Hacia el sur.
"Más allá del este, el amanecer; más allá del oeste, el mar
y este y oeste la sed de vagar que no me deja ser".
Gerald Gould.
Primera parte.
I
Crucé la arteria principal de la ciudad tan contento que difícilmente podía disimular mi alegría. Por primera vez en mucho tiempo iba a tener una misión real y el poder investigar un caso serio no hacía más que agravar mi estado de intensa agitación. Todo lo que necesitaba en ese momento era un alojamiento en la zona más transitada de aquella avenida; de esa forma podría infiltrarme de un modo seguro en el sistema del grupo de rebeldes que iba a eliminar. La noche anterior había fallado en el intento al ser rechazado por personas con bastante habilidad en la protección de redes, sin embargo, el haber sido vencido no era suficiente para que mi ánimo menguara. Me disponía a afinar los últimos detalles de lo que sería mi inexorable asalto al refugio de insurgentes, y ni siquiera esa barrera iba a poder detenerme esta vez para conseguir la información que requería.
Comencé a mirar los locales comerciales, intentando avistar algún hotelucho que no llamara demasiado la atención y del que fuese fácil escapar si algo llegaba a salir mal. Nada de lo que allí había cumplía con mis requerimientos, por lo que empecé a caminar calle abajo. Avanzaba en perfecta armonía hasta que una rubia se atravesó en mi ruta, obligándome a parar. Hubiese sido un accidente sin importancia, salvo porque se plantó ante mí con la seguridad de que era extranjero y que buscaba un lugar para quedarme. Eso me pareció por lo menos curioso.
—Es una casa pequeña, a un precio muy económico, ideal tanto para establecerse como para pasar una temporada corta. Tú puedes decirme por cuánto tiempo quieres arrendar —me dijo, casi de tirón, con la maestría para persuadir de quien lleva trabajando mucho tiempo en el oficio—. Si eres residente ilegal, no hay necesidad de que firmes un contrato. Te ves muy confiable para mí.
—No, gracias —respondí, desestimando su ofrecimiento con una sonrisa ladina—. No es una casa lo que necesito, aunque si puedes decirme dónde encontrar un hotel barato, te lo agradecería demasiado.
—¿Qué tan barato? —me preguntó. Parecía decepcionada de que yo no tuviese el dinero suficiente para realizar negocios con ella. Su expresión lo decía todo.
—Muy barato —respondí, fingiéndome avergonzado.
—No hay muchos de ese tipo por esta zona. Los clásicos del centro los puedes encontrar seis cuadras más arriba, pero no son económicos.
Me indicaba precisamente la dirección de la que yo venía. La chica no había sido útil y también leyó la decepción en mi cara. Éramos un par de extraños decepcionados mutuamente por la poca utilidad del otro.
—Gracias —le dije, cortés. Ella asintió en silencio, como si estuviese meditando algo importante, y me observó marchar. No había avanzado mucho cuando escuché su voz llamándome.
—Oye, espera.
Yo me detuve y le obedecí, esperando que se acercara. La chica vino hacia mí despacio, contoneándose de forma seductora. Por primera vez logró que yo la observara con interés. Era de ese tipo de rubias clásicas con cara de no romper ni un plato, pero en las que se podía leer un largo historial de hombres en su cuerpo. Llevaba un vestido blanco muy ceñido, y el pelo suelto y largo cayendo en cascadas sobre sus hombros. Cuando llegó junto a mí, inclinó la cabeza de forma avergonzada y enseguida me miró.
—Si no tienes dónde ir, puedes quedarte en mi departamento —me ofreció, con muy buena voluntad.
Lo medité fugazmente mientras intentaba resistirme al encanto de sus rasgos bonitos. Era casi imposible que lograran rastrearme cuando me infiltrara en el sistema, pero como buen soldado siempre debía tener en cuenta un margen de posibles errores y no podía permitirme distracciones en mi misión. Iba a decir que no, a pesar de que lamentaba profundamente perder una noche con una mujer experimentada, pero no dije nada porque en ese preciso momento mis ojos dieron con un individuo alto, de aspecto serio y que avanzaba a pasos rápidos por la misma acera en la que yo estaba. Lo reconocí de inmediato: era Heero.
Por un instante, no pude creer que ese sujeto estuviese justo allí, pasando a pocos metros de distancia luego de tantos años sin verle su rostro de bastardo inabordable. La última vez que nos habíamos cruzado fue justamente en el fin de los conflictos armados, cuando terminamos con las ambiciones de la fundación Burton.
—¿Qué pasa? —me preguntó la rubia, sonando irritada. Había captado que mi atención iba varias tiendas más allá.
—Nada —le respondí, distraído—. Eres muy amable, pero ya sé dónde ir.
Me alejé de la rubia, y de su mirada de odio, y salí en su persecución. Heero se dirigía hacia la zona de la avenida que yo ya había recorrido, avanzando a una velocidad impresionante como si llevara prisa. A medida que me acercaba, podía ver su fuerte espalda sacudida por el movimiento decidido de sus hombros al caminar; su cabello seguía del mismo largo que yo recordaba y su atuendo tampoco había variado mucho: eran los mismos pantalones cortos y la sudadera verde que casi habían sido su uniforme durante la guerra.
Anduvo cuadra y media y yo me mantenía invisible, pues quería averiguar hacia dónde se dirigía. Al llegar a un semáforo se detuvo, giró en mi dirección y se quedó parado allí mismo, como si esperara a alguien. Obviamente, ese alguien era yo. No dejó de sorprenderme que hubiese notado que le seguía, a pesar de la distancia prudencial en la que me había mantenido. No cabía ninguna duda de que este tipo jamás dejaba de estar alerta.
—Hola —le dije, llegando hasta él—. Supongo que no te alegras de verme.
Heero entrecerró sus ojos, como si estuviese midiendo cuánta amenaza significaba mi presencia. Yo permití su agresivo escrutinio mientras intentaba pensar en cómo demonios entresacarle sus motivos para estar en la ciudad ahora que me había descubierto. Iniciar conversación para obtener algo de información con un individuo tan antisocial como él nunca había sido cosa fácil.
—Supones bien —me respondió cortante—. Deja de seguirme.
Me dio una mirada penetrante en la que se podía leer una clara advertencia y se giró para cruzar la calle, alejándose. Yo me encogí de hombros, sonriendo. No podría haber esperado menos, aunque si Heero realmente pensaba que iba a hacerme desistir con una ojeada de esas, estaba muy equivocado: me había dado tantas de esas miradas frías durante la guerra que me había hecho inmune.
Comencé a seguirlo a menos distancia. No tenía sentido esconderse, ya que probablemente él aún se mantenía atento. Nada me hubiese gustado más en ese momento que alejarme en sentido contrario, pero no podía dejarlo ir sin asegurarme de que no intervendría en mis planes. Saber que él estaba en la misma ciudad en la que yo iba a llevar a cabo mi misión no era un pensamiento agradable.
Anduvo dos cuadras más y desapareció de mi radar. Llegué al punto en que lo había perdido de vista y observé con atención. Había una pasarela que se elevaba por sobre la avenida, pero Heero, aún a toda velocidad, no hubiese sido lo suficientemente rápido para cruzarla sin que yo le viese. Las siguientes opciones que me quedaban eran un oscuro callejón hacia la derecha y una cafetería pintada de dorado en la que ingresaba demasiada gente. En un primer momento dudé de que no hubiese entrado en el local; la guerra había terminado hace tres años, ¿qué sabía yo si este individuo había abandonado la vida militar como Quatre? Quizás solo quería disfrutar de un pacífico café bien cargado, pero nada más pensarlo desestimé la idea: un sujeto como este nunca deja de ser soldado.
La pregunta sarcástica que me hice entonces en mi mente fue "Si quisiese matar a Duo para que deje de seguirme, ¿qué lugar escogería?". Riéndome de mi propio estúpido cuestionamiento, ingresé en el callejón. Poco tuve que andar antes de escuchar el sonido del seguro de una automática siendo removido a mis espaldas. Me giré lentamente con las manos en alto y ahí estaba él, en la semipenumbra, apuntándome directamente con su arma.
—Entré a tu emboscada con plena conciencia. No merezco que me dispares —le dije con humor—. Aunque, si vas a hacerlo, te sugiero que no falles: soy más rápido que tú a la hora de cargarme al tío que me está fastidiando.
—¿Qué es lo que quieres? —exigió saber.
—Sé por qué estás aquí—afirmé, pero callé de inmediato. No quería soltar demasiada información, apostando aún con esperanzas a que Heero ignorase la presencia de rebeldes en la zona, pese a que las probabilidades de que tuviese el mismo objetivo que yo fuesen bastante altas. Primero debía comprobar que era una amenaza para mi noche de diversión—. ¿Crees que habernos encontrado es una coincidencia?
