Ni Kuroko no Basket ni sus personajes son de mi propiedad, todos ellos pertenecen a Tadatoshi Fujimaki.


"Angels never know it's time to close the book and gracefully decline." —Ripples, Genesis.

"Los ángeles nunca saben, cuando es tiempo de cerrar el libro y declinar con gracia."


Como la superficie del agua: transparentes, cristalinos, fáciles de perturbar; pero, por sobre todo lo demás, frágiles. De una delicadeza infinita, como las alas de una mariposa que nace y vuela cuando el Sol se levanta, y perece en un último y elegante aleteo al caer la noche. Endebles hasta el punto de hacerse daño a sí mismos; una fragilidad que, sin embargo, no les impide imitar la eterna calidez del astro rey mediante una sencilla sonrisa; susceptibles como los pétalos de una flor, los humanos no se dejan derribar por su propia debilidad y abrazan, ríen, lloran, viven.

La vida es como un instante; tan efímera como el suspiro de una doncella, tan minúscula y fugaz como una estrella que surca el cielo antes de desvanecerse entre las sombras, dejando detrás de sí una estela que no tarda en borrarse. Como el canto de un ave o el aullido de un lobo en la oscuridad nocturna; perece en silencio, dejando un manto sombrío y quedo al morir; arrullada por una brisa suave que nunca notó que estaba allí.

Él sabía que no debía enamorarse de un humano. No había habido día de su existencia perenne en el que no se lo hubiesen repetido. No porque estuviera prohibido, ni porque fuese considerado indigno, ni porque no correspondiese.

"No hay que enamorarse de un humano; porque hacerlo implica ver cómo se acerca, de modo ineludible, a su inevitable destino; deviene empezar a contar los amaneceres que le restan —y a la larga su muerte se vuelve, también, el fallecimiento propio."

Pero el amor es ciego, y afecta por igual a niños y ancianos, hombres y mujeres; embriaga tanto los corazones que algún día dejarán de latir… como aquellos que están condenados a palpitar por el resto de la eternidad.

Había atisbado su forma tan sólo por un instante, pero sólo eso había bastado para captar su atención. El tono chocolate de su piel, que cubría un alma sincera, a veces un poco dura pero siempre leal. La manera en que sus cabellos se sacudían con el viento, de un azul tan bello e intenso, tan similar al del cielo nocturno, que no se habría sorprendido si estrellas hubieran comenzado a refulgir en él. Unos ojos como zafiros; como espejos del universo entero, que se rasgaban con el enfado pero denotaban genuina felicidad cada vez que sonreía.

Había sido su sonrisa. Una sencilla curvatura de sus labios que, de algún modo, había causado que aquel corazón inmortal se saltase un latido. Lo había cautivado, no con una llama fogosa como la del deseo, no; como unas brasas crepitantes, pero silenciosas, que se habían encendido en su interior y lo habían llenado de una calidez que se extendía desde sus cabellos hasta las puntas de sus dedos; quitándole el sueño.

A partir de entonces, siempre lo había observado. Cuando caminaba a casa; al descansar en la terraza del colegio; durmiendo en su cama, arropado entre las mantas y las sombras nocturnas. Amaba y a su vez temía verlo dormir: porque en aquel momento se mostraba más vulnerable que en ningún otro, evidenciando más que nunca lo frágil de su especie; pero, sólo entonces, en su gesto se denotaba la máxima paz, una calma tan infinita como el universo mismo.

Pronto, sólo mirarlo de lejos ya no había sido suficiente. La amplitud del cielo, la claridad de las estrellas a su alrededor y del color celestino que acariciaba su piel como la crema se habían vuelto un encierro, una jaula en la que no estaba dispuesto a permanecer atrapado. Entonces había extendido sus alas blancas y se había alejado para siempre de aquella dimensión celestial, adentrándose en un mundo de mortales donde nadie podía notarlo, donde los ojos no captaban ni un atisbo de su infinita belleza angelical; donde los oídos de aquellos seres tan frágiles no podían deleitarse con los susurros de sus armoniosos cantos.

