Comunidad: 30vicios livejournal
Tabla: Sorpresa.
Tema: 02. A la deriva.


Flores amarillas.

Capítulo 1.
Ahora sólo existe el anhelo desnudo,
el sol que se desprende de sus nubes de llanto,
tu rostro que se interna noche adentro
hasta sólo ser voz y rumor de sonrisa.

Asunción de ti; Mario Benedetti.

Es el primer día de Junio y uno de los últimos de la primavera. El aire huele a hierba húmeda y a flores conforme el tren se adentra en el campo y deja atrás la ciudad. El cielo es inmenso y está salpicado de nubes, con formas tan fantásticas que parecen de ensueño. Kise tiene su vista fija en él, sorprendido por la manera en que los rayos del sol tocan las cosas en apenas una caricia del verano. A Kise le gusta viajar, le gusta esa sensación de ser guíado y ver las cosas pasar por su lado sin que él tenga alguna injerencia sobre ellas: casas, vidas, personas, siempre cambiantes bajo un cielo impertérrito.

¿Son las nubes que vemos ahora recicladas del pasado? ¿Las vieron los hombres y mujeres de dos siglos atrás? ¿A dónde van y de dónde vienen? Kise se lo pregunta mientras descansa la cara sobre el cristal. Por supuesto, todo esto tiene una explicación científica, sobre el ciclo del agua y demás, pero Kise nunca se ha preocupado por la ciencia en primer lugar y tampoco quiere pensarlo demasiado. Ha emprendido este viaje con dicho propósito: no pensar. Porque en Odawara, eso es lo que hacen todos a su alrededor. Pensar sobre su futuro, pensar sobre lo que será de su vida ahora que ha decidido no estudiar la universidad; pensar y preocuparse, como si no tuvieran fe en él ni en sus decisiones.

—No puedo confiar en un hijo que huye, Ryouta —Kise recuerda la voz de su padre el día en que anunció su partida y aunque no esperaba nada diferente de un reproche, las palabras del hombre que solía festejar sus triunfos con un fuerte abrazo consiguen que se plantee lo ideal de su decisión por un segundo. Duele y el Kise que observa por la ventana, alejándose de todo eso, no puede evitar reprimir una sonrisa ante el recuerdo.

—No estoy huyendo, sólo necesito un tiempo para pensar —había dicho él, de la manera más tranquila posible, aunque sus pies temblaban sobre la alfombra de la sala de estar, donde debido a la discusión, se había olvidado momentáneamente el partido de basketball que veían segundos atrás, antes de que Kise hiciera su anuncio.

—¿Crees que es tan fácil irse, Ryouta? ¿Sin estudios? ¿Sin un trabajo? —esta vez fue su madre la que intercedió, con los brazos en jarras y ni rastro de lágrimas en los ojos, que lo observaban con profunda decepción. Su madre es abogada y Kise sabe lo que significa para ella el que su hijo, el carismático y brillante Kise Ryouta, adorado por profesores y alumnos por igual, no vaya a hacer nada de su vida. Quizá incluso hasta se imagina que terminará como mesero en un restaurante de comida rápida y eso, si bien le va.

—No lo creo, mamá. Lo sé. ¿Crees que no lo he pensado? ¿Que no sé lo que estoy haciendo? —en ese punto de la discusión no sólo sus padres estaban en la habitación, sino también sus hermanas, que habían ido de visita con motivo de la graduación de Ryouta.

—¡Precisamente! —dijo ella, dirigiéndole una mirada que pedía apoyo a sus hijas, ambas profesionistas exitosas—. ¡Acabas de cumplir dieciocho años, Ryouta! ¿Cómo puedes saber lo que quieres?

—¡No lo sé! —había gritado él, por fin agotada toda su paciencia—. Por eso quiero pensarlo.

—¡Esto no tiene sentido! —dijo su madre, dándose la vuelta para salir de la sala de estar, donde todos los miembros de la familia se miraban estupefactos, pero evitaban los ojos de Ryouta, pues de alguna manera compartían la visión básica de la familia, que defendía como su valor máximo los estudios universitarios.

Kise recuerda los rostros de todos ese día, pero también los que tenían esa mañana, cuando Kise bajó de su habitación con maletas en mano y el ticket del tren entre los labios: Lucían decepcionados de que hubiese elegido llevar el asunto hasta sus máximas consecuencias y aunque todos le dieron un abrazo de despedida, nadie quiso acompañarlo hasta la estación.

—Es una locura —había dicho su madre, aferrándose a él y a la vez, despidiéndose del niño que solía ser y que obedecía a todo con una sonrisa en los labios. Kise odiaba verla así, pero no pensó ni un segundo en ceder, pese a la infinita tristeza que veía en sus ojos, dorados como los suyos.

