La historia no me pertenece, simplemente me adjudico la adaptación.

Historia: Meridiam

Autor: Amber Kizer.


Las primeras criaturas en buscarme fueron los insectos; mis padres limpiaron el capacho de hormigas muertas la mañana siguiente a traerme a casa desde el hospital.

Mi primera palabra fue —muerto.

A la edad de cuatro años, cuando salí de la cama e hice explotar un sapo gigante como un globo de agua, ya nunca más volví a apagar las luces.

Durante todo mi sexto año de vida dormí sentada pensando que así vería a los moribundos que vinieran hacia mí.

Había veces en que parecía que mis entrañas estaban llenas de cristales rotos, veces en que las almas de los animales pasando a través de mi me resultaban demasiado grandes, demasiado todo. Abriría los ojos por la mañana y me encontraría con la mirada vidriosa de un ratón sobre la almohada.

La muerte nunca se convirtió en mi cómoda compañera.

No tenía pesadillas sobre monstruos; no estaba asustada de una cosa en mi armario. De hecho, a menudo deseaba que ellos, los moribundos, se escondieran bajo mi cama en vez de acurrucarse entre el montón de animales de peluche junto a mi cabeza.

Mi madre me abrazaba, me decía que era especial. Me gustaría pensar que mis padres no se sentían asqueados de mi. Pero nunca olvidare los sentimientos aparentes en las miradas que intercambiaban sobre mi cabeza.

Inquietud. Miedo. Asco. Preocupación.

Mi primera tarea del día era retirar los cadáveres. Mi segunda tarea era hacer la cama. Me pondría guantes de goma y levantaría a los muertos.

Mis manos se volvieron callosas por cavar tantas tumbas. Nos quedamos sin sitio en el jardín trasero cerca de mi decimocuarto cumpleaños.

Cuando estaba demasiado enferma para hacerlo, mi padre se ofrecía y los sacaba, pero era con un asco mal disimulado.

Me pasaba los días temblando, constantemente privada de sueño, crónicamente enferma. Siempre me dolía el estomago. Jaquecas poco

importantes latían siempre con tiempo lento.

Los médicos me etiquetaron de hipocondríaca, pero aun así nunca encontraron causas para los síntomas.

El dolor era real.

La causa era un misterio. Sugirieron psiquiatras. Dolores crecientes. Tal vez yo fuera uno de esos niños que requerían montones de atención. A veces pillaba a mi madre mirándome, a menudo empezaba conversaciones, solo para quedarse callada de repente y dejar la habitación.

Con cada fase lunar, los animales se hacían más grandes. En poco tiempo empezaron a venir también durante el día. En el colegio, los niños me

susurraban apodos: cosechadora, cava tumbas, bruja y otros que fingía no oír.

Los adultos también me marginaban. Eso dolía.

A medida que me fui haciendo mayor y deje de intentar encajar, llegue a la misma conclusión que todos los demás. Era rara. Un bicho raro. Un

espectáculo de feria.

Cuando nació mi hermano Seth, mantuve vigilancia en su habitación.

Decidida a limpiar las cosas muertas antes de que se despertara. Me concentre en hacerle sentir que no estaba solo, que yo entendía lo aterrador que esto podía resultar. No le dejaría sufrir mis miedos; sería normal ante mis ojos.

Pero cuando cumplió un mes de vida y los únicos muertos que se acercaban a él eran por mi causa, me aparte.

Mis padres fingían que no importaba. Que nada moría jamás a mí alrededor.

Que nuestro jardín no era un cementerio. Como mucho, actuaban como si tuviera un talento. Un don.

Si teníamos una familia extensa, yo no los conocía. La única excepción era mi tocaya, una tía abuela que me enviaba edredones de cumpleaños una vez

al año.

Mi mundo era, y es, la muerte y yo. Es un lugar solitario en que vivir, pero pensaba que las cosas estaban mejorando.

Me llamo Isabella Swan, y estaba equivocada.