Hola, queridos lectores!

Ya he mencionado en la descripción que esta historia no me pertenece. No la he escrito yo. Su verdadera autora es Miranda Lee. Y esto es una adaptación a la pareja de Amber x Castiel, del juego Corazón de Melón.


Capítulo Uno

Amber estaba preocupada cuando introdujo la llave en la cerradura de la puerta. Realmente sorprendente lo mucho que disfrutaba dirigiendo el negocio familiar. Y más sorprendente aún que se le diera tan bien.

Bueno, cierto que todavía no era tan buena como su padre, pero ese mismo día el contable había comentado que Hollingsworths marchaba mejor que nunca.

Cuando Amber giró la llave y abrió la puerta, no notó que su madrastra estaba en el vestíbulo, esperándola.

—¡Dios mío, Beverly! —exclamó Amber cuando notó la presencia de la otra mujer—. ¡Qué susto me has dado! No te había visto.

—Tu padre quiere verte —anunció su madrastra con voz tensa—. Ahora mismo.

—¿Para qué? —preguntó Amber.

—No tengo ni idea —Beverly se la quedó mirando con ojos fríos, parpadeó una vez, muy despacio. Después, se dio media vuelta y se alejó.

Amber tuvo que resistir la tentación de hacerle una mueca. Al final, lanzó un suspiro, cruzó el espacioso vestíbulo y recorrió el ancho pasillo que cruzaba por la mitad el ala derecha de la casa, y se detuvo delante de la primera puerta a la derecha.

Anteriormente, esa habitación había sido el estudio de su padre, una estancia impresionante y muy masculina, al estilo de su dueño. Pero hacía doce meses, después del infarto de su padre, se había convertido en el dormitorio de él con baño privado. La habitación en frente del estudio, antiguamente una sala de billar, ahora era la habitación del enfermero y fisioterapeuta que vivía en la casa.

Amber llamó a la puerta con gesto vacilante. El rugido que oyó al otro lado fue potente. Sorprendentemente, el infarto no había afectado a la voz de su padre. De vez en cuando, Amber se preguntaba si era algo positivo o negativo.

Enderezando los hombros, abrió la puerta y entró.

—Hola, papá. ¿Querías verme?

¿Llegaría a acostumbrarse a ver ese rostro fuerte y bronceado tan pálido y ajado? ¿O la silla de ruedas a los pies de la cama? ¿O la delgada pierna que Bill estaba masajeando vigorosamente en esos momentos?

—Hola, Bill —le dijo al enfermero de su padre.

Bill era un hombre sencillo, calvo, alto y fuerte de casi cuarenta años. Tenía un carácter amable.

—¿Cómo está el paciente? —le preguntó Amber—. Me da la impresión de que está algo irritado.

—El paciente está que trina —declaró su padre, en tanto que Bill se limitaba a encogerse de hombros y a seguir con el masaje—. No te pongas cariñosa conmigo, no te va a servir de nada. Bill, márchate.

Con gesto brusco, tiró de la pierna que Bill estaba masajeando y cayó encima del colchón con un ruido sordo.

—Vamos, vete a tomar una copa o lo que quieras. Tengo que hablar con la mujer de negocios del año.

Bill volvió a encogerse de hombros y salió de la habitación, estaba acostumbrado al carácter irascible de su paciente. Francis Hollingsworth no era la clase de hombre que podía acostumbrarse a estar inactivo. Incluso a los sesenta y dos años, no podía parar quieto. La parálisis parcial y pasar la mayor parte del día en la cama le tenían muy irritado.

—¿No has leído el periódico local esta semana? —gruñó Francis Hollingsworth, y se inclinó sobre el periódico, que estaba a su lado, encima de una almohada—. No, claro que no lo has leído; de haberlo hecho, no parecerías tan orgullosa de ti misma. Bill siempre me trae la prensa nada más salir, pero en breve todo Sunrise, durante la cena, leerá que Francis Hollingsworth es un sinvergüenza sin escrúpulos y que su hija es igual que él.