—Estaré bien —empezó a decir, cuando ambos tiempos se fundieron y en un parpadeo, Kise se encontró nuevamente en el tren, donde había estado dormitando segundos atrás. Sin embargo, ya no está solo, aunque no es su madre a quien ve del otro lado del compartimento, un pequeño vagón como esos tan famosos del expreso de Hogwarts, con dos asientos y rejillas para el equipaje en la parte superior. Es un hombre y le parece familiar.

—Lo siento, ¿te desperté? —pregunta el hombre, cuyo cabello pelirrojo y ojos a juego contrastan con el uniforme del departamento de bomberos que lleva puesto.

—¿Dónde estamos? ¿Ya pasamos Tonosawa? —pregunta Kise, desperezándose y ocultando así el desasosiego que le ha dejado su sueño, en el que ha estado a punto de llorar al recordar con claridad espeluznante las líneas de expresión en el rostro de su madre cuando se separó de ella, su fino cabello que le había rozado la mejilla y sus ojos, implorándole que no se fuera, aunque por razones equivocadas.

—No, acabamos de partir de Hakone-Yumoto, no te preocupes, no te has pasado. Ya te aviso cuando lleguemos, yo también voy para allá —el hombre parece no tener más de veinticuatro años, aunque por su trabajo como bombero ya empieza a tener signos de envejecimiento, sobre todo en las manos quemadas y secas, así como también en el rostro, cuyas líneas de expresión, a diferencia de las de su hermana que debe de tener más o menos la misma edad que este hombre, no desaparecen después de que hace un gesto—. Ah, debes de pensar que me veo muy viejo. Bueno, no lo soy, pero mi trabajo tiene riesgos —el hombre se encoge de hombros y sonríe. A Kise le cae bien inmediatamente, parece franco pero decidido, pero también discreto y confiable. A su hermana mayor quizá le gustaría.

—Lo siento, no era mi intención parecer indiscreto. ¿Pero puedo preguntarte algo más? —cuando el hombre asiente, Kise dice—: ¿Vas de visita a Tonosawa?

—No, vivo ahí.

—¿Entonces trabajas en Hakone?

—Sí —dice el hombre—. En Tonosawa hay un pequeño departamento de bomberos y quiero transferirme ahí lo más pronto posible, pero mientras tanto estoy en Hakone. Es un jodido viaje, pero vale la pena por el sueldo —Kise no sabe qué responder a esta afirmación. Nunca ha trabajado, pues no cuenta la semana que estuvo como mesero cuando tenía dieciséis y se había quedado corto de dinero. Él no tiene experiencia laboral ni sabe lo que es tener que ganarse el pan de cada día, así que en su lugar dice—:

—¡Qué coincidencia! Yo también voy para allá, aunque de visita. Vivo en Odawara, pero vine a visitar a mi abuela. Quizá la conozcas —el paisaje a su alrededor es hermoso, conforme avanzan, los árboles los rodean y un millón de hortensias florecen a su alrededor. Kise piensa que es un buen comienzo. Puede que no sea tan supersticioso como su viejo amigo de la preparatoria, Midorima Shintaro, que cree en el horóscopo como un fanático religioso, pero el haberse encontrado a un habitante del pueblo no puede llamarse más que buena suerte.

—Puede ser —dice el hombre, cuyos pensamientos son similares a los de Kise y al que también se le hace conocido. Ha visto ese cabello rubio y esos ojos dorados, insolentes y divertidos en alguna parte, pero, ¿dónde? ¿Dónde si el chico se ve mucho menor que él, apenas un chiquillo salido de la preparatoria?—. ¿Cómo se llama tu abuela? —pregunta por fin, mientras el tren va deteniendo su marcha en la estación de Tonosawa, en lo alto de una pendiente rodeada de pequeñas montañas.

Kise está a punto de responderle cuando el celular del hombre empieza a sonar. Es una llamada especial por cómo le brillan los ojos y se le encienden las mejillas, pero también por cómo el hombre se levanta y toma sus cosas para marcharse y mantener la conversación en privado. Se ha olvidado completamente de él y cuando Kise por fin se pone de pie para buscarlo, dándole suficiente privacidad como para terminar su llamada sin ningún contratiempo, se da cuenta de que éste ya ha abandonado el tren y sin siquiera haberle dicho su nombre.

Al parecer, ahí acaba su buena suerte.

.

El andén en el que desciende está vacío. El silencio del campo se ciñe sobre él como una manta, invisibilizándolo y no puede estar más feliz por ello, porque en Tokyo solían perseguirlo las chicas y ahora no hay nadie a su alrededor para admirarlo; sólo está él, su silencio y sus maletas, llenas de ropa de verano.

Hey, abuela, ya estoy aquí. ¿Podrías decirme hacia dónde debo dirigirme?. Kise envía este mensaje cuando se da cuenta de que, por mucho que haya pasado cada verano en casa de su abuela hasta que cumplió los doce años, no se acuerda de la dirección. Ojalá hubiese sido más listo y esperado al lugareño mientras hablaba por teléfono, pero lo hecho, hecho está.

