Estaba naciendo el día, pero ellos no esperaban un nacimiento, sino un renacer. Todos los que quedaban estaban allí y él lo sabía, no importaban los nombres, no importaban las caras, se había creado una hermandad profunda entre ellos y casi podían sentirse unos a otros en la distancia, reconocerse por su porte y presencia, pues llevaban juntos más de lo que dura media vida humana. Él sabía que las palabras sobraban, de hecho aquello era una reunión familiar, pero la vivían con el espíritu propio de una ceremonia religiosa.
La claridad dio paso al vibrante surgimiento del sol, pero lo que llevaban tanto esperando no ocurría. ¿Es que después de tanto tiempo, tras tantas esperanzas depositadas, tras el esfuerzo de esperar décadas, algo iba a salir mal? Del silencio reverente pasaron a los resoplidos, los carraspeos, las plegarias y las frases de ánimo susurradas. Las largas y cambiantes sombras creadas por los rayos del sol ascendente al filtrarse entre las hojas escribían por ellos el paisaje de dudas que reinaba en sus mentes.
Ella no regresaba, pero sí lo hizo el joven impulsivo que había muerto en él aplastado por las calamidades del pasado. Algo se sacudió en todos ellos cuando avanzó con decisión hacia la losa de la entrada y la apartó con fuerza.
Oscuridad, humedad, un estremecimiento: era demasiado puro, demasiado frío, aquel lugar no transmitía sensación de vida, no era la cavidad uterina que él había imaginado, pero allí estaba, aquella mortaja de seda blanca guardaba en su interior una semilla de vida inmortal. No era pegajosa al tacto, era cálida como las sábanas que acaba de abandonar alguien que se levanta de su cama, pero nadie despertaba allí. Siguiendo el hilo del símil, decidió sacudir la crisálida, ¿la luz del sol la despertaría?, ¿debería sacarla de la tumba? El sol lo revitaliza todo, y la oscuridad y el miedo se borran.
Entonces sucedió, primero aguas agitadas, luego crujidos, después desgarros, a continuación cascadas de fluidos y por último una forma surgiendo, blanca como un espectro, envuelta en los restos húmedos de su sudario. Pero aquella forma, esperada, deseada, amada... ¿por qué estaba rodeada de un halo de extrañeza? Estaban allí, solos, pero algo atenazaba su alma, no se atrevía a romper el silencio, la distancia entre ambos, el hechizo del momento. Si salían a la luz del sol, volvería a sentir que aquello era real, los miedos se evaporarían, todo estaría bien, todo estaría bien, todo... Todo se fue al Infierno, porque el sol no tenía poder en aquella sepultura, porque el tiempo se colapsó, y sucedió lo imposible: pudo ver, al fin, como de los amados ojos de su hermana del alma nacían dos luces, dos gélidas y mortales lunas azules.
Los alaridos de terror resonaron por un tiempo infinito, hasta que Kai sintió que iba a perder la voz, pero nadie se le había acercado para desgarrarle la yugular. Era extraño. Ahora estaba en la playa, enterrado en la tibia arena y estaba atardeciendo. Dos pequeñas caritas perplejas le miraban, y dos voces infantiles a coro preguntaron: ¿Has tenido un mal sueño, Kai? Se rieron, pero sin malicia. Él volvió a ver lunas azules, y estrellas rojas, pero era verdad que la luz del sol volvía a poner todas las cosas en su sitio, las pesadillas ya no tenían sentido en su vida. Sin embargo... mañana iría a visitar la tumba. Era mejor asegurarse de que todo iba a salir bien.