Era una insinuación bastante clara. Él la comprendería si efectivamente estaba aquí para destruir la base de los rebeldes. Le observé con atención en busca de una señal. La mano que me apuntaba bajó levemente y de inmediato volvió a su posición, evidenciando que la información había tenido algún valor para él. Fue el gesto delator que me confirmó que Heero tenía la misma meta. Además, tenía plena certeza de que no había más misiones que se pudiesen llevar a cabo en este lugar, a menos que quisieses erradicar la pobreza y combatir la corrupción de los políticos, pero esas no eran nuestras batallas. Íbamos, en definitiva, por el mismo objetivo, y era un problema que teníamos que resolver en ese mismo momento.
Bajé las manos y le miré fastidiado.
—Guarda el arma de una vez si no vas a dispararme. Tenemos que hablar.
No hubo una reacción inmediata. Aburrido de que me estuviese haciendo perder el tiempo, comencé a acercarme lentamente para presionarle en la toma de una decisión. Un acto bastante temerario de mi parte si se consideraba que el sujeto que me tenía en la mira era absolutamente capaz de asesinarme. Llegué a estar a dos pasos de distancia y justo cuando me disponía a avanza más, Heero le puso el seguro a la automática y con un gesto lento se guardó el arma en el cinto de su pantalón.
—Créeme que tener que trabajar contigo no me hace más feliz que a ti —le dije, pasándome una mano por la nuca—, pero bien sabes que la misión es delicada y si vamos los dos por nuestra cuenta, probablemente terminaríamos estropeando todo.
—Puedo hacerlo solo. Lárgate de aquí.
Ante eso solté un sonido de incredulidad. No podía creer que Heero realmente pensara que me iba a ir así como así, dejándole toda la diversión a él.
—También puedo hacerlo solo, ¿por qué no te largas tú?
Mantuvimos un breve duelo de miradas. En sus ojos vi que no estaba dispuesto a cooperar conmigo. Eso me molestó.
—Como sea —dije, súbitamente enojado. Pasé caminando por su lado dispuesto a largarme de allí, pero me detuve a veinte pasos de distancia. Lo quisiera o no, lo que le había dicho era cierto: no podíamos dejar las cosas así, arriesgándonos a que el otro interviniera en la misión, a menos que hubiera coordinación previa entre los dos. El asunto era complicado porque estábamos frente a algo grande en tiempos de paz. Suspiré, apaciguándome, y me giré para ir en su búsqueda. Entonces me encontré con la sorpresa de que Heero aún se encontraba parado en el mismo lugar, observándome. No tuve ninguna duda de que estaba pensando en cosas similares.
Regresé sobre mis pasos y me detuve a uno de distancia. Su mirada era un claro "si pudiese, te mataría", lo cual era realmente un enigma para mí. Fácilmente podría haberme eliminado cuando me arriesgué a enfrentarlo desarmado; ¿por qué no me había disparado entonces?
—Ahora ni pienses en dispararme —le dije con renovado humor. Por lo menos este tipo tenía algo de consideración por mi vida—. No quieres comprobar qué tan rápido vuelvo del infierno a patearte el trasero.
Heero entrecerró sus ojos, como siempre que estaba pensando en algo serio, y yo no pude evitar preguntarme qué tan serias eran sus inclinaciones a eliminarme. Le hablé nuevamente para no darle tiempo a pensar que no había nada que le impidiera hacerlo.
—Necesitamos un lugar cerca de aquí para establecernos. ¿Estás arrendando alguna habitación o vienes recién llegando a la ciudad como yo?
Hubo un largo silencio, y justo cuando pensé que no iba a responderme, Heero habló.
—Frente a la catedral —me dijo llanamente. Sin decir nada más, pasó caminando por mi lado como si yo no existiera.
Era toda la invitación que yo necesitaba para seguirle.
II
Le escolté fuera del callejón y, a medida que avanzábamos por la avenida, la situación se me antojaba más y más graciosa. Heero me sacaba fácilmente diez pasos de rápida ventaja, como si desease perderme de vista entre la muchedumbre. A cualquier observador casual, no le habríamos parecido más que un par de solitarios caminando. Nadie hubiese pensando jamás que íbamos juntos con esa distancia entre nosotros.
Pasamos de largo los hoteles caros de los que me había hablado la rubia y llegamos a la plaza central de la ciudad, en cuyo costado se alzaba una imponente catedral. Pensé en lo mucho que me gustaría conocer el interior de tan impresionante estructura, pero Heero continuó avanzando y pasó rápidamente por el lugar, guiándome hasta otro callejón —similar al que habíamos estado, aunque algo más iluminado—. Entonces, me percaté de que él sacaba su pistola otra vez y todo lo que pude pensar en ese momento, llevando mi propia mano a mi arma, fue un "ahora sí me mata".
Sin embargo Heero no me apuntó con el arma, sino que la acomodó mejor en el cinto de su pantalón y se volvió hacia mí. Por un momento pensé que quería decirme algo, pero pareció cambiar de idea y se giró para subir unas escaleras que llevaban a un arruinado segundo piso. Si ese era un hotel, no tenía nada en el exterior que lo evidenciase.
Una vez que llegamos a la cima, caminamos a lo largo de un corredor silencioso y llegamos hasta el escritorio de un hombre gordo, con una horrible camisa hawaiana, que fumaba un cigarro mientras leía el periódico. El sujeto no nos dio ni una mirada cuando pasamos ante él, sin embargo, me detuve cuando con voz malsonante dijo:
—No permito armas en mi hogar. Si quieres entrar, deja esa semiautomática aquí.
No tuve ninguna duda de que me hablaba a mí. Miré a Heero para saber qué debía hacer, pero él me ignoró y siguió caminando hasta perderse de vista por un pasillo.
—No puedo separarme de ella... —dije, para tantear terreno. El hombre dejó el cigarrillo en un cenicero y me miró de mala forma.
—No entras —declaró.
Lo pensé rápidamente.
—¿Me la devolverá al salir?
—Si sales, sí —me dijo, con lo que pareció ser una demostración de buen humor negro. Ni siquiera quise pensar en qué demonios quería decir. Me acerqué resignado, dispuesto a entregársela.
—Cuídela con su vida —le dije, ceremoniosamente, haciéndolo reír mientras mis ojos daban con los diplomas enmarcados en la pared; vi muchas medallas de honor por misiones en la guerra. Ese tipo tenía experiencia militar, lo que aclaraba el hecho de que hubiese sido capaz de notar mi arma aún bajo mi holgada camisa. Cuando la hube dejado sobre el mesón, él pareció prestarme más atención.
—¿Militar? —me preguntó.
—Sí —respondí, sin dudar. Él asintió y me hizo un gesto vago para que me fuese, pero yo aún tenía una pregunta más.
—¿Dónde encuentro al tipo que venía conmigo?
—Al fondo, a la derecha.
Le agradecí y enfilé hacia el pasillo por el que había desaparecido el bastardo de Heero. Entré en la habitación indicada y lo encontré instalado en un escritorio, tecleando en su portátil a gran velocidad.
—Podrías haberme dicho que debía esconder mi arma —le reclamé, nada más entrar.
No me respondió.
—Heero —insistí, cabreándome.
—No es mi culpa que seas tan poco observador —me respondió, sin dejar su labor.
Mis ojos se estrecharon al percibir el tono de burla con que me había hablado. No me quedó ninguna duda de que lo había hecho a propósito para dejarme desarmado.
—Te vi esconder tu arma, pero no podría haber adivinado jamás el motivo. Lo sabes —dije en mi defensa mientras decidía no agravar el asunto. No le iba a dar la satisfacción de verme enojado.
Me acerqué a él, asomándome por sobre su hombro para ver qué hacía. No se me pasó por alto que sus dedos titubearon por un milisegundo al percibirme tan cerca. Vagamente me pregunté el por qué mi cercanía parecía incomodarlo tanto, luego dejé el pensamiento de lado: no era un secreto para nadie que Heero prefería trabajar solo. Seguramente, jamás se habría acostumbrado a tenernos alrededor.
Como era de esperarse, él ya estaba ingresando al sistema de la banda rebelde. Me fijé en cómo se clonaba por seguridad y en cómo rebotaba su IP en muchos servidores del mundo a una velocidad impresionante. Era una buena técnica, aunque el reconocerla me hizo reír a carcajadas.
—Eras tú —le dije, con voz risueña—. Anoche chocamos en el sistema y me paraste, por lo que no pude conseguir la información que necesitaba. Pero yo también te detuve. Fue un buen empate.