—¿Qué? —pronunció Amber perpleja.

—¡Toma, léelo tú misma! —vociferó el hombre dándole el periódico.

Amber lo tomó y se sentó en un lado de la enorme cama. Leyó el encabezamiento con horror:

—«¡Viuda declara la guerra a la familia Hollingsworth!»

Y a continuación, en letra pequeña:

—«La señora Pearl Sinclair, de setenta y nueve años, de Sinclair Farm, Potts Road, ha informado al Sunrise Gazette esta semana que la familia Hollingsworth ha tratado de presionarle para que le venda su casa y sus tierras. «Es una vergüenza», le ha dicho al Gazette. «¡Un escándalo! No quiero vender. Soy una viuda de la guerra. Vine aquí recién casada hace casi sesenta años. Aquí viven mis dos hijos, y todos mis recuerdos están aquí. Este es mi hogar. ¿Cómo se puede poner precio a los recuerdos? ¿O a un hogar? Los Hollingsworth han dicho que lo necesitan para el aparcamiento de su nuevo centro comercial con cine, que es el único lugar viable para ello. Pero yo sé que eso es una estupidez.

Francis Hollingsworth es el propietario de la mitad de la costa de esta zona. Que construya su centro comercial en otra parte. ¡No van a presionarme para que venda mi hogar! Y en lo referente a su hija, puede decirle a Amber Hollingsworth que tampoco va a convencerme con un chantaje sentimental. Ahora me doy cuenta de cuáles eran sus intenciones el otro día cuando vino a mi casa, se tomó un té en mi cocina y fue amable conmigo. Estaba intentando ablandarme, intentando convencerme de que sólo les interesaba el bien de nuestra ciudad. ¿Cuándo ha hecho algo bueno por nuestra ciudad un Hollingsworth? A Francis Hollingsworth lo único que le ha interesado siempre ha sido su propio bien. ¡Y su hija no es mejor que él!"».

Amber lanzó un suspiro de incredulidad antes de continuar leyendo:

—«Supongo que ahora me ofrecerán aún más dinero. Pero pueden ofrecerme lo que quieran porque mi respuesta seguirá siendo la misma. ¡No! ¡Rotundamente no! Dígaselo a la familia Hollingsworth de mi parte. Y si Amber Hollingsworth se atreve a volver aquí para intentar convencerme con sonrisas dulces y bonitas palabras, le diré a mi perro que se tire a ella. ¡Y que sepa que a mi Rocky le prohibieron competir en carreras porque era muy fiero!».

El artículo iba acompañado de una fotografía de la anciana. Se la veía con expresión desafiante, en el porche delantero de su destartalada casa; a su lado, un perro con demasiada grasa.

Amber no pudo evitarlo, se echó a reír.

—¿Qué me va a echar al perro? ¡Ese perro me adoró el día que fui allí!

—Amber, esto no tiene gracia —le espetó su padre—. El lunes por la noche me dijiste que, prácticamente, teníamos la venta en el bolsillo. ¡Y ahora, cuarenta y ocho horas después, tenemos que enfrentarnos a esto! Tanto tú como yo sabemos que no hay otro sitio apropiado para el aparcamiento, porque no hay ningún otro terreno tan grande y tan llano en el complejo. No se pueden construir centros comerciales en las laderas de las colinas, y tampoco se pueden construir en zonas tan lejos de la ciudad que nadie iría. O nos hacemos con la granja Sinclair o tendremos que abandonar el proyecto.

Amber sabía que su padre tenía razón. Sunrise Point no podía expandirse sin límites, como tantas otras ciudades de la costa norte del sur de Nuevo Gales, por motivos geográficos. En primer lugar, no se podían construir ni hoteles ni casas en el cabo, ni tampoco a lo largo de las dos playas que lo acompañaban. En segundo lugar, la cadena montañosa estaba muy cerca de la costa en ese punto, por lo que no había espacio suficiente para construir. En realidad, la mayoría de las casas se asentaban en colinas.

