentamente, ladeando el rostro.

—¿Cómo te llamas, niña?

Sin saberlo, tembló. Asintió despacio, sin atreverse a mirarla del todo.

—M-Mikasa…

—Mikasa —pronunció la mujer, paseándose por la habitación muy lentamente—. Bonito nombre. Simboliza fuerza y protección. Me agrada. ¿Sabes dónde estás, Mikasa?

La niña negó con la cabeza, aquella pregunta le causó demasiada tristeza. Tanta, que deseó llorar de nuevo.

La mujer expulsó más humo de sus labios y la miró desde lo alto.

—Estás en Shiganshina, en los barrios de placer. Esto es una okiya, hogar de las geishas y aprendices de geisha. Ella es Nanaba, le dirás Tía de ahora en adelante —dijo la mujer, señalándola con el dedo—. Y mi nombre es Frieda, te referirás a mí como Madre. El incidente dentro de ese orfanato no volverá a mencionarse otra vez, así que cualquier recuerdo o lazo afectivo con tu pasado debe romperse ahora mismo. Nosotros somos tu nueva familia ahora. Y aunque no he pagado por ti como acostumbro a hacer, te he comprado con mi misericordia, y a causa de ella se ha creado una deuda conmigo que deberás pagar con tus años de servicio. Comenzarás por ayudar a mis chicas en todo lo necesario y observarás para aprender. Posees rasgos orientales, ¿no es verdad? —La mujer sostuvo la mandíbula de Mikasa lentamente, alzándola, y sonrió con satisfacción—. Eres muy hermosa… me harás ganar una fortuna.

Mikasa creyó que Frieda diría algo más, pero al parecer ese fue el fin de la conversación. Con una sonrisa, mientras expulsaba el humo de su pipa, hizo un gesto con su mano y regresó a su escritorio como si nada hubiera sucedido, entonces Nanaba la tomó del brazo cálidamente para abandonar la habitación. Lentamente la arrastró hacia un oscuro cuarto de baño, débilmente iluminado por una lámpara de aceite. La desvistió, suspirando con pesar al notar la sangre seca desparramada entre sus piernas, las lastimaduras en sus muslos internos, y mientras la niña abrazaba sus rodillas dentro de una bañera de agua caliente, lloró. No se molestó en apaciguar sus sollozos y a Nanaba no parecían molestarles. Echó agua sobre su enredado cabello, susurrando un tierno «todo estará bien, niña» que Mikasa no se atrevía a creer del todo. La peinó, la vistió con harapos para nada bonitos pero sí muy limpios, luego la llevó hacia una habitación más grande que, según Nanaba, sería el lugar en donde dormiría de ahora en adelante. Le proporcionó las coberturas necesarias para abrigarse del frío y Mikasa deseó rogarle que no cerrara la puerta antes de irse, que la oscuridad le aterraba y que no podría dormir si no había algo de luz cerca de ella, pero no se atrevió.

La niña de trece años de edad se acurrucó en su nueva cama y las lágrimas descendieron por sus mejillas hasta que se quedó dormida. Fue a partir de ese día cuando su verdadera vida comenzó.

Una vida que se convertiría en su peor pesadilla.

o—

DIEZ AÑOS DESPUÉS.

Sé que hay temor en sus corazones, corazones que dejaron de latir ante la imposibilidad de poder abrir sus alas y volar hacia la libertad. Hay temor en mí también, pero éste no es el momento de temer. Es el momento de alzar nuestras alas y luchar por la libertad, es el momento de ser valientes como las águilas. Ésta transmisión es peligrosa, pero me atrevo a enfrentar las cámaras que me enfocan para enviar un mensaje directo a Uri Reiss, hijo de su fallecido padre, Rhodes Reiss: la corrupción termina aquí. El pueblo será libre y yo, Erwin Smith, me encargaré de que así sea.

La voz de aquél rubio a quien Hanji llamaba «el hombre de cejas prominentes» habló con mucha determinación sobre la pantalla de la pequeña televisión que poseían en la sala. La multitud en la conferencia aplaudió con fervor, chillando y exclamando, sin embargo Mikasa apartó la mirada y continuó arreglando su cabello frente al espejo. Siempre era bueno sintonizar este tipo de noticias antes de asistir a las casas de té, a los hombres les interesaba la política y durante los primeros minutos la conversación siempre giraba en torno a eso; su trabajo consistía en entretenerlos, asentir cuando era debido y dar su opinión cuando se la pedían, sonreír y no argumentar nada en contra de las sentencias de sus clientes. De todas maneras, eso no evitaba que dejara de sentirse interesada por Erwin Smith y su continua lucha contra la corrupción de la familia Reiss. Una guerra que no parecía terminar, tan monótona que se había vuelto aburrida.

—Ah —suspiró Sasha, sentada sobre una silla de madera mirando la pantalla del televisor con los labios separados ligeramente—. Erwin es tan apuesto.

Mikasa rió ante su comentario y continuó arreglando su cabello. Si tenía que escoger meticulosamente las palabras exactas para describir lo que yacía en el reflejo de ese gran espejo hecho de roble, probablemente murmuraría una sutil muñeca de porcelana. Eran las favoritas de los comerciantes, luciéndolas con orgullo detrás de los estantes de sus tiendas, paralizadas bajo una belleza deslumbrante de noche y de día ajenas a lo que sucedía a su alrededor. Eran compradas y vendidas, algunas corrían la suerte de permanecer sobre las chimeneas de sus dueños durante todo el invierno y otras, en cambio, rotas dentro de cajas de madera, ocultas en lo profundo de un sótano olvidado y repleto de mogo. Mikasa podía considerarse a sí misma una muñeca de porcelana también, incluso su atuendo y maquillaje se le asemejaban. Aunque no estaba segura si eso era algo bueno o no.

Probablemente no lo era.

Alzó el rostro suavemente y observó con detenimiento el perfecto deliñado negro por encima de sus ojos, era consciente que tan solo una mirada era capaz de atravesar el alma del mismísimo diablo, era el efecto que producía en los hombres, un efecto que se había esforzado por perfeccionar año tras año y que ahora manipulaba con maestría. Sus pequeños labios rojos causaban la impresión de una manzana, una fruta prohibida que nadie se atrevería a probar jamás. Su piel pálida producto del maquillaje la convertían en la mujer más hermosa que hubiera pisado la tierra. Tampoco estaba segura si eso era algo bueno o no.

Probablemente no lo era.

Mikasa acomodó las mangas de su kimono de seda, una tela tan costosa como hermosa a la vista. Aquellas prendas valían una jodida fortuna y Mikasa era consciente del valor exacto de cada vestido guardado cuidadosamente en el armario de su habitación. Poseía muchos más que el resto de sus compañeras, producto de la buena fama que logró ganarse dentro de Shiganshina. Su obsesión por las prendas color rojo la habían distinguido del resto de las geishas por un divertido apodo a mano de sus clientes. La dama de rojo, le decían. La joven sonreía al ser reconocida por ese atractivo sobrenombre, considerando que el color rojo había dejado de ser su favorito hacía mucho, mucho tiempo.

No le tría buenos recuerdos.

Annie regresó descalza hacia la habitación con los pendientes que Mikasa le había pedido traer de su cuarto. La joven se inclinó frente a ella con sus pequeñas manos extendidas.

—Aquí tienes, hermana.

Mikasa miró de reojo a la rubia y tomó los pendientes entre sus manos. Oro.

—No son esas, dije las de plata —Mikasa le regresó los pendientes de mala gana—. Trae lo que te pedí.

Annie asintió con rapidez susurrando un «sí, hermana» tan bajito que Mikasa podría haberlo imaginado. La muchacha se marchó de la habitación rápidamente y Sasha dejó escapar una risa culpable, incorporándose de la silla para apagar la televisión.

—Oye, eres muy dura con ella. No deberías hablarle de esa manera —aconsejó, tan cálida y amistosa como siempre.