Heero me ignoró.
—Demasiado lento —murmuró, esquivando en la red a quien quiso detenerlo. Me quedé mirando con atención sus movimientos y enseguida declaré:
—La próxima vez ya sé cómo voy a pararte. Tu invasión tiene una falla.
—No habrá próxima vez.
—¿Qué quieres decir?
No me respondió. En cambio, sacó un disco de su computadora, el cual contenía toda la información que había bajado. Se lo quité con un ágil movimiento y me acerqué a la cama, donde saqué una portátil de mi mochila y la prendí para revisarlo. Heero llegó junto a mí con evidentes intenciones de querer recuperarlo.
—Mira —le dije, anexándome a su computadora para distraerlo de su objetivo: mi cuello. Él se volvió hacia ella para ver cómo el cursor se movía solo y las carpetas comenzaban a abrirse.
—Duo —me dijo, con tono amenazador. Llegó hasta su máquina e intentó sacarme de su sistema, pero no se lo permití.
—No voy a intrusear en todo el porno que tienes —declaré, riendo—; tengo mi dosis propia. Sólo quiero mostrarte esto.
Comencé a enseñarle los mapas que él mismo había bajado y se los puse en un plano comparativo con los que yo había conseguido hacía varios años atrás.
—¿Te llama algo la atención?
—Son iguales —respondió, con tono lacónico. Le observé cruzarse de brazos mientras parecía concentrado en lo que le estaba exponiendo.
—Exactamente, es el mismo tipo de instalación subterránea. Esto nos da una idea de con qué viejo amigo estamos tratando.
Mi comentario hizo eco en mi propia mente. No podía creer que aún existieran facciones de la ex alianza intentando desatar una guerra para establecer lo que les parecía el gobierno ideal.
—Fueron los primeros en caer cuando la guerra comenzó. Tiene sentido que sean los primeros en levantarse ahora —comenté en voz alta.
Heero aprovechó mi momento de distracción para sacarme de su computadora. Supe de inmediato que se había percatado de que estaba robando archivos de ella, pero eso pareció no importarle. Seguramente, era información que no consideraba tan valiosa como para meterme un tiro en la frente.
Permanecimos en silencio por un largo rato. Yo revisé con atención las carpetas que había podido copiar. Gracias a ellas, pude hacerme una idea general de qué había estado haciendo Heero durante todo el tiempo en que no le vi. No me había equivocado al suponer que él jamás había podido abandonar su vida militar. Lo que era un pensamiento muy triste, yo lo sabía por experiencia propia.
Una hora más tarde, y habiendo revisado ya el disco con la información, apagué la portátil y miré a Heero. Él estaba parado junto a la única ventana de la habitación y su expresión era indescifrable. Me levanté de la cama y caminé hasta la silla del escritorio, sentándome a ancas sobre ella; medité sobre detalles de la misión.
—Estás de acuerdo en atacar mañana a primera hora, ¿verdad?
Heero se volvió a mí y asintió con lentitud.
—Se me hace extraño tener una misión después de tres años sin hacer más que vigilar que todo estuviese en orden —dije con voz desapasionada—. Por lo menos, no me sentí tan infeliz cuando miré algunos de tus archivos y me di cuenta que has estado haciendo lo mismo.
Él no dijo nada, solo se apoyó de espalda contra la única ventana de la habitación con los brazos cruzados.
—¿Por qué no pudiste abandonar esta vida? —Formulé esa pregunta casi sin querer, pero teniendo la certeza de que Heero iba a ignorarla. Grande fue mi sorpresa cuando respondió:
—Es la única forma de vida que conozco.
Escuchar eso me produjo ganas de reír. De alguna extraña manera, comprendía exactamente lo que él estaba pensando al decirme aquello. Desde pequeño estuve inserto en una vida de violencia; fui huérfano de guerra, vagabundo por un tiempo y recogido en una iglesia de mi colonia natal, la cual también fue golpeada por la batalla cuando comenzaron los movimientos en contra de la fundación, tras el asesinato del pacifista Heero Yuy. Lo único que recordaba era una existencia basada en la sobrevivencia. No sé cómo pude imaginar, mientras luchaba en mi Deathscythe, que luego de que la paz reinara iba a tener una vida normal. Ningún factor externo me lo impedía ahora; solo era mi interior el que estaba acostumbrado a este tipo vida.
—Comprendo a qué te refieres —confesé, no sin cierto pesar—. Más de lo que me gustaría...
Nos quedamos en silencio otra vez. Vi cómo Heero avanzó hasta la cama y se recostó en ella, luego con un gesto afectado, llevó el reverso de su mano derecha a descansar sobre sus ojos. Parecía cansado. Entonces miré mi reloj de pulsera: eran las nueve de la noche, hora adecuada para irse a dormir, debido a la dura jornada que nos esperaba al día siguiente. Me acerqué también a la cama y me recosté a su lado. Había varios detalles que aún teníamos que ajustar acerca de la misión, pero imaginé que él planeaba revisarlos antes de salir.
Dos horas pasaron y yo no podía conciliar el sueño. Tardé en darme cuenta cuál era el motivo y sonreí cuando lo averigüé en mi interior: no podía dormir sin mi arma en el cinto del pantalón. Era una mala costumbre que me había hecho a lo largo de todos esos años en que era perseguido durante la guerra. Sin pensarlo mucho, alargué mi mano hasta Heero y alcancé a rozar su automática por sobre su ropa, antes de que me sujetara fuertemente por la muñeca. Sin liberarme de su agarre, guié mi mano de todas formas bajo su camiseta y la tomé.
—Préstamela —le dije, en voz baja.
—¿Para qué?
—Para asesinarte mientras duermes, ¿para qué más?
Sentí como Heero, luego de soltarme, se apoyaba en sus codos para mirarme. Me observó mientras yo aseguraba la pistola dentro de mi pantalón. No me dijo nada por un breve momento.
—Idiota.
Su ofensa me dejó sin cuidado, pero medité acerca si acaso habría adivinado la verdad en mi gesto paranoico. No se lo pregunté, y él no dijo nada más antes de volver a acomodarse en la cama para dormir.
III
Desperté sobresaltado al sentir como Heero se levantaba de golpe. Mi mirada se dirigió rápidamente a mi reloj de pulsera para comprobar que no me había quedado dormido. Eran las tres a.m. y sólo pude soltar un quejido lastimero. Odiaba despertar de improviso.
—Tsk... —mascullé— Había puesto mi alarma a las cuatro.
Heero ignoró mi protesta y me brindó una mirada intensa antes de tenderme la mano. Sabía lo que me estaba pidiendo, pero de todas formas la estreché con la mía diciéndole "mucho gusto, soy Duo Maxwell". Su expresión mosqueada me causó risa, sin embargo, decidí no tentar más mi suerte y le entregué la pistola. Heero la revisó rápidamente, comprobando que tuviera aún las municiones y enseguida la regresó al cinto de su pantalón. Mientras lo hizo, no pude dejar de notar que tenía mal aspecto.
—No descansó nada al final— pensé con diversión. Desperté en varias ocasiones durante la noche y, en todas ellas, pude percatarme de que él no dormía, aún cuando se mantenía quieto y silencioso. En todo caso, no me extrañó en nada su desvelo, pues sospechaba que su nivel de desconfianza era tan alto que le impedía dormir tan cerca de otra persona. Especialmente cuando aquella estaba armada y él no.
—Ahora que lo pienso —medité en mi mente—, fue un generoso gesto de su parte dejarme su arma.
Estaba seguro que ese factor había influido en que Heero no pudiera relajarse y descansar, aunque enseguida recordé que por su culpa yo quedé desarmado, por lo que toda consideración se borró de mi mente. Estábamos a mano.
—¿Y bien? —le pregunté, sentándome en la cama. Aún teníamos que ver los detalles de la misión, pero, como ya era costumbre, él me ignoró y continuó concentrado en su computadora. No me quedó más remedio que ponerme de pie y llegar hasta él para observar qué diablos hacía.
Lo que vi en la pantalla eran los planos antiguos que yo le había mostrado la noche anterior. Sonreí al percatarme de que no fui el único que robó información. Acepté entonces que Heero era bastante bueno, pues nunca me di cuenta de que, mientras yo le mostraba los planos y además robaba carpetas de su portátil, él también hacía lo mismo. Menudo par de delincuentes informáticos éramos.
—Creo que deberíamos infiltrarnos y colocar explosivos. Luego escapar y boom: tarea terminada —le propuse—. ¿Qué opinas?
—Necesitaríamos elementos para preparar explosivos de alto orden —me respondió.
—Curiosamente, tengo suficiente para armar seis o siete detonaciones de C-4 en las afueras de la ciudad, no muy lejos de la base.