Su abuela le contesta con las coordenadas que debe de ingresar en google maps y que le indican que camine derecho por la calle principal, de gravilla fina y oscura, hacia el final de la misma, donde deberá dar vuelta a la derecha y seguir caminando en línea recta, hasta llegar a las primeras casas residenciales del lugar; la de su abuela es la última, una estructura de dos pisos de color arándano, con un porche blanco que saluda al de sus vecinos de enfrente, cuya casa azul cielo está plantada en medio de un mar de flores amarillas.

Kise se da cuenta de que ha sido buena idea huir de Tokyo cuando se percata del silencio a su alrededor y de las calles vacías, casi fantasmales que lo preceden. No hay ni un alma a la vista para comentar lo guapo que se ve, ni mucho menos para criticar que esté malgastando su potencial. Sólo hay un montón de casas viejas, alineadas como centinelas a ambos lados de la calle con patios de pequeños jardínes llenos de flores y frutos y ropa colgada en lazos que se mueve al compás del viento.

Es un buen lugar para pensar. O quizá para olvidar cómo pensar, cosa que decide empezar a hacer nada más toca el timbre, que deja escapar un suspiro musical a los primeros aires del verano.

—¡Ryouta, qué gusto verte! —a estas ventajas se le suma la voz de su abuela nada más lo ve y sus brazos alrededor de él, aunque lejos quedan los días en que tenía que alzar el rostro para mirarla. Ahora es a la inversa.

—Hola abuela, gracias por recibirme —dice él, cuando su abuela se cansa de abrazarlo y se hace a un lado para dejarlo entrar a la casa, que huele a té y galletas, como siempre desde que tiene memoria.

—No es nada, no es nada —dice ella y hace un gesto con la mano para hacer a un lado el asunto. Kise la sigue hacia la sala de estar con sus dos maletas en mano y sus memorias de la niñez se sobreponen a la realidad conforme va posando sus ojos en cada elemento del edificio, desde el empapelado azul con diminutas margaritas hasta los cuadros en las paredes, que muestran las playas de Japón como ella alguna vez las conoció y las pintó—. Pero dime, ¿a qué se debe tu visita tan de repente? No es que no me alegre de tenerte aquí, claro que me alegro, ¿hace cuánto que no visitas a tu pobre abuela? Pero aun así es un poco inesperado.

La mujer le ofrece un asiento con un movimiento de la mano, dándole tiempo para responder, aunque Kise sabe perfectamente que su madre la ha puesto al corriente de la situación y que sólo está tanteando el terreno, quizá para tratar de convencerlo de que vuelva lo más pronto posible y se busque al menos un trabajo.

—Bueno... Me apetecían unas vacaciones y hace mucho que no te veía. ¿Te molesta? —lo peor sería llegar a escuchar un reproche de ella, pero sabe que desde el momento en el que decidió no seguir los pasos de sus hermanas y empezar una carrera universitaria, está expuesto a ese tipo de reproches, así como a problemas financieros, personales y de vivienda.

—¡No seas tonto! ¿Por qué habría de molestarme? —dice ella, que ha leído sus pensamientos con una facilidad escalofriante—. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, Ryouta. Sólo no preocupes a tus padres, ¿de acuerdo? Pero bueno, que estés aquí algún tiempo no te hará ningún daño. Y nunca está de más tener a un hombre en la casa.

—Gracias, abuela —dice Kise, cuando se da cuenta de que la mujer está tratando de distraerlo de los recuerdos dolorosos de su despedida con sus padres—. Ya sabes que puedes pedirme lo que quieras, que para eso estoy. Si vine aquí, al menos puedo ayudarte con lo que necesites.

—Qué buen chico eres, Ryouta y aparte has crecido para ser un hombre muy guapo. ¿Tienes novia? —la mujer se sienta frente a él y en su sonrisa quedan patentes algunos rasgos que su madre ha heredado. Sobre todo lo observa en la forma de los ojos, rasgados ligeramente en las comisuras y con unas pestañas largas, que se extienden hacia afuera en una curiosa curva. Cuando su madre era joven la hicieron irresistible y ahora que él las ha heredado, el efecto es enloquecedor.

—No tengo, abuela —dice, sin ganas de explicar la serie de relaciones tormentosas que ha tenido a lo largo de los años desde que comenzó la secundaria. Han sido muchas y de todo tipo, pero no sabe cuántas pueden llamarse auténticas en realidad, sólo sabe que por el momento está solo y eso está bien para él, que no sabe ni siquiera dónde dormirá el próximo año.

—Qué lástima, pero... ¡Ah! ¿Te acuerdas de Satsuki? ¿La hija de los Momoi? ¡Ella también es una chica muy linda! Deberías de ir a verla, está en casa por vacaciones.

