Ni Kuroko no Basket ni sus personajes son de mi propiedad, todos ellos pertenecen a Tadatoshi Fujimaki.
Emitió un largo y sentido suspiro.
— ¡Aominecchi! ¡Deja de suspirar como si estuvieras molesto! —Se quejó la figura alta, esbelta, que avanzaba justo a su lado. Sus cabellos rubios relucieron como el oro cuando se los echó hacia atrás, apartándoselos de la frente con un ligero movimiento de mano. Con aquel simple gesto, Kise Ryōta derrochaba belleza y atractivo sexual; no parecía humana la naturalidad con la que aquello le salía, sin darse cuenta de nada.— ¡Parece como si estuvieras aquí por obligación!
— Es que estoy aquí por obligación, Kise. —Replicó el más alto; sin dejar sin embargo de moverse hacia adelante, subiendo uno tras otro los peldaños de la escalerilla que se extendía hacia arriba por la colina. Su rostro denotaba cierto cansancio; pero no físico, era más bien el agotamiento que surge al hacer algo en contra de la propia voluntad.
Sin embargo… era tan sólo una máscara. Porque Aomine Daiki desde hacía tiempo se había convertido en un maestro de ocultar sus emociones, de pintar un antifaz de aburrimiento y desinterés en sus oscuros ojos azules y torcer el gesto en una falsa mueca de disgusto.
— ¡Aominecchi! —Gimió el más bajo; saltando tres, cuatro, cinco escalones por delante de él y dándose la vuelta para mirarlo de frente, con las manos en las caderas mientras inflaba las mejillas como si hiciese pucheros. Tenía el ceño fruncido; aquellas dos finas líneas rubias que constituían sus cejas casi se juntaban una con otra; sus ojos refulgiendo con el brillo de la contrariedad. Aunque estaba de espaldas y no veía por dónde iba ni dónde tenía que pisar, seguía subiendo.— ¡Qué cruel!
Aomine suspiró; otra vez. Mantenía las manos estoicamente en los bolsillos de su grueso sobretodo, como si no se atreviera a sacarlas al exterior por alguna causa. Miró a Kise con el gesto cansino de quien repite a un niño, por enésima vez, que no debe comer tantos caramelos porque le harán mal a los dientes.
—… Deja de hacer eso. Te caerás. —Señaló, refiriéndose al hecho de que Kise estaba subiendo una escalera de piedra de espaldas, pudiendo tropezar y darse un fuerte golpe de un momento a otro. Se acomodó la bufanda rojo oscuro en torno a su cuello, protegiéndolo de la suave brisa invernal que le erizaba la piel al más mínimo contacto. Él otro sólo lo miró, todavía más contrariado que antes porque el moreno ni siquiera se había tomado el trabajo de disculparse con él ni de inventar alguna excusa.
— Ya te expliqué por qué teníamos que salir hoy. —Su voz cantarina salió con un dejo de impaciencia, como si lo que estaba diciendo fuera obvio. El vaho se alzaba delante de sus labios, por el contacto de su aliento con el frío aire exterior.
— Tienes una legión de admiradoras que estarían encantadas de poder salir contigo.
— ¡Al contrario! —Exclamó Kise horrorizado, como si acabase de decir una barbaridad.— La otra vez, una compañera de clase se me acercó y me advirtió que tuviera cuidado, porque había algunas chicas que estaban planeando engatusarme, emborracharme, y secuestrarme. ¡¿Acaso quieres que me secuestren y que desaparezca para siempre?!
— No estaría tan mal…
— ¡Aominecchi!
El moreno soltó una risita forzada. Era tan obvio que aquella muchacha le había dicho eso a Kise sólo para que saliera con ella en vez de con las otras chicas. Tan evidente. Pero el rubio no parecía darse cuenta, convencido de que había jovencitas dispuestas a todo con tal de tenerlo para ellas solas. Bueno, como mínimo, Aomine debía reconocer que las fanáticas de esos días estaban cada vez más locas… tal vez era sensato que el modelo actuase con un poco de cuidado.
Pero esto… era extremo.
— Kise… San Valentín es una fecha para los enamorados, no para que salgamos nosotros.
Sintió una punzada aguda en el centro de su pecho al decir aquello, pero estoico y reservado como era, se la guardó para sí, silenciándola, ocultándola entre las sombras de su interior.
— ¿Qué querías, que me quedara solo en mi casa?
— Podríamos haber salido cualquier otro día…
— ¡¿Y pasar San Valentín completamente solo?!
