Una extraña sensación le despertó en mitad de la noche. Había oído muchas veces que sabría que el momento había llegado sin necesidad de que éste se anunciase, no habría otra señal que la incertidumbre y el desasosiego atenazando su corazón. Miró a través del cristal de su ventana: una enorme luna blanca asomaba por encima del bosque, recortando las copas de los árboles con siniestras siluetas. Algo clamaba por él, un impulso instintivo, un enemigo ancestral.
Salió de la cama y preparó su arsenal, extraño para cualquiera que no estuviese al tanto de los terrores ocultos en la noche de Transilvania: ampollas de agua bendita, crucifijos, dagas arrojadizas, y otra suerte de artilugios extraños. Acomodó cada uno en varios cinturones ocultos entre su ropa, de gruesa lana y cuero. Recorrió el largo pasillo que separaba sus aposentos del salón donde su familia mantenía a buen recaudo el mayor tesoro de la que era heredera.
Sólo su sangre podía abrir la cerradura, sellada mediante runas arcanas. El pesado cofre chasqueó al derramar su líquido vital sobre la inscripción grabada en la cubierta, dentro yacía un antiguo látigo, pero no uno cualquiera, uno bendito por el sacrificio y el dolor, por la llama de la vida de quien había amado al padre de todas las generaciones de su familia. Un látigo capaz de acabar con cualquier ser oscuro, capaz de rasgar la noche y traer el día, un látigo que sólo aquellos con su misma sangre condenada podían empuñar.
Aquel clan nacido del dolor de la traición se había erigido hacía más de cuatrocientos años como protector de la luz, y ahora la oscuridad volvía para aterrorizar aquellas tierras. Una oscuridad abyecta y terrible, como ninguna a la que él tuviera que haberse enfrentado antes.

- Erwin - susurró una voz a su espalda, mientras él contemplaba el formidable látigo - no te precipites. Aún es muy pronto para que haya regresado.
La mujer que le hablaba, su madre, le miraba con gravedad desde la puerta del Salón.

- Lo sé, mi padre se encargó de devolver al Conde a las tinieblas hace 20 años... - repitió lo mismo que ella solía decirle cuando se sentía inquieto - Pero no son imaginaciones, madre. Quizá no sea él, pero hay algo vagando por estas tierras, algo siniestro, y no puedo permitir que exista bajo mi vigía.

La mujer tuvo que mirar en silencio cómo su hijo iba a encontrarse con la misma abominación que había acabado con su esposo. Pero no podía detenerle, ella no poseía la sangre maldita, aunque su linaje fuese igualmente antiguo y extravagante, no podía sentir aquella opresión en el pecho ni el acecho de la oscuridad. Y Erwin no era un hombre impulsivo, no se hubiera lanzado a aquella locura sin haber sopesado antes todas las opciones y alternativas, no era un acto de orgullo, ni su intención emular las proezas de sus antepasados. No, era un deber, uno penoso y arriesgado pero para el que había estado preparándose toda su vida.
Montó su caballo, una bestia alta y grácil, y dejó atrás los muros de su casa. Los cascos repicaban sobre el empedrado del camino, despertando a algún perro, que les ladró cansadamente. Erwin se detuvo frente a una casa pequeña y sencilla y dirigió la mirada hacia una ventana. Allí descansaba, ajena a toda tribulación, la que era su amor desde la infancia, Marie, una muchacha afable de bucles castaños. Hacía poco había contraído nupcias con un amigo común y ahora ella compartía su lecho. Pese a todo, Erwin aún sentía un candoroso afecto por ella, pero era consciente de que ella nunca sería feliz a su lado. Su familia era respetada y temida a partes iguales, en el pasado habían sido vilipendiados y acusados de brujería y cosas peores, pero los eventos de hacía 20 años, en los que el padre de Erwin había puesto fin a los secuestros y asesinatos de las jóvenes de la aldea, había ayudado a fomentar la cordialidad entre la familia y el pueblo que protegía.
Hizo una pequeña reverencia a aquella ventana, despidiéndose de la mujer y de su amigo, y cruzó los muros de la aldea, adentrándose en la espesura del bosque.

