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Iwaizumi escruta cada parte de la anatomía que brilla imponentemente descubierta frente a sus ojos. Pálida, firme en su extensión, e increíblemente suave. El cuerpo de Tooru se nota delicado y apetecible, como siempre y como nunca. Y Hajime no puede evitar el deseo recorriéndole en la carne, por sus venas; y quiere echar a andar sus manos en cada recoveco de la lechosa piel que le absorbe, y sus dientes arden en deseos de hundirse en la carne de la clavícula perfectamente marcada.

Tooru gime sobre su frente y el cálido aliento mentolado le inunda de lleno, y aun habiéndolo vivido tantas veces no puede acostumbrarse a los espasmos que le sobrevienen por el simple tacto del otro sobre su espalda. Cuando las yemas de sus dedos envuelven su carne que exhala calor se siente fallecer, sus mejillas arreboladas y el sudor perlado vibrando en su frente, a punto de caer y rodar en su camino hasta los pectorales duros. Y las uñas a penas salientes de su amigo se hunden en su cintura y un gemido revoltoso escapa de sus labios aprisionados por los dientes del castaño, y cree que es suficiente de todo, que en cualquier momento va a morir por tanta dosis de Oikawa. Pero no puede parar, ni él, ni sus manos que tocan todo el terreno de ese que es su capitán y mucho más, incluso sin serlo; y la sangre le hierve en las venas y el corazón late como si estuviese corriendo una maratón.

Sus dedos largos contornean los glúteos y el apodo infantil (Iwa-chan) que el contrario le ha puesto hace años le llena por completo, y le excita a morir, entonces aproxima sus dedos y Tooru sabe qué debe hacer.

Cuando los dedos embadurnados se abren paso en la entrada del más alto, las paredes calientes aprietan y le oye exasperar (Iwa-chan, apúrate), casi pierde el autocontrol y quiere profanarlo una vez más hasta que amanezca y los pájaros píen y el sol ilumine todo, exponiéndolos al mundo. Pero debe ser cuidadoso porque es Tooru y, si no es delicado (aunque, de hecho, él le pida que no lo sea), no le va a dejar tocarlo por una semana y eso es igual al infierno para él y para cualquiera que tenga dos dedos de frente o haya osado tocarlo (cosa imposible, porque Oikawa es de él y nadie más).

Procede a dejarle besos, que se le antojan a algodón por lo dulces, en lo que el glande hinchado se hace un lugar en el interior del otro para que no duela, incluso si sabe que Tooru se quejara igual, porque en eso de joderlo él es experto como nadie que haya conocido.

Después de arañazos y mordiscos, sudor aquí y allá y estocadas nada suaves (por las cuales le oye a Tooru proclamar insultos con su nombre), el encuentro termina con dos cuerpos fornidos inhalando y exhalando después del anterior cansancio que agotó sus fuerzas, más que cualquier torneo al que hayan podido asistir junto con el equipo de vóley. Le besa la frente y le profesa un tequiero acaramelado que a Tooru le derrite como chocolate a baño María, entonces sus ojos le analizan y asiente (sí, esta vez también es en serio), le dice que él también le quiere, le va a querer por siempre, no importando los kilómetros que se atrevan a separarlos. Porque sus corazones están unidos como por le hilo rojo, y ni si uno está en Tokio y el otro en Miyagi algo va a cambiar (¡ajá, vida, toma eso!). Sus corazones están unidos y nadando entre las estrellas más o menos desde que se conocieron, y eso no lo va a cambiar que estén en universidades diferentes y sus caminos se desvíen un poco, porque van a volver a verse y encontrarse, porque nacieron el uno para el otro.