LOS NOVENTA DÍA DE ISABELLA
Isabella Swan estaba dispuesta a hacer todo lo que Edward Mansen le pidiera para obtener la firma de su empresa, aunque eso incluya la venta de su propio cuerpo.
Discraimer: Ni los personajes de crepúsculo, ni la historia me perteneces. Es una ADAPTACIÓN, que quede muy claro. Esto se lo debo a Lucinda Carrington.
Isabella Swan se dio vuelta y abrió las persianas venecianas permitiendo que la luz inundara de nuevo la instancia. Edward Mansen se reclinó en la silla y la observó. Su penetrante mirada la hizo sentir incómoda. Había oído que él podía resultar difícil y en esa entrevista había comprobado que los rumores eran ciertos.
Pensó de nuevo en lo diferente que parecía de un hombre de negocios convencional; piel morena, pero cobrizo y un cuerpo de atleta bajo el inmaculado traje de sastre. Lo encontraba realmente atractivo, pero no tenía intención de permitir que se enterara. No pensaba alimentar su ego; ya estaba demasiado seguro de sí mismo.
Era su tercera entrevista y en esta ocasión estaban solos. Había trabajado muy duro para impresionarlo y convencerlo de que en Barringtons tenían ideas innovadoras y podían proporcionarle la publicidad que necesitaba para expandir sus negocios en el extranjero. De hecho, Edward acababa de ver la grabación de una de sus más exitosas campañas de televisión. También le había mostrado un impresionante dosier con otros trabajos anteriores y las cifras de ventas alcanzadas, pero nada de lo que le había sugerido u ofrecido pareció interesarle. Todo lo que recibió a cambio fue aquella ambigua y misteriosa mirada suya, una elevación de ceja y ningún comentario. Con un suspiro, apartó a un lado el dosier. No le gustaba fracasar.
— Señor Mansen, usted dirá si puedo mostrarle alguna otra cosa —se ofreció. Le sorprendió verlo esbozar una lenta sonrisa.
— Es posible. — Él hizo una pausa, sosteniéndole la mirada mientras estiraba las largas piernas. Parecía relajado, pero todavía tenía ese aire sereno de un hombre que e sabe dueño de la situación—. Salga de detrás de ese escritorio que tan bien complementa su fachada de eficiente mujer de negocios— Ordenó— y muéstrese ante mí.
El sonido del tráfico de Londres, suavizado por el doble ventanal, llegaba desde la calle. Ella clavó los ojos en Edward mientras se preguntaba por un momento si había escuchado bien. Hasta entonces él no había mostrado el más leve interés en ella, por el contrario había notado cierta actitud hostil. Sin embargo, ahora percibía algo en sus ojos que la descolocaba por completo. ¿Diversión? ¿Triunfo? No estaba segura.
Y se atisbaba además cierta arrogancia en la manera en la que había pasado de una posición formal a otra más relajada. La relación entre ellos parecía haber cambiado. Ya no eran dos personas buscando un nexo común para emprender un negocio, sino un hombre y una mujer conscientes de que estaba a punto de encenderse una chispa entre ellos.
Aunque no se sentía muy segura de sí misma, decidió seguirle la corriente. Sonrió y rodeó el escritorio hasta detenerse ante él.
— Bueno — rompió el silencio con forzada claridad—, aquí estoy. ¿Podría decirme el propósito de esta pequeña adivinanza?
— Da una vuelta muy lentamente— ordenó él. Había empezando a tutearla.
— En serio, señor Mansen…— empezó a decir, manteniendo la distancia—. No le veo sentido a…
— Hazlo y punto.
Ella se encogió de hombros e hizo lo que le pedía. Se alegró de que su elegante traje de vestir le quedara holgado en vez de haber sido hecho a medida y que la falda le llegara por debajo de las rodillas. «Puedes mirar todo lo que quieras Mansen», pensó, «pero no verás mucho».
No obstante cuando volvió a quedar frente a él cambió de opinión. Aquella mirada verde recorría su cuerpo perezosamente, acariciándole los pechos; paseándose a lo largo de los muslos esbozados por la forma de la falda tubo. A continuación vio que admiraba sus piernas, embutidas en medias de seda gris, y sus finos tobillos, que descendían hasta los zapatos de taco alto. Consideró que aquella ropa tan cara, lejos de protegerla, la hacía sentir desuda e indefensa, como si pudiera ser acariciada por una mano invisible. Era como ser evaluada en un mercado de esclavos. Cuando él volvió a dirigirle la mirada a la cara, ella tenía las mejillas rojas.
