¡Hola! Había comenzado a escribir esta historia en abril del año pasado, pero por alguna razón me olvidé totalmente de ella, al igual que otras tantas, hasta ahora que las encontré. Es un poco diferente a lo que acostumbro escribir pero en su momento estaba muy emocionada por compartirla. Está basada en la leyenda del Sol y la Luna y serán sólo tres o cuatro capítulos cortos pero espero que la disfruten.

Advertencias: Ligero OOC, AU, drama

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen


EL SOL Y LA LUNA

Cuando el Sol y la Luna se encontraron por primera vez al principio de los tiempos, se enamoraron perdidamente. Nunca antes hubo amor tan intenso como el que se tuvieron el Sol y la Luna. Cada día desde que se conocieron, los amantes se reunían y conversaban, y se conocían, y entre más se conocían, más enamorados caían el uno del otro. Era simplemente magnífico.

Fue entonces cuando el mundo fue creado, y el Sol y la Luna fueron elegidos para darle el brillo que iluminaría su existencia. El Sol iluminaría el día y la Luna iluminaría la noche, obligados así a vivir eternamente separados.

La tristeza invadió a los amantes ante la crueldad de su destino, pero ninguno de los dos se atrevería a ir contra los designios de Dios. Entre caricias y besos desesperados, ambos consumaron su amor antes de la inevitable separación, con la esperanza de que el recuerdo de esa noche les diera la fuerza suficiente para soportar la distancia.

La Luna iluminaba solitaria y melancólica las noches del mundo, perdida en su tristeza. El Sol, a su vez, iluminaba con fervor los días pero tampoco era feliz. A pesar de poseer su propio brillo, la felicidad había abandonado a los amantes.

El tiempo siguió su curso y la Luna pasaba las frías noches iluminando a los enamorados y bohemios, volviéndose la protagonista de innumerables poesías y canciones.

El Sol se convirtió en el más importante de los astros, iluminaba el día y brindaba calor y felicidad a los hombres durante su jornada, llenando los corazones humanos de calidez.

La Luna lloraba amargamente noche a noche su terrible destino y el Sol, viendo sufrir a su amada, decidió que él sería fuerte por los dos, dándole la fortaleza que necesitaba para aceptar la decisión.

Como no podía dejar de preocuparse por ella, decidió pedirle un favor especial a Dios. Le pidió compañía para su amada, quien no soportaría la soledad como él, y Dios, en respuesta, creó a las estrellas para hacerle compañía. Pero eso tampoco acabó con su tristeza.

Ambos vivieron así, separados. El Sol finge que es feliz y la Luna no consigue disimular su tristeza. El Sol arde de pasión por la Luna y ella vive en las tinieblas de su añoranza.

La orden de Dios era que la Luna fuera siempre llena y brillante, pero sólo cuando es feliz consigue ser llena, cuando es infeliz mengua hasta que su brillo se vuelve imperceptible. Los hombres siempre intentaron conquistarla de incontables formas, soñando con ser correspondidos, pero nadie jamás consiguió su corazón por mucho que lo intentaron.

Ambos, Sol y Luna, cumplieron su destino durante siglos tal como les fue encomendado y Dios, en recompensa, decidió aliviar su soledad con un regalo especial que hiciera sus días más felices. Ambos fueron bendecidos con la dicha de un hijo, fruto de su amor por la humanidad.

Algún día cuando los niños, que no estaban destinados a conocerse, hubieran crecido lo suficiente y ellos no pudieran continuar más con su labor, heredarían la noble labor de sus padres para convertirse en los nuevos Sol y Luna que iluminarían el mundo. Y ellos, luego de cumplir por tanto tiempo, podrían finalmente volver a estar juntos y vivir ese amor que, aunque les había sido negado, no había hecho más que crecer en sus corazones.

El hijo del Sol, fuerte, inteligente, valiente. El hijo de la Luna, sereno, apacible, virtuoso. Los dos pequeños se convirtieron en la dicha de sus padres, dejando atrás sus días de soledad. Aunque no todo fue tan fácil para los nuevos padres, quienes tuvieron que enfrentar el reto más grande que les había sido encomendado en toda su larga existencia.


—¡Erwin! ¿Dónde estás? —El Sol llamaba a su hijo desde su trono, masajeando sus sienes mientras se preguntaba en qué momento había perdido de vista a su pequeño. Estaba seguro que le había visto a su lado apenas un momento antes.

Con el paso de los años, el Sol había comprendido que la tarea de mantener quieto a su indomable hijo era de lejos la más complicada que le habían asignado. Ni siquiera estaba seguro de en qué momento ese adorable bebé al que podía sostener con apenas una mano se había convertido en un niño con demasiada energía como para quedarse tranquilo por más de cinco minutos.