Mikasa resopló, restándole importancia. Que la rubia bonita fuera una simple maiko no significaba que pudiera hacer lo que le viniera en gana. A fin de cuentas aún no era una geisha y transitaba el camino de aprendiz, era su obligación bajar la cabeza y obedecer a sus hermanas mayores en todo lo que quisieran. Aunque a decir verdad, Mikasa se aprovechaba tan solo un poco de su posición como geisha, era bonito tener una criada que no se atreviera a replicar o cuestionar cualquiera de tus órdenes.

—Debe aprender lo que es la disciplina, de lo contrario nunca podrá avanzar en su entrenamiento —replicó, mirando el reloj con impaciencia y dejando escapar un jadeo pesado—. Maldita sea, ¿dónde demonios está Hanji? ¡Llegaremos tarde!

Tía apareció junto a Annie, la muchacha cargaba los pendientes correctos con sus manos y Mikasa le agradeció con una sonrisa bonita. Nanaba colocó sobre Sasha su capa de terciopelo negro para cubrirla del frío, desde la ventana medio abierta el clima inmutable era abrazador y nadie podía permitirse que una de sus geishas pescara algún resfriado.

—Ya saben como es Hanji. Estará lista en un minuto. Annie, querida, ve a decirle que se apresure —Tía cubrió la espalda de Mikasa con su capa de terciopelo también—. ¡Recojan sus cosas, niñas, el carruaje está esperándolas en la entrada! ¡De prisa!

Siempre era de esa manera cada vez que tenían citas en las casas de té. Hanji se retrasaba por tonterías mientras los últimos minutos antes de abandonar la okya eran tan apresurados como las carreras de caballos a las afueras de las murallas. Mikasa se echó un último vistazo al espejo, acomodando su capa con cuidado y por orden de Tía Nanaba abandonaron la habitación con rapidez, calzándose en los pies sus sandalias zori que a pesar de años y años de práctica Mikasa aún no se acostumbraba a utilizar, eran tan incómodas que vivía con la sensación de que caería en cualquier momento si no se aferraba a algo firme, por suerte sus clientes siempre le ofrecían sus brazos a la hora de caminar, era un buen recurso para evitar hacer el ridículo frente a otras personas.

Surcaron los pasillos hacia la entrada cuando Hanji se cruzó entre ellas algo desaliñada, mientras Annie se esforzaba por arreglar los últimos toques en su cabello. Mikasa desplegó su abanico rosa, agitándolo con fervor frente a su rostro, el aire se sentía pesado incluso a pesar del frío.

—Tarde, como siempre —replicó Mikasa, observando a Hanji de mala gana.

Pero ésta no lucía mortificada al respeto. Rió, observando el cielo una vez que abandonaron la okya, Annie observando la escena desde la entrada, aún no se le permitía acompañarlas a las citas de té, como maiko su deber era continuar dentro de la okya aprendiendo los modales necesarios que necesitaría más adelante para poder tratar con un cliente apropiadamente.

—¡Ah, parece que esta noche se largará una tormenta!

Mikasa arrugó la nariz disgustada por su veredicto climático; no le agradaba las tormentas. Nanaba las ayudó a entrar dentro del carruaje y los caballos arremetieron su galope para trasladarlas hacia su destino. Esta vez no irían demasiado lejos, al menos no lo suficiente para abandonar la muralla María y aquello estaba bien para Mikasa, ese día no era el mejor y sinceramente sus ganas de trabajar eran nulas, pero sus deseos siempre se veían eclipsados por el deber que estaba atada a cumplir día tras día como geisha, un deber que parecía no tener final. A Mikasa no le hacía ninguna gracia pensar en ello, en cuanto tiempo haría falta para que su deuda con Frieda fuera finalmente saldada. Si apostaba demasiado en ese efímero pensamiento acabaría por enloquecer. Algo dentro de su pecho insistía en que jamás abandonaría esa okya. Nunca.

El sol se ocultó dando paso a una noche nublada cuando aterrizaron en su destino. El dueño de la casa de té las recibió con amabilidad y las ayudó a abandonar la carreta indicándoles el lugar por donde deberían entrar. Shiganshina se dividía en dos grandes barrios, el pobre y el rico, la gran mayoría de fiestas a las que tenían la obligación de asistir eran dentro de los distritos millonarios, donde los más grandes magnates de la bolsa solicitaban sus delicadas atenciones. Aunque Mikasa poseía un privilegio muchísimo mejor en comparación al de sus compañeras Sasha y Hanji: sus atenciones eran muy solicitadas dentro de la muralla Sina, el hogar de los millonarios y los políticos. Constantemente se veía obligada a viajar hacia Sina para ofrecer sus servicios, la cantidad de dinero que pagaban por tenerla entre sus reuniones era excesiva, su boca aguándose ante las cifras escritas en los cheques que llegaban a la okya.

De todas maneras, esta gente también pagaba muy bien y un poco de dinero siempre era bien recibido entre sus manos.

El hombre las dirigió por los estrechos pasillos hacia donde se situaba la habitación en la cual deberían permanecer, bastante apartada del murmullo dentro del restaurant principal cuando Mikasa se topó a Jean abandonando una de las tantas habitaciones disponibles luciendo sus tan comunes trajes color negro, dotándolo de una elegancia sobrenatural, digno heredero de la empresa de su poderosa familia. Éste alzó la mirada y sonrió discretamente al encontrársela de manera repentina. No se habían visto durante algunas semanas y Mikasa no sabía que se encontraba aquí en Shiganshina, aunque probablemente Frieda sí estaba al tanto de ello. A fin de cuentas Jean Kirschtein era su danna.

Hanji y Sasha se apartaron de Mikasa y entraron en la pequeña habitación donde comenzaría su exhaustiva jornada laboral, podía oír las risas de sus clientes al darles la bienvenida y las exclamaciones histéricas de Hanji. Pero Mikasa esperó unos minutos antes de entrar, Jean terminó de despedirse de algunas personas, probablemente socios de la empresa y esperó a que se marcharan para acercarse a Mikasa con lentitud. Ella se abanicó con su abanico, dedicándole una pequeña sonrisa de lado.

—No sabía que estarías aquí, aunque Frieda seguro lo sabe.

Jean se colocó su abrigo sobre el traje mientras sacaba de los bolsillos unos guantes de cuero.

—Así es, hablé con ella esta tarde —dijo, colocándose los guantes—. Le pedí que cancelara todos tus compromisos del sábado.

Mikasa encaró una ceja.

—¿Por qué?

En cuanto Jean terminó de colocarse los guantes, se acercó sutilmente a ella y le susurró en el oído.

—Porque te quiero solo para mí ese día. Además, tengo un regalo que darte.

Aquella fue su frase de despedida. Sin armar un escenario demasiado escandaloso u romántico frente a otras personas —podría malinterpretarse, especialmente si nadie sabía que él era su danna— le dedicó una última mirada, una que Mikasa respondió con la más bella de las sonrisas, aquello fue suficiente para él. Jean se marchó del lugar y Mikasa decidió que ya era hora de ingresar en la habitación para comenzar su trabajo.

Los clientes aplaudieron al verla, la mismísima dama de rojo por la cual habían pagado dinero se encontraba junto a ellos dispuesta a entretener sus agitadas noches. Porque eso era lo que los hombres buscaban en una geisha, una vía de escape a todos sus problemas laborales y familiares, con esposas que no les entregaban lo que realmente deseaban y correr a los brazos de una simple prostituta podría arrebatarles la buena reputación, pero para eso existían las geishas, mujeres de alta clase que no se abrirían de piernas así como así, mujeres que los hacían reír y les proporcionaban todos sus conocimientos en cuanto al arte.

