Mi vida era un asco.
Es decir, siempre fue pasable. A pesar de la dislexia, el THDA, la expulsión de las dos escuelas a las que había asistido, el hecho de que no conociera a mi padre y tuviera que soportara Gabe el Apestoso, nunca la había considerado muy mala, ni muy buena. Había hecho un par de amigos en la escuela, y a mi madre no parecía importarle que me hubieran expulsado por segunda vez en dos años. Al llegar a casa, me había sonreído, abrazado, y puesto una galleta de chocolate azul en la mano. No importa. Ya encontraremos otra escuela había dicho.
Cerré los ojos, reprimiendo las lágrimas. Me dolía pensar en ella.
Mi madre solía contarme mitos griegos antes de dormir. Siempre lo había hecho. No tenía recuerdos de Los tres cerditos, El gato con botas o Hanzel y Grettel. En cambio, estaban Perseo y Andrómeda, Teseo y el Laberinto, El Vellocino de Oro y muchos otros.
Sin embargo, yo siempre los había considerado eso, mitos. Pero ahora sabía la verdad.
A pesar de que me había costado creerlo, ver a mi madre desaparecer en un brillo dorado a manos del minotauro, me había bastado como evidencia.
Hijo de Poseidón. Eso había dicho mi madre.
Sabía que aquél no era el único monstruo. Por ello, había conservado el largo y filoso cuerno manchado de sangre seca. Podría servirme, hasta conseguir un arma decente.
¿Cómo? No tenía ni idea.
Lo único que tenía bien claro era que ya no podía quedarme por más tiempo en New York. Los monstruos no habían disminuido en las últimas tres semanas, todo lo contrario.
Cuando subí al interior del autobús con destino a Saint Louis— ¿Porqué Saint Louis? Ni yo sabía. — Y me senté en el asiento al lado de la ventana en la última fila, con mi mochila sobre las piernas, no pude evitar pensar en lo rara que se había puesto mi madre desde la muerte de Gabe el Apestoso. Dos semanas después de que hubiera muerto, mi madre me hizo una mochila con algo de comida y ropa, me metió al auto y me dijo íbamos a un lugar seguro. Ni siquiera alcanzamos a salir de Manhattan cuando el minotauro hizo su aparición.
El motor rugió, devolviéndome bruscamente a la realidad.
Me pesaban los párpados. No se dormía bien en las calles de New York, despertándote cada tanto por los monstruos, que te obligaban a cambiar de sitio.
Abracé la mochila, y apoyé la cabeza en la ventana.
Un lugar seguro. Sabía que ese lugar no existía. Pero, mientras me moviera, cualquier sitio podía asemejársele bastante.
EL autobús se puso en marcha. Y, con este pensamiento, me dormí.
