CAPITULO 1. FUEGO

La pequeña Lucy, quien había cumplido hacía menos de una semana los 8 años de edad, se aferraba con fuerza al pasamano de madera, y descendía tambaleante por las escaleras hasta la primera planta, en medio de una densa capa de humo. Estaba sola en casa, pero sabía que debía llegar a la puerta. Si llegaba hasta la puerta, todo estaría bien. Más allá de la puerta estaba el Aire. Aire era lo único que necesitaba.

Una vez llegara a la puerta, el dolor en su garganta se detendría. Una vez llegara a la puerta la cabeza dejaría de pesarle y pararía de emitir esas terribles punzadas que cada vez eran más extensas. Una vez llegara a la puerta, cruzaría el umbral y podría abrir los ojos sin sentir que estaban derritiéndose dentro de las cuencas.

Tosió con fuerza. No recordaba si alguna vez había tosido de esa forma. Tuvo que parar, porque no podía controlar su propio cuerpo, que se doblaba en espasmos. Pensó en su mamá, en su papá. No debió quedarse sola. Si ellos estuvieran allí…

Las lágrimas aparecieron, y sollozó sin remedio. Pero se irguió tan pronto pudo. Papá y mamá no estaban con ella. Si se quedaba allí llorando la cabeza le dolería más. Dos pasos más y estaría abajo. Debía llegar a la puerta. Aire. Puerta.

El descenso más le había parecido la entrada al averno que las escaleras de su propio hogar, pero el instinto de supervivencia le obligaba a avanzar. Los escalones habían terminado. Caminó un paso a la vez, a tientas, como un ciego, con las manos al frente, pues sus ojos ardían demasiado y el humo no le dejaba ver con claridad. Allí abajo la temperatura era aún peor que en la planta superior, y su piel se resentía mientras más permanecía allí. Cruzó lo que debía ser el comedor donde se sentaba todas las noches con su familia para compartir una frugal pero animada cena. Sin embargo, una de las sillas de largo espaldar se interpuso en su camino. Se enredó con las patas, y con el pánico galopando por sus venas, fue a dar al suelo. Se golpeó la pantorrilla, lo que agregaba otro dolor a su rosario de penas. Lloró y gritó, pero su garganta herida le impedía formar algo más que un aullido sordo. Algo estaba muy caliente cerca de ella. Trató de incorporarse, pero sus músculos no le ayudaron, así que comenzó a arrastrarse. Desorientada, Lucy se adentró en la cocina. Fue tarde cuando se dio cuenta que en vez de acercarse a su salvación, se hundía más y más en infierno.


Latis llevaba unos minutos escuchando el ladrido de Raikou, que parecía muy hiperactivo esa tarde.

Se levantó a regañadientes del sofá y puso el volumen del Fantástico Hombre Araña que había estado leyendo sobre la mesa.

Era un día perfecto de vacaciones. Había terminado sus labores en la mañana y ahora gozaba de un poco de paz. Su madre se había llevado a su hermano mayor al supermercado. No lo envidiaba. Ella tenía un gusto innato por recorrer centímetro a centímetro los estantes buscando la mejor oferta. Y eso podría durar horas.

Pero la tarde sólo podía mejorar. Tan pronto llegara Zagato saldrían a jugar futbol con Ráfaga, y otros muchachos del mismo curso de su hermano. Latis era menor que todos ellos, pues la mayoría tenía 15 años y el apenas había alcanzado los 11, ¡pero era rápido! Hasta el momento nadie corría a la par de él, lo que le había generado problemas, porque habían tomado por rutina hacerlo caer a como diera lugar. Ansiaba encontrarse con Ráfaga y devolverle la no tan delicada falta de la última vez, que le dejó con un enorme morado en la pantorrilla izquierda por más de una semana.