Mikasa se sentó en el suelo junto a ellos y la charla comenzó. Había sido su trabajo conocer la manera exacta de entretener a un hombre, la técnica perfecta de lograr arrebatarles suspiros de placer al saber que a su lado poseían a una mujer hermosa e inalcanzable, una mujer con la que podían permitirse fantasear todo tipo de ilusiones sexuales, ilusiones que jamás podrían emplear en la vida real. Las geishas cumplían un delicado papel de diosas, intocables, y a los hombres les fascinaba poseer algo que a su vez les era prohibido tener. Les encantaba.

Pero mientras Mikasa radiaba sensualidad Hanji les provocaba carcajadas exageradas. Para la sorpresa de todos dentro de la okya, Hanji se había convertido en una geisha muy popular con el paso del tiempo. Era escandalosa, pero tal vez eso era lo que le gustaba a los clientes. Alguien con quien reír y olvidarse de sus problemas diarios, ellos le tomaban fotos mientras posaba con los lentes de un cliente, haciendo muecas divertidas con su rostro y manos. A veces creía que era la única geisha dentro de la okya que disfrutaba realmente su trabajo. Sasha, tan hogareña como siempre, les informaba sobre una receta de cocina que había aprendido de un mercader en la ciudad, los clientes escuchaban sus relatos muy atentos y reían ante los extraños ingredientes que mencionaba.

Pero Mikasa era un asunto completamente diferente. Los hombres preferían divertirse con ella de otra manera. Le comentaban sus problemas con sus esposas y pedían su opinión al respecto, un sutil pero evidente "¿y tú qué harías en su lugar?" en donde Mikasa debía responder lo que ellos deseaban oír con fervor.

"¿De verdad se negó a darte un masaje? ¡Pero qué crueldad! Jamás le negaría un masaje a alguien tan guapo como tú, mi manos son muy habilidosas."

Y ellos reían sonrojados, emocionados, mientras Mikasa se veía obligada a repetir la misma monotonía una y otra vez. Estaba cansada, no había podido dormir bien anoche y lo único que deseaba era recostarse en una cama y dormir, simplemente dormir, pero no podía darse ese lujo por ahora. Todavía eran las dos de la madrugada y había mucho trabajo por hacer. Encender los cigarros de sus clientes, servirles sake y sonreír, simplemente sonreír como una desquiciada hasta que sus mejillas comenzaran a arder. Bailar, jugar juegos, mantener a sus hombres contentos. Un mundo tan frágil como irreal.

Uno de sus clientes colocó frente a ella una pequeña copa de sake, sonriéndole muy abiertamente. Mikasa apretó los puños, sabía que esto pasaría.

—Bebe.

No lo susurró ni lo sugirió, lo ordenó. Y Mikasa no tuvo otra alternativa que sonreír y beber la primera copa, luego la segunda, la tercera, hasta que perdió la cuenta y todo su alrededor comenzó a dar vueltas. Pero allí no había lugar para quejas.

En el mundo de las geishas el cliente siempre tenía la razón.

o—

—Maldición, Jaeger. Esto es póquer, deja de reírte…

Aquel comentario hizo que Eren riera aún más. Recargó su espalda contra la silla de madera mientras su cabeza se inclinaba hacia atrás, sus labios dejando escapar una carcajada incontrolable. Sí, era un verdadero capullo, se suponía que no debías reírte mientras jugabas póquer, se suponía que no debías demostrar expresión alguna pero, ¿cómo podía Eren evitar no reírse si entre sus manos tenía las cartas que lo llevarían hacia la victoria? Connie rodó los ojos, molesto ante semejante preludio y Alger, su oponente, suspiró con pesadez.

—Lo siento, lo siento… —se disculpó Eren. Suspiró, tranquilizándose, y le asintió a su oponente—. Bien, sigamos.

Alger lo miró de mala gana y luego de un momento desplegó sus cartas sobre la mesa, tan serio como una roca. Eren rió ante lo que tenía en frente, aquello puso furioso a Alger, pero éste no dijo nada. Connie se inclinó hacia Eren, suplicante. Si aquel bastardo no ganaba la partida ninguno de los dos se llevaría lo acordado, Connie no estaba dispuesto a perder más dinero de nuevo.

—¡Eren, déjame ver tus cartas! —suplicó en voz baja.

Pero él ignoró a su amigo. Tal vez con la intención de intimidar a su oponente se dedicó unos pocos minutos de relax para observar con pereza la taberna medio vacía a su alrededor. Para ser un viernes a la madrugada era extraño que el prostíbulo se viera así de vacío. ¿Dónde estaban los borrachos con ganas de follar? Al parecer dormidos, o perdidos, o quién sabe dónde. Así que Eren se desligó de sus innecesarias obligaciones como soldado de la Legión del Reconocimiento —arrastrando a Connie consigo, por supuesto— y entró en la taberna, dispuesto a proponer una agradable partida de póquer y echar su suerte en mano de los dioses, no es que estuviera demasiado escaso de dinero o algo por el estilo, pero siempre venía bien apostar y llenar sus bolsillos de monedas. Suspiró, sonriente, y le echó un vistazo a Hitch, sentada junto a él sobre el brazo de la silla. Al no contar con clientes a los que atender, lo mejor que podía hacer era quedarse junto a ellos y observarlos apostar patéticamente.

Si Carla tan solo supiera en qué demonios gastaba su dinero… joder, tendría su cabeza colgando sobre una pica.

Eren tomó su mazo de cartas y lo acercó a los labios de Hitch.

—Sopla. Necesito de tu buena suerte —pidió.

Hitch rodó los ojos, pero no protestó al respecto. Sopló las cartas dos veces y Eren supo que ya no había vuelta atrás. Asintió, emocionado, y le dedicó a Alger una última mirada.

Desplegó sus cartas frente a él y Alger dejó escapar un suspiro exasperado.

—Lo siento, niñitas —se burló Eren, recargándose contra la silla y rodeando la cintura de Hitch con su brazo—. Flor corrida de diamantes. Confórmense con verme ganar.

Connie chillaba de alegría a su lado despeinando el cabello de su amigo, pero la emoción no duró demasiado. Eren no notó cuando Frank dejó sobre la mesa su mazo de cartas y el silencio reinó dentro del oscuro prostíbulo.

—Flor imperial —anunció, serio y carente de emoción mientras arrastraba todo el dinero sobre la mesa hacia él. La siguiente advertencia no pasó desapercibida para Eren—. Me debes cien monedas de oro, niñita. De lo contrario te patearé el trasero.

La noche concluyó con Eren prometiendo pagarle lo que le debía —aunque no tenía la menor idea de donde sacaría el maldito dinero— y Connie quejándose como una anciana, replicando y preguntándose a sí mismo por qué demonios aún seguía siendo su amigo. Soy guapo y no puedes vivir sin mí, le había contestado Eren. Ambos se despidieron de la bella Hitch y Eren cargó su chaqueta contra su hombro mientras observaba cuidadoso el cielo repleto de relámpagos, la lluvia azotando con fuerza los tejados de Shiganshina. A Eren no le preocupaba mojarse, solo era lluvia, al llegar a casa se cambiaría de ropa y asunto arreglado. Su turno como soldado había terminado así que podía marcharse a casa sin cuidado. Incluso si era tarde debía asegurarse de llamar a Carla al llegar a su hogar. Ya podía oír el exagerado monólogo que le echaría desde la línea telefónica. "Eres un desgraciado, ¡no he podido dormir por tu culpa, por qué no me has llamado antes! ¿Sabes lo preocupada que he estado?"

Sonrió, divertido, mientras silbaba entre las estrechas calles iluminadas débilmente por los faroles mientras suspiraba al sentir la lluvia fresca mojar su cara, era relajante de alguna manera y a Eren siempre le gustó la lluvia. No fue hasta que giró la calle junto al callejón donde se ocultaba la basura y los perros abandonados cuando sintió que chocó contra algo duro y alto. Eren parpadeó, tambaleándose, las gotas de lluvia infiltrándose por las comisuras de sus ojos. Bajo la oscuridad de la noche se apartó ligeramente para visualizar mejor el motivo de semejante impacto. Se sorprendió al notar que era una chica. Una geisha.

