París parecía un inmenso jardín de estatuas de piedra.
Ladybug corría por las calles, extrañamente silenciosas para aquella hora del día. Los coches se habían detenido en medio de la calzada, algunos abandonados por sus dueños, otros todavía con ellos en su interior, inmóviles, congelados para siempre..., a menos que el superdúo hiciera su trabajo una vez más.
La heroína se detuvo junto a una de las estatuas y la miró con aprensión. Se trataba de una mujer que se había quedado petrificada sobre la acera, encogida sobre sí misma y con los brazos alzados, en un inútil gesto de autoprotección. Su rostro mostraba una expresión que a Ladybug le pareció perturbadora: una mezcla de horror y un dolor atroz.
Porque aquello era lo peor del akuma contra el que se enfrentaban: su poder no era instantáneo, sino que petrificaba a sus víctimas poco a poco y, al parecer, no se trataba de un proceso agradable. Ladybug se había topado en su camino con varias personas aterrorizadas que le habían suplicado que los ayudase mientras contemplaban impotentes cómo su carne se iba endureciendo lentamente.
Ella no podía hacer nada por ellos, todavía. La única forma de salvarlos era derrotar al akuma y ejecutar después su propio poder sanador sobre la ciudad. Entonces todo volvería a la normalidad.
Suspiró. Una vez más, el destino de París descansaba sobre sus hombros. Frunció el ceño y apretó los dientes, decidida. No podía fallar.
Iba a echar a correr de nuevo cuando estuvo a punto de tropezar con unos cascotes esparcidos por el suelo. Al bajar la mirada tuvo que reprimir una pequeña exclamación de horror.
Aquello había sido una persona. La estatua en la que se había transformado había caído al suelo en algún momento, tal vez empujada por el propio monstruo o por un transeúnte que huía aterrado, y se había roto en pedazos. La chica retrocedió un paso, asustada, y sacudió la cabeza para apartar de su mente la angustiosa mirada de piedra que le dirigía uno de los fragmentos, que conservaba un ojo completo.
De pronto consideró la posibilidad de que una de aquellas estatuas fuese alguien conocido... alguien amado, un amigo o un familiar. Y comprendió que no podría soportarlo.
Había estado siguiendo aquel siniestro rastro para localizar al akuma, pero decidió que ya había tenido suficiente. Lanzó su yoyó y se elevó en el aire, lejos de aquellos tristes despojos de piedra.
Aterrizó en uno de los tejados y prosiguió su ruta por allí, con el corazón latiéndole con fuerza.
Por lo que sabía, la villana se hacía llamar Gorgona y tenía la capacidad de petrificar a la gente. Ladybug no sabía quién había sido ni qué le había sucedido para acabar convertida en una víctima de Lepidóptero. Pero sí tenía claro que de ninguna manera quería transformarse en una de aquellas pobres estatuas.
Se detuvo tras una chimenea para otear el horizonte con precaución.
–Milady –dijo una voz tras ella, sobresaltándola–. No tengas miedo, soy yo.
Ladybug suspiró aliviada.
–¿Dónde te habías metido, Cat Noir? –le reprochó–. Hace ya bastante rato que se dio la alarma.
No añadió que había temido que el poder del akuma lo hubiese alcanzado también a él. No habría sido la primera vez, y ella no se sentía con ánimos de emprender aquella batalla sola.
–Me ha parecido peligrosa, así que la he estado observando desde lejos. No es una visión agradable, por cierto.
–¿No? –preguntó ella con curiosidad.
Lo cierto era que aún no había imágenes del akuma, y Ladybug no había tardado en comprender por qué. De camino había visto a la reportera Nadja Chamak y a su cámara petrificados; sin duda habían tratado de grabar una pieza para el informativo y se habían acercado demasiado.
Tampoco tenía noticias de Alya, ahora que lo pensaba. Sacudió la cabeza, procurando no pensar en ello.
–Es una mujer serpiente, como las Gorgonas originales. –Ante el gesto inexpresivo de su compañera, Cat Noir añadió–: Los monstruos de la Antigüedad. ¿No conoces la leyenda? ¿Perseo y Medusa?
–Me temo que no –se disculpó ella.
–Según la mitología griega, las Gorgonas eran criaturas con el poder de transformar en piedra a todo el que miraban. Como los basiliscos.
Ladybug tampoco había oído hablar de los basiliscos, pero no preguntó. Aún a veces la admiraba el hecho de que Cat Noir pudiera acumular tanta información en su cabeza. Le recordaba a Max en cierto modo.
–Entonces, ¿le bastaría con mirarnos para convertirnos en estatuas de piedra? –preguntó con preocupación–. No pinta bien, gatito.