No tenía caso. Aomine sabía cuánto le importaban esas fechas al rubio, cuánto significaba para él estar solo un día en el que los globos de helio con forma de corazoncitos se desvanecían alto en el cielo, y las parejitas salían a los parques y los lagos, tomadas de la mano, rebosantes de amor.
— Por cierto, Aominecchi… ¿a dónde estamos yendo?
Kise había pasado todo el trayecto hasta allí repitiendo aquella bendita pregunta; convencido de que, si insistía una y otra vez y lograba tomar al moreno por sorpresa, conseguiría sonsacarle la respuesta. Un viaje en tren, alejándose una enorme distancia de Tokio, pasando de largo Kanagawa y abandonando incluso la región de Kanto, rumbo al sudoeste; una caminata hasta el pie de aquella colina, donde se hallaba la entrada de un templo. Había pensado que se detendrían allí: por eso se había sorprendido bastante cuando Aomine, en su lugar, había desviado su camino hacia la izquierda, empezando a subir por aquella escalerita en la que todavía se encontraban y que no parecía terminar jamás.
Kise amaba las sorpresas. Pero, en su eterno espíritu infantil, no podía contener su propia curiosidad; podía apostar que estaban en algún sitio de la región de Kinki, y se devanaba los sesos tratando de averiguar a dónde iban con exactitud, preguntándoselo una y otra vez a un moreno que ya había evadido la pregunta infinitas veces.
— Ya te dije que no te lo pienso decir… —Repitió Aomine, en lo que se sentía como la millonésima vez. Kise, que seguía caminando de espaldas a la escalera, por delante de él, abrió la boca para decir algo; pero el moreno se le adelantó:— De todas formas, no falta mucho…
El alero sonrió radiante. Las márgenes de la estrecha escalerilla de piedra estaban repletas de arbustos y árboles, que taponaban la bóveda celeste por encima de ellos; sin embargo, algunos rayitos de sol se colaban entre las hojas verdes, alcanzando los ojos dorados del rubio y haciéndolos refulgir como estrellas de oro líquido.
Aomine sentía que se perdía en esos ojos, dentro de los cuales parecía revolverse una sustancia densa como la miel, cada vez que miraba al contrario. La manera en que se entrecerraban apenas cuando sonreía, enmarcados por esas finas y curvadas pestañas; los delgados labios rosáceos, torciendo sus comisuras hacia arriba en esa sonrisa deslumbrante que había visto tantas veces pero a la que no terminaba de acostumbrarse. Con sus lacios cabellos meciéndose por la brisa helada, resplandeciendo cada vez que el Sol los acariciaba con sus rayos, Kise refulgía como si él mismo fuera una estrella; el sol del sistema solar en torno al cual Aomine orbitaba.
Parecía irónico. El grandioso Aomine Daiki, jugador estrella de la Generación de los Milagros, experto en el baloncesto, sin perturbarse ante nada que le pusieran por delante, era incapaz de confesarse a la persona que ahora tenía en frente, a la que más amaba en todo el mundo.
Porque sí; no sabía cómo había pasado, pero en algún lugar del camino, sin que ni siquiera él mismo se diera cuenta, se había enamorado de Kise Ryōta, de ese muchacho cuyas sonrisas refulgían como el sol del mediodía, y cuyas risas se oían tan dulces como el canto de las aves por la mañana. De ese muchacho jovial, entusiasta, un poco distraído, que ahora caminaba por delante de él y lo contemplaba con aquel gesto alegre que fulminaba su corazón hasta derretirlo.
Por eso no había podido decirle que no cuando Kise le había pedido que saliera con él aquel día; por muchas objeciones que hubiese puesto y por más que su expresión ahora fuese de pleno disgusto y aburrimiento, al final había terminado por acceder. Eran máscaras, fintas, gestos que trataban de ocultar sus verdaderos sentimientos porque eso era lo que Aomine Daiki siempre hacía: actuar como si nada lo perturbara, como si nada lo afectara en absoluto, porque lo contrario equivalía a exponerse, a volverse vulnerable ante un inminente daño que sentía que sería irreversible.
No podía confesarse con Kise… porque no podía siquiera concebir en su mente la posibilidad de que le dijera que no, de que lo rechazase. No porque le pareciera imposible; sino que justo al revés: darse cuenta de que el rechazo era completamente plausible lo obligaba a encerrar sus sentimientos bajo esa coraza de hielo con la que siempre se cubría, protegiéndose a sí mismo, ahorrándose el dolor agudo que lo invadiría de tener que enfrentar de una simple negativa.