Ésta había caído de rodillas y se le dificultaba muchísimo incorporarse de nuevo, ni siquiera se esforzaba por intentarlo, parecía que Eren le había hecho algún tipo de favor y la pobre iba a quedarse dormida allí mismo en un rincón junto a la pared. Entonces supo que estaba borracha, demasiado.

—¿Oye, estás bien? —preguntó, no muy seguro, mientras la ayudaba a incorporarse sosteniéndola por el brazo.

Ella llevó su mano a su frente como si su cabeza doliera, frunciendo el ceño mientras su maquillaje se desteñía poco a poco con la lluvia. Lo miró confundida.

—¿Quién demonios eres? —preguntó, sus palabras se estancaban en su lengua.

Eren rió, su voz se oía tan distorsionada que causaba gracia. La geisha llevaba el moño en su cabeza algo desarreglado y el kimono rojo que lucía se veía embarrado por lodo.

—¿Estás bien? ¿Sabes siquiera hacia dónde vas? —preguntó nuevamente.

La geisha observó a su alrededor algo desorientada, pero asintió varias veces.

—S-Sí, sí… yo-¡Ah!

La muchacha dio un respingo cuando un relámpago se hizo oír a lo lejos. Se tambaleó, cubriéndose las orejas exageradamente y gimiendo como un bebé. Eren rió, demostrando ser muy evidente el temor que le tenía a los relámpagos. O tal vez solo estaba demasiado ebria. Sintió pena por ella.

—Oye, quieres que-

Ella alzó la mano en el aire, rechazando todo tipo de amabilidad por parte de un oficial, negando con la cabeza repetidas veces y decidió retomar su camino sin su ayuda. Él la observó mientras se marchaba, sus altos zapatos de madera resbalándose ocasionalmente con el lodo de la tierra y sus manos cubriendo sus oídos constantemente, su espalda dando respingos cada vez que los relámpagos chocaban entre sí en lo alto del cielo. Eren suspiró, volteándose y continuando su propio sendero.

Mientras la lluvia caía y los truenos repiqueteaban, sus labios se curvaron en una diminuta sonrisa cargada de nostalgia al recordar a una persona en especial, alguien que también solía temerle a los truenos de manera exagerada tal y como esa geisha con la que se topó minutos atrás. Eren resopló, su sonrisa borrándose de inmediato para dar paso a una amargura inexplicable.

Ya no tenía caso pensar en ello.

o—

—El lugar está quedando muy bien. Te felicito, Armin. Siempre supe que llegarías lejos.

Armin Arlert, reciente sub-dueño de una importante casa de té dentro de los barrios altos de Shiganshina sonrió con bochorno ante los halagos de Jean. Incluso a pesar del intenso dolor de cabeza que azotaba su mente aquella noche, Mikasa también sonrió suavemente. La mayoría de los hombres que dirigían las casas de té en Shiganshina no eran de su especial agrado, solían ser hombres repulsivos y pervertidos, echando vistazos de más y desparramando comentarios obscenos a sus espaldas, Hanji le había divulgado en susurros las populares habladurías masculinas en numerosas ocasiones, pero Armin Arlert no era así. Bajito, delgado y rubio, Armin era el muchacho más tierno y educado que había conocido durante sus años de trabajo. Recto y muy inteligente, Armin se había ganado el respeto del mismísimo Jean Kirschtein por haber sabido sobrellevar una de las casas de té que estaban a su nombre, financiándolas con numerosas sumas de dinero. Con un respaldo económico como ese, Armin podía darse el lujo de abandonar la vida miserable que antaño lo atormentaba para escalar cada vez más alto dentro de la alta sociedad. Era un muchacho digno de admiración, constantemente preocupado por superarse a sí mismo.

—¡El lugar se ve muy bien! —Exclamó Sasha, observando a la multitud, pero luego hizo una mueca—. Eh, Armin, por casualidad… ¿dónde está la mesa del banquete? Es que no he podido desayunar ésta mañana y-

—Sasha —reclamó Nanaba, molesta.

Pero Armin rió.

—Claro. He preparado una mesa especial dentro de la sala —le echó un vistazo a Mikasa—. Todo está listo.

Ella sonrió suavemente, asintiendo, y junto a Sasha y tía Nanaba se introdujeron en la enorme sala dentro de la casa de té mientras Jean se quedaba platicando junto a Armin un momento. La multitud invitada esa noche le sonrieron al verla llegar. Las mujeres con envidia, los hombres con deseo y admiración. La suave música jazz entusiasmaba a los invitados, una niña tuvo que detener su danza al verla pasar junto a ella, tan hermosa y etérea como una muñeca de porcelana. En secreto, Mikasa le guiñó un ojo, un efímero destello de la primera vez que Mikasa había visto una geisha y cómo ésta le sonrió la primera vez que llegó a Shiganshina. Sasha se abalanzó hacia la mesa repleta de delicias esperando ser probadas y comenzó a engullir uvas a diestra y siniestra. Mikasa, por otro lado, simplemente optó por beber algo de vino blanco en una copa de cristal, recibiendo los constantes halagos de los invitados al pasar cerca de ella. Buenas noches, Mikasa, siempre es un placer verla. ¡Pero qué hermosa! Mamá, algún día quiero ser como ella.

Mikasa asentía, sonriendo, sin decir nada más. Sasha, por otro lado, le comentaba sobre una bicicleta que se encontró junto a Hanji y aquellas anécdotas convertían su mal humor en algo insoportable. Para colmo, la resaca de la noche anterior no se había esfumado aún, su cabeza parecía querer estallar en mil pedazos y su hermana no parecía ser de gran ayuda.

—Madre está enfadada porque arruinaste su kimono —comentó, su boca repleta de comida.

—No me interesa —replicó Mikasa, fría como el hielo—. Jean pagará por él si eso es lo que le preocupa.

Nanaba la miró de mala gana.

—Si Madre te oyera hablar así de ella… por todos los Dioses…

Una camada de cerdos la obligaban a beber en contra de su voluntad, ¿y la culpable era ella al arruinar un estúpido kimono? Nada de eso habría pasado si Sasha y Hanji la hubieran esperado para marcharse y no lo hicieron. Mikasa tuvo que recorrer las calles de Shiganshina en completa soledad bajo una tormenta deplorable porque tampoco había sido capaz de encontrar el carruaje que se suponía debía traerla de regreso a la okya. Estaba cansada, demasiado cansada y harta de recibir quejas por parte de Frieda cuando lo único que Mikasa pedía a gritos era descansar. Simplemente descansar, dejarse caer bajo la sombra de un árbol y observar el cielo y cerrar sus ojos y oír los pájaros cantar. Pero era algo que nunca podría darse el lujo de tener otra vez. Con mucho resentimiento había aprendido a aceptarlo.

Su amiga no se atrevió a decir nada más y en silencio, Mikasa echó un vistazo a su alrededor. Todo se veía perfecto, tal y como lo había deseado Frieda. Aquél día era importante, demasiado, pues Annie debutaría por primera vez como maiko oficial. Danzaría para los invitados e imitaría casi todos los movimientos de sus hermanas mayores para ser aceptada dentro de la comunidad, para recibir los halagos de los hombres y Mikasa sabía que así sería, Annie poseía una belleza sobrenatural. Allí donde Mikasa destacaba debido a sus rasgos exóticos y orientales, Annie era una muñeca andante, rubia y hermosa, aunque demasiado narigona para el gusto de Mikasa. Incluso si no simpatizaba demasiado con la muchacha —en numerosas ocasiones la había encontrado hurgando entre sus cosas— sabía que tendría mucha suerte en el mundo de las geishas.

Hanji se acercó y se sirvió algo de zumo, Sasha optó por abandonar la comida momentáneamente y ayudar a Annie a arreglar su cabello rubio, quien ya comenzaba a recibir miradas de curiosidad por parte de los invitados. Mikasa se alejó de sus compañeras y se paseó alrededor del lugar con aburrimiento. Jean dio por finalizada su conversación con Armin y se acercó a Mikasa junto con otros hombres, los cuales sondeaban la misma conversación una y otra vez.