–No es tan malo como parece, si conoces el mito. En realidad, Perseo... –Se interrumpió de pronto y abrió mucho los ojos, alarmado–. ¡Cuidado! –gritó.
Ladybug no tuvo tiempo de reaccionar. Cat Noir se arrojó sobre ella, cubriéndola con su propio cuerpo, y ambos cayeron desde el tejado.
Ella quiso gritar su nombre, pero no fue capaz. Lanzó el yoyó, lo enganchó en una buhardilla y se elevó, cargando con el peso de su compañero, que no se movía.
–¡Ladybug! –oyó de pronto tras ella una voz terrible–. ¿A dónde vas, pequeño insecto? ¡No corras tanto y deja que Gorgona te eche un buen vistazo!
Ladybug no se atrevió a mirar atrás. Aún cargando con Cat Noir, se refugió tras un muro en una azotea y se asomó con prudencia.
Vio al akuma un poco más allá, trepando a un edificio cercano. Tenía una larga cola de serpiente, pero se adhería a las paredes como si fuese un caracol. No llegó a verle la cara, aunque sí apreció la masa que se movía inquietantemente sobre su cabeza. Ahogó una exclamación de sorpresa.
La mujer-serpiente se volvió rápidamente hacia ellos. Ladybug se ocultó tras su parapeto justo a tiempo para evitar que su mirada los alcanzara.
–Lady... –empezó Cat Noir, pero ella le cubrió la boca con la mano.
–Ssssh... –susurró.
Había algo preocupante en el tono de su compañero, pero procuró no distraerse. Miró a su alrededor en busca de una salida y localizó una teja suelta. Se separó un poco de Cat Noir y avanzó a gatas sobre el tejado para cogerla. Una vez la tuvo en su poder, la arrojó a lo lejos con todas sus fuerzas.
La teja rebotó sobre una azotea un par de edificios más allá. El sonido se oyó como un trueno en aquel París silencioso y atrajo de inmediato la atención de Gorgona. Ladybug se asomó con precaución y comprobó, aliviada, que la criatura les daba la espalda y se alejaba de ellos.
–Tenemos que salir de aquí –le dijo a Cat Noir.
El chico asintió, pero no logró ponerse en pie. Ladybug lo observó con preocupación mientras se llevaba las manos a las piernas con gesto de dolor.
–¿Qué...? ¡Oh, no!
Los pies de Cat Noir se habían vuelto grises como el granito, y aquella mutación trepaba ya por sus pantorrillas. Ladybug alargó la mano para tocarlas y las halló frías y extraordinariamente duras.
Tragando saliva, echó un vistazo a sus propios pies. Estaban bien, lo cual solo podía significar una cosa: una vez más, Cat Noir había sido su escudo y la había protegido de la mirada de Gorgona con su propio cuerpo.
–No puedo seguirte, milady –dijo entonces él, con esfuerzo–. Tendrás que derrotar tú al akuma y salvarnos a todos otra vez. Lo siento.
–¿Lo... sientes? –casi gritó Ladybug. Trató de controlarse–. No voy a dejarte aquí, Cat Noir.
Él dirigió una mirada desolada a sus propios pies.
–Pero no puedo caminar. Vamos, vete. No voy a ser una carga.
Reprimió un gesto de dolor, y ella comprobó, alarmada, que el proceso de petrificación estaba alcanzando ya sus muslos.
–No voy a dejarte aquí –repitió.
Imágenes de aquellas mudas estatuas de piedra asaltaron su mente de pronto. Sus miradas de horror y desesperación, sus gestos de agonía... y los restos de aquellas que habían sido destruidas, y que ahora no eran más que simples cascotes.
La posibilidad de que algo así le sucediese a Cat Noir le encogía el corazón. Le palpó la pierna, buscando una manera de detener el proceso, pero la petrificación seguía extendiéndose bajo sus dedos.
–Márchate, Ladybug –insistió él–. No puedes hacer nada, lo he visto en las otras víctimas. Derrota al akuma y utiliza tu magia para arreglarlo todo.
Ladybug frunció el ceño con obstinación y sacudió la cabeza. Él colocó una mano sobre su hombro.
–Ladybug. –Ella clavó la mirada en sus ojos verdes, angustiada–. Ponte a salvo. No permitas que te suceda a ti tam...
Se interrumpió con un gesto de dolor y se llevó una mano a la cadera. Ladybug echó un vistazo al suelo, siete pisos por debajo de sus pies.
–No puedo dejarte solo. Si te caes...
–Me romperé en pedazos, sí. Pero tú lo arreglarás todo después –concluyó Cat Noir, dedicándole una sonrisa llena de fe inquebrantable.