—Quizá no debería... Tengo que desempacar mis cosas.

—¡Tonterías! ¡Puedes hacerlo después! Ve a verla, vive en la primera casa de la calle. Sí recuerdas dónde, ¿verdad? Se alegrará de verte. Y así me dejas hacer una llamada, poner un poco de té y hacer algo de comer, que debes de estar muy cansado. Ve, Ryouta, ve.

Su abuela es tan insistente que consigue ponerlo de pie, halándolo del brazo, para después empujarlo todo el camino de regreso hacia la puerta, que cierra en sus narices con una última sonrisa. A Kise no le cabe duda de que está por llamar a su madre para informarle que su hijo está bien y que se quedará algunos días y quizá también para prometerle que tratará de que entre en razón. Pero dado que ha sido echado de la casa de manera tan tajante, no le queda más opción que seguir el consejo que le han dado y pronto se dirige hacia la casa de su vieja amiga.

No está muy seguro de haber ido a buscar una novia a provincia, pero tampoco está cerrado completamente a la idea, si es que se da. Siempre ha sido así con sus relaciones. Si se dan, qué bien y si no también. En el caso de Momoi Satsuki, al menos tendrá a alguien con quien hablar para no aburrirse, porque otra de las cosas que presagia el silencio del pueblo, es que pronto Tonosawa también perderá toda su novedad para él.

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La casa de los Momoi está a diez minutos a pie, pero Ryouta se tarda en llegar al menos veinte, porque se detiene periódicamente a observar sus alrededores, maravillándose del paisaje, pero sobre todo, tratando de recordarse a sí mismo a la edad de diez años, un chiquillo travieso que recorría esas mismas calles, ignorante de su futuro y de cuya existencia sólo queda la incertidumbre que le causa pensar en los años por venir.

Kise se detiene nada más abandona el porche y se adentra en el sendero de gravilla, de cara a la casa azul justo enfrente del edificio que acaba de abandonar. El viento le acaricia las mejillas, arrebata sus cabellos dorados de su rostro y mueve la ropa tendida en el jardín de la familia, que él sólo capta de reojo y que durante un instante le hace pensar en fantasmas. Quizá lo sean. Ahí solía vivir un chico con el que jugaba basketball en los veranos en los que estaba de visita, pero sabe con sólo mirar su estructura, que sería ingenuo suponer que la canasta sigue ahí y mucho menos su dueño.

Más adelante está la casa de la niña que le dio su primer beso, aunque ahora ha sido convertida en un OXXO y no hay rastro del columpio en el que estaba sentado cuando ella se inclinó (un recuerdo difuso, probablemente aderezado por la fantasía de la niñez) y sus labios húmedos, con sabor a paleta de fresa, se posaron sobre los suyos durante un instante.

Tampoco está la casa de una señora que solía regalarle dulces cada que lo veía y mucho menos la del típico viejo cascarrabias, infaltable en cada barrio del mundo, que lanza maldiciones si tu balón de fútbol o basketball cae en su patio. Todos son fantasmas y todos se han ido y aún así, su tiempo vive en él, como él vive en todos los tiempos al mismo tiempo.

Pero la casa de Momoi sigue ahí, impasible al final de la calle. Una estructura de dos pisos de color melocotón, con un porche frontal y uno lateral, lleno de plantas colgantes que exudan el mismo aroma dulzón que el recuerda de su niñez y que asocia a veranos con paletas de hielo y sandías frías. Pero, ¿qué será de Satsuki ahora? Basta con tocar el timbre para descubrirlo y eso hace, aunque no sin cierta reticencia.

—Casa de los Momoi, ¿a quién busca? —pregunta una voz femenina por el intercomunicador.

—Hola —dice él, rascándose la nuca, pues no está muy seguro de qué decir—. Busco a Satsukicchi... Este, Satsuki. No sé si me reconoce, pero soy Kise Ryouta, nieto de Kise Ryouko, que vive al final de la calle —Kise está a punto de marcharse ante el elocuente silencio de la línea, cuando la puerta de la casa se abre y una chica sale corriendo de la misma, cruza el pequeño jardín cercado, abre la verja de un tirón y se echa en sus brazos.

—¡Ki-chan! —dice ella y es como si su toque fuese mágico, porque al contacto con su piel, miles de recuerdos empiezan a aflorar en su mente, el primero de ellos, referente a lo mucho que detestaba ese apodo—. ¿Cuándo llegaste? ¿Cuánto tiempo vas a quedarte? ¡Mírate nada más! —dice Momoi, separándose de él para poder observarlo mejor y Kise a su vez hace lo mismo.