Pensando en la estrategia que seguiría en el juego, caminó hacia la entrada. Llevaría a Raikou para que no se sintiera solo en casa. Se enloquecía si osaban excluirlo… ¿Pero qué le pasaba? No era normal que ladrara tanto.

Cuando abrió la puerta principal, el olor le impregnó de inmediato. Algo se quemaba.

Raikou, el vivaz pastor blanco de la familia hizo una pausa para voltear a mirar a Latis y luego siguió ladrando en dirección a la casa del frente, a través de la reja a media altura que separaba el verde patio de la acera pública. El sol brillaba alto aún y el muchacho tuvo que llevarse la mano a la frente para poder ver con claridad. Entonces pudo distinguir que algo brillaba con furia dentro de la estructura. Y le pareció ver humo saliendo de la parte de atrás.

Su primera reacción fue avanzar. Abrió la reja sin pensar y Raikou salió disparado.

- ¡RAIKOU! ¡NO!

Latis maldijo su propia estupidez y cruzó la calle, corriendo detrás del perro, que ya había llegado hasta la parte de atrás de la casa, pasando sin problemas la entrada que no estaba cercada y metiéndose por un agujero entre dos maderas en el patio trasero. Mientras Raikou desaparecía por una esquina, Latis tuvo que parar para considerar cómo lo seguiría y evitar que le pasara algo.

- ¡SE ESTÁ QUEMANDO! – gritó a sus espaldas una mujer de mediana edad, mientras esculcaba en su bolso por el celular- ¡LA CASA SE QUEMA!


¿Algo le estaba empujando? Hacía mucho calor. Le dolía respirar.

Trató de abrir los ojos y vio una nariz negra al frente. Acto seguido, una lengua rosada le animó propinándole un amistoso lengüetazo en la mejilla. Lucy sonrió. Un perrito. ¿Qué hacía un perrito en su casa?

- Ho…la – saludó, casi sin aliento-

El perro, que era bastante grande, golpeó con el hocico su mano y ladró. Quería que lo siguiera, pero Lucy no podía. Su cuerpo estaba muy cansado y la cabeza le martillaba. Ahora lo que necesitaba era dormir.

Un grito la sacó de la inconciencia. La luz embistió sus pupilas, como una tea furiosa. Dolía. Su piel dolía, su garganta dolía. No veía nada. Se asustó. Se asustó mucho. ¿Por qué no veía? ¿Dónde estaba?

Alguien hablaba, estaba cerca. Escuchaba una voz, y el tono tenía un tinte de amargura. ¿Qué pasaba? Ante sí se extendía una enorme y cristalina nada. Necesitaba ver, no podía quedarse ciega. ¡no era verdad! ¡NO! El miedo reptó por su pequeño cuerpo y se agarró de su estómago como un parásito. Las lágrimas salieron de esos ojos que parecían haber perdido su propósito.

- Calma – dijo la voz- ya están por llegar. No te preocupes

Lucy no podía calmarse. El gemido lastimero de un perro hacía eco de su tristeza.

- Raikou – la voz trataba de mantenerse firme, pero algo ocurría. Parecía a punto de partirse- Mamá ya viene. Está cerca. Dijo que estaría acá en menos de 5 minutos.

- ¿Mamá? – preguntó la niña, parpadeando-

La voz no respondió. Permaneció en un tenso silencio, que Lucy interpretó como algo malo. Para ese momento, ella carecía de autocontrol. Quería a su familia, y la necesitaba ahora. Su llanto se hizo más desesperado.

Al poco tiempo, Lucy se sintió rodeada por unos brazos gentiles, que comenzaron a mecerla con suavidad. No se sorprendió ante aquel gesto cariñoso, y por supuesto, no rehuyó al contacto, pues era lo que justamente estaba buscando. Su calor era reconfortante. Muy distinto al fuego que había estado a punto de segar el hilo de su existencia. No supo por qué, pero el miedo se desvaneció casi de inmediato, y las lágrimas se fueron secando en medio de pequeños sollozos.