Los personajes son de Cassandra Clare. El drabble/viñeta/whatever es mío.


Como si no fuera nada
(Y lo es todo).

«Jace…»

(Deberías saber que te quiero).

Murmura sin decir nada y Jace lo mira sin mirarlo, a través de la mesa. Y no hay nada allí, nada entre los dos, pero está todo (todo lo imaginable). La cena pasa entre roces y «Pásame la sal, Alec» seguido de «Aquí tienes», seco y frío (fingido).

A Alec le cuesta un poco más que a Jace, ambos están al tanto de esa verdad. A Alec le cuesta más fingir que no lo ama como lo ama, que no lo desea como lo desea. Le duele mucho más fingir que no lo necesita como lo hace.

Para Jace es más fácil (eso cree Alec). Para él es sólo una prueba, un acto de caridad que algunas veces se transforma en algo más; para él es sólo sexo, algo instintivo, animal y sin sentimientos involucrados, (se repite cada vez, intentando no ilusionarse un poco más de lo que ya se ilusionó).

Él no siente nada, Jace está seguro; eso no es nada, no existe, sólo es deseo. (O eso se dice, mientras cierra la puerta de la habitación tras su espalda y Alec está frente a él, con esos ojos y esos labios).

Está sobre el sillón rojo de cuero, el de siempre; lo mira y está ausente, como pensando en otra cosa (eso le molesta, aunque no lo admitirá jamás). Por eso le desliza los dedos por los botones de la camisa mientras le besa el cuello, lento pero apasionado, porque desea toda su atención. Está totalmente celoso de lo que sea que ocupara su mente en ese momento, está celoso de que Alec se permita pensar en otra cosa.

Lo besa con fiereza, la lengua entra rápida entre los dientes y que se joda el mundo si se atreve a oponerse. Jace negará todo en voz alta si le preguntan, pero no podrá hacerlo en silencio. Podrá mentirse, pero no negar lo que le crece poco a poco en el pecho.

Porque lo quiere, aún cuando sepa que jamás tendrá el valor suficiente para decirlo.
(Es por eso que Jace lo sabe —que lo quiere, pues—, porque es lo único de lo que tiene miedo en la vida. De aceptar lo mucho que lo quiere).

Pero no se atreve a decírselo a Alec, y le deja hundirse en la incertidumbre, porque muy dentro sabe que él lo nota de alguna manera. Y también porque sabe que algún día se les estropeará el cuento, se destruirán entre tanto amor que les consume los labios.

.

Alec está leyendo algo en la biblioteca cuando Jace entra. No dice nada, no se mueve, ni hace ruido (sin embargo, él sabe que Alec nota que está allí). Alec lee un poco más y luego suspira, volteándose para mirar a Jace. Tiene lentes y se ve condenadamente sensual, por eso el rubio no puede evitar mirarlo de una forma que grita mil veces «Eres tú el que quiero». Alec casi siente que lo está señalando, pero no quiere aceptarlo.

Cuando se acercan (inevitablemente) sus labios se juntan. Como dos imanes, una atracción que va más allá de lo magnético; algo que va más allá de lo que alguno de los dos dirá en voz alta. Algo que va más allá de la poca química que puede Jace sentir con Clary o el desahogo que Alec busca en Magnus.

Por ejemplo, cuando se besan no piensan en otra persona. No suspiran otro nombre entre los labios hambrientos mientras se revuelven los cabellos.

Y caminan los pasillos como si no caminaran juntos, entran a la misma habitación como si no se percataran de tal cosa, caen en el sofá rojo mientras la ropa desaparece y las lenguas se enredan con rapidez.

Pero jamás admitirán que pueden llegar a sentir más de lo que alguna vez creyeron posible.