Heero asintió y enseguida me apuntó con su dedo índice un punto en el mapa de la base.
—Con una de esas aquí bastará.
—Pero con eso sólo volaremos las bodegas y los mobil suits que tienen —objeté—. Las habitaciones de los soldados están divididos en el ala este y oeste. Todos ellos tendrían tiempo suficiente para escapar.
—No si los emboscamos mientras lo intentan.
Me sorprendí con su afirmación y solté una relajada carcajada.
—Quieres hacer una matanza —acusé.
—¿No es lo mismo que pensabas hacer tú?
—Hay una diferencia entre acabarlos a todos de una sola vez y entrar a matarlos uno por uno.
Heero permaneció en silencio. Enseguida dijo:
—¿Realmente?
El sarcasmo en su voz fue claramente perceptible.
—¿Sabes lo que creo? Creo que extrañas demasiado las batallas, y que por eso quieres entrar a matar a sangre fría.
Heero volteó a mirarme y en sus ojos leí que se estaba riendo de mí, pues mi tono no era de desaprobación ni de rechazo, sino que contenía una emoción que no podía disimular. Era difícil esconder que la idea me tentaba, pues significaba tener acción real y vivir la pura adrenalina que tanto había extrañado.
—No es por eso —me respondió, sin dejar de mirarme—. Tienen otras bases que no he podido rastrear. Si los soldados tienen el suficiente tiempo para percatarse de que están bajo ataque, seguramente llamarán para pedir refuerzos.
—Y así podríamos descubrir su ubicación —concluí yo, con diversión.
Heero asintió, volviendo su atención a la portátil. Era entretenido averiguar los métodos de este sujeto, pues yo, a pesar de que también estaba al tanto de que esta no era la única base de la resucitada ex alianza, simplemente pretendía buscarlas por todo el mundo si era necesario, pues el tiempo me sobraba para ello. En cambio, Heero era más directo y pretendía usar todos los factores a su favor. Su estrategia estaba muy bien pensada, excepto por...
—Es un excelente plan —dije, inclinándome a su lado. Le forcé a correr las manos para teclear en su computadora. Volví a poner el plano de la base y le apunté el ala este del edificio—, pero no entiendo por qué no poner explosivos aquí también. Con que dejemos intacto un bloque lleno de soldados, bastará para que ellos inicien la comunicación que requerimos.
Heero cerró el mapa con una tecla y me ignoró por milésima vez. Sé que se dio cuenta de mi tono insinuante y que se molestó por ello; mal que mal, le había descubierto: Heero quería todo un edificio para asesinar tranquilamente él solo.
—Realmente extrañas las batallas, ¿no es verdad?
Me reí a carcajadas al ver cómo Heero fruncía el ceño. El descubrir que él también quería acción, aunque un porcentaje de ella pudiese ser evitada, sólo logró ponerme contento. Silbando de felicidad, le dije que aceptaba su plan y que iba a tomar una ducha, pero antes de salir de la habitación, dudé seriamente en dejar mi computadora a su alcance. ¿Qué tanto podría confiar en Heero? Eso era algo que no podía determinar. Sin embargo, al final decidí abandonarla sobre la cama, esperando que Heero la ignorara y no se pusiese a intrusear en ella. Pero, ¿sería realmente una tentación para él revisar mis documentos?
Una vez me hube desvestido de forma lenta en el cuarto de baño, la curiosidad me ganó inmediatamente y me asomé por la puerta para ver si Heero la había tocado, pero él me decepcionó al permanecer aún en la misma posición. Regresé sobre mis pasos e ingresé bajo los exquisitos chorros de agua caliente mientras calculaba el tiempo que trascurría. Cinco lentos minutos pasaron. Entonces salí de la ducha, dejando el agua aún correr, y volví a asomarme, chorreando y desnudo. Entonces le descubrí concentrado en quebrar la protección de mi computadora.
Había caído.
Sonreí ampliamente cuando él me miró y ni siquiera se inmutó por haber sido descubierto. Admirado por lo caradura que era, asentí, dándole permiso para revisar lo que quisiera, pues mientras me bañaba, había concluido que sí podía confiar en Heero para compartir esa información. No porque sintiera alguna especial inclinación a su favor, sino porque un sujeto que se había dispuesto a morir auto detonándose por el bienestar de nuestra causa estaba muy lejos de producir ese tipo de desconfianza. Él era del tipo que podías esperar que en cualquier minuto te disparara a matar, pero jamás, jamás de los jamases podrías esperar que se volviera en contra de los objetivos de la misión.
Cuando salí de la ducha, quince minutos después, él aún estaba afanado revisando mis archivos. Nunca imaginé que le llevaría tanto tiempo.
—Es un halago para mí que mi información te parezca tan interesante —le dije, con tono divertido.
Heero no quitó su mirada de la pantalla por los siguientes dos minutos. Grande fue mi sorpresa cuando le vi sacar un disco. ¡Había grabado toda la información! Y yo que solo le había dado permiso para verla.
—Te llevas mi trabajo de dos años —me quejé, fingiéndome molesto—. Después me toca a mí revisar la tuya.
—Inténtalo —me dijo.
Yo solté una carcajada ante su tono de desafío y continué secándome el pelo con una toalla que había encontrado en el baño. "Esperemos que esté limpia", pensé. Entonces tomé mi computadora y la revisé, sorprendiéndome al notar que Heero no había podido descifrar casi el quince por ciento de la información que yo tenía codificada.
—No miraste la parte más interesante —afirmé, riendo entre dientes. Me sentía un poco decepcionado de que no hubiese luchado un poco más con mi sistema. Enseguida me dije a mí mismo que no debía subirme el ego por ello porque para lograrlo, Heero habría necesitado al menos una hora más. Eso explicaba porqué no lo había intentado. Nada tenía que ver con mis magníficas habilidades en la informática, aunque indudablemente fuese superior a él en eso. Y en casi todo.
—Ya es hora —dijo Heero, poniéndose de pie. Yo sonreí luminosamente, pues en ocasiones como aquella, era divertido que me ignorara: casi podía traducir su reacción como incomodidad de su parte. Pero había un detalle aún más hilarante que no se me había pasado por alto.
—No me digas que no vas a ducharte sólo para no dejarme a solas con tu computadora —expresé, aguantándome la risa—. Báñate o nos descubrirán solo por tu olor.
Heero rodó sus ojos en un gesto fastidiado mientras desconectaba su computadora.
—Ya me he bañado —me dijo luego.
—¿Cuándo? ¿La semana pasada?
—Dormías —replicó Heero, haciéndome parpadear con incredulidad.
—Mentira. Me hubiese despertado.
No había forma de que él se hubiera levantado en la noche sin que yo me percatara.
—Aparentemente, confías lo suficiente en mí como para dormir profundamente.
Heero abrió la puerta mientras me decía eso, con la frase más larga y molesta que le había escuchado en mi vida. Guardé mi portátil rápidamente en mi mochila y le seguí, trenzándome los cabellos en el camino.
—Lamentablemente —le dije, imitando su tono sarcástico—, tu paranoia no me permite decir lo mismo.
Heero hizo un sonido de burla, pero no dijo nada. Llegamos hasta el mesón del ex militar, sin embargo, considerando lo tarde que era, no fue una sorpresa para ninguno de los dos no encontrarlo allí.
—Quiero mi pistola —rezongué, pero desistí de quejarme más porque Heero siguió avanzando por el pasillo. Cuando llegamos a la cima de la escalera, él se detuvo y no descendió por ellas; en cambio, se volvió lentamente y tocó a una puerta que estaba justo allí.
—¿A quién vas a despertar a esta hora? —pregunté, con curiosidad. Mi duda quedó resuelta cuando el ex militar roba semiautomáticas abrió con cara de malas pulgas.
—Se te está haciendo mala costumbre despertarme a estas horas —se quejó el hombre.
—Lo siento —respondió Heero, y eso sí que me sorprendió. Era la primera vez que le escuchaba disculparse con alguien.
—Ya, ya —apuró el hombre—. ¿Qué vas a dejarme?
Heero le pasó su portátil, sorprendiéndome por segunda vez consecutiva. Este sujeto iba a matarme de un infarto. ¿Cómo podía confiar tanta información vital para nuestra misión así como así?
—¿Se la dejas? —cuestioné, incrédulo, aunque la pregunta estaba de más.
—Tú deberías hacer lo mismo. No tendrás tiempo para dejarla en un lugar seguro.
Mascullé un par de maldiciones al reconocer que tenía razón. De forma rápida, retiré la portátil de mi mochila, prendiéndola, aunque me resultaba terriblemente difícil confiar. ¿Qué tanto conocía Heero a este viejo? ¿Estaría bien dejársela también?