Halagos, felicitaban a Jean por haber adquirido a una geisha tan perfecta y aclamada como Mikasa, luego la política. Que Erwin Smith ganaría la guerra, que nos libraría a todos de la corrupción de los Reiss, que Uri debía ser condenado a la horca, un millar de cosas más de las cuales Jean evitaba opinar muy abiertamente, su postura y reputación dentro del ámbito político debía ser cuidadosa y recatada. Cuando los hombres se marcharon hacia otra parte para hablar con otras personas, Jean aprovechó la soledad para hablar con ella.

—Hoy te ves más bella que nunca —comentó, acomodando ligeramente su corbata.

Mikasa le sonrió sin muchos ánimos, su pálido maquillaje cubriendo las pronunciadas ojeras invisibles bajo sus ojos.

—Tú y tus halagos —respondió—. De todas maneras, ¿no crees que la presentación se está demorando demasiado? Es un fastidio esperar tanto…

Y Mikasa estaba en lo cierto. Los músicos ni siquiera parecían verse preparados para comenzar la función especial de Annie. Sin embargo, al otro lado de la casa de té, un par de ojos tan verdes como la esmeralda ya se encontraban frente a la puerta de entrada, buscando a un rubio con impaciencia. Armin Arlert cargaba una bandeja de platos hacia la cocina cuando una voz demasiado conocida le hizo pegar un salto.

—¡Eh, cabeza de coco!

El rubio dejó caer la bandeja a causa del respingo y los miles de platos que cargaba encima se estrellaron contra el suelo estrepitosamente. Éste se volteó, temeroso, pero sus ojos se expandieron esperanzadoramente al ver a Eren Jaeger en la puerta de su casa de té, luciendo ese intimidante y a la vez elegante uniforme de la Legión. Armin sonrió, olvidando los platos esparcidos en el suelo.

—¡Eren!

Él rió, divertido. El rubio se acercó hacia él para otorgarle un fuerte abrazo y Eren rió nuevamente, a veces Armin podía ser una verdadera nenaza, pero era su nenaza. Revoloteó su alocado cabello, golpeando su espalda con firmeza, sus delgados huesos tambaleándose ante la fuerza que Eren poseía después de largos años de entrenamiento dentro de la Legión del Reconocimiento.

—¿Ya me extrañabas? —bromeó.

—¡No sabía que estabas en Shiganshina! —Exclamó con su voz chillona, apartándose de él para mirarlo bien—. Ah, aún no me acostumbro a verte vestido de esta manera.

Eren pellizcó sus mejillas, haciéndole enfadar levemente.

—Llegué hace unos pocos días, en Quinta requerían de mis asombrosas habilidades —presumió.

—¡Debiste haberme avisado! —Armin miró detrás de Eren, buscando a alguien con sus ojos—. ¿Y Levi? ¿Ha venido contigo también?

—No, tuvo que quedarse en Mitras.

—¡Eh, Armin!

Connie y Marco aparecieron de repente, también vestidos con sus uniformes militares y ambos con una gran sonrisa se abalanzaron hacia Armin para envolverlo en un fuerte abrazo. Como soldados de la Legión, su trabajo dentro de las murallas era continuo, sus viajes perpetuos entre las distintas ciudades convertían sus vidas en una monotonía agitada, pero cada vez que a Eren le tocaba trabajar dentro de la muralla María nunca desaprovechaba la oportunidad para hacerle una visita a uno de sus más fieles amigos, Armin Arlert. Incluso si el muchacho era cobarde y para nada aventurero, deseando no involucrarse del todo dentro de la guerra civil que amenazaba la vida de los ciudadanos cada día, Armin lo había sacado de muchos apuros a lo largo de su existencia y Eren supo que siempre tendría una intensa deuda con él.

—¡Ah, deja de pellizcar mi oreja! —se quejó Armin, apartando a Connie con una sonrisa forzada—. Pero, ¿qué hacen aquí exactamente?

Eren se acomodó los guantes de cuero.

—Tenemos que reunirnos con unos capullos de las Tropas Estacionarias. Ya sabes, información confidencial y esas cosas.

—Oh, pues, deberían apresurarse. Una de las maikos debutará su danza en pocos minutos.

Eren hizo una leve mueca de fastidio. Las pocas visitas que había efectuado a las casas de té le resultaban exageradamente aburridas. Las geishas no eran el tipo de compañía que Eren solía frecuentar, a diferencia del resto de los hombres —inclusive muchos de sus compañeros de la Legión— Eren no las consideraba tan hermosas, misteriosas y despampanantes como ellos pensaban. A diferencia de ellos, a Eren le resultaban terriblemente falsas, muñecas de porcelana utilizadas por grandes magnates para diversión propia. Tal vez era un pensamiento algo machista, pero Eren prefería la compañía de las prostitutas, mujeres libres de todo tipo de presiones que calentaban su cama en días lluviosos y congelados y no estaban atadas a ningún tipo de trato formal o algo por el estilo, de alguna manera Eren lograba sentirse más libre junto a ellas que con las geishas de Shiganshina.

Dejando a un lado sus prejuicios y el fastidio que lo rodeaba ante lo que sería una larga y exhaustiva noche, Eren y sus compañeros se adentraron dentro de la casa de té y se reunieron con las personas indicadas, sentándose en los asientos indicados mientras las luces del salón se amortiguaban para dar paso a lo que sería la estupenda presentación de la nueva maiko. A decir verdad, era muy hermosa. Como hombre, Eren se sentía particularmente atraído por las mujeres con el cabello del color del sol, tan brillante y pálido como una nube. Los invitados se veían embelesados por su clásico baile, su largo cabello rubio danzando al compás de sus movimientos como una cascada de oro.

Eren resopló al desviar la mirada de la maiko para descubrir que alguien muy especial yacía sentado a unos pocos metros de ellos. Golpeó con disimulo el hombro de sus compañeros, señalando disimuladamente con su barbilla.

—Miren quién está ahí —anunció en un susurro—. El cara de caballo.

Jean Kirschtein observaba la función con atención, ladeando el rostro e inspeccionando con detenimiento la belleza danzante frente a sus ojos. Eren bufó.

Vaya hipócrita.

o—

Mikasa no aguantó ni siquiera cinco minutos observando la función.

Sin siquiera murmurar palabra alguna a su danna sentado junto a ella, Mikasa abandonó la casa de té cargando entre sus manos su larga boquilla de cigarro y se instaló frente a la puerta del edificio a fumar en completo silencio, las luces de la ciudad alumbrando el perfecto delineado de sus ojos mientras sus labios desprendían un humo tan blanco como fantasmal, desapareciendo lentamente en el aire árido de las calles solitarias. No es que fumar fuera su pasatiempo favorito, se suponía que una geisha no debía fumar, aunque no había nada escrito Frieda no estaba demasiado de acuerdo, tampoco es que a Mikasa le agradara el sabor de la nicotina deslizándose por su lengua, pero era un mal hábito que aprendió a adoptar después de noches sin poder dormir y músculos tensos ante recuerdos dolorosos. De alguna manera, ese miserable cigarrillo lograba tranquilizarla un poco.

Podía oír la música de la presentación de Annie, resopló. Mikasa ya había tenido que atravesar ese tipo de situaciones y no le entusiasmaba demasiado presenciarlas de nuevo. Los invitados, incluidos Jean, se encontraban demasiado concentrados en su actuación como para notar si La dama de rojo todavía seguía presente, así que supuso que nadie replicaría al verla abandonar la ceremonia. Tal vez ni siquiera se habían dado cuenta de ello. Mikasa observó detenidamente a las personas caminar entre las calles, Shiganshina era una ciudad demasiado concurrida a pesar de ser pequeña y —gran parte de la población— pobre, a Mikasa le gustaba permanecer oculta detrás de la ventana de su habitación, o bajo el tejado del porche de la okya y observar en silencio a las personas pasar, comprando cosas en alguna tienda, los niños jugando a la pelota esquivando los autos al pasar, durante años se consideró una persona muy observadora. Ese había sido su trabajo desde que ingresó en la okya; observar. Observar a sus ex-hermanas mayores e imitarlas en todo, un hábito que poco a poco logró convertirla en lo que hoy era.