Había bajado al mundo humano y desde entonces ya no se había despegado de él. Ahora que lo veía de cerca —y con el tiempo avanzando mediante su suave tic tac, implacable, indiferente a la vida misma—, se percataba del aura sombría que lo rodeaba; muda, pero sólida como un muro de piedra; como un manto gélido con el que se había envuelto para protegerse de los demás; ocultando su propia fragilidad entre las sombras, fingiendo que la soledad no lo afectaba; que nada, nada podía perturbarlo.

Aquello había dibujado una sonrisa amarga, casi enternecida, en el rostro angelical. Porque sabía que, en el fondo, no era más que una farsa; una máscara que colocaba sobre su rostro para evitar salir dañado. Sin embargo, él lo había amado; lo había amado con todas sus virtudes y todos sus defectos, con todos aquellos secretos que guardaba a los demás pero que a él, a ese ángel que lo seguía a todas partes y que en silencio besaba sus lágrimas cada vez que lo veía llorar, no podía ocultar.

Él no podía verlo. No tenía manera de saber que estaba allí. No podía percibir ni la belleza de cada una de las plumas de sus alas blancas, ni encontrar en su mirada aquel brillo como el de la miel revolviéndose, ni palpar unos cabellos como finos hilos de oro. A menudo y mientras dormía, el ángel entrelazaba su mano con la de él, observando con ojos curiosos como los de un niño el contraste de sus pieles —una de ellas tan clara, la otra tan hundida en la oscuridad. Podía permanecer así por horas, sólo contemplando sus manos juntas, sintiendo debajo de sus dedos una calidez producto de la sangre que corría por aquellas venas mortales.

Y el tiempo se iba. Se alejaba, a ritmo constante, sin apuro pero sin frenarse tampoco —impasible, imperturbable ante los sucesos de una vida tan fugaz como el aleteo de una mariposa. Se había encadenado a él por voluntad propia; y, sin embargo, se sentía atado por su intrínseca inmortalidad, atrapado en ella, sin salida posible. No lo culpaba a él por su condición de mortal; no, la rabia contra el destino nacía del odio hacia su propia incapacidad para morir, del hecho de haber nacido ángel y no humano, en una vida eterna que tenía un inicio pero que jamás hallaría su punto final.

Había creído que se ahogaría en la angustia al verlo enredarse con otra persona; con alguien que, equivalente a él —un humano—, sí pudiera llegar hasta su corazón y hacerle sentir todas esas cosas que él, invisible, no podía enseñarle. Pero aquello no había sucedido nunca; porque así de impenetrable era la capa glacial con la que se tapaba; como una masa de duro hielo, tan gruesa y resistente que ocultaba las llamas cálidas que de hecho constituían su interior; volviéndolo tan helado y distante que nadie se atrevía a acercarse a él, a desafiar aquella máscara y luchar por resquebrajar el hielo para permitirle vivir de nuevo; esta vez libre.

Y, aun así, cada día lo veía romperse más y más. Porque la soledad lo mataba, en el fondo, y aunque arrullara sus oídos con las melodías más dulces que conocía, aunque le acariciara el cabello, le besara la frente, y le jurase por el viento y el cielo que no estaba solo, él no podía oírlo, no podía sentirlo, no sabía que estaba allí… ni nunca lo haría.

Lo que había comenzado como un mero pasatiempo, en un intento por olvidar su situación actual, lo había llevado más allá —haciéndolo caer en un vórtice negro del que luego nunca había podido salir. Su indefectible caída en la bebida, la cual usaba para refugiarse y escapar de la dura realidad, lo había vuelto más oscuro que antes, más amargo y renuente al contacto social… siendo que, en su interior, se encontraba más frágil que nunca. Porque por las noches lloraba, sumergido en un desconsuelo que las lágrimas del ángel no podían aliviar; porque aunque fingiera ser duro y resistente por fuera, y se empeñase en convencerlos a todos de que no necesitaba ayuda, en el fondo se estaba resquebrajando como el cristal, ahogándose en su propia desesperación.

Y entonces había empezado a desmoronarse. Había dejado atrás a todos sus amigos —que, incapaces de discernir la verdad que relucía en sus ojos, no habían visto el creciente desasosiego producto de la soledad, y se habían alejado creyendo que era eso lo que les estaba pidiendo. Se había encerrado en su casa, sin salir durante días enteros, sin moverse de su cama excepto para satisfacer sus necesidades básicas —y a veces ni siquiera eso—; sumergido en un lapsus melancólico contra el que las sonrisas invisibles del ángel no podían luchar; en una letanía que no escuchaba las constantes súplicas de "vive" que aquella voz como el repicar de unas campanas murmuraba a su lado.