La espectacular luna iluminaba trémulamente su camino mientras su instinto le guiaba. El viento agitaba las copas de los árboles, que sonaban como siniestros carillones. Había cabalgado durante horas y los sonidos del bosque se sucedían. El aullido de un lobo en la distancia le anunciaba que no estaba sólo, pero no lo había estado nunca en ese bosque. Sentía unos penetrantes ojos mirándolo en todo momento, casi podía escuchar una respiración en su nuca, rasgada y gutural, incluso pudo notar unas frías manos revolviendo su rubio cabello, tirando de su ropa. No, definitivamente no estaba solo.
El camino del bosque empezó a ensancharse hasta finalmente formar un claro. Ante Erwin se erguía un viejo y ruinoso castillo. Era extraño, conocía esas tierras y las había recorrido infinidad de veces, pero nunca había visto ese bastión. Pasado el arco del grueso muro que rodeaba la fortaleza, se abría un extenso y salvaje jardín. Olía a muerte y podredumbre. La tierra removida en el pequeño cementerio a un lado no presagiaba nada bueno. Desmontó y echó mano sobre el látigo, andando con sigilo. Entre las sombras del ciprés vio un destello siniestro, dos ojos rojos le observaban, acompañados de un chasquido de huesos. No uno, varios. Esqueletos reanimados por espíritus vengativos. Sin embargo no se acercaban a él, vagaban por las sombras del jardín, registrando sus movimientos. Erwin lanzó un latigazo en derredor suyo, derribando todo lo que se puso a su paso. Una cacofonía de ruidos secos y vibrantes rompió el silencio del jardín durante un segundo. Avanzó hasta el portón entreabierto; dentro, un gran hall cubierto de polvo y telarañas y el ensordecedor ruido de la soledad. Aquel había sido un fastuoso palacio hacía quizá un par de siglos, y ahora yacía abandonado, tan ajeno al mundo que los apliques de pan de oro de la pared o los ornamentos de porcelana no habían sido expoliados.
Sus pasos resonaban por el corredor como un martilleo, en este momento dudaba de si su instinto le había fallado porque no era capaz de sentir aquella oscuridad que le había arrancado de la cama. Tras una puerta escuchó un susurro, o eso creyó, y se aventuró a comprobarlo. Una capilla, extrañamente acogedora y limpia. Vertió una ampolla sobre la pila y se santiguó. No parecía haber nadie allí pero daba la sensación de que, al menos esa estancia, no estaba abandonada. La luz de la luna se colaba a través de las vidrieras, verdes y moradas principalmente, el retablo estaba coronado por una cruz de oro, sencilla pero igualmente impresionante.
Escuchó un par de pasos, ahora estaba convencido de que había alguien allí. Asió el látigo y se dirigió al confesionario, de donde procedían los ruidos. Descorrió la cortina, preparando ya su ataque, cuando un hombre apareció ante él.

- ¡Por dios, qué hacéis? - exclamó, cubriéndose con ambos brazos.

- ¿Quién sois vos? - gruñó Erwin, relajando su postura, pero sujetando aún el látigo.

- Creo que ésa pregunta me corresponde a mí, ya que habéis sido vos quien ha irrumpido en mi iglesia - replicó el hombre, descubriéndose al fin.
Era un tipo bajo, de piel excepcionalmente pálida y pelo negro, afeitado en la nuca. Parecía tener una complexión débil que compensaba con una férrea determinación en su mirada gris. Joven, pero no demasiado, a decir verdad no sabría decir su edad.

- ¿Vuestra iglesia? ¿Sois vos el párroco? - preguntó Erwin, confuso.

- Así es ¿Y vos sois...?

- Un cazador - replicó quedamente.