De reojo, pudo notar como una de las largas cortinas rojas que adornaban el recinto se movía ligeramente. Podría simplemente levantarse e ir a buscarlo, pero sabía por experiencia que aquello terminaría en una persecución que no tenía tiempo de atender. De él dependían muchas cosas en la Tierra, y por mucho que quisiera atender a su hijo había asuntos que debía tratar antes de poder tomar un descanso por corto que éste fuera.

En vez de ir a buscarle, el Sol fingió no haberle descubierto y se dedicó a ordenar un poco su larga túnica de oro, dando tiempo a que él se acercara lentamente en un infantil intento por sorprenderle, siendo atrapado por su padre apenas estuvo a su alcance.

—Te tengo. Ahora dame un respiro. —Le tomó en brazos y besó la frente del niño para luego sentarlo en su regazo, disfrutando el momento de tranquilidad ya que sabía no duraría mucho.

El niño, mientras tanto, se removía entre los brazos de su padre en un nada sutil intento por escapar. A pesar de su corta edad, una inexplicable necesidad de aventura se apoderaba de él y le empujaba a ir cada vez más lejos, hambriento de independencia.

Erwin, el hijo del Sol, era un niño de hermosos ojos azules, tan claros como el cielo iluminado por su padre, y cabello rubio tan brillante como un rayo de sol. Su piel blanca contrastaba con la bronceada del astro rey, pero esa no era la única diferencia que había entre ellos. Mientras el Sol reinaba apacible los días, Erwin aprovechaba cada oportunidad para escabullirse y visitar algún lugar "desconocido", y aunque nunca iba lejos de la vista de su padre, el Sol era consciente de que cada vez se alejaba más de él. ¿Cómo se suponía que estuviera tranquilo cuando su propio hijo parecía estar cada vez más lejos de él?


Levi, el hijo de la Luna, era todo lo contrario. Sus ojos grises asemejaban la luz reflejada por su madre, su cabello era oscuro como la noche y su pálida piel idéntica a la de su madre resaltaba sus finos rasgos, tan finos como los de los ángeles favoritos de Dios. La Luna no podía negar que estaba orgullosa de él, pero algunas veces deseaba entender por qué su pequeño prefería mirar el cielo nocturno antes que salir a jugar con las estrellas, que tanto se esforzaban por ganar su amistad.

La preocupada reina miraba a su hijo desde su trono, tratando de entender lo que ocupaba sus pensamientos y le mantenía retraído la mayor parte del tiempo mientras las estrellas intentaban en vano comenzar una conversación con el niño.

Ella sabía que su hijo era feliz, podía verlo en sus ojos cuando estaban juntos o en esas radiantes sonrisas que le regalaba cuando le tomaba en brazos y le hacía cosquillas, pero por más que le preguntaba si algo le estaba molestando o algo le preocupaba, el niño simplemente negaba, dejaba un beso en la mejilla de su madre y se recostaba en el suelo para perderse durante horas observando las blancas nubes pasar por el cielo, tal como hacía en ese momento.

—¿Levi? —Le llamó con ternura, ofreciéndole su mano para que se levantara.

Con el paso de los años, la Luna había aprendido a dejarlo ser, permitiéndole vivir en su propio mundo y compartiendo juntos tanto tiempo como sus obligaciones le permitían. Amaba tanto a su hijo que no desperdiciaba ni un segundo que pudiera sostenerle en sus brazos.

Levi tomó la mano de su madre y le sonrió mientras ella lo levantaba del suelo hasta sostenerlo en brazos, encogiéndose contra su pecho como el niño pequeño que era al tiempo que ella besaba sus mejillas con cariño. Esa noche de nuevo había desaparecido mientras jugaba con las estrellas, y ellas preocupadas habían acudido a su reina para notificarle de su ausencia, aunque para ella ya era una situación de lo más normal por lo que ya no salía corriendo a buscarlo, en vez de eso prefería darle tiempo antes de ir a su encuentro.

Algunas veces le encontraba dormido en los jardines, otras, mirando al cielo, pero ya conocía la mayoría de los escondites del niño, aunque no le era indiferente el hecho de que cada vez iba más lejos de ella. La Luna atrajo más cerca a su pequeño, que a sus ojos siempre sería su bebé, mientras se preguntaba por cuánto tiempo más sería capaz de sostenerlo de esa forma. Aunque no lo dijera, le preocupaba que llegara el día en que creciera lo suficiente y dejara de depender de ella, pues sabía que cuando eso sucediera no habría nada que controlara su espíritu ansioso de libertad.


Gracias por leer hasta aquí. Este capítulo fue una especie de prólogo, el siguiente está casi terminado así que espero publicarlo a más tardar el lunes y el resto cada semana. Si les gustó dejen review, me gustaría saber su opinión. Gracias por leer.