—Si te vas a poner a usarla... —comenzó el hombre, amenazando con cerrarme la puerta en la cara.
—Un segundo —supliqué, acercando mi reloj al borde. Con eso podía dejarla con un poco más de seguridad, pues si alguien intentaba acceder a ella, mi reloj me avisaría y con solo apretar un botón podría borrar todo el disco duro de la computadora, haciendo irrecuperable la información. Una vez hecho, se la entregué. El hombre asintió, recibiéndola, y comenzó a cerrar la puerta, pero yo detuve la madera con una mano.
—¿Ahora qué?
—Quiero mi pistola —alegué.
El tipo miró a Heero y le dijo:
—Debería enseñarle modales a su amigo. Un por favor no cuesta nada.
Heero simplemente me miró, como si no le importara si yo recuperaba o no mi pistola.
—Por favor —agregué, sin poder evitar imprimirle a mi voz un tono de falsa súplica. Sonreí como disculpa por ese detalle y ese gesto pareció conformar al hombre, pues se perdió de vista en su habitación y regresó con dos pistolas. Abrí los ojos sorprendido al ver que eran iguales. ¡Con lo que costaba conseguir ese modelo! Eran extremadamente raras de encontrar. Por eso la mía contaba con mi cariño incondicional y era el único armamento que jamás dejaba atrás.
—¿Cuál es la tuya? —me preguntó, extendiéndome una en cada mano.
Por el rabillo del ojo, vi como Heero miraba impaciente su reloj de muñeca y se giraba para irse, así que le di una rápida ojeada a las dos y respondí, sin duda alguna, que la de la derecha era la mía. Reconocería a mi chica donde fuese.
—Bien —respondió el hombre, entregándomela. En su tono había impreso un dejo de felicitación—. Eres bueno.
—Gracias —respondí, apurándome por el pasillo para alcanzar a Heero.
—Oye —me llamó.
Me giré, justo para recibir la otra pistola en mis manos.
—La próxima vez que vengas, será gratis para ti —me dijo, antes de cerrar la puerta.
Sonriendo feliz de haber conseguido otra de mis armas favoritas y un próximo hospedaje gratis por mi increíbles habilidades, bajé las escaleras a gran velocidad. Cuando lo hice, Heero ya iba en la esquina del callejón y lo vi perderse de vista cuando dobló. En mi mente, lo maldije mientras me veía forzado a correr para alcanzarlo.
—¿Tanto te costaba esperarme dos segundos? —rezongué, llegando a su lado.
—No hay tiempo para perder. En veinte minutos tenemos que estar en el puerto.
No tuve que preguntarle cómo sabía donde yo había escondido los explosivos. Toda esa información la había sacado de mi computadora.
IV
Llegamos dieciocho minutos después al puerto de la ciudad. No había nadie en el muelle ni en las oficinas de administración. Únicamente se veía una potente luz proveniente del faro que se alzaba majestuoso para guiar a los barcos hacia tierra segura. El silencio reinante, sólo quebrado por el golpear de las olas contra las rocas, me hizo suspirar. Había algo en estar junto a la playa de noche, algo pacífico que me relajaba y me dejaba tan suave como si hubiese tragado bálsamo.
—¿Qué demonios?
Toda tranquilidad se esfumó de mí al percatarme de que las cerraduras habían perdido algo de color alrededor del agujero donde se insertaba la llave. Indudablemente, habían sido forzadas.
—¿Qué sucede? —me preguntó Heero, parado detrás de mí.
—Alguien entró a mi bodega.
—¿Estás seguro?
—Sí —respondí, con los dientes apretados.
A juzgar por el mínimo daño hecho en el metal, habían sido abiertas con sumo cuidado, probablemente por un cerrajero experto que no deseaba que el dueño se percatara de la intrusión. Entré y presioné un botón para elevar la cortina de metal que era la segunda defensa. No esperé a que terminara de enrollarse; corrí al interior a revisar todos mis armamentos. Me bastó una breve vuelta para percatarme de que me habían robado.
—Maldita sea, maldita sea —mascullé. Había arrendado esa bodega por estar en un lugar extremadamente seguro y me sucedía esto. ¿Cómo era posible? La información que se podía encontrar sobre ella era falsa. Por lo que al resto del mundo respectaba, este sitio estaba lleno de juguetes chinos para comercializar.
Caminé hacia afuera y revisé las dos bodegas colindantes. Ninguna otra entrada había sido forzada. Por ello pude deducir que quien fuese el saqueador, se había acercado al lugar para atacarme precisamente a mí.
—Date prisa —me ordenó Heero, cuando regresé. Él ya había tomado prestada una de las computadoras que yo tenía y la estaba preparando una para captar las señales de socorro que se emitieran de la base.
Me quedé en silencio, dudando si contarle o no que me habían robado el suficiente material para realizar dos detonaciones de C-4 y varias armas de largo alcance. Decidí que no le diría. Me habían robado a mí, era mi problema y ya me haría cargo de encontrar a los culpables cuando regresara de la misión, aunque me preocupaba de sobre manera la mercancía faltante. Era una certeza que los ladrones tenían conocimientos sobre detonaciones, pues se habían llevado lo justo y necesario para ejecutarlas.
—¿Sustrajeron algo? —me preguntó, luego de terminar de programar.
—Nada —respondí, con voz tirante. Otra vez me había hablado con ese tono de burla subyacente; supe de inmediato que había adivinado la verdad. Para el bastardo debía ser muy entretenido verme así de preocupado. Pero no dijo nada sobre el asunto y yo me dirigí hacia los elementos para preparar el explosivo. Entonces, sonreí.
—Última oportunidad para arrepentirse —le dije, sólo por fastidiarlo de regreso—. ¿Una o dos detonaciones?
—Déjate de perder el tiempo —replicó Heero, llegando junto a mí, comenzó a reunir lo necesario para instalar una única carga de C-4.
—Déjate de perder el tiempo —repetí, con burla mientras transportábamos todas las partes hasta la espaciosa camioneta Van que habíamos robado en el camino. Al terminar, volví a la bodega y escogí dos potentes subametralladoras. No era necesario coger armas más poderosas; en batallas así abundaban los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, por lo que siempre te proporcionaban más los mismos enemigos caídos. Eran cadáveres solidarios.
—¿Demasiado llamativas? —le pregunté, divertido.
—No necesitamos pasar desapercibidos —me recordó, tomando la que yo le tendía.
—Cierto, cierto —canturrié, volviendo a ingresar a la bodega, cogí una semiautomática extra y balas de repuesto para las que ya tenía en el cinto de mi pantalón. También recogí dos fusiles de buena calidad por si acaso. Nunca estaba demás ser previsor.
Cuando pasé por su lado para subir a la Van, intenté hacerlo rápido para que no viera la subametralladora plegable en forma de caja que me había echado en el bolsillo trasero del pantalón, pero creo que algo en mi actitud se le hizo demasiado evidente, pues su mirada me escaneó completamente, deteniéndose justo ahí.
—Hey, no me mires el trasero —le reclamé—. Me asustas.
—Eso es un juguete para niños —me dijo con voz seria. Decir que ese comentario me molestó, sería decir poco. Más que nada porque sabía que tenía razón.
—¿Qué? ¿Acaso la vas a usar tú? Seguro no, aunque si te da envidia y quieres una, tengo otra adentro —repliqué, de un tirón.
Heero levantó la subametralladora en un gesto breve como diciendo "No, gracias. Prefiero estas que son de verdad" y se subió a la Van, encendiéndola. Yo me aguanté las ganas de reclamar; ¿en qué momento quedamos en que él iba a conducir? Entonces suspiré: no valía la pena enfadarse con un sujeto como este. Suficientes complicaciones teníamos por trabajar juntos.
Cerré el local sintiéndome resignado y abordé el vehículo. El motor arrancó con un seco rugido. Entonces Heero comenzó a conducir a una velocidad digna de la más cara de las infracciones de tránsito, pero no importaba realmente; total, no había policías a esa hora por la carretera de la costa. Es más, por esa zona en la que abundaba el contrabando, rara vez los había.
La base de los rebeldes estaba construida de forma subterránea bajo una gran fábrica abandonada en las afueras de la ciudad. Junto a ella, todo lo visible en la superficie eran las pistas de aterrizaje y las dos torres en las que estaban las habitaciones de los soldados. Era, en definitiva, un emplazamiento de aspecto ruinoso que constituía la fachada de ideal para que nadie sintiera interés por las verdaderas actividades realizadas en ese lugar.