Lo que Momoi ve es muy diferente del chiquillo enclenque del que alguna vez estuvo enamorada. La espalda de Kise es más ancha y ahora le saca al menos veinte centímetros de estatura. Sus rasgos se han afilado, sus ojos rasgados se han hecho mucho más finos y además, tiene un piercing en la oreja izquierda, algo increíble en un chico que solía temerle a los bichos e insectos y que corría mucho más rápido que ella si alguno los sorprendía mientras exploraban los prados detrás de su casa.

El proceso es similar con Kise. Su amiga ya no es la niña cuyas rodillas sucias siempre eran motivo de peleas con su madre. Satsuki ha crecido, sus caderas se han ensanchado y sus pechos también, de manera que su abrazo lo hace sentir incómodo inmediatamente. Pero sigue teniendo la misma sonrisa, cargada de afecto y diversión e incluso un poco de travesura, que siempre lo incitaba a hacer todo tipo de tonterías. Y sabe que puede volver a hacerlo si se lo propone: tenerlo a sus pies con una sola palabra y nada más.

—No me digas así —dice él, cuando a la vieja imagen de su amiga se superpone ésta, volviendo a la anterior sólo una memoria—. No me gusta ese apodo, suena infantil y ridículo.

—Pero siempre serás Ki-chan, Ki-chan —dice ella, ladeando la cabeza—. Ahora respóndeme, ¿cuándo llegaste? ¿Y cuánto te quedarás? ¿O es que acaso no me oíste?

—Te escuché perfectamente —dice él, sonriendo ante la familiaridad que han recuperado en menos de un minuto y a pesar de tantos años de separación, sin mensajes, e-mail o skype de por medio—. Sólo que me distraje por lo hermosa que te ves.

—¡Vamos, Ki-chan! —dice ella riéndose, aunque un ligero rubor cubre sus mejillas, blancas como la más fina de las porcelanas y Kise está seguro, igual de suaves. Si se inclinara un poco para tocarlas lo sabría, pero, ¿de verdad quiere empezar así su viaje? ¿Enamorando(se de) a alguien?—. ¿Desde cuándo te volviste un conquistador?

—Te lo contaré todo si me dejas sentarme. Estoy muerto, ¿sabes? Acabo de llegar, mi abuela me envío a verte, cree que es buena idea que comencemos a salir —dice él y ella le da un golpe en las costillas por toda respuesta.

—Ya deja de decir tantas tonterías, Ki-chan, que acabaré creyéndomelo —dice ella, abriendo la verja para dejarlo pasar. Kise guarda silencio, de pronto le dan ganas de decirle algo, de esa poesía barata que se ve en el facebook y que todo el mundo comparte porque suena bonita y espiritual. Aun así lo piensa: El amor es cosa de creer y empezar a hacerlo, es también empezar a amar.

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Kise llega tarde a casa ese día, ya cuando el crepúsculo ha dejado tras de sí la muerte negra de las estrellas y a su alrededor, los grillos, cigarras y búhos entonan su canción fúnebre. Se ha quedado más de la cuenta porque entre su relato del pasado, mezclado con unas cuantas mentiras, lo han invitado a cenar. Y ahí, en medio de los Momoi, más viejos pero no por eso menos hospitalarios, ha tenido que repetir lo que su hija ya sabe, más o menos a grandes rasgos, de sus años adolescentes.

—¡Hay que vernos mañana, Ki-chan! —dice Momoi, cuando se despide de él nuevamente en la verja de la casa, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones cortos que lleva y que le dan cierto aire infantil, aunque no lo suficiente como para hacer que Kise olvide su abrazo de la mañana—. ¡Hay tantas cosas que no hemos hablado! Tienes que venir, ¿eh?

—¿A dónde más quieres que vaya? —dice él, antes de darse la vuelta para emprender su camino, bajo las luces lejanas de las casas a su alrededor—. Nos vemos mañana, Satsukicchi.

—¡No me digas así! —dice ella y Kise la deja gritándole al viento, aunque sabe que en realidad una sonrisa adorna sus labios.

Ahora nuevamente está en casa de su abuela, a la que pide disculpas por haberse tardado tanto y también porque le es imposible comer algo de la cena que ha preparado; los Momoi se han encargado de atiborrarlo lo suficiente como para que no le de hambre en un mes.

—Pero quizá me tome un vaso de leche más tarde —dice él, tomando sus maletas del suelo de la sala de estar donde las dejó antes de ser echado y comenzando a dirigirse hacia las escaleras. Su habitación está en el primer piso, al fondo, justo enfrente del baño; nunca ha cambiado, aunque él sí.

—Te espero entonces, Ryouta —dice ella, mientras hojea algunos libros de arte, sin duda en busca de inspiración para su próxima gran pintura, inacabada y en un rincón de la habitación, cubierta por una manta para no dejar escapar sus secretos—. Me alegra ver que te cuidas. Un chico tan guapo necesita nutrición.