- Me temo que os hayáis confundido de lugar y de presa - dijo el tipo, ordenando un par de Biblias y poniéndolas sobre sendos atriles.

- Es posible, aunque no cazo presas normales. ¿Qué hacéis vos aquí, en este lugar abandonado, padre?

- Ningún lugar está abandonado mientras Dios esté en él.

- Aún así, no debéis recibir muchos feligreses.

- Lo cierto es que no. Aunque no busco un rebaño, me contento con ayudar a almas perdidas, como la suya - apuntó el religioso, con una indescifrable mirada en el rostro.

- ¿La mía? - preguntó Erwin, incrédulo.

- Si habéis llegado hasta aquí es porque estabais perdido.

- No estaba perdido, estaba buscando algo.

- Quizá pueda ayudaros - el cura señaló el confesionario, con una mano abierta.

Erwin miró aquella mano con intriga, luego al confesionario y luego los ojos del párroco, claros y vibrantes. Se sentía imbuido por una sensación de quietud, como si habitase una realidad onírica y fuese espectador pasivo de lo que estaba ocurriendo. Pero su instinto no presentía peligro y aquel hombre bajo con su negro hábito no parecía una amenaza.
Aceptó la invitación y se sentó en la roída silla del habitáculo, su confesor al otro lado de la celosía.

- ¿Qué arranca a un hombre de la cama a tan altas horas de la noche? ¿Qué le hace armarse y cabalgar varias millas en la oscuridad? - preguntó el religioso, con voz aterciopelada.

- Un presentimiento - respondió como un resorte.

- ¿De qué?

- De horribles acontecimientos. La llegada de un enemigo.

- ¿Qué enemigo podría tener alguien como vos? ¿Quién osaría enfrentarse a un hombre tan gallardo?

Erwin reprimió sus palabras. Los horrores de la noche seguían siendo una mítica leyenda para las gentes de aquella tierra, cuentos para asustar a los niños. No podía decirle a aquel sencillo párroco que sus enemigos eran revividos y bestias infernales.

- Quizá el enemigo está dentro de vos. Quizá lo proyecta en un fantasma al que dar caza - aventuró el hombrecillo.

- No eso no…

- Quizá os sintáis culpable por haberla dejado marchar, quizá odiáis a vuestro amigo por arrebatárosla, o quizá a vos mismo por no haber luchado por ella.

Erwin se sobresaltó, se volvió confuso y airado hacia la celosía.

- ¿Cómo demonios…?

- Yo veo en vuestro corazón, cazador. Veo la tiniebla, el dolor, la responsabilidad que os aleja de lo que amáis. Siento vuestro deseo…

Una garra se agarró a la celosía, de pálidos dedos y oscuras uñas. Erwin permanecía inmóvil, perplejo, fascinado y horrorizado.

- ¿Cómo es posible que alguien como vos, tan alto, y tan fuerte, tan noble y tan valiente, deba sacrificar su felicidad y su placer para cazar monstruos, y que nadie, nunca, se lo agradezca?

Era imposible, pero el párroco traspasó la celosía, como si su cuerpo fuera humo, y apareció ante él, apenas vestido con negros jirones, su pálida piel expuesta, revelando la forma de sus músculos, sus plateados ojos ensombrecidos por la tiniebla. Una criatura exquisita y aterradora.
Erwin se sentía obnubilado, incapaz de reaccionar cuando aquel ser se sentó a horcajadas sobre él y acarició su cuello, arañando su piel con aquellas terribles garras, lacerando su carne.