—Todavía no aprenden a proteger más a los humanos que a las máquinas —dije en voz alta, recordando que los mobil suits estaban bien escondidos bajo tierra, al contrario que las habitaciones de los soldados, las cuales estaban absolutamente expuestas —. Deben sentirse muy seguros aquí.
Heero asintió casi imperceptiblemente ante mis palabras.
No tardamos en infiltrarnos dentro de la base sin dificultad alguna. Lo verdaderamente odioso fue cargar el explosivo, pues a pesar de no ser demasiado grande, pesaba como los mil demonios. Sin dirigirnos la palabra, comenzamos a turnarnos el C-4 cada vez que se nos adormecían los brazos. Llegar al fondo de la base, en el subsuelo, fue un verdadero alivio. La instalamos y yo me quedé con el detonador; mi confianza con Heero tampoco llegaba a tal extremo como para cedérselo. Entonces acordamos la hora de la explosión y nos dispusimos a separarnos, pero él se detuvo antes de marcharse y se giró hacia mí.
—Duo, no hagas fallar la misión —dijo.
—No me subestimes —repliqué, alejándome molesto.
A partir de ese momento, cada uno de nosotros se movió a la superficie a tomar su posición. Heero se ubicó en el ala este; yo en la oeste. Apenas llegué a las puertas del edificio, eliminé discretamente al par de centinelas que lo custodiaban. Estaba a la vista que la seguridad era deficiente, lo cual demostraba cuán confiados se sentían establecidos allí. Eso solo haría las cosas más fáciles para nosotros; mil veces peor para ellos.
Me dirigí hacia la zona de las habitaciones y coloqué pequeñas bombas de tiempo en varias de las puertas. Eso dificultaría en gran parte que se organizaran para hacer frente al ataque, pues al momento de la explosión mayor ya estarían viviendo su propio caos.
Una vez terminada mi trampa, volví a salir del edificio y esperé el gran momento. Los tres minutos que faltaban parecieron transcurrir muy lentamente antes de que mi reloj marcara las 5:15 a.m. La hora acordada. Entonces apreté el detonador sin ceremonias y la explosión fue instantánea.
El C-4, al ser un explosivo de alto orden, tenía ese detalle de ser una detonación demasiado estruendosa; tanto que me dejó los oídos levemente ensordecidos a pesar que me encontraba a una distancia considerable. Aún así, la encontré espectacular, pues no sólo estalló ella, sino que todos los mobil suits que estaban en las bodegas inferiores. Pero no perdí el tiempo admirando el poderoso hongo de fuego que se creó en esa zona, los gritos de los soldados ya podían escucharse. La puerta principal del edificio se abrió y salieron unos cuantos, antecedidos por la nube de humo que las bombas programadas en el interior habían causado. Los pobres desgraciados murieron con un par de balas rápidas antes de saber que estaban siendo acechados.
Decidí mantenerme ahí afuera con la subametralleta bien dispuesta, pues había notado lo perdidos que se sentían con la situación. Fue así como ellos continuaron saliendo a la carrera del edificio, hasta que les llegó el momento de la iluminación divina y se percataron de que el enemigo les esperaba en el exterior, por lo que dejaron de salir.
Gran error, pensé. Lancé una bomba de humo hacia el interior para intensificar más el factor sorpresa y me coloqué una máscara que traía en mi liviana mochila. Los siguientes en caer fueron los grupos que discutían en los pasillos. Era evidente que la confusión reinaba en el lugar.
—Que tenga una feliz cita con su creador —les deseé.
En ese momento, todo lo que se escuchaba eran gritos lejanos. Imaginaba que se estaban refugiando al final del edificio, probablemente para organizar una resistencia o contraataque. Avancé extremadamente alerta y con una sonrisa en los labios. Había extrañado esta adrenalina que corría por mis venas. Miré mi reloj para cronometrar mi propio tiempo, pues tenía que darles un margen para que contactaran con las otras bases de su organización. Entonces, para entretenerme por mientras, comencé a asomarme en cada habitación, disparándole a los que estaban a descubierto y a cualquier rincón en que pudiera estar escondido algún soldadito cobarde. No tenía tiempo para jugar a buscarlos individualmente y municiones tenía de sobra para gastar.
Cuando terminé de comprobar que no había más enemigos vivos en las habitaciones, me dirigí hasta la torre de comandos que daba hacia la pista de aterrizaje. Era una maciza puerta la que me impedía la entrada, pero eso era lo útil de revisar la información de una base antes: me sabía la contraseña de la cerradura electrónica. Cuando la ingresé, inmediatamente salieron las letras que decían "abierto" y yo di un alegre silbido antes de entrar. Nadie me creería que los cinco sujetos que estaban allí encerrados temblaron de miedo al verme.
—No nos dispare, por favor —me dijeron. Yo hice un mohín.
—¿Ni siquiera pensaron en dispararme? ¿Qué clase de entrenamiento recibieron ustedes? —pregunté, incrédulo.
—Nosotros recién ingresamos. No… no sabíamos a qué nos estábamos enrolando.
—¡A mí me obligaron!
—No me digas… —dije, de forma peligrosa. Grupos como este nunca aceptaban en sus filas gente que no creyera en su causa, aunque fueran chiquillos tan jóvenes como estos que tenía al frente; después de todo, tenían que cuidarse mucho de que sus actividades no llegasen a oídos de los gobiernos—; por cierto, ¿ya terminaron de pedir refuerzos?
—No estábamos pidiendo…
Perdí la paciencia ante tanta cobardía y le disparé a dos de los tipos que inmediatamente se desplomaron sin vida.
—¿Lo hicieron? —volví a preguntar.
—Sí, sí, lo hicimos —repitieron los otros tres, temblando.
—Bien. Saluden a su Dios de mi parte —les dije, antes de acribillarlos.
Avancé por entre los cuerpos hasta los controles. De allí podía ver los dos cargadores que Heero y yo habíamos apartado previamente para escapar; grande fue mi sorpresa cuando en ese preciso momento los dos estallaron al mismo tiempo.
—¿Qué demonios? —pensé, mientras salía corriendo del edificio.
Al parecer, algunos soldados que habían logrado escapar de nosotros se habían percatado de las dos máquinas preparadas para el despegue y nos había saboteado el escape. Aunque, ¿cómo era posible? Según mis estimaciones, había una posibilidad de que dos a tres soldados hubieran escapado de mi ataque, no más.
—Qué remedio... Tendré que ir por otro —mascullé—. Espero que Heero no haya tenido problemas.
Pero tenía un mal presentimiento al respecto. Si habían tantos militantes con vida, quería decir que probablemente él había fallado, por más que fuese increíble el sólo pensar que con experiencia errara en algo tan simple. Llegué a la pista de despegue e incrédulamente vi que todo el resto de cargadores también habían explotado y que la superficie estaba repleta de soldados. En realidad, ahí había un ejército.
—Demonios —pensé fastidiado—Esto cambia demasiado nuestros planes.
Sabía que a un costado de la base habían cuartos donde guardaban todas sus reservas de abastecimientos. Estos estaban conectados por varios pasillos que me darían salida hacia una pista más pequeña en donde podría conseguir otro cargador. Decidido eso, lancé la metralleta al suelo, pues no me quedaban más municiones, y le robé un fusil de asalto a uno de los caídos fuera del edificio.
—Permiso. Creo que no vas a usar más esto… —le dije.
En ese momento, me vieron. Con la adrenalina corriéndome por la venas, huí a toda velocidad hacia los depósitos. Nada más entrar, me crucé con un sujeto al cual estuve casi a punto de derribar. Por suerte para él, lo reconocí a tiempo.
—Vaya, y tienes el descaro de seguir con vida —exclamé, cerrando la puerta detrás de mí.
Heero, quien también me había apuntado, bajó su arma y se acercó a la cerradura electrónica y le cambió la clave para retrasarlos un poco. Enseguida la puerta comenzó a recibir brutales golpes y nosotros comenzamos a movernos, sin quedarnos a ver cómo la echaban abajo.
—¿Cómo demonios se te arrancaron tantos? —le pregunté—. Y después soy yo el que tiene que tener cuidado de no fallar.
—Cállate —replicó, parando en la esquina de un pasillo para ver que estuviese despejado—. A mí no se me escapó ninguno.
—¿Entonces me imaginé a un ejército allí afuera? —le pregunté con burla, aunque le creí. Si él no había fallado, eso dejaba una única opción: los refuerzos habían llegado demasiado rápido. Lo que era aún más increíble de creer.
Heero me dio una lenta mirada y luego me hizo una señal de que estaba libre el camino, y yo me moví, con él resguardándome la espalda. Nos metimos a una habitación y dejamos pasar a un par de soldados.