Kise sonríe, aunque de manera forzada y luego comienza a subir los escalones, que lo guían hasta el rellano, lleno de cuadros pintados por ella, muchos de los cuales tienen dedicatorias para él. En su habitación hay muchos más, que desentonan con el empapelado de aviones, con los juguetes olvidados en algún verano y el olor a humedad. Eso sí, los cajones están limpios, no se ven telarañas y no hay ni una sola mota de polvo ni en el más viejo de los avioncitos a escala con los que solía jugar. Su abuela lo esperaba, algún día aunque quizás no ese y eso lo hace sentir culpable ante sus muestras de hastío, pues hasta ahora no ha caido en cuenta de que él no es el único renovando sus memorias, sino que ella también lo hace y es difícil desprenderse del recuerdo del niño que era la última vez que lo vio.

—Mañana pasaré más tiempo con ella —se promete, mientras comienza a desempacar y guardar sus pertenencias en los cajones. Se ha llevado casi todo de su casa o al menos lo más importante. Cepillo de dientes, ropa interior, acta de nacimiento, permiso de conducir, claves del seguro social y médico, quién sabe qué más. Papeles que definen su persona, mucho más de lo que él se ha definido.

Por suerte, sus padres no se dieron cuenta en el momento, pero sabe que no tardarán en hacerlo y bien sabe lo que pasará. Más quejas, más gritos, más reclamaciones. Cosas en las que prefiere no pensar, porque suenan demasiado fuertes y grotescas en el silencio del campo, donde apenas y se escucha el zumbido de un televisor en algún lugar de la colonia, pero que bien podía ser un grillo agazapado en su ventana.

—Estará bien —dice al silencio, como si hubiese regresado a ser el niño que se decía lo mismo cuando tenía miedo del monstruo de moda del que hablaban todos sus amigos y que se alimentaba de niños miedosos que no cerraban bien su ventana—. Un día a la vez, ¿no es eso lo que los de Alcohólicos Anónimos dicen?

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Kise baja una hora después, cuando ya ha terminado de meter hasta el último par de pantalones en los cajones, que no están hechos para albergar ropa que no sea de niños y que lo han obligado a dejar algunas cosas en las maletas. Mientras desciende por las escaleras, escuchando los familiares crujidos de la madera al pasar sobre ella, oye cómo su abuela se pone de pie y apaga el televisor, probablemente para dirigirse hacia la cocina por su vaso de leche.

Kise la encuentra ahí un segundo después, tomándose un vaso de lo que parece vodka por el olor que despide y tras haber dejado el vaso de leche sobre la encimera que divide la cocina propiamente dicha del comedor.

—Ryouta, escúchame —dice ella, antes de que él pueda abrir la boca para darle las gracias. Su vaso de vodka ya está medio vacío, pero los ojos dorados que lo escrutan tras las gafas de montura cuadrada son lúcidos y quizá no muy diferentes de cuando era joven—. No puedo decir que te entiendo del todo, porque los chicos de ahora piensan muy diferente a como lo hacíamos cuando yo tenía tu edad. Pero entiendo lo básico al menos. Yo también fui joven, así como me ves y también tuve una fase de rebeldía —dice, anteponiéndose a cualquier réplica que él pueda hacer—. Así que también entiendo a tu madre. Los he visto a ustedes dos crecer, así como también a tus hermanas... Y lo que quiero decir es que puedes quedarte todo el tiempo que quieras, pero ten en cuenta que aunque tú tienes razón en querer hacer lo que deseas, también tu madre la tiene. No es cuestión de ganar o perder, ¿de acuerdo?

—Pero yo...

—Ryouta, sólo te estoy dando mi opinión. El que decide sobre tu vida eres tú. Tu madre, tu padre y tus hermanas decidieron estudiar. Si tú no quieres, tú sabes lo que haces. Sólo te estoy diciendo mi opinión, no te la tomes a mal, ¿de acuerdo? Y ahora tómate esa leche, no bromeaba cuando te dije que los chicos guapos necesitan nutrirse para crecer. Pero, ¡si todavía eres un niño, Ryouta! ¿Cuántos años tienes? —dice ella, como si lo mirara por vez primera y sus ojos ahora si parecen desenfocados mientras recorre los rasgos de su rostro, que le recuerdan un poco a su hija, tan testaruda como él cuando algo le interesa—. No me respondas, sólo piénsalo. Y nos vemos por la mañana. Buenas noches, Ryouta.

—Buenas noches, abuela.

Kise la ve marcharse mientras le da un trago a la leche, fría y fresca del campo, con un sabor agrio que no deja de disgustarle del todo. Podría pensar en sus palabras, sabe que su intención es que lo medite y que quizá le anuncie que se marcha inmediatamente despunte el alba, de regreso a Odawara y de camino a la universidad. Pero Kise elige no pensar en ello y desvía su mirada hacia el exterior, que se aprecia desde la ventana de la cocina y que le permite ver la casa de enfrente, a oscuras como si sus habitantes no existieran, aunque está seguro de no haber visto la ropa antes tendida en su camino de regreso de la casa de Satsuki.

