A: Aroma
Y este fic es por el cumpleaños de Alma. Lamento publicarlo tan tarde aquí pero al fin está.
Disclaimer: Hetalia y sus personajes son propiedad de Himaruya Hidekaz
Si le pidieran a Estados Unidos que describiera la esencia de Inglaterra en una palabra, diría "viejo" sin dudarlo, incluso a sabiendas del golpe inminente que se vendría cuando el inglés lo escuchara... pero, si se lo pidieran a Alfred, la respuesta tardaría y las excusas resultarían bastante más que obvias.
Descartar uno y analizar el otro, enfocarse en un solo aroma por sobre todos los existentes que haga que la imagen del Británico pueda ser perfectamente asociada única y exclusivamente a él. Piensa y frunce el ceño arrugando la nariz a la vez, aumentándole un par de años a su eterna juventud mientras busca dar una solución a la pregunta, llegando irremediablemente a una encrucijada de cuatro puntas.
Después de todo el trabajo mental y unas cuantas hamburguesas, malteadas y unas infaltables tazas de café cada vez que los ojos se le cerraban, por fin llega a una conclusión, completamente exhausto pero significativamente satisfecho.
Supone que la respuesta varía de la hora en que se lo pregunten.
Por las mañanas, a rosas. Cuando se despierta solo para ver que el lado izquierdo de su cama está vacío y termina bajando las escaleras descalzo, entre cerrando los ojos acostumbrándose a la luz dejando que uno u otro bostezo escape de sus labios. Cuando sus pies saben directamente dónde buscar y su olfato, ya bien entrenado gracias a los años, lo lleva directamente al jardín. Cuando se toma el tiempo de observarle en silencio una vez se ha ido el sueño, antes de decidirse a acercarse y a tomarlo por la espalda desprevenido, dispuesto a alzarle y acercarle a su pecho, hundiendo su rostro entre el cuello y el hombro del inglés sólo para aspirar hondamente y susurrar un "Mornin', honey" contra su piel, en el punto preciso para hacerle temblar y arrancar un suspiro seguido de una maldición y una grosería mañanera. Cuando no le importa abrazarlo a pesar de que la ropa de trabajo del anglo lleve un poco de tierra húmeda encima y las pequeñas palas de jardinería en sus manos caigan estrepitosamente al suelo muy cerca del rosal en el que el dueño de casa lleva trabajando desde que el sol puso fin a la noche en el cielo. Cuando la risa después de las riñas marca el buen humor para el inicio del día y el inglés echa la cabeza hacia atrás, viéndole con una sonrisa de lado antes de susurrar un "Good morning, love" como respuesta y las rosas, como si se prestaran al rito de cortejo, sueltan su perfume sólo para ellos dos.
Por las tardes, a té. Al medio día y al almuerzo, en la pequeña merienda y, por supuesto, a las cinco de la tarde en punto cuando las campanas suenan y el reloj marca el inicio de la hora que, algunas veces, parece ser la más importante del británico. Con ligeros toques de vainilla de vez en cuando o de clavo de olor, de menta o manzanilla o una que otra fruta que Inglaterra decide añadir a la infusión... en cada beso, en cada susurro cuando están lo suficientemente cerca. En cada beso sobre su piel y el aliento del anglosajón recorriendo cada centímetro de él cuando están lejos de todos y la necesidad se apodera de ellos. En sus labios, en su boca, en cada promesa de amor que Arthur se atreve a susurrar de vez en cuando y termina por hacerle estallar el corazón como los fuegos artificiales que suelen encender el cielo americano en su cumpleaños. A veces amargo y otras, dulce, pero siempre agradable... el té toma cuerpo y textura cuando deja la taza y se amolda, de alguna manera, al británico.