De alguna manera, observando, podía sentirse parte de ellos, de la multitud, de la normalidad. Podía verse a sí misma paseando entre las calles con las alas de la libertad desplegándose desde su delgada espalda. Podía verse a sí misma perteneciendo a un mundo del que no formaba parte realmente, un mundo que antaño le perteneció, pero ya no.

Ya no.

Ahora todo era gris, todo era oscuridad, ahora siempre llovía.

El cielo dio un último aviso y Mikasa alzó la mirada con sus ojos entrecerrados, el viento lagrimando sus párpados y erizando su piel. Suspiró, cerrando los ojos, podía sentir el aroma a una lluvia que aún no había descendido inundar sus fosas nasales, impregnar su piel, revoloteando su cabello sujetado en un alto moño sobre su cabeza. Apagó el cigarro cuando supo que la ceremonia había terminado, los aplausos corrieron a flor de piel y poco a poco los invitados abandonaron la casa de té, reuniéndose en la entrada para conversar sobre lo hermosa que había sido Annie, sobre la comida exquisita y la buena atención de aquella casa de té que poco a poco ganaba una gran reputación dentro de Shiganshina.

Sasha y Hanji acudieron a su encuentro afirmando que Annie aún seguía despidiéndose de algunos invitados, ambas mostrándose muy curiosas al encontrarla fuera de la casa de té, ¿por qué no había decidido quedarse para la ceremonia? Hanji bromeó, diciendo que tal vez estaba celosa de que ahora había llegado otra muchacha dispuesta a arrebatarle el puesto que con tanto esfuerzo se había esmerado por conseguir. Sasha rió. Mikasa las ignoró, preguntando si Jean ya había abandonado el establecimiento para encontrarlo y marcharse antes de que la lluvia arrasara Shiganshina. Sus ojos viajaron por la multitud de invitados con curiosidad intentando encontrarlo.

Entonces lo vio.

Lo vio.

Alto, cabello indomable como una tormenta de verano, como los relámpagos a los que ella tanto les temía.

Le aterraban.

Vestía el uniforme de la Legión del Reconocimiento. Su piel morena resplandeciendo bajo la oscuridad, sus ojos verdes… sus ojos…

Habría reconocido ese par de ojos en donde fuera. En cualquier lado, en el mismísimo infierno.

Un jadeo. Dos. Manos temblorosas y un par de pulmones que olvidaron respirar como si nunca hubieran sido creados para esa insignificante tarea. Todo a su alrededor pareció detenerse, el canto de los pájaros, los autos al pasar, el ladrido de los perros en los callejones… y Mikasa no puede comprender del todo qué está sucediendo. Una voz dentro de su mente le susurra que es solo una pesadilla, que sus ojos no lo están viendo realmente, que no es él… que probablemente está confundiéndolo con alguien más, como tantas veces hizo en el pasado. No es él, no puede.

No.

Fue solo una broma, su mente jugándole una mala pasada. Porque si había algo a lo que Mikasa logró acostumbrarse durante diez años era a las constantes pesadillas que perturbaban sus noches. Piel sudando, labios temblorosos, lágrimas desparramándose de sus pupilas como si hubieran presenciado una catástrofe… siempre era de esa manera. Pesadillas donde él sonreía, donde todo era como antes… no quiero despertar, no me dejen despertar… pero el sueño desviaba su rumbo y la sangre sobre su cuerpo era lo único que podía ver.

Diez años reducidos a nada, allí, frente a ella.

Sin siquiera notarlo Mikasa se tambaleó, aferrándose con torpeza sobre unos pilares de madera detrás de ella, oyendo la preocupación exagerada de Sasha. Entonces Armin se interpuso entre ambas, ni siquiera notó que estaban allí y caminó hacia él.

—¡Eh, Eren, te has olvidado los guantes!

Eren.

Eren. Eren. Eren.

Jadeó, aterrada.

Aterrada.

Recordando.

Cielos nublados y una mano fría aferrada a la suya guiándola por un sendero desconocido pero seguro. Todo a su alrededor siempre era seguridad. Confianza. Tranquilidad.

No.

Lloverá. No me gusta la lluvia. Y hace frío.

Ten, usa mi bufanda.

Y de manera involuntaria Mikasa llevó su mano alrededor de su cuello, la punta de sus dedos trazando una caricia sobre el lugar en donde aquella bufanda había permanecido aferrada por mucho, mucho tiempo. Mikasa sollozó. Deseó vomitar, incluso tuvo la sensación de que las cosas a su alrededor comenzaban a dar vueltas. La voz de Sasha era cada vez más frenética. ¡Mikasa! ¿Estás bien? ¿Por qué lloras?

Idiota, idiota. Estúpida niña, ¿por qué no puedes fingir? ¿Por qué no puedes pretender que todo aquello simplemente no importa? No pudo. No cuando sus ojos verdes se encontraron con los suyos, curiosos, y Mikasa sintió como si alguien le hubiera embarrado cemento en el cuerpo, poco a poco endureciéndose hasta el punto en que ni siquiera sus dedos parecían querer reaccionar. Paralizada como el hielo mismo. Él la observaba, indagador, tal vez temeroso. ¿Por qué demonios una geisha lo miraría de esa manera, como si hubiera presenciado a un fantasma por primera vez?

Todo se fue al diablo cuando Armin siguió la mirada de Eren y también la vio. Entonces gritó su nombre.

Gran error.

No, no, no lo digas… él no puede saberlo…

Ni siquiera parece notarlo…

—¡O-Oh, Mikasa, ven! —gritó Armin, sonriendo, agitando su mano para atraerla hacia ellos.

Mierda. Mierda. Mierda.

Eren sintió que un individuo invisible acababa de apuñalarlo desde la espalda con un objeto demasiado frío, demasiado afilado, demasiado doloroso. Durante un instante no logra comprender la situación, incluso si siempre se consideró un muchacho despierto y de mente ágil en todo tipo de situaciones, teniendo que probar dichas habilidades dentro de su labor como soldado de la Legión del Reconocimiento. Pero en ese instante… en ese efímero y a la vez interminable instante… Eren no pudo moverse.

Se estaba ahogando. No podía respirar, la sangre de esa apuñalada poco a poco comenzaba a inundar sus pulmones… un frío de muerte recorrió su espina dorsal y miró a Armin, temblando. Temiendo lo peor. Temiendo algo por lo que durante tanto tiempo creyó estaba listo para enfrentar. Y ese temor tenía un nombre, un nombre que solo aparecía en sus sueños, un nombre que buscó y nunca volvió a encontrar, un nombre que probablemente era el único en su clase, un nombre que Armin acababa de pronunciar con demasiada normalidad y provocó un jadeo ahogado.

La geisha lo miró, Eren la miró a ella, tan pálida y fantasmal… y no por su maquillaje. Había algo más. Sus lágrimas, su expresión corporal… se veía tan aterrada como él.

Él parpadeó, entonces lo supo. Después de tantos años… después de tanto, tanto…

Eren lo supo.

Mikasa decidió —incluso si no se encontraba en las condiciones para tomar algún tipo de decisión coherente— que aquello había sido demasiado, que ya era suficiente. Abandonando sus ojos verdes tan vivos como el oro puro, Mikasa se volteó de inmediato, frenética, desesperada, tropezando con sus propios pies y abandonando sus sandalias de madera sobre el pavimento, poco importándole el frío del suelo o los truenos o la lluvia que había comenzado a caer desde el cielo con frenesí. Como pudo, llorando, temblando, se escabulló entre la multitud que se paseaba por las calles intentando de alguna pobre y absurda manera esconderse de sus ojos que la perseguían como un cazador persigue a su presa. Entonces oyó su voz. Su nombre.