Ella tomó una decisión.
–Voy a llevarte a un lugar seguro, solo por si acaso.
–Pero...
–¿Y si te encuentra Gorgona y no puedes huir? Tienes que esconderte, Cat Noir, o te entregará a Lepidóptero.
Él se rindió, reconociendo la lógica de su argumento. Ladybug miró a su alrededor para asegurarse de que el akuma se había marchado y ayudó a Cat Noir a incorporarse. Las piernas ya no le respondían, por lo que ella tuvo que cargar con él, no sin esfuerzo. Con medio cuerpo petrificado, su compañero pesaba mucho más de lo normal.
Se lo llevó, saltando de tejado en tejado, hasta alcanzar la azotea del hotel Le Grand París. Pasaron junto a una doncella y un camarero de piedra y llegaron hasta la puerta que conducía a la escalera de servicio. Ladybug comprobó con alivio que estaba abierta.
–Quédate aquí escondido –le dijo a su compañero, tras ocultarlo dentro–. Volveré a buscarte.
Pero él no respondió, y Ladybug se volvió para mirarlo, inquieta.
El chico se había apoyado en la pared en una postura extraña, puesto que ya no podía doblar las rodillas ni la cintura. Se miraba las manos casi sin verlas, con el rostro crispado en una profunda expresión de angustia y dolor.
Ella le tomó de las manos. Se habían vuelto duras y frías como la roca, y la mutación ya trepaba lentamente por sus antebrazos. La superheroína echó de menos la calidez de su contacto, aunque fuese a través de los guantes.
De pronto evocó la única ocasión en que sus manos se habían rozado, piel con piel. La vez que habían revertido su transformación casi al mismo tiempo para poder escapar de la trampa orquestada por Dark Owl. Habían cerrado los ojos para mantener en secreto sus identidades, pero por un instante los dedos de él habían tocado los suyos, sin guantes.
Trató de centrarse.
No podía dejarlo así. Sencillamente, no podía.
–Cat –le dijo con dulzura, tomando su rostro entre las manos–. ¿Cómo te encuentras?
–Estoy... bien..., de verdad.
–No, no estás bien. Te estás convirtiendo en una estatua de piedra.
El chico trató de sonreír.
–Como... todo el mundo... hoy. Aaaay... –gimió de pronto, retorciéndose contra la pared.
–¡Cat!
–Estoy... bien.
Trató de respirar hondo, pero parecía que se ahogaba. Ladybug comprobó, alarmada, que la piedra ya endurecía su vientre y amenazaba con alcanzar sus pulmones.
–No, no, no –musitó.
Lo abrazó, como si así pudiese mantenerlo anclado a la vida.
–Bichito –susurró él en su oído, y ella se estremeció–. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Ladybug dudaba. Lo había dejado atrás otras veces: a merced de los esbirros de Zombizou, bajo la influencia de Malediktator, atrapado en la red de Anansi, luchando solo contra cientos de Sapotis. Porque confiaba en él y sabía que sería capaz de defenderse.
Aquello, en cambio, era diferente. Si se hubiese transformado en piedra de forma instantánea, tal vez a Ladybug le habría costado menos marcharse. Pero no podía abandonarlo allí, en medio de aquella cruel agonía.
–Me quedaré contigo –decidió, parpadeando para retener las lágrimas–. Hasta el final.
–No. Vete..., por favor.
Ella lo miró a los ojos. Trataba de mostrarse sereno y decidido, pero lo conocía bien y no podía engañarla. Estaba aterrorizado. Y sufría.
Lo abrazó de nuevo. Sus hombros eran ya de piedra.
–No voy a dejarte solo ahora.
Cat Noir intentó tragar saliva. Su respiración era ya apenas un débil jadeo. Susurró algo que Ladybug no entendió a la primera.
–¿Cómo dices?
–Perseo –logró decir por fin–. Necesitas... un espejo.
–¿Un... espejo?
–Así fue... como venció... a Medusa. Reflejando... su mirada y...
–¡Transformándola a ella en piedra! –comprendió Ladybug–. ¡Bien pensado, gatito!
Él le sonrió. Todavía podía sonreír.
Ladybug trató de acariciarle el pelo, pero sus mechones rubios se habían solidificado también. Apoyó la frente contra la de su compañero. Su rostro aún era humano.
–Te salvaré –le prometió–. Y volveré a buscarte.
Él le dedicó una sonrisa que fue apenas un rictus de dolor.
–Lo sé –susurró.
Fue lo último que dijo antes de que su mirada se apagara y su semblante se volviera frío y rígido como el mármol.