Nunca había pensado que todo estaba perdido. Como criatura inmortal, no entendía que la muerte tarde o temprano llegaba, que no importaba cuánto se le suplicara que no viniese, ésta era cruel y despiadada y en la eventualidad hacía su aparición. No lo comprendía, y por eso siempre había albergado esperanzas, suplicando al universo de rodillas junto a su cama, sin atreverse a cerrar los ojos porque temía perderse el momento en que se levantara y volviera a sonreír.

Quizás había sido por los azares del destino; tal vez había habido algún motivo más allá de la casualidad. Fuera como fuese, él de hecho se había recuperado. Se había incorporado —un poco deshecho, con algunas heridas más que evidentes marcando todo su ser, pero se había levantado: había puesto un freno a su propio letargo y se había dispuesto a vivir.

Con el tiempo, había logrado asentarse de nuevo en su vida diaria. No se había acercado demasiado a nadie, y continuaba rodeado por aquel manto gélido que ocultaba su verdadera naturaleza; pero al menos vivía, respiraba y sentía, caminaba y reía. El ángel sentía que su corazón inmortal se derretía ante la visión de aquellas sonrisas; unas sonrisas que durante mucho tiempo había creído desaparecidas pero que, una vez más, brillaban con su infinita calidez.

Incluso había aprendido a amar sus cicatrices. Porque el que estuvieran allí significaba que había sobrevivido, que había sido fuerte y lo había aguantado todo; que había resistido y que sus pulmones todavía aspiraban el dulce perfume de las flores, que sus ojos se entrecerraban al contemplar con estupor lo vasto del cielo y que él, de alguna manera, todavía existía.

El ángel se había pegado a él como si fuera su sombra. Lo había seguido a todos lados, invisible, jubiloso de poder volver a oír sus risas, de escuchar algo que no fueran sus sollozos; de captar el timbre grave, como un ronroneo, que destilaba su voz. Lo había rodeado con sus brazos durante las noches frías, y se había asegurado de bendecir sus sueños con un beso sobre sus párpados cada vez que se iba a dormir.

Pero entonces… Una sensación extraña en su interior. Un mareo; un desmayo repentino. Un llamado a la ambulancia; el afilado sonido de la sirena desgarrando el aire, mientras se lo llevaban. Extracción de sangre, estudios, suero; la mirada seria de los médicos al entrar en su habitación, el suave carraspeo y la explicación de que una enfermedad incurable se lo estaba comiendo por dentro, mordisqueando sus venas, rasgando su voluntad de vivir. El sabor amargo de las ironías de la vida.

Ninguno de los dos se había dejado derribar. Porque él estaba dispuesto a luchar hasta el final, aferrándose a unos hilos que lo ataban a la vida y que se iban cortando poco a poco, uno tras otro. Y porque el otro era demasiado optimista, demasiado puro —demasiado ingenuo. Porque su experiencia anterior le decía que podría salir de ésta, que lograría seguir adelante pasara lo que pasase, y que en su radiante juventud no había forma de que muriera.

Pero él se estaba desarmando; destrozado por una terapia que buscaba concederle algunos meses más de vida; descascarándose en unos fragmentos que las pálidas manos del ángel no conseguían recomponer. Su piel perdía su color; su voz se le escurría entre los dedos; y, aun así, no dejaba de sonreír, no cesaba de regalar a aquellos ojos ambarinos con unas expresiones de felicidad tan genuinas que parecían contradictorias, dado su estado de deterioro.

Y es que, incluso como mortal, sólo ahora entendía el valor que tenía la vida; sólo ahora comprendía que, por efímera que ésta fuera, valía la pena aferrarse a ella y dedicarle su mismísimo corazón; porque sólo se vive una vez y los rayos del Sol son demasiado cálidos, y las gotas de lluvia demasiado bellas, como para rechazarlos; como para decirles que no.