Edward clavó los ojos en ella durante un momento antes de sonreír ampliamente.
— Quiero hacerte una proposición, pero es posible que no sea el tipo de trato que estabas esperando.
— Estoy segura de que Barringtons podrá satisfacer cualquiera de sus requisitos— afirmó ella.
— Es posible que Baringtons pueda— convino él—. Pero… ¿y tú?
— Eso da igual, ¿no es cierto?
— No te hagas la inocente, señorita Swan— repuso, arrastrando las palabras—. Eres una mujer adulta, no una tierna virgen adolescente. Creo que te imaginas de sobre lo que estoy sugiriendo.
Le habían hecho antes algunas proposiciones indecentes, pero ninguna tan inesperada y descarada como esa. Durante un momento se enfadó. ¿Acaso la consideraba un artículo de venta? Después, la pequeña voz de su ambición le dijo que pensara bien en lo que aquel arrogante hombre podía estar ofreciéndole. Mansen Associates era una empresa de mucho prestigio y estaba en pleno proceso de expansión; la agencia elegida para gestionar su cuenta publicitaria se convertiría en un nombre importante a nivel internacional.
«Barringtons necesita esta cuenta», se dijo a sí misma, «y gratificarán a quien la consiga para ellos. Si Edward Cullen quiere mantener relaciones sexuales a cambio de estampar su firma en un contrato, yo estoy dispuesta a cumplir con mi parte. Al fin y al cabo no es un viejo gordo».
— Por supuesto que sé lo que está sucediendo— afirmó con energía—. Yo me acuesto con usted y, a cambio, usted le da su cuenta de Barringtons.
Él se rio.
— Haces que parezca muy simple, señorita Swan. Sin embargo no voy a intercambiar mi firma por un puñado de emociones fugaces. — Su voz sonaba alterada y con un filo de dureza—. Eso lo puedo conseguir en cualquier otro lugar a un precio más barato. Quiero más; mucho más. Vamos a tener que reunirnos para discutir los detalles.
Ella se estremeció de repente. No era eso lo que esperaba. ¿Qué clase de detalles tendrían que discutir? Se acostaría con él e intentaría satisfacerlo. Lo más probable era que disfrutara haciéndolo. ¿Sería posible que quisiera algo poco usual? Bueno, si era necesario, adelante; haría lo que fuera por cerrar el trato.
Se preguntó el por qué para sus adentros. Mansen Associates no necesitaba a Barringtons, en realidad era a la inversa. Otro pensamiento la asaltó: «¿por qué yo?». Sabía que Edward Mansen era rico y tenía buenos contactos y mucho poder. Poseía esa clase de atractivo peligroso que la mayoría de las mujeres encuentran deseable. Podía disponer de todo lo que el dinero era capaz de comprar, incluidas las bellezas ávidas de dinero y notoriedad de los más exquisitos clubes de Londres; mujeres mucho más glamorosas que ella. Féminas que estarían encantadas de que las vieran de su brazo, ir a su casa y actuar para él., sin duda con mucha más experiencia que ella.
No era virgen, pero tampoco se consideraba particularmente experta en lo que al sexo se refería. Su primera vez, con un joven sin experiencia, había sido un desastre. A esa siguieron un par de aventuras de una noche y una relación más larga, que terminó porque ella siempre cancelaba citas debido a la presión del trabajo.
Edward se levantó. Le sacaba una cabeza, aunque ella ya era más alta que la media. Con aquel lustroso cabello cobre, bien cortado aunque algo más largo de lo que dictaba la moda, y su bronceado natural no le costaba nada imaginárselo como un pirata, y uno bastante cruel, de hecho. Recordó las historias que había oído sobre sus tácticas comerciales. Quizá la del pirata fuera una descripción realmente acertada. Tuvo una breve visión de él vestido con pantalones ceñidos, botas por encima de las rodillas y camisa blanca abierta hasta la cintura, pero al instante la borró de su mente, decidida a no tener pensamientos románticos con aquel hombre; estaba segura de que él no albergaba esa clase de intensiones con respecto a ella.
