Disclaimer: Los personajes de esta historia no me pertenecen. Son propiedad de Rumiko Takahashi, autora de: "InuYasha: un cuento feudal de hadas"
I. KOGA.
Sus nudillos aún ardían y de vez en cuando sangraban al no estar del todo recuperados, supuso que la velocidad a la que corría no le permitía a la herida secar y cicatrizar correctamente, pero no se arrepentía de haber molido a golpes al inútil de InuYasha. Si no hubiese sido porque el benevolente del monje intervino para salvar a su amigo quizá lo hubiese matado, pensó, y es que después de todo el perro pulgoso ni siquiera había hecho el ademán de defenderse, sólo asimilaba los golpes sin apartar de su rostro ese semblante lastimero y lleno de culpa.
—No te atrevas a seguirme, perro de mierda -le advirtió a un InuYasha que sólo se limitaba a escupir sangre mientras le dedicaba una mirada llena de enojo—. Yo iré por Kagome.
—Lobo entrometido —le espetó InuYasha limpiando la sangre de sus labios con ayuda de su ropa—, si crees que permitiré que le hagan daño a Kagome…
—He sido un tonto por confiar en que podrías protegerla —Koga no le permitió terminar—. No lo haré más, ella no volverá contigo, ¡Ya le fallaste lo suficiente!
Le había gritado con tanto desprecio que el medio demonio dio un paso hacia atrás, notablemente herido por la manera en la que el lobo le había echado en cara sus fallas, InuYasha de nuevo quedó inmóvil asimilando los ataques de su rival, luciendo realmente patético.
Apretó sus labios, frustrado, apenas recordó eso y aceleró el paso sintiendo sus muslos doler en protesta pero decidió ignorarlos, aunque en su mente fue inevitable pensar que si el dolor ya era lo suficientemente intenso como para ignorar el poder que los fragmentos de la perla de Shikón incrustados en sus piernas, probablemente es que sin la influencia de estos sus piernas en este punto no fueran más que retazos de carne y huesos pulverizados.
Pero nada de eso le importaba, nada. Si tenía que dejar que le reventaran las costillas enteras con piedras lo iba a permitir, pero iría por ella. Por su mujer. Su Kagome.
Frenó de golpe cuando vio frente a él el inicio de un empinado risco tan alto que no alcanzaba a ver la cima, arrugó su nariz ante los fétidos olores que rodeaban aquel lugar: sangre y carne putrefacta tanto de demonios como de humanos por igual, gruñó con furia desde lo más profundo de su pecho cuando entre toda esa mezcla de aromas pudo detectar el de Kagome, si esos bastardos le habían tocado un sólo cabello los iba a desollar vivos con sus propias garras.
Flexionó sus piernas para tomar impulso y dio el salto más largo que fue capaz apoyándose en las rocas salientes de aquel risco comenzando a escalar con destreza, no fue difícil llegar hasta una cueva que nacía en medio de aquel risco, pisó el suelo frío de piedra lo cual en cierta manera relajó el calor que sentía en la planta de sus pies que lucían rojos y en carne viva por haber corrido tantos días apenas descansando lo suficiente para no perder el conocimiento.
Cerró los ojos y concentró sus sentidos en escuchar y oler cualquier indicio del paradero de Kagome y esos bastardos que se habían atrevido a llevársela.
El silencio era tan profundo que le lastimaba los oídos pero el olor a cadáveres definitivamente era más intenso que el que alcanzaba a persibirse desde los pies de aquel risco, el olor provenía desde el fondo de la cueva. Su instinto de bestia se alteró al percibir la esencia de Kagome de nuevo entre esos pútridos olores y por un momento temió lo peor pero aun esa esencia era fresca, se mezclaban con un miedo y tristeza profundos señal que había estado llorando recientemente, todo aquello significaba que seguía con vida y no podía mentirse al aceptar que eso de cierta manera le motivó a avanzar hasta lo profundo de la cueva, dispuesto a enfrentarse a lo que fuera que estuviera ahí adentro. Dispuesto a recuperar a Kagome para no volverla a dejarla ir jamás.
Cuando se adentró a lo más profundo de la cripta se encontró frente a dos deformes criaturas de piel escamosa color verde y alas parecidas a las de los murciélagos.
—¿Quién eres tú? —le espetó una de las criaturas mirándole con unos ojos del color muy similar al de la sangre, la segunda criatura le mostró sus filósofos colmillos con intención de intimidarle pero a Koga sólo le dio asco la baba viscosa y pestilente que escurría de entre sus podridos dientes—, ¿Qué es lo que quieres aquí?
—Hace unos días secuestraron a una humana, esa humana es mi mujer y he venido por ella —fue firme y sin titubeos, el segundo demonio se burló con una insoportable carcajada.
—Lobo idiota, si era una humana ya hemos devorado a tu mujer -se burló el demonio que había reído—. Te entregaríamos sus huesos para que puedas sepultarlos pero seguramente ya los han roído las ratas.
—¡Sé que está viva! —gritó Koga no dispuesto a perder más tiempo—. Es mejor que me dejen pasar si no quieren que les arranque la cabeza.
—¡Lobo insolente! —le gritó el demonio de la izquierda notablemente más enojado—. ¡Si tanto deseas volver a ver a tu mujer te reuniré con ella en el infierno!
Ambos demonios se abalanzaron hacia Koga quien no tuvo miramientos en recibirlos con un empoderado grito de guerra y sus manos listas para contraatacarlos. Eran monstruos torpes en sus movimientos por lo que no fueron un gran reto para el ágil lobo quien esquivó rápidamente cualquier intento de sus enemigos de hacerle daño.
Al primero le propinó un puñetazo tan fuerte que le atravesó el pecho haciendo que el corazón del demonio saliera disparado hacia una de las paredes de la cueva donde se estrelló violentamente, el monstruo apenas pudo gritar de dolor cuando cayó muerto sobre el suelo derramando viscosa sangre color oscuro y de un fuerte olor a metal.
El demonio que restaba vio atónito la sangrienta escena y, en un arranque de rabia buscando la venganza, se abalanzó sobre el joven lobo quién sonrió de medio lado extasiado por la adrenalina de la pelea. Dispuesto a ganar.
Continuará.