Había peleado hasta el final. Había luchado por emitir con ganas hasta su último aliento; y, cuando había cerrado los ojos antes de aquella operación que saldría tan mal y que pagaría con el precio de su vida, había pintado en su rostro la sonrisa más feliz y genuina de toda su existencia, antes de dejarse llevar por la anestesia y por un estado de inconsciencia del que jamás saldría.

Aquella sonrisa había sido tan cálida y perfecta que, mientras los orbes azul marino se cerraban poco a poco, el ángel había podido sentirlos encima de él, mirándolo fijo, clavados justo sobre sus ojos ambarinos; como si de hecho se hubiera dado cuenta de que estaba allí y le regalase su última expresión de felicidad a él y sólo a él.

No había entendido por qué no despertaba. No había comprendido las palabras de los médicos al decir que habían hecho todo lo posible, pero que las cosas habían resultado mal. No había entendido por qué, al acercarse a su cama, su rostro había permanecido impasible, con el fantasma de su última sonrisa todavía reposando en él; sus ojos, cerrados en la paz más pura que se hubiera visto jamás.

No había comprendido porque los ángeles, como seres inmortales que son, no entienden cuando llega el momento de cerrar el libro y declinar con gracia. No comprenden lo que es el adiós, ni pueden imaginarse lo que se siente que el mañana sea incierto. Y él, que ya lo había visto salir adelante en otras ocasiones, se había convencido de que lo vería despertar y sonreír todavía con una sonrisa mayor y más cálida que las anteriores. Él, que había sentido su mirada clavada sobre la suya por primera vez tras largos años de seguirlo en su invisibilidad, se había ilusionado con la posibilidad de que, una vez despierto, pudiese verlo y pasar los días junto a él —y ya no sin notarlo, sino que a su lado, consciente de su presencia inmortal allí.

El funeral había sido discreto, pequeño; poco concurrido, pues sus lazos con la gente jamás habían llegado a fortalecerse. Un ocaso lluvioso, sumido en unas sombras tan sólo iluminadas por las gotitas como cristales rotos que caían del cielo. Una ceremonia vacía de sentimiento, en la que sólo el firmamento había llorado, replicando la tristeza y el desasosiego que bañaban las facciones del ángel.

Tras haberlo escondido en el ataúd y haberlo refugiado en el cálido abrazo de la tierra, todos se habían largado; abandonando sobre la tumba unas flores blancas que pronto se marchitarían y que nunca serían reemplazadas. La lápida grisácea; muda, pues sobre ella no rezaba ningún epitafio; tan sólo el nombre del difunto, y su período de gracia:

Aomine Daiki

1993 – 2024

Nunca nadie se había vuelto a acercar a aquella tumba a dejar flores, ni a contemplarla con añoranza, ni siquiera con curiosidad. Pero quienes pasaban cerca de ella, a veces percibían el atisbo de una imagen única; maravillosa, pero desgarradora a la vez. Y es que ya fuera bajo las gotitas de lluvia, que bañaban el suelo con un susurro suave y sibilante y provocaban que su piel cremosa pareciera cubierta de diamantes; o ya bajo los intensos y radiantes rayos de Sol, que volvían sus alas blancas tan deslumbrantes como las mismísimas estrellas; un ángel yacía junto a la superficie de piedra sobre el suelo, arrodillado a su lado y con los brazos reposando sobre ella; la cabeza cubierta de finos cabellos rubios como hilos de oro, descansando sobre ellos, ocultando un rostro que, aunque no llegara a ser visto por nadie, todos sentían sumido en un eterno padecimiento. Y los que habían contemplado aquel fenómeno lo habían bautizado como "el dolor del ángel", o incluso como su llanto —pues, en ocasiones, podían oírse unos sonidos bajos, casi imperceptibles, que oscilaban en el aire como los sollozos de aquella criatura y desgarraban el alma de cualquiera que los escuchara, quebrándola en un sinfín de trozos.

Y desde que se había derribado sobre la tumba, Kise jamás se había movido de allí; su aspecto tan deslumbrante como el del primer día; sus alas, blancas y relucientes, inmunes a la oscuridad que gobernaba su interior; inmortal, a pesar de su propia voluntad. Sumido en una pena tan eterna como sí mismo; repitiéndose a sí y a su amado una frase que, si bien no era reconfortante, no podía ser destruida ni por el más oscuro pensamiento:

"Siempre estaré a tu lado."


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