Edward Mansen estaba acostumbrado al poder, a salirse con la suya, a ostentar el mando. «Bien», pensó, «pues yo también. ¿Quieres jugar, Edward? Jugaré contigo. Incluso es posible que disfrute, pero sólo se tratará de un asunto de negocios. Podrás tener tu noche de diversión o incluso varias noches si insistes en ello, pero yo conseguiré que estampes tu firma en el contrato. Y eso será todo».
— Mire —dijo en tono práctico—, ya le he dicho que estoy de acuerdo. No hay nada que discutir.
Él seguía clavando los ojos en ella de la misma manera en que lo haría un amo en una esclava que fuera a ser subastada. Retrocedió hasta el escritorio. De repente, sabiendo que era un gesto sin sentido, se tocó los botones de la chaqueta. La manera en que él la miraba hizo que se sintiera como si estuvieran desabrochados. Lo vio curvar los labios en una sonrisa y fue consciente de que conocía el efecto que tenía sobre ella.
— Ya he dicho que acepto —repitió, esperando distraerlo—. No hay nada que discutir, salvo cuándo quiere que nos encontremos. Y, como se trata de una situación más bien… poco ortodoxa, espero poder confiar en su discreción.
— No te preocupes —replicó él—. No soy de los que se jactan de sus conquistas.
— Será un intercambio comercial —contraatacó Isabella—. No seré una conquista.
Él la miró durante un buen rato antes de esbozar una perezosa y amplia sonrisa.
— Por supuesto —convino —. Un asunto de negocios. —Hizo una pausa y cuando habló lo hizo en otro tono—. Quítate el saco.
Como antes, pensó que no había escuchado bien.
— ¿El saco? —repitió—. ¿Para qué?
— Antes de cerrar este trato privado me gustaría echar un vistazo rápido a lo que voy a disfrutar. —Su voz era suave, pero había acero detrás—. Quiero que te desabroches el saco. Ahora.
Estuvo tentada a negarse. Pero un vistazo a su cara le dijo que no era una buena idea. Obedeció deprisa, esperando que eso lo satisficiera. Debajo de la prenda llevaba una blusa sencilla, de seda blanca con cuello mao. Sabía que él no podía vislumbrar demasiado a través de la opaca tela salvo, quizás, intuir cómo era el sostén; de hermoso encaje blanco, si no recordaba mal.
— Y la blusa —añadió él.
En esa ocasión se le congelaron los dedos.
— ¿La blusa? —Le tembló la voz—. ¡Por supuesto que no!
La sonrisa de Edward se convirtió en una mueca torcida.
— No te hagas la virgen inocente conmigo, señorita Swan. Ábrete la blusa o la desabrocharé yo.
Ella se llevó los dedos a los botones forrados de seda.
— Podría entrar cualquiera —protestó.
— Podría…— convino él, imperturbable—. Así que será mejor que te apresures.
Ella tiró de los diminutos y redondos botones. Nunca había resultado fáciles de desabrocha y ahora le temblaban las manos. La blusa se abrió poco a poco. Estuvo tentada a mantener unidos los bordes pero antes de que pudiera moverse, Edward le atrapó las muñecas, forzándola a separar los brazos. Él bajó la mirada desde su cara hasta el cuello y de ahí a sus pechos.
— No está mal —dijo.
Edward se movió con rapidez y confianza, tomándola completamente por sorpresa, y la obligó a retroceder hasta que Isabella sintió el borde del escritorio contra los muslos. Deslizó entonces las manos dentro de la blusa y se la bajó por los brazos, atrapándoselos en la espalda antes de que ella pudiera protestar. A continuación buscó y soltó el broche del brasier. Al cabo de un segundo, ella tenía el sostén torno al cuello y se encontraba medio tendida sobre el escritorio, con los pechos al aire.
Su mente se paralizó de horror al pensar que podía ser sorprendida en ese momento. Aunque sabía que cualquiera de sus compañeros llamaría a la puerta, eso no significaba que fueran a esperar a que les diera permiso para entrar. El toque sería sólo una señal de cortesía. ¿Podría escuchar los pasos sobre el suelo alfombrado de cualquier persona que se acercara?