—¿Pudiste hacer una estimación? —le pregunté, en voz baja.
—Conté nueve cargadores, pero probablemente llegaron más.
—Diablos. Con ese tiempo de respuesta, otra base no puede estar a más de cinco minutos por aire.
Y esa era una noticia humillante, porque ninguno de nosotros dos tuvo pista alguna de ello, a pesar de haber revisado la zona.
Heero asintió a mis palabras y luego le disparó a un despistado que se atravesó en nuestro camino. El tiro casi no se escuchó y con sorpresa me percaté de que le había puesto un silenciador a la semiautomática que le presté. ¡A esa belleza!
—¿Sabes que silenciar a esa chica es un crimen? Hay que dejarla gritar…—le expliqué, gesticulando con gravedad.
—Duo —me dijo con voz amenazante—, cállate, por favor.
Yo hice una mueca y me arriesgué al salir a un pasillo; eliminé a tres soldados y conseguí un fusil cargado. Se lo lancé.
—Prefiero que uses uno de estos antes de que peques más. Sería insoportable tener que aguantarte también en el infierno.
En aquel instante tuvimos que correr porque los disparos que hice alertaron a más enemigos.
—Va a ser difícil salir de aquí —comenté, sin parar de moverme.
—Tenemos que llegar a la pista secundaria.
—Fácil decirlo. Seguro piensan emboscarnos allí.
Seguimos avanzando, cubriéndonos las espaldas mutuamente hasta que llegó un momento en que nos quedamos sin municiones y no pudimos conseguir armas nuevas de los caídos, porque otro grupo nos disparó desde el fondo del pasillo.
—No debí emocionarme tanto… —murmuré, atándome un pedazo de tela en brazo, donde una bala me había pasado rozando. Sólo me quedaba mi semiautomática y Heero estaba en igual situación. Entonces lamenté haber dejado los dos fusiles, la semiautomática extra y la subametralleta plegable en la camioneta. Me había confiado demasiado.
Se escucharon gritos de "Busquen por allá. No vamos a dejar salir vivo a esos infelices". Entonces Heero, insultando mi inteligencia, me hizo un gesto para que me callara. Le respondí sacándole la lengua con molestia, pero enseguida mudé mi expresión por una de sorpresa cuando él, al pasar junto a mí, lanzó al aire un objeto que por pura impulso recibí en mis manos: era un silenciador.
—Ah, no. No voy a taparle la boca a mi chica…
Heero se volvió con violencia hacia mí. En sus ojos vi que estaba a dos segundos de asesinarme.
—Ya me callo —aseguré, parpadeando incrédulo por su prepotencia—, aunque no me sirve porque no me quedan municiones.
Heero me silenció ahora lanzándome un montón de ellas.
Comenzamos a avanzar nuevamente, pero ya no nos cubríamos el uno al otro: él se había molestado y había comenzado a actuar como si anduviese solo.
—Menudo crío es —pensé, riendo silenciosamente.
En ese momento, se escuchó un "Ahí están" y Heero y yo tuvimos que meternos en una habitación con rapidez, disparando desde el marco de la puerta.
—Son demasiados —masculló Heero.
Yo sabía a qué se refería; las semiautomáticas eran armas más de defensa que de ataque y eran inútiles para asesinar a tantos soldados, más aún a esa distancia.
—Muévete —le dije, para que saliera del borde del marco. Me asomé y dejé que avanzaran confiados por el pasillo, seguramente pensando que se nos habían acabado las municiones; entonces saqué una granada de mano de mi mochila y se las lancé con fuerza.
—¡UNA GRA…! —Fue todo lo que alcanzó a gritar uno de esos desgraciados. Salimos de la habitación corriendo con rapidez, resguardados por el humo que aún estaba a nuestras espaldas.
Yo me movía con el rostro tieso por la tensión. Si algo odiaba realmente, aparte de la compañía de Heero, era no tener la ventaja en un ataque que yo mismo había iniciado. Y ahora, de forma evidente, éramos nosotros los que estábamos en dificultades.
Según lo que recordaba de los planos que habíamos revisado, ya deberíamos ir en la mitad de los depósitos, aunque no podía fiarme demasiado de mi noción, puesto que al entrar no me había preocupado por calcular cuanto iba avanzando. De improviso, Heero me jaló por el brazo hacia un cuarto oscuro y me tapó la boca con fuerza, presionándome contra de la pared. Entonces escuché la voz de varios soldados que pasaron corriendo por el pasillo. Cuando se dejaron de oír, me libré de su agarre con fiereza.
—¿En qué demonios estabas pensando?
—Duo —me dice, con voz seria, sin alejarse de mí—, ya no podemos eliminarlos.
La pesada verdad cae sobre mí. Sé que tiene razón, sin embargo, es casi insoportable la sensación de que esto que planifiqué con tantas ganas terminó tan mal.
—Maldición —dije, con rabia.
Heero me da una última significativa mirada antes de decirme "Vamos". Se puso en movimiento y yo me obligué a seguirlo. Varias veces tuvimos que escondernos, pero de la nada terminamos los dos metidos en un rincón de un salón de máquinas, presionados el uno frente al otro mientras los soldados que habían ingresado a la sala persiguiéndonos revisaban por todos lados, sin ser demasiado exhaustivos. En el lugar que estábamos, ellos no podían vernos, ya que era una especie de pasadizo sin salida donde estaba demasiado sombrío. Aunque se asomaran a mirar por la abertura, no verían más que oscuridad.
Sentía todo mi cuerpo en tensión, pues las ganas de salir y dispararles a todos eran simplemente insoportables. No toleraba fallar en una misión de forma tan estrepitosa.
—Deberíamos hacerles frente—reclamé en un susurro algo enloquecido por la rabia—. Podemos matarlos a todos.
En respuesta, Heero me presionó más contra la pared, pero no me dijo nada. Recién en ese momento me percaté de la posición en la que estábamos, y una sonrisa sarcástica se instaló en mi rostro cuando decidí enterrar mi nariz en su cuello, aspirando con fuerza contra él.
—Hueles bien para no haberte duchado —le susurré al oído.
Heero no se movió ni un milímetro, pero al estar tan pegados pude sentir la tensión que se disparó en su cuerpo. Advertí entonces que mi respiración se volvía un poco más pesada de lo normal y rocé mi mejilla con la suya en un intento por tolerar la tentación. Me mantuve ahí, presionando, pero el toque fue sorprendentemente eléctrico y no resistí el impulso de meterle la lengua dentro de la boca. Lo siguiente que supe es que lo estaba besando tan fuerte que los labios me dolían. Gruñí roncamente y aferré su nuca con fuerza, tironeando cruelmente sus cabellos, manteniéndolo firme para que no se moviera. Enseguida bajé por su cuello, mordiendo con fuerza su piel dura húmeda y por el sudor, dejando que mi rabia y toda mi impotencia dominaran mi cuerpo, sin que Heero hiciese nada más que tensionarse y dejarse hacer.
Pero entonces sentí una de sus manos sujetándome por la camisa; me obligó a separarme de un fuerte tirón. Se habían dejado de escuchar los enemigos y Heero ladeó el rostro, observándome como si me estuviese dando tiempo para recuperar la respiración. Nada que yo no agradeciera en ese momento, pues la verdad era que estaba jadeando.
—Ahhg… —resoplé en voz baja, apoyándome en la pared contraria, aunque con eso no lograba más de tres centímetros de distancia entre nuestros cuerpos. Era una distancia electrificada. Todo el cuerpo me cosquillaba porque demonios si mi arrebato no me había dejado realmente caliente...
—Muévete —me ordenó Heero, para acto seguido salir del escondite. Yo lo seguí con una sonrisa depredadora en el rostro. Nunca había pensado en él como un posible polvo, pero en ese preciso momento decidí que le caería encima nada más salir de esa puta base. Con algo había que desquitarse.
—¿Qué tenemos? —me pregunta, mientras revisa las balas que le quedan. Era evidente que me estaba preguntando por el armamento que me restaba, pero le respondí con sinceridad.
—Una excitación en grado dos.
Heero me miró entrecerrando los ojos. Yo le devolví una sonrisa torcida.
—Me quedan cuatro granadas de mano, varias bombas de humo y… tres balas —le respondí finalmente.
Él levanta una mano y toca la máscara que yo llevaba colgando en el cuello.
—¿Tienes otra?
Yo arqueé una ceja. Lo normal sería que llevara una, pero curiosamente había cargado otra para él.
—Quizás —le dije, poniendo mi mochila hacia adelante, metí la mano y fingí sorprenderme al encontrarla. Se la entregué—. ¿Estás pensando en salir a la fuerza? No creo tener suficientes bombas de humo para lograrlo.