Eventualmente, el ineludible destino de Kise se cumplió y tropezó, sin ver por dónde iba debido a que seguía de espaldas, sonriendo al moreno. Empezó a caer de espaldas, y se hubiese dado la nuca contra el suelo en lo que hubiera sido un golpe muy doloroso, de no haber sido porque Aomine lo atajó en brazos justo a tiempo, sus reflejos tan veloces como los de una pantera. Con las manos en la espalda del rubio, inclinado por encima de él y a escasos centímetros de su rostro, sintió que sus mejillas se manchaban con el rubor producto de la posición en la que se encontraban, de la repentina cercanía; Kise también se sonrojó, riéndose con nerviosismo y emitiendo un escueto y ahogado "gracias" como todo agradecimiento.
Aomine lo ayudó a estabilizarse, al tiempo que farfullaba:
— Te dije… mira hacia el frente… ten más cuidado.
Kise asintió, retomando su lugar original a la derecha del peliazulado, mirando hacia adelante. Ninguno de los dos añadió nada más; y muy pronto divisaron el fin de aquella eterna escalera, que durante tanto tiempo los había hecho subir por la colina, retorciéndose en un camino que se contorsionaba esquivando los árboles, abriéndose paso hasta la cima.
Cuando llegaron hasta arriba, Kise soltó un jadeo ahogado, cubriéndose la boca con una mano.
El sitio donde se hallaban era amplio, luminoso; el sol brillaba imponente en el centro exacto del cielo, sin que sus rayos fueran interceptados por ningún árbol porque aquel lugar era un auténtico descampado; el césped verdoso y los hierbajos a merced del radiante astro y sacudiéndose levemente por la brisa. Centenares de flores de colores salpicaban el suelo, rosadas, blancas, de color azul claro; decorando aquel lienzo celeste y verde, y desafiando el frío clima invernal, que cubría todo de blanco y volvía todos los paisajes de un triste color gris.
— A–Aominecchi… —Gimoteó el rubio, absorto en aquella vista, en la cual sólo se oían el suave susurro del viento y los alegres cantos de las aves.
—… Vine aquí una vez, con mi madre. —Confesó, desviando la mirada hacia un costado mientras el rubio se entretenía observando sus alrededores, allí inmóvil, encandilado por la belleza de las flores que se alzaban en el suelo y por un cielo que nunca le había parecido tan celeste.—… Cuando era pequeño. Recuerdo que me enojé con ella porque pensé que estaría lleno de abejas. —Frunció el ceño, todavía contrariado por el recuerdo, antes de soltar un suspiro y aliviar su gesto. Ese sitio lo llenaba de nostalgia, nostalgia de unos tiempos en los que era más ingenuo y feliz, y en los que su madre todavía estaba allí con él.
Kise soltó una risita.
— Vale, si hay abejas, lucharé contra ellas para protegerte~ —Bromeó, causando que Aomine lo fulminase con la mirada por un instante. Pero Kise, que jamás se dejaba intimidar por ninguno de los gestos amenazadores del peliazulado, lo tomó por un brazo y lo llevó consigo a través del descampado, cuidando no pisar las flores. A lo lejos, del otro lado, se podían ver las zonas colindantes desde arriba, sin árboles que taparan la vista; sin embargo, el rubio estaba demasiado sumergido en el cielo y las flores como para prestarle atención a eso.
Se dejó caer sobre el césped, dando palmaditas en el suelo, justo a su lado, para indicarle a Aomine que se sentase junto a él. Éste obedeció y tomó asiento, mirando hacia otro lado. Pasó una mano por encima del césped y descubrió que estaba sorprendentemente cálido, considerando el frío que hacía. Quizás era producto de los rayos del sol, que irradiaban su infinita calidez por todo el páramo sin ningún obstáculo que los detuviese; o tal vez era sólo que ese sitio poseía una magia extraña, la misma que había demostrado años atrás, cuando su madre lo había llevado hasta allí, pero cuya esencia Aomine seguía sin lograr descifrar.
Se mantuvieron en silencio, sólo observando y escuchando los pequeños sonidos de la naturaleza, componiendo una melodía armoniosa y perfecta en consonancia con los bellos colores del lugar. Las infinitas flores perfumaban el ambiente; tanto era así que Kise, apoyando su peso sobre las palmas de sus manos, inclinó la espalda hacia atrás y cerró los ojos, alzando el mentón e inhalando hondo para percibir con detalle la suave fragancia en el aire.