¡Mikasa!

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

La lluvia la envolvió en un mortífero abrazo mientras corría con todas sus fuerzas a pesar de la incomodidad de su kimono, tan ajustado y pesado y estrecho. Corrió y corrió y corrió, chocando contra las personas a su alrededor, las plantas de sus pies traspasando trozos de vidrio esparcidos por los mugrientos suelos de Shiganshina. Corrió, corrió, corrió, y su nombre no dejó de oírse a su alrededor. Él la seguía, la perseguía, como tantas veces lo hacía en sus sueños.

Como nunca lo hizo años atrás.

No podía dejar que la encontrara. Mikasa no estaba del todo segura hacia donde se dirigía. Poco a poco la multitud de la ciudad escaseó hasta que se adentró en un callejón oscuro y solitario, la lluvia siendo su única compañía, su única tortura, su única miseria. Mikasa se escabulló detrás del paredón, la parte trasera de su kimono embarrándose con la mugre de los ladrillos, ladeando el rostro ligeramente para observarlo y cubriendo su boca con la palma de sus manos para intentar amortiguar su llanto exasperado. Y oyó sus pasos, los oyó tan claramente como su voz, quebrada y tan desesperada como sus piernas que atravesaron casi toda la ciudad para escapar. Lejos, lejos, muy lejos. Entonces lo vio detenerse en medio de la calle observando con inquietud a su alrededor, jadeando, lucía como un loco que acababa de abandonar su manicomio, las personas a su alrededor caminando e intentando escapar de la lluvia. Él las miraba a todas, enloquecido.

Que no me vea, por favor, que no me encuentre…

¡Mikasa! —gritó, su voz quebrándose al pronunciar su nombre, su voz agotando las pocas fuerzas que le quedaban—. ¡Mikasa!

Ella negó con la cabeza. Una, dos, tres, mil veces. Se cubrió las orejas con sus manos, mordiéndose los labios tan fuertemente que pudo sentirlos sangrar.

Detente, por favor, detente… no…

¡MIKASA!

Lo oyó sollozar, sus manos sosteniendo su cabeza con aflicción como si frente a sus ojos hubiera perdido lo más valioso de su vida… otra vez. Incluso si Mikasa no lo sabía, incluso si su intenso dolor no le permitía ver las cosas con claridad, la situación volvía a repetirse otra vez… otra vez… diez años después. La herida que por tanto tiempo sangró dentro de Eren… ese cuchillo había vuelto a desgarrarla, más profunda, más grande esta vez. Y Eren supo que esta vez no iba a cicatrizar.

Era ella. Era ella. Estaba seguro, seguro, muy seguro.

Tenía que ser ella.

Gritó su nombre de nuevo enviando al demonio el dolor en sus cuerdas vocales… gritaría su maldito nombre todas las veces que fueran necesarias. Mikasa lo oyó de nuevo, más fuerte, más intensamente, y él se marchó. Corrió derecho hacia la siguiente calle y sus pasos y sus gritos se perdieron con el sonido de la lluvia, con los truenos que la hacían temblar y dar respingos en su lugar, acurrucada junto a ese contenedor de basura mientras mantenía sus oídos protegidos de los relámpagos, de su voz.

Su voz era el más vil de los relámpagos.

Y cuando supo que él se había marchado, Mikasa lloró. Una y otra vez hasta que creyó marearse y comenzó a faltarle el aire. Jadeó, inquieta, sosteniéndose de un contenedor de basura con firmeza. No podía respirar. No podía, simplemente no podía, había lidiado con este tipo de ataques de pánico tantas veces… la lluvia y los truenos no ayudaban. Nada ayudaba.

Lloverá. No me gusta la lluvia. Y hace frío.

Ten, usa mi bufanda.

Negó con la cabeza repetidas veces.

—¡Mikasa!

—¡No, no! —gritó más histéricamente, unos brazos sosteniéndola por los hombros con firmeza.

Pero no era Eren quien pronunciaba su nombre con impaciencia. Era Jean. Mikasa alzó la mirada, abrumada, él la observaba aterrorizado. No era la primera vez que había presenciado uno de sus ataques de pánico, sabía cómo lidiar con ellos, pero aquél había sido tan imprevisto y repentino y escandaloso… ninguno de los dos se esperaba algo como eso. Sus hombres se encontraban a pocos pasos detrás de él, sosteniendo paraguas por doquier, sin embargo Jean se había empapado entero y no parecía importarle. Él la sostuvo por las mejillas obligándola a mirarlo.

—Mikasa, shhhh, tranquila…

—J-Jean…

Ella se inclinó hacia él, llorando, y Jean les hizo una señal a sus hombres para que aguardaran un momento. Con firmeza él la envolvió entre sus brazos, su voz susurrando su nombre una y otra vez, se oía tan distinto a la manera en que Eren lo hizo, tan desesperado, tan quebrantado… Jean murmuraba su nombre como una canción demasiado conocida, una música que pretendía tranquilizar sus más desesperados temores.

—Tranquila, todo estará bien, tranquila…

Aunque Mikasa no detuvo sus continuos temblores en ningún instante Jean logró calmarla. La ayudó a incorporarse y luego de colocar una manta a su alrededor su chofer les abrió la puerta del auto, ambos introduciéndose en la parte trasera con sumo cuidado. Jean les ordenó que regresaran a la okya y Mikasa cerró los ojos, llorando en silencio, con el impulso extraviado en el fondo de su garganta de decirle que no, que no quería ir a la okya, que lo único que deseaba era que ese auto marchara y nunca se detuviera, jamás. Pero no lo hizo. Jean la envolvió entre sus brazos y ella se acurrucó contra su pecho, temblando, su labio inferior sangrando, sus ojos verdes penetrando en su mente cada vez que cerraba los ojos.

El recorrido terminó más rápido de lo que habría deseado. Cuando abandonaron el coche y Nanaba les abrió la puerta de la okya con suma sorpresa —al parecer habían regresado antes— Jean entró dentro de la vivienda sin decir ni una sola palabra, sosteniendo a Mikasa por los hombros y arrastrándola hacia su habitación. Dentro de esa okya Jean podía hacer lo que le viniera en gana, él era dueño y señor de Mikasa, financiaba cada uno de sus gastos y supo que esa fue la razón por la cual Frieda no dijo absolutamente nada al verla llegar, fumando de su pipa y recargada contra la puerta de la habitación. Mikasa ni siquiera le dirigió la mirada y Jean tampoco se molestó en saludarla.

Le ordenó a Nanaba que cambiara su kimono por ropas secas y cómodas, y así lo hizo. Jean esperó frente a la puerta mientras Nanaba quitaba su kimono, suspirando con pesadez al notar que estaba completamente arruinado, Frieda se enfadaría demasiado. Le colocó nuevos ropajes, tal y como hizo el primer día que la conoció y al terminar abandonó la habitación, otorgándole a Jean el permiso para pasar.

Él se sentó en el borde de la cama justo en frente de ella. Mikasa permanecía sentada en silencio, abrazando sus rodillas mientras los relámpagos a las afueras de la ciudad no parecían querer concederle ni un minuto de paz. Jean permaneció en silencio durante unos pocos segundos, pero su voz se oyó firme cuando decidió hablar.

—Mikasa —dijo, paciente—. ¿Qué fue lo que sucedió?

Ella evitó el contacto visual en todo momento. Su mirada permaneció en sus manos temblorosas intentando esforzarse por mantenerlas quietas, pero era imposible.

—No lo sé —susurró, despacio, mintiendo—. Los relámpagos me asustaron.

—Mikasa… —advirtió Jean, insinuando que no creía palabra alguna.

—Estaré bien. No te preocupes por mí. Es tarde, deberías regresar a casa.