—Escucha, papá, no sé qué pretende esa anciana —dijo Amber suspirando—, pero el lunes estuvo sumamente agradable conmigo. Me dijo que consideraba nuestra oferta muy generosa, pero que necesitaba unos días para pensarlo. Me pidió que volviera el lunes que viene. Me dio la impresión de que sería un mero formalismo, que estaba decidida a firmar.

—Pues es evidente que algo ha pasado y que le ha hecho cambiar de idea. Quizá haya hablado con alguien de su familia y ese alguien la haya convencido de que nuestra oferta no era suficientemente generosa. Considérame un viejo cínico si quieres, pero estoy seguro de que ese artículo es un truco para sacar más dinero —y el padre de Amber señaló el periódico con un dedo.

El estómago de Amber se encogió.

—Puede que tengas razón, papá. Y creo que también sé quién es ese alguien. Castiel Sinclair. Su nieto. No me extrañaría que quisiera estrujarnos todo lo más que pueda.

—Hablas como si le conocieras bien. Sin embargo, yo no recuerdo que esa mujer tuviera un nieto.

—Vamos, papá, no es posible que no te acuerdes de Castiel —dijo Amber irritada—. Estaba en mi clase. Vino aquí a vivir con su abuela a los dieciséis años. Tienes que recordarle. Sorprendió a todo el mundo al sacar las mejores notas de todo el curso. Y se encontraba entre el dos por ciento de los estudiantes más inteligentes del estado. Publicaron su foto en los periódicos.

—¿Cómo es?

—Bastante guapo, si se pasa por alto su permanente expresión malhumorada.

—No, no me acuerdo de él. El único chico de tu clase al que recuerdo es Chris Johnson, con quien podrías haberte casado en vez de con ese playboy americano al que te pegaste como una lapa en aquel viaje que te regalé por tu graduación.

—Sí, bueno, supongo que era demasiado joven para casarme. Sólo tenía diecinueve años, no lo olvides. Ojalá me lo hubieras impedido.

Su padre se echó a reír.

—Habría sido como impedir que lloviera en una selva tropical. Eres tan cabezota como yo cuando se te mete algo en la cabeza, así que nadie habría podido impedir que te casaras con Chad. Al menos, tuviste el sentido común de divorciarte de él al final. Es una pena que te llevara tanto tiempo.

Su padre sonrió antes de cambiar de tema.

—Bueno, volvamos a lo que estábamos discutiendo. ¿Qué vas a hacer con el asunto Sinclair? Sé que estás empeñada en sacar el proyecto del centro comercial adelante, pero ¿vale la pena el escándalo? Me gusta tener el respeto de esta ciudad, a pesar de que me ha costado mucho ganármelo. Cuando me recupere, voy a presentarme candidato a alcalde.

—En ese caso, sugiero que hagamos todo lo que esté en nuestras manos por sacar el proyecto adelante. Esta ciudad necesita un centro comercial, papá.

—Estoy de acuerdo, pero para construirlo, Hollingsworths necesita la granja Sinclair. ¿Cómo propones conseguirla? ¿Ofreciendo a la anciana más dinero, como ella misma ha dicho?

—Supongo que sí.

—¿Y cuánto dinero crees que va a pedir?

—No estoy segura.

Francamente, Amber no estaba segura de nada en esos momentos. El nuevo giro en el desarrollo de los acontecimientos la había tomado desprevenida. El otro día, Pearl Sinclair no había parecido muy interesada en el dinero. Ni tampoco parecía la clase de mujer que cedía a las presiones, ni siquiera a las presiones de Castiel. Era una mujer fuerte.

Quizá le tuviera cariño a esa choza en la que vivía, pensó Amber, aunque le costaba creerlo. La casa parecía a punto de venirse a abajo en cualquier momento, y la granja hacía mucho que sólo era un pequeño corral de gallinas y un dilapidado establo. El terreno también había sido víctima de unas tremendas inundaciones, la peor en los últimos veinticinco años en la zona; por lo tanto, en el mercado, la propiedad no valía gran cosa.