¿Quién la habrá recogido? Se pregunta, mientras se termina la leche, aunque no le caería mal un trago de ese vodka cuyo olor todavía flota en el aire, con la promesa de un dulce olvido. Kise creyó ver ropa de mujer en el tendedero, sobre todo vestidos largos y descoloridos como el cielo. Ropa de mujer, más no ropa de niño, lo que significa que quien sea esa mujer, misterioso fantasma o no, vive sola.

Justo en esto está pensando, con la vista fija, mirando sin mirar el porche de la casa de enfrente, cuando detecta a una figura entre las sombras, levemente iluminada por la luna, cuya luz es apenas una caricia entre las nubes que la ocultan.

La sangre se le congela en las venas al verla, pero el efecto sólo dura un instante, pues de inmediato se le suma otro misterio. A la altura de la boca de la figura aparece una luz roja, que se mueve revoloteando de un lado a otro y luego se queda quieta al lado de su rostro. ¿Una luciérnaga? ¿O algún monstruo kingniano, salido de más allá de la imaginación?

Kise se da cuenta de que es un cigarro en el momento en que, con ayuda de un rayo de luna, detecta el humo del mismo flotando hacia el cielo, pudriendo el aire a su alrededor. Y junto con el humo, atisba una mano blanca y delgada e incluso el antebrazo, que parece de porcelana bajo los rayos plateados.

Kise se pone de pie inmediatamente cuando se da cuenta de que esa es la habitante de la casa de enfrente, aunque nunca podrá explicar, ni siquiera en su lecho de muerte, porque ese hecho le pareció tan importante en el momento. Lo único sabe es que echó a correr por la casa, abrió la puerta de un tirón sin importarle despertar a su abuela con el ruido de sus zancadas y anduvo en la oscuridad hasta la verja del patio de su vecina, que fue mucho más rápida para detectarlo.

—¿Quién anda ahí? —pregunta él, casi seguro de que la figura se evaporará con el poder de sus palabras.

—Eso debería de preguntarlo yo —dice ella confirmando que es real con tan sólo su voz, una voz femenina que tiene un toque de indiferencia mezclado con cierto temor—. ¿Te conozco acaso? Tu voz no me suena familiar.

—Lo siento —dice él y una carcajada escapa de su garganta ante lo absurdo de la situación. ¿Qué estaba pensando? Nunca podrá saberlo—. Perdón si te asusté, no era mi intención. Me llamo Kise Ryouta, soy el nieto de Kise Ryouko de la casa de enfrente —dice él, señalando con el pulgar hacia atrás, pues ahora se encuentra como vil Romeo encaramado a la verja, encandilado por una fantasía, pues todavía no ha logrado verla, pero su voz le ha sido suficiente—. Supongo que eso no te dice nada. Antes vivía aquí un chico con el que solía jugar y él sí conoce a mi abuela y también me conoce a mí. Es sólo que me dio curiosidad saber quien vive en esta casa ahora. ¿Sabes? Acabo de llegar de Odawara, así que estoy un poco nostálgico.

—Ya veo —dice ella y le da otra larga calada a su cigarro, cosa que Kise sabe únicamente por el sonido que hace al aspirar y después exhalar el mortífero humo—. Tienes razón, no llevo mucho tiempo viviendo aquí, pero lo suficiente para conocer a tu abuela, aunque es cierto que a ti no te conozco —dice ella y aunque por sus afirmaciones le está dando a entender que ya es mayor, por su voz Kise quiere imaginarse que no tanto, aunque ya tiene ese aire de sapiencia de los mayores que él no quiere adquirir.

—¿Y cómo te llamas? —pregunta Kise, cuando ambos se sumen en el silencio.

—Kuroko Tetsuko —dice ella y a manera de las grandes coincidencias, que pasan quizá con ayuda de una mano invisible que pone todas las cosas en su lugar sin que uno se de cuenta, las luces detrás de ella se encienden, aunque en ese momento Kise no se detiene a pensar en quién las ha encendido, para mostrarle a la mujer con la que ha estado conversando en la oscuridad.

Es hermosa, aunque su belleza dista mucho de la de Satsuki, más claramente perceptible a la vista, más como de pasarela de modas y catálogos de lencería. Kuroko Tetsuko es una mujer pequeña, que no debe de pasar del 1.65 y cuya fisonomía habla de fragilidad. Tiene las piernas largas y delgadas, los brazos menudos de una muñeca, la cintura pequeña entallada en un vestido blanco y el pecho incipiente, como el de una adolescente en pleno desarrollo. Pero lo que más sorprende a Kise son sus ojos azules, enormes y en forma de avellana, enmarcados por unas pestañas diminutas. Lleva el cabelo corto hasta los hombros y un fleco que le cubre la frente amplia, dándole esa apariencia infantil e incluso soñadora que lo deja estupefacto al momento.