Mikasa no supo realmente si sus palabras fueron honestas o no. Tampoco supo si era realmente lo que deseaba. Jean tenía una esposa, una mujer a la cual le debía lealtad y aún así no había dudado ni siquiera un minuto en ser su danna, su protector. Él decía que su matrimonio no era nada más que por cuestiones políticas, arreglos entre familias que eran necesarios para poder escalar hacia la cima, hacia donde Jean siempre quiso estar. A Mikasa poco le importaba, de todas maneras, era mejor visto que un magnate con esposa acudiera a los brazos de una geisha que a los de una prostituta. Jean no había ganado mala reputación por ello, y aunque Mikasa no sentía absolutamente nada por él, sabía que las cosas eran diferentes para Jean.

—Vendré por ti mañana, ¿de acuerdo?

Ella asintió, sin decir nada más, y Jean se inclinó para plantar un beso sobre su cabeza. En silencio se incorporó de la cama y abandonó la habitación, cerrando la puerta corrediza con lentitud.

Soledad.

Todo lo que Mikasa sintió luego de que Jean se marchó fue soledad.

Una habitación vacía, lágrimas secas impregnadas en sus mejillas y una lluvia que la torturaban a cada minuto. Ni siquiera supo por qué lo hizo, no comprendió del todo aquél absurdo impulso pero abandonó su cama y se dirigió hacia su cómoda. Se arrodilló en el suelo hasta alcanzar el último cajón, el más oculto y recóndito de su habitación. Quitó la ropa innecesaria dejándola sobre el suelo, entonces la vio.

En el fondo, arrugada y marchita, estaba su bufanda roja.

No había vuelto a ponérsela desde que pisó por primera vez la okya. Incluso después de todo lo sucedido, por alguna extraña razón —tal vez en contra de su voluntad, tal vez presa del capricho de una niña de trece años— le pidió a Nanaba que no tirara la prenda, que la lavara, que deseaba conservarla. Cuando se la entregó limpia y seca, Mikasa no volvió a colocársela de nuevo. La escondió en el fondo de su cajón y ese trozo de tela que contenía tantas memorias no volvió a ver la luz del día otra vez.

Hasta ahora.

Sus ojos se nublaron a causa de las lágrimas y Mikasa tomó la prenda con cuidado, sosteniendo la tela marchita y vieja entre sus manos, sus dedos deslizándose por el lienzo lentamente. Una bufanda que antaño le proporcionó el calor necesario para vivir, para continuar. Pero muchas cosas habían cambiado desde entonces. La tela ahora se sentía fría contra sus dedos. Muy fría. El calor que una vez la había mantenido abrigada había desaparecido. Había muerto. Y Mikasa lo dejó ir, el dolor punzante y cortante en su pecho, lo dejó escapar, transformándose en un sollozo cargado de rabia, de impotencia.

De odio.

Arrugó la prenda entre sus manos como si quisiera estrangularla.

—Maldito… —calumnió, arrugando el rostro y rechinando sus dientes—. ¡Bastardo!

Y entonces arrojó la bufanda hacia su cama con mucha fuerza, su llanto eclipsando los estruendos en los cielos y poco importándole si dentro de la okya alguien oía sus patéticos lamentos.

Lloverá. No me gusta la lluvia. Y hace frío.

Ten, usa mi bufanda.

—¡Te odio! ¡Púdrete, ya no la quiero! ¡Eres un bastardo!

Cuando un cristal o un plato se rompen, se oye el sonido de algo rompiéndose. Cuando una ventana se hace añicos, la pata de una mesa se rompe, o se cae algún cuadro sobre una pared… también se oye un ruido. Pero cuando un corazón se quiebra, el silencio es total. Es algo tan importante que pienses que su ruptura ocasionará tal ruido que todo el mundo será capaz de oírlo también. Pero solamente permanece un silencio, agotador, desesperante, perturbador, y es cuando desearías que hubiera al menos un sonido que pudiera distraer ese dolor.

Pero lo hay. Y es interno, es un grito y nadie puede oírlo, solo tú. Es tan alto que tus oídos pitan y la cabeza duele. Es tan salvaje, como una herida abierta expuesta a agua marina, salada. Pero cuando realmente se rompe, solo se oye el silencio. Gritas en tu interior, pero nadie puede oírlo.

Aquella noche el silencio abrumó a Mikasa Ackerman desde la punta de su cabeza hasta la punta de sus pies.

Aquella noche, incluso si ella no lo sabía, Eren Jaeger experimentó el mismo y espantoso silencio también.


#Randomfacts.

Geisha: Una geisha es una artista tradicional japonesa, cuyas labores constituyen, tras un aprendizaje que podía ser tanto desde los 15 años o de la infancia, en entretener en fiestas, reuniones o banquetes tanto exclusivamente femeninos o masculinos como mixtos.
Danna: El danna es una especie de patrón que decide hacerse cargo de todos los gastos de una geisha, es como una especie de manager/representante, pero mucho más íntima, una geisha puede mantener una relación amorosa con su danna.
Maiko: Aprendíz de geisha.
Okya: Casa de geishas.


OKAY, AHORA SÍ.

¡Hello everybody!

Ay, que nervios, de verdad.
Aquí su fiel servidora del mal, Mel, trayéndoles otro fic de Eremika bien larguito y bonito. Hay muchas cosas que quiero decir y ni se por donde empezar(?). Primero que nada, a todas las que leen I will always return (si aún no lo leíste, ¡qué esperas, corre!), quiero agradecerles infinitamente por todo el apoyo que me dieron con ese fic :) espero poder contar con ustedes nuevamente para éste. ¡Y no se preocupen, actualizaré IWAR muy pronto!

Hace mucho tiempo que quería escribir un fic donde Mikasa fuera una geisha, lo más gracioso es que mi conocimiento en cuanto a ellas era muy nulo, así que me puse a investigar, a ver la película de Memorias de una Geisha, etc; y así es como nació Scars deeper than love. Un fic muchísimo más maduro que IWAR, donde habrá romance al 100%, mucho smut/lemon, drama, todas las cosas trágicas que se ustedes aman que escriba(?).

Comentando un poco la ambientación de la historia para que no se confundan: como dije en la nota más arriba, el mundo de éste fic tecnológicamente hablando estaría basado en la época de los años 40 o 50, la época de la Segunda Guerra Mundial, los nazis, Hitler, etc. Pueden buscar imágenes en google sobre ello para que vean bien como era la tecnología del a época, vestimenta, blabla. Para ser más exactas, ¿vieron la película de Diario de una Pasión/El diario de Noah? PUES ESA ÉPOCA, YA XDDDDD.

La guerra entre los Reiss y los Smith vendría a ser el conflicto que sustituye la guerra de los nazis contra los judíos. Y sobre las geishas, pues, si alguno de ustedes leyó del tema y así, sabrán que es una cultura extremadamente japonesa, por lo cual (yo basándome en hechos/circunstancias europeas/alemanas como en el manga) voy a verme obligada a tomarme ciertas libertades con respecto a las reglas en el mundo de las geishas, para poder adaptarlo mejor al fic, por si vienen los cerebritos a decir ¡ay no porque las geishas no hacían eso y blablabla! (?)

¿Qué más decir? Así como lo estuve con IWAR, estoy nerviosa con respecto a este fic XDDD es mucho más largo que IWAR y tiene un romance mucho más adulto, de verdad espero que les guste tanto como a mi escribirlo.

Como ven, algo terrible pasó en el pasado de Eren y Mikasa, mantendré un poco el suspenso con respecto a eso ;) pero ya se enterarán de lo que pasó muy pronto. Tengo el segundo capítulo terminado y solo quiero tener la confirmación de ustedes para animarme a subir el segundo. ¡Espero sus reviews, hermosas, díganme que opinan de ésta cosa extraña y dramátiaca!

Las amo, ¡nos leemos pronto en I will always return!

—Mel.