—Quizá estemos interpretando esto mal —especuló Amber—. Puede que lo único que le pase a la vieja Pearl es que no soporte la idea de irse a vivir a otra parte a estas alturas de su vida. Es posible que todo le parezca demasiado complicado para ella.

—Querida Amber, eso no explicaría el ataque que nos ha lanzado —respondió su padre exasperado—. No, estoy seguro de que detrás de todo este asunto está ese nieto suyo.

Su padre guardó silencio. Amber intentó vaciar la mente, no quería pensar, no quería que los recuerdos la asaltasen.

—¿Qué hay de esos hijos suyos que menciona en el artículo? —preguntó su padre de repente—. ¿Dónde están?

Amber se encogió de hombros.

—No lo sé. O ya no mantiene el contacto con ellos, o están muertos. Creo que Castiel es su pariente más cercano; o, por lo menos, el único que la visita. Y tampoco la visita con tanta frecuencia como antes. Mientras tomábamos té, Pearl me dijo que Castiel ni siquiera había ido a pasar con ellas la última Navidad. Castiel vive en Sydney ahora y pasó la Navidad con su novia. Pearl estaba muy disgustada por eso.

—Ya. Bueno, pues supongo que su querido nieto va a venir muy pronto. Cuenta con ello. ¿A qué se dedica?

—Es abogado. Trabaja en una empresa de abogados muy importante de Sydney.

—Dios mío, lo que nos faltaba, ahora vamos a tener que vérnoslas con un abogado de la gran ciudad. Sin duda, ha visto grandes beneficios en todo este asunto.

—Puede que haya visto más que eso —murmuró Amber.

Su padre empequeñeció sus verdes ojos mientras se la quedaba mirando.

—¿Qué demonios quieres decir? ¿Ha habido algo alguna vez entre tú y ese Castiel Sinclair? Dime la verdad, Amber, no me mientas. Además, se te da muy mal mentir.

«No, no se me da mal mentir», pensó Amber. «Soy una mentirosa buenísima. Viví una mentira durante mis seis años de matrimonio con Chad. Nadie se enteró de lo mal que estaba, ni de lo fracasada que me sentía».

—No —mintió Amber de nuevo—, nunca ha habido nada entre Castiel y yo. Pero él era muy pobre y tan antisocial como es posible ser. Creo que le caía mal sólo porque era rica.

—Pues cuando lea este artículo, le vas a caer peor aún.

—Puede que no lo lea.

—Ya, que te crees tú eso. Estoy seguro de que es responsable del artículo. A partir de este momento, cualquier día se nos presentará en casa.

—Encantador —murmuró ella con ironía.

Los ojos de su padre la miraron con suspicacia.

—Desde luego, no parece que os agradarais mucho, ¿verdad?

—Bueno, yo no iría tan lejos. Durante los últimos diez años, ni siquiera hemos cruzado dos palabras seguidas. Pero era muy desagradable en el colegio y no tengo motivos para creer que haya cambiado. Supongo que ahora es tan desagradable como antes.

En realidad, Amber se había cruzado con él en varias ocasiones durante los últimos tres años, desde su vuelta al hogar paterno. Un par de veces en la calle principal, pero sobre todo en la iglesia, por Navidad y Semana Santa. Aunque no la última Navidad.

Sin necesidad de que Pearl Sinclair se lo dijera, Amber sabía que Castiel no había ido a pasar allí la Navidad. Le había buscado con los ojos durante la ceremonia religiosa. Y le había echado de menos. Puro masoquismo, ya que él había reducido sus previos encuentros a un frío asentimiento de cabeza o a un educado «hola, Amber».

—Desagradable o no, tendrás que tratar con él si quieres construir el complejo —le soltó su padre.

—Ya veremos, papá —dijo ella, tratando de que su voz no pareciese tan trastornada como se sentía—. Ya veremos.

—Tengo el presentimiento de que hay algo más en este asunto. Ten cuidado, hija. ¡Por nada del mundo querría ver el nombre de nuestra familia envuelto en el escándalo!


Nos vemos en el siguiente cap!