—¿Y estás so...? —empieza a decir Kise, cuando la puerta de la casa se abre, dejando paso al hombre que vio esa mañana en el tren, despeinado y aún usando su uniforme de bombero y que de inmediato roba la atención de Kuroko y también la de él, evitando que cometa una tontería al pronunciar las palabras inadecuadas.

—Ah, Tetsuko, te estaba buscando —dice él, posicionándose a su lado y basta ver la mirada que ella le dirige para adivinar toda la historia entre ambos, que excluye de la mente de Kise cualquier idea de pasar su primera noche en Tonosawa fuera de casa.

—¿Qué pasa? —pregunta ella, cuyo cigarro ya casi se ha terminado y que ella desecha con un movimiento de la mano, para después pisotearlo con sus sandalias blancas—. Pensé que no te despertarías en un buen rato, pero la cena está lista. Hice...

—Huevos cocidos, ¿no? Sí, ya los he visto en la cocina. No, no era eso a lo que venía, sólo quería saber dónde estabas —dice él, dándole un beso en el hombro desnudo y es en ese preciso momento en el que ve a Kise, que observa la escena con la misma sorpresa con la que el hombre lo ve a él—. Ah, no sabía que tenías compañía. Pero si es el chico que venía en el tren esta mañana. Qué coincidencia. ¿No me digas que estás perdido?

—¿Se conocen? —pregunta ella, que está recargada en él, de manera que su espalda toca su pecho, lo que le da más facilidad al hombre para envolverla entre sus brazos.

—Sí, algo así. Me lo encontré en la mañana, es una historia algo larga, pero en resumen, necesitaba mi ayuda para encontrar la casa de su abuela. Sin embargo, como me llamaste me olvidé de él y al parecer ha venido a hacerme pagar por ello. Por cierto que nunca me dijiste tu nombre.

—Kise Ryouta —dice Kise, que ya no quiere seguir con la conversación.

—Con razón te me hacías conocido —dice el hombre, rascándose la barbilla—. ¿No te acuerdas de mí? Venías a jugar todos los días basket conmigo y qué palizas te daba.

—¿Entonces tú eres el chico que vivía aquí? ¡Y nada de palizas, ya me acuerdo! Si siempre quedábamos en empate.

—Ese mismo —dice él—. Mis viejos fallecieron hace algunos años, pero la casa es mía. Y atrás sigue la canasta de basket para cuando quieras, veamos quién gana ahora.

—Me encantaría —dice Kise, que ya se ha separado de la verja, pues no quiere parecer demasiado entusiasmado y es que no lo está, ahora que sabe que ella tiene un compromiso—. Quizá me pase un día de estos.

—Cuando quieras —dice él—. Mi descanso es de tres días, así que estaré libre mañana y pasado, luego volveré al trabajo y así, así que no tienes excusa para huir. Ya me hacía falta un oponente nuevo en el basketball y parece que servirás.

—Ya veremos —dice Kise, que puede entender sin necesidad de palabras que ya es hora de retirarse—. Bueno, un placer volver a verte. Nos estamos viendo, hasta mañana.

—No dirás eso cuando patee tu trasero —responde él.

—Sólo dime una última cosa —pide Kise, cuando ya está a medio camino de su casa—. ¿Cómo te llamas? Lo olvidé.

—Kagami Taiga.

Kise alza la mano para darle a entender que lo ha escuchado, así como también a modo dedespedida. Está cansado y lo único que quiere es entrar en las sábanas y dormir hasta el mediodía, pero todavía tiene las fuerzas para dirigir una última mirada hacia atrás antes de dar vuelta al picaporte y lo que ve, por alguna razón lo hace sentir mal: Kagami y Kuroko están abrazados bajo la frágil luz de la luna; ella ha encendido un nuevo cigarro, pero éste se consume entre sus dedos, pues su boca está más ocupada explorando la de él. Detrás suyo, iluminados a contraluz, parecen fantasmas. Pero el fantasma es él.

Fin del Capítulo.


Notas de la Autora: Hace mucho que no escribo un proyecto largo y probablemente pase mucho más hasta que decida hacerlo de nuevo, pero he puesto toda mi dedicación y mi tiempo en "Flores amarillas" y por fin puedo presentárselos, realmente espero que alguien lo lea y le agrade, o incluso si no le agrada que pueda dejar una crítica constructiva como review. Como pueden ver, convertí a Kuroko en mujer e introduje a Kagami, así como a Kise como los personajes principales de esta historia. Espero se queden para ver cómo termina, estaré actualizando semanalmente los días sábado, para que estén al pendiente (? En fin, que realmente no sé qué decir, pero espero que nos estemos leyendo.

Nos vemos el próximo sábado con el capítulo 2.