—Recuerdo este sector —me explicó, caminando hacia la salida—. Si avanzamos un poco más en esta misma dirección, nos encontraremos con muros que podremos derribar.
—Perfecto —dije. Que me había sorprendido no se lo iba a dejar saber. ¿Cómo mierda recordaba los distintos grosores de los muros de toda una instalación? Y peor aún, ¿de los depósitos? Eso era tener memoria de elefante. Heero no era humano… aunque eso ya lo sospechaba: ningún humano podía tener tan mal humor.
Avanzar con esa cantidad de paramilitares en los pasillos fue bastante difícil, pero comenzamos a hacerlo de forma rápida y limpia. El haber podido conseguir dos fusiles más, bien cargados, nos ayudó bastante en la tarea.
De improviso, Heero me gritó que me metiera en una habitación.
—Derriba ese muro —me ordenó, sin dejar de disparar desde el marco de la puerta. Yo saqué una granada y la lancé hacia donde me indicaba. Tuve el tiempo justo para tirarme al suelo tras unas chatarras para librarme de la lluvia de escombros. Heero, en cambio, quedó al descubierto y yo ni me preocupé por él: no lo habían matado la explosión de un gundam ni lanzarse al vacío de un piso cincuenta; no le iba afectar una pequeña granada de mano.
El polvo que se levantó me hizo toser, ya que la máscara se me había deslizado un poco hacia abajo. Entonces sentí una mano sobre mi brazo que me apuraba a salir por el agujero. Cuando estuve en campo abierto, pude respirar infinitamente mejor.
—No esperes que te agradezca —mascullé, aún un poco ahogado.
—No espero nada —replicó, recogiendo un fusil que se encontraba allí, junto a un par de soldados inconscientes producto de la explosión.
—Entonces: gracias —contesté, solo para fastidiarle.
Heero soltó un sonido irritado, de espaldas a mí. Reí, aún sintiendo algo de polvo en mi garganta, pero eso no iba a matarme: lo haría la sed que sentía o los soldados que venían corriendo hacia nosotros.
—Mierda, ahí vienen —le avisé. Sentía polvo en los pulmones.
Disparamos de frente, retrocediendo de espaldas hacia la pista secundaria en donde habían aparcado todos los cargadores en que los refuerzos habían llegado. La concentración de soldados que allí había era impresionante y pronto nos vimos atacados de dos frentes bastante duros, por lo que reaccioné lanzando granadas a diestra y siniestra para hacernos camino. Entonces crucé una mirada con Heero y él asintió, comprendiendo. Era ya bastante raro tener que confiar forzadamente en este sujeto para ejecutar una misión desde el comienzo, pero el poner mi vida en sus manos me hizo mascullar mil y una maldiciones. Aún así, le permití ser quien preparase la nave que habíamos escogido para escapar. Le vi de reojo colarse por la escotilla y unos cuantos disparos resonaron desde el interior. Seguro había tenido que eliminar a unos cuantos soldaditos allí adentro.
La nave se puso en movimiento. Yo recogí una pistola del suelo, la que por suerte estaba cargada y comencé a seguirle el ritmo, aún disparando porque no me daban tregua. Sin embargo, la situación cambió drásticamente cuando comenzó a tomar demasiada velocidad. Iba a hacer un despegue rápido; entonces supe que a Heero pensaba dejarme atrás; no le importaba si yo alcanzaba o no a subir. Pensar en eso me llenó de rabia, pues seguramente quería quedarse con la información de la computadora del puerto para hacerse cargo por sí solo de eliminar las próximas bases. Era una forma bastante inteligente de dejarme de lado, pues sin esa información yo estaría completamente perdido. Ni qué decir sobre las posibilidades de salir vivo de esa base, las que eran bastante bajas.
—No te lo voy a permitir —grité.
Me esforcé corriendo con velocidad sobrehumana para alcanzarlo, maldiciendo el momento en que se me había ocurrido confiar un poco en él, y logré sujetarme de una de las alas del cargador, justo cuando este comenzaba a elevarse.
—Voy a matarte, maldito —mascullé, mientras hacía esfuerzos por llegar a la puerta de emergencia y forzarla a abrirse. Por poco salgo volando cuando el cargador comenzó a tomar más velocidad. No sabía si Heero ignoraba que yo había logrado subir, pero el sólo pensar que lo supiese y estuviera intentando matarme, me daba más coraje para enfrentar la situación. Para sujetarme mejor, me amarré con una de las cuerdas que llevaba en mi mochila, atando el otro extremo a la propia manilla de la puerta. No me iba a dejar vencer por él. Mucho tuve que forcejear para abrirla y cuando logré arrastrarme al interior, estaba jadeando profusamente por el esfuerzo realizado. La cerré de una patada, pero rebotó hacia a mí; como era obvio, había reventado la chapa al forzarla, por lo que tuve que amarrarla al interior para que no se volviera a abrir. Una vez hecho, me dirigí al cuarto del piloto, absolutamente dispuesto a acabar con la vida de Heero.
Él me dio una breve mirada cuando entré y volvió a observar hacia el frente. Si no le disparé en ese preciso instante, fue porque no me quedaban balas. Así lo expresé en voz alta.
—Si tuviera una bala en este preciso momento, una sola, te la metería por un ojo.
Heero ni siquiera se sobresaltó ante mis palabras y levantó la mano derecha de los controles, indicándome una dirección. Yo avancé más para ver qué diablos quería y me encontré con la semiautomática que le presté, dos asientos más allá. ¿Por qué estaba en un lugar tan lejano a él? ¿Debía entender por esto que esperaba que yo lograra subir o que me está dando permiso para matarlo?
La revisé en busca de una respuesta, pero descubrí que tampoco le quedaba carga. Me quedé en silencio. Tenía tantas ganas de asesinarlo que estaba paralizado.
—Saltaremos en tres minutos.
—No me hables —repliqué, girando bruscamente para ir en busca de un paracaídas. Me topé entonces con algo en lo que no había reparado al subir: junto a la puerta de emergencia, había dos equipos preparados, listos para llegar y saltar. Fruncí profundamente el ceño, no odiando menos a Heero por ese detalle. Enseguida me negué a creer que él los hubiese preparado; seguramente, ya estaban listos cuando él subió y los otros equipos aún en manos de esos soldados muertos, confirmaban mi teoría.
Tomé uno, revisé que no estuviera malogrado —para no hacer feliz a Heero con mi muerte— y me lo puse en la espalda. Sentía unas terribles ganas de lanzarme en ese mismo momento del cargador, pero eso hubiese significado caer demasiado cerca del puerto y no podía darle señales a los militares de la ubicación de mi bodega. Tuve que contenerme.
Heero pensaba saltar sobre la carretera y era realmente la mejor opción para mí también. Luego podría robar un auto y así moverme más rápido, confundiéndome entre todos los vehículos que por allí transitaban. Era la única forma de despistar a los enemigos que nos seguían.
Me crispé entero cuando sentí su presencia a mi lado. Heero había dejado la nave en piloto automático, seguramente programada para que se estrellara en el mar, y yo me esforcé por ignorarlo. Observé mi reloj y corté la cuerda que sujetaba la puerta. Miré hacia abajo: estábamos justo sobre la carretera, así que salté sin decirle nada. No tuve problemas en accionar el paracaídas y aterricé de forma suave en el pavimento. Sin embargo, tuve que rodar hacia un lado rápidamente para evitar que un camión me arrollara.
—Diablos —mascullé, sintiendo que me había salvado de una muy buena.
La idea en verdad había sido saltar junto a la carretera, no caer exactamente en ella.
De espaldas como quedé, pude ver como Heero estaba a punto de llegar a tierra. Eso era una gran sorpresa: a veces este tipo perdía la cabeza cuando caía de gran altura, y yo había mantenido la secreta esperanza de verlo reventarse contra el suelo.
Me puse de pie con rapidez. El sonido de una moto me había alertado y no tardé en hacer parar al sujeto que la manejaba, a punta de pistola sin balas.
—Escúchame bien —le dije, aún apuntándole—. La encontrarás en el centro al anochecer, junto a la catedral. Que ni se te ocurra denunciarme o te buscaré por el registro de la matrícula y te mataré muy lentamente. ¿Entendiste? A ti y a toda tu familia.
Era un chiquillo asustadizo, así que asintió rápidamente. Me senté en ella y estiré la mano para que me diera el casco. Lo hizo con movimientos temblorosos.
—La cuidaré —le prometí, viendo como Heero se acercaba con evidentes intenciones de abordar conmigo. Entonces aceleré. Que se fuera al diablo el muy desgraciado. Hasta aquí llegaba yo con él.
Continuará…
