Habían nacido de la mano de la soledad, o al menos, parecía haber sido de este modo. La soledad había estado a su lado en todo momento, desde su niñez cuando sus padres les echaron a la calle como si de animales se tratase. Desde entonces, había sido ella quien los acompañaba; en la mañana cuando debían irse con el salir del alba; a lo largo del día cuando, entre la basura, buscaban de comer y en la noche —era entonces cuando más presente parecía estar— cuando buscaban con desespero dónde dormir. En cada grito, cada maltrato... en cada rechazo. Nunca los dejaba.

Aun estando en ésa edad en la que sólo debía soñar, Oswald había dejado de hacerlo para que su hermana pudiese seguir haciéndolo. Hacía mucho que las quimeras le había dejado y le cedieron su lugar a las pesadillas, que luego se transformaron en miedo y, más tarde, en odio. Había dejado de temer y comenzado a odiar —incluso cuando era todavía muy joven para conocer el sentimiento— a todo que mal mirase a su hermana y, que sin escrúpulos o remordimiento siquiera, la mal decía o insultaba. Debía proteger a Lacie de todo aquello que le hiciese mal (del miedo, del odio, de las personas... del mundo) y si para hacerlo, debía dejar de soñar, de reír o incluso de vivir, lo haría. Si sus padres no lo habían hecho, entonces lo haría él, porque él nunca la dejaría.

Sin embargo, poco importaban las buenas intenciones que pudiese llegar a tener, siendo aún un niño, Oswald no podía proteger a su hermana de todo: no podía protegerla del hambre después de tres días sin tener nada más que agua en el estómago, ni del frío de la noche cuando no lograba conseguir un lugar donde pudiesen pasar la noche. Sin importar cuánto lo intentase, Oswald no podía protegerla de la realidad. Pues Lacie seguía creciendo y en algún punto repararía en lo que en verdad pasaba a su alrededor y que no era como le decía su hermano. Pero incluso en las peores circunstancias, él no pedía ayuda, porque si hacerlo no le había resultado antes (cuando llorando había pedido a su padres que los dejasen entrar a la casa o cuando en la noche entre susurros, para no despertar a Lacie, le suplicaba a Dios), tan poco iba a resultarle ahora. Tampoco lloraba, si Lacie lo veía llorar sería porque algo malo pasase y comenzaría ella también a llorar, que era lo que menos necesitaba Oswald, así tuvo que aprender a callar y vivir con el constante nudo en medio de su garganta que, aun a veces, amenazaba con soltarse. Debía hacerlo para no preocuparla, aunque tuviera que mentirle, y odiarse a sí mismo por hacerlo.

Entonces él apareció. Con una sonrisa que inspiraba tranquilidad en los niños, que les decía que todo estaría bien, y los había sacado del abismo del que Oswald pensaba que no volverían a salir. Los había alimentado, los había abrigado y alimentado, pero sobretodo: los había protegido a ambos. Y aunque Oswald no se había fiado de aquel sujeto en un principio, cuando notó que su hermana sonreía como no lo había hecho en mucho tiempo, se dio cuenta de que si hacía feliz a Lacie, entonces no era tan malo.

Mientras crecían, cuidar de se hermana con tanta insistencia se volvía innecesario si ya no había nadie que le hiciese daño; no debía protegerla del mundo si en ése lugar nadie buscaba herirla. Y entonces se percató de que sí había alguien de quién proteger a Lacie, y aunque en un momento creyó de debía ser de Glen, la única persona de la que no protegió a Lacie nunca, había sido de él.

Lo supo cuando tuvo que sacrificarla. Cuando tuvo que enviarla al abismo... Cuando tuvo que acabar él mismo con la vida de su hermana. Acabó con ésa vida que durante años había cuidado en minutos.

Pero para cuando lo supo, entonces ya era demasiado tarde.