Aomine sintió cómo su corazón comenzaba a palpitar con fuerza, al mirarlo. La expresión de máximo contento en su rostro; sus rubios cabellos cayéndole desordenadamente por detrás de la cabeza, danzando al son del ritmo marcado por la brisa; su blanca piel y sus ojos cerrados le conferían el aspecto de un ángel, de una criatura que había bajado del cielo y que no pertenecía a aquel lugar. Su belleza era incluso superior a la de aquel sitio; sus ojos ambarinos, de una calidez incluso por arriba de la del mismísimo Sol; la línea de su sonrisa, más tenue incluso que la corriente que soplaba; sus labios, de aspecto más suave que los pétalos de las flores a su alrededor.
Desvió la mirada, sintiendo el rubor en las mejillas; un sonrojo que se disimulaba por debajo de su piel oscura, convirtiéndose en algo difícil de notar. Kise era único; hermoso como las mañanas despejadas; radiante como una estrella; irradiando una determinación y una alegría que a veces opacaban su naturaleza frágil, la delicadeza de cada uno de los elementos que lo constituían.
— Aominecchi… —Sólo el sonido de aquella voz podía sacarlo de su ensimismamiento, sumergido como se encontraba en un océano de pensamientos en el que el rubio dictaba el oleaje.— ¿…Por qué me trajiste aquí?
El moreno frunció el ceño, en una máscara de una irritación que en realidad no sentía, cuando volvió a mirarlo. Ahora Kise tenía los ojos abiertos y lo contemplaba insondable, con una expresión a mitad de camino entre permanecer serio y sonreír, que el peliazulado veía por primera vez; un gesto que indicaba que la pregunta era seria.
— ¿No dijiste que querías que saliéramos? —Bufó, hundiendo el mentón hasta ocultar la boca en su bufanda, la tela de la misma haciéndole cosquillas en la punta de la nariz.
— Podríamos haber ido a cualquier otro lado. —Señaló el rubio con tranquilidad.— A tomar un helado, al cine, a jugar baloncesto; ¡realmente me sorprende que no eligieras eso último! —Exclamó, acentuando su sonrisa. Pero Aomine ya no lo miraba; había vuelto a clavar sus ojos azulados en un punto a su izquierda, mirando las flores en un gesto que derrochaba amargura.—… Pero me trajiste aquí.
Hubo una pausa, durante la cual ninguno de los dos dijo nada. A Aomine se le ocurrían cientos de excusas, de razones que podrían haber justificado el hecho de que hubiese llevado a Kise hasta ahí: que quería volver a ver el sitio, que el lugar era bonito, cualquier cosa con tal de justificar su accionar… pero nada le parecía suficiente, todos esos motivos sonaban absurdos y ridículos cuando se los comparaba con la causa real que lo había hecho llevar al rubio hasta allí.
Para Aomine, aquel lugar era especial… justo igual que Kise.
— Ni siquiera esperaba que me dijeras que sí, cuando te pedí que fuéramos a alguna parte… No creo que hayamos venido tan lejos así porque sí. —Puntualizó el rubio con sencillez.
El silencio volvió a gobernar entre ellos. Al moreno el canto de los pájaros nunca le había parecido tan triste, tan nostálgico y amargo a la vez; ni el cielo, de un celeste radiante, tan cruel y despiadado… como si en su inmaculada perfección se mofara de él. Porque no podía decírselo. No podía decirle a Kise lo que en verdad sentía, lo que llevaba semana tras semana guardando, en un silencio angustioso que poco a poco lo había ido asfixiando.
Pero entonces sintió el tacto de unos finos dedos sobre los suyos, que yacían sobre el césped sosteniendo su peso, y apartó la mano de un sobresalto al darse cuenta de que Kise acababa de rozarla con la suya. Sentía que la piel le ardía allí por donde el rubio lo había tocado; y al girarse para mirarlo, notó cómo se enderezaba un poco, acercándose y posicionándose casi de frente a él.
— Aominecchi… —Murmuró, contemplándolo con aquellos orbes como la miel de los que los ojos azulados no podían despegarse, por más que quisieran.— Dímelo, por favor…
No podía decirle que no. No con su tono de voz, con la manera en que se aproximaba hacia él hasta que su rostros se hallaron tan juntos que la punta de su nariz rozaba la suya; con el fulgor de sus ojos dorados, la insistencia de sus palabras, la manera en la que se inclinaba sobre él, posando una mano sobre su hombro, y aguardaba, sus labios tan cerca que resultaba difícil resistirse a la tentación de probarlos por primera vez.