Edward tenía las rodillas presionadas contra las de ella, pero parecía eludir a propósito cualquier otro contacto. Y como tenía el cuerpo echado hacia atrás y los brazos en la espalda no sabía si él estaba excitado o no. Era él quien sostenía su peso, y en aquella posición no podría impedirle que paseara su boca o las manos por donde quisiera.
Edward se inclinó sobre ella y le rozó el pezón izquierdo con los labios, acariciándolo con suavidad antes de friccionarlo con la lengua. En sólo unos segundos la cima se tensó y endureció. Entonces la capturó con la boca y comenzó a chuparla con fruición. Cada tirón hacía que Isabella se estremeciera de placer, pues él parecía saber exactamente lo que ella necesitaba y cómo debían ser sus movimientos para excitarla. Luego cerró la mano sobre el otro pezón y comenzó a juguetear con él, pellizcándolo y apretándolo con firmeza antes de masajearlo con un movimiento circular de la palma.
Se oyó gemir en voz alta. No podía creer que realmente estuviera disfrutando. El hecho de que pudieran ser descubiertos en cualquier momento lo hacía todo más excitante.
— Por favor —logró decir sin jadear, desconociendo hasta dónde sería capaz de dejarlo llegar. O hasta dónde llegaría él—. Podría entrar alguien.
Él alzó la mirada.
— ¿Temes que te vean comportarte como una puta? —Ahuecó las manos debajo de los pechos y los empujó hacia arriba al tiempo que los frotaba con los pulgares—. Podrían disfrutar del espectáculo —dijo despacio—. Apuesto lo que quieras a que a muchos de tus compañeros no les importaría dar un repaso a tus pezones. Quizás debería pedirles que vinieran. Podríamos hacer turnos de cinco minutos cada uno. —Sus dedos siguieron jugando perezosamente con ella—. Tengo el presentimiento de que acabaría gustándote.
Por regla general la idea lo habría repelido, pero cierto matiz en su voz hizo que sonara extrañamente excitante. Con sus compañeros no, claro, pero con unos desconocidos… ¿Por qué no? Jóvenes a los que no conociera ni la conocieran a ella, con Edward observándolo todo. ¿Disfrutaría con ello? ¿Qué sentiría?
Se estremeció y se humedeció los labios con la lengua. Él seguía recostado sobre ella, pero no la tocaba.
— Esa idea te excita, ¿verdad? —murmuró—. Lo que pensaba, no eres tan mojigata como pareces, pero tenía que estar seguro. Quizás sí estés interesada de verdad en hacer un trato conmigo.
— Ya he dicho que sí. —Intentó que su voz sonara firme; estaba decidida a retomar las riendas—. Será un trato comercial.
— Claro, por supuesto —remedó él con sarcasmo, al tiempo que la acariciaba suavemente—. Haremos un intercambio; tú me das lo que yo quiero y yo firmo un papel. Es la clase de acuerdo más viejo del mundo.
— No lo lamentará —aseguró ella.
Una vez más, Edward la examino con la vista; una mirada con la que la evaluó sexualmente.
— Estoy seguro de ello —replicó.
Escucharon pasos en el pasillo y él retrocedió muy despacio mientras Isabella se cerraba la blusa y se abrochaba el saco con nerviosismo. George Fullerton, un hombre de mediana edad pero todavía elegante, que siempre llevaba una flor en el ojal, abrió la puerta y sonrió.
— Me voy a almorzar. ¿Quiere acompañarme alguien?
Muy consciente de que tenía la blusa desabrochada y el sostén suelto bajo la forma indefinida del saco, ella logró sonreír a Edward Mansen con serenidad.
— Disfrutamos de buena cocina en el comedor, señor Mansen.
— Gracias —se disculpó—, pero tengo otra cita.
George Fullerton recorrió la oficina con la mirada y ella supo que había visto el televisor y los dosieres.
— ¿Le ha gustado lo que le ha enseñado Isabella?
Edward esbozó una amplia sonrisa y se quitó una mota imaginaria de su inmaculado saco. Ella sintió un repentino escalofrío de excitación al recordar lo que esa mano había estado haciendo tan solo unos momentos antes.
— Por lo cierto es que sí, pero tendré que volver a reunirme con ella antes de tomar una decisión.
— Estoy seguro de que Isabella le complacerá. —Fullerton sonrió.
— Sí, yo también estoy seguro de ello —murmuró Edward.