Por las noches, a madera. Cuando el día se acaba y, por fin, la agenda laboral les da un cese al fuego; cuando no necesitan decirse nada y una mirada entre ellos basta para entenderse. Cuando por fin ponen un pie en la entrada de su casa (o, mejor dicho, la de Alfred) después de tomar caminos distintos para evitar ser vistos -a petición de Arthur- y mantener el secreto, aunque sabe a la perfección que su relación ya es de conocimiento público. Cuando la puerta se cierra tras ellos e Inglaterra es el primero en dar el paso para acortar las distancias esta vez, terminando en un beso fervientemente correspondido y ambos pares de manos comienzan el recorrido en el cuerpo del otro, siguiendo el curso al que ya están acostumbrados. Cuando las ropas caen y el perfume amaderado que el inglés gusta de usar se impregna en el ambiente y él, con cada caricia y cada beso, intenta perpetuar en la memoria. Cuando el sudor se hace presente entre cada suspiro y sus nombres dichos a medias en voces rasposas y demandantes, cuando sus cuerpos se pierden entre las sábanas haciéndose uno hasta que ambos caen exhaustos sin soltar sus manos mientras intentan regular sus respiraciones. Cuando Alfred gira el rostro sólo para encontrar los ojos verdes mirándole junto a una sonrisa sincera en labios de su compañero, como sólo él es capaz de ver tan seguido en el inglés. Cuando ríe apenas antes de acercarse, cuando segundos antes del beso el olor amaderado toma fuerza y sabe que no es solamente cortesía de una fragancia, cuando sonríe de oreja a oreja sabiendo que es abiertamente correspondido por el hombre que ama y vuelven al inicio una vez que sus labios se tocan y las fuerzas vienen después de que sus manos, ávidamente rápidas, trazan líneas en el cuerpo del otro convirtiéndose en caricias que nuevamente despiertan la llaman que creían controlada por esa noche. Cuando la madera que enmarca la habitación amenaza con arder aquí y ahora, dándole un suspiro a su par en Gran Bretaña.
Por la madrugada, a café. Porque aunque a veces no se lo diga a Arthur, termina despertándose a mitad de la noche sólo para convencerse de que no es parte de un sueño recurrente, como los de antaño. Se remueve entre las sábanas con cautela mirando la blanca espalda del otro delineada por la luz de la luna que se filtra por la ventana y sólo puede preguntarse cómo demonios es que las cosas resultaron así. Suspira con una sonrisa escueta cuando se acerca a su nuca dejando un beso en ella, haciendo que un ligero temblor recorra al inglés y lo haga encogerse en sí mismo, mascullando algo que no puede entender del todo. Deduce el ceño fruncido del rubio y eso le incita a continuar, levantando la mano y rozando su hombro con la yema de los dedos antes de reemplazarlos con sus labios... y es cuando lo percibe: el café, y no puede ser más feliz. Un solo aroma que describe todo y basta para calmar el miedo que crece y cambiarlo por una infinita paz, para pasar su brazo por la cintura del otro y acercarlo a él, dispuesto a dejarse llevar por el sueño sumergido en el aroma de su bebida favorita que, irónicamente, está ahora marcada en la piel del anglosajón. Inhala, exhala, suspira y ríe haciendo que el inglés, que ha estado despierto desde el inicio, se enternezca y se acomode en los brazos y en el pecho del otro, susurrando un "te amo" apenas audible, muy a su estilo. No le sorprende el movimiento rápido con el que Alfred le hace girar y hasta lo agradece cuando sus frentes por fin se tocan y sus narices, en un simple e íntimo movimiento, se rozan, haciendo que sus labios se curven tan igual como los del americano y sus ojos, fervientemente fijos en los de Estados Unidos, brillen en la noche con la misma frase que segundos antes él mismo había dicho, marcada esta vez con un fuerte acento neoyorquino.
Si pudiera describir el aroma de su colega, compañero, amigo, amante, o como Inglaterra guste de llamarlo en ese momento, sólo tiene una forma de hacerlo.
— A Arthur. Inglaterra huele a Arthur —susurra por fin, dando por concluida la pregunta.
Y con una sonrisa tonta sabiendo que su respuesta no tiene lógica alguna, sabe que es la mejor que puede dar.
Porque para él es claro: así como su propia historia, Inglaterra no puede ser llamado con otro nombre y Arthur, ciertamente, no puede ser descrito como una sola esencia.