Sentía su aliento cálido sobre sus labios, y a pesar de que el viento continuaba soplando y los pajarillos pintaban el aire con sus cantos, era como si todo se hubiera quedado estático, mudo; como si el resto del universo hubiera desaparecido, dejándolos solos a Kise y él.
—… Me gustas… —Reconoció despacio, con infinita lentitud, incapaz de pensar en otra cosa que no fueran esos ojos como oro líquido clavados sobre los suyos, dispuesto de lanzarse de cabeza al vacío del sincericidio con tal de ganar una oportunidad de besar aquellos labios que tan loco lo volvían.—… Me gustas mucho…
Y con eso fue suficiente; suficiente para que el instinto y el anhelo los nublaran, y bajasen sus párpados hasta cerrarlos al tiempo que sus bocas se juntaban, suaves, sin apuro; en ese tanteo que caracteriza la primera vez, buscando percibir la forma del otro y palpar su esencia.
Fue como un sueño. Se sintió como si flotara en el aire, como si la tierra y el césped por debajo de él estuviesen constituidos de nubes y fuera Kise nada más lo que lo sostuviera allí, en su lugar. Los labios de Ryōta eran cálidos, en comparación con el aire helado que los rodeaba; más suaves que la brisa que acariciaba sus rostros; de una exquisitez tal que las largas semanas de espera le parecieron un precio muy bajo por lo que estaba sintiendo ahora. Deslizó una de sus manos hasta una de las mejillas del rubio, donde la ubicó por encima de la piel con ternura, acariciándolo despacio con el pulgar, mientras se acercaba todavía más al contrario en una búsqueda por profundizar el beso —sintiendo, a su vez, como Kise también se aproximaba más a él.
El tiempo se detuvo cuando sus lenguas se encontraron; afuera de sus bocas, en un tacto ínfimo pero tan húmedo y sofocante que llenó por completo sus mentes y les impidió pensar en nada más. Y mientras sus lenguas danzaban una en torno a la otra, en movimientos lánguidos y sosegados, desearon que aquel momento no se acabara jamás.
Al separarse, se miraron directamente a los ojos —con sus rostros todavía a escasos centímetros de distancia, percibiendo el aroma del otro mezclado con el perfume floral del ambiente. El leve rosáceo que teñía las mejillas de Kise fue una grata visión para Aomine, que le dedicó una sonrisa torcida al tiempo que el sonrojo del rubio se intensificaba.
— Y–yo… —Balbuceó el rubio, la vergüenza haciendo temblar su voz.— T–también me gustas, Aominecchi… —Confesó despacio; su tono, de una dulzura tal que el moreno no pudo hacer más que aumentar su sonrisa.
Ninguno de los dos dijo nada. El peliazulado volvió a presionar otro beso más sobre sus labios —conciso, corto, como un sello para lo que acababan de hacer— antes de apartarse y respirar hondo; sintiendo cómo los dedos de Kise se entrelazaban en torno a los suyos, pero ahora sin hacer ademán de quitar la mano. En su lugar, los juntó con mayor comodidad, el dorso de su mano reposando sobre el césped mientras ésta se cerraba todavía con mayor convicción junto a la del rubio.
No se atrevían a mirarse. Permanecieron en silencio, tomados de la mano mientras observaban el paisaje, hasta que Kise dijo:
— Cuidado, Aominecchi, hay una abeja ahí…
— ¿Qué? ¡¿Dónde?! —Exclamó el peliazulado, apartándose con un sobresalto y chocando contra Kise en su intento desesperado por alejarse del temible insecto. En el apuro, el rubio cayó derribado sobre el césped, sus cabellos entremezclándose con las flores por debajo de él; y Aomine yacía prácticamente arriba suyo, estudiando sus alrededores con una mirada de espanto.
Sólo cuando Kise rompió a reír dejó lo que estaba haciendo para mirarlo, llenándose de una hermosa calidez al oír sus risas… aunque fueran a su costa.
—… Era una broma~ —Reconoció el alero entre risitas. Aomine frunció el ceño por unos instantes.
— ¡Kise! ¡No vuelvas a hacer eso! —Protestó, contrariado… pero en seguida su gesto se alivió, esbozando nuevamente una sonrisa, e inclinándose hacia adelante volvió a presionar su boca contra la del rubio, sintiendo sus labios curvados en una sonrisa por debajo de los suyos.
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