- Qué desperdicio - susurró la criatura, su voz hosca y ligeramente rasgada, sensual - ¿Desearías que ella te tocara? ¿Que ella te besara? ¿Ser tú quien calentase su cama?
Sintió su lengua sobre las heridas que acababa de infligirle, sus dedos fríos acariciando sus labios. Erwin ni podía ni quería moverse, sus caricias eran embriagadoras y su voz dulce melodía. Sintió su peso moverse sobre él, volverse ligero, sus manos vagaban por su pecho, rasgando su camisa, los arañazos le ardían y le producían un inmenso placer, quería tocarlo, notar su piel en los dedos, pero la criatura era esquiva, él era su juguete. Sus manos tiraron de la hebilla de su cinturón y arrancó uno a uno los botones de su pantalón. Erwin jadeó, liberada la presión que desde hacía un rato sentía en la entrepierna, bajó la mirada y se encontró la de aquel ser, tan hermoso y tan terrible, que le brindó una sonrisa torcida antes de lamer su miembro, desde la base hasta la punta,donde cerró su boca, recreándose en cada pliegue del glande, en cada vena, mientras con una mano le acariciaba de arriba a abajo. Al punto sintió dos punzadas, agudas, y durante una fracción de segundo fue un dolor insoportable, pero luego se transformó en un placer incontrolable, notaba la succión y sabía que la criatura bebía de él, de su sangre, pero no le importó. Sus caderas respondían a la lujuria moviéndose con las caricias, cada vez más profundamente. Le ardía el pecho y creyó ahogarse, todos sus músculos se tensaron, sus piernas temblaban. Agarró la cruz del rosario que colgaba de su cuello, tratando de asirse a algo, físico o espiritual, y al fin sus jadeos se fundieron con los tañidos de una lejana campana. Vio aquellos ojos grises una vez más, las finas facciones de aquel siniestro ser, su boca regada de su sangre y su semen. Atroz e infinitamente hermoso. Volvió a sentarse sobre él, apoyando la frente contra la suya, perlada por el sudor.

- Te he cazado, cazador.
Su susurro resonó como un eco en las entrañas de Erwin, quien se dejó caer en un delirante sopor, sintiendo aún los fríos dedos del ser acariciándole, rodeado de aullidos y tinieblas y el olor herrumbroso de su propia sangre.

Se despertó sobresaltado, miró a su alrededor, confuso, esperando encontrarse en la misteriosa capilla, pero aquellos paneles de madera y el candelabro del techo no eran otros que los de su dormitorio. Estaba en su lecho, empapado en sudor, con su ropa de cama; su casaca sobre el sillón, como lo hubiera dejado la noche anterior. Un tímido rayo de sol se colaba por la ventana, rompiendo las espesas nubes seguía como antes. ¿Había sido un sueño? ¿Se había levantado alguna vez de esa cama, clamado por la oscuridad? Su cabeza pesaba y una algarabía de pensamientos se cruzaban unos con otros. Se incorporó y se refrescó en la palangana, poniendo algo de cordura en su atribulada mente. Definitivamente había sido un sueño, un mal sueño, si no no hubiera creído que un párroco habitase la capilla de un castillo abandonado por el que los revividos paseaban a sus anchas, ni él hubiera aceptado sentarse y hablar con él sin comprobar con más cuidado su naturaleza. La misma fortaleza era una prueba en sí misma, en el mundo real no existía y sería absurdo que hubiera aparecido de la nada en una noche.
Se convenció a sí mismo de que todo había sido una pesadilla, pero las palabras del monje seguían resonando en su cabeza. Quizá sí había manifestado en su febril fantasía un pesar que cargaba consigo, aunque fuese vergonzoso reconocerlo.
Decidió no darle más vueltas, fuere como fuere, existía una amenaza real y debía estar preparado para enfrentarla. Se deshizo de la camisa sudada con un enérgico movimiento y se reclinó sobre el butacón para coger sus pantalones. Por el rabillo del ojo captó algo en el espejo, se acercó y se vió tres heridas en el cuello, frescas y sanguinolentas. Se echó un vistazo al torso desnudo y vio un sin fin de marcas sonrosadas, ligeramente hinchadas, que bajaban hasta su entrepierna.
Volvió a oír, ahora más claramente, como si estuviera allí con él, sintiendo su fría piel contra la suya, la voz rasgada de aquella inverosímil criatura.

"Te he cazado, cazador".