1 - Donde Watson es atacado
—¡Watson!
En ese breve y terrible grito, Holmes me reveló que en realidad poseía un corazón humano. Yo yacía jadeando sobre los adoquines, con el agua y el barro empapando mi ropa, y la pierna ardiendo y latiendo de agonía. Mi bastón se hallaba a pocos pasos, su laca negra arañada por su inoportuno giro sobre la piedra cuando el criminal me lo arrancó de las manos.
Holmes volvió a gritar mi nombre y se dejó caer de rodillas, haciéndose un agujero en los pantalones, las manos revoloteando frenéticamente sobre mi cuerpo, sin saber bien qué hacer. Obviamente decidió que tenía que incorporarme, por lo que deslizó los brazos en torno a mi cintura y, no sin un considerable esfuerzo, tiró de mí hasta dejarme sentado. Casi al instante me doblé sobre mí mismo, encogiendo la pierna buena en respuesta al dolor de la mala.
—¿Por dónde, Watson?
Por supuesto, pensé, apretando los dientes para contener un grito y mi furia. Por supuesto, le preocupa más capturar al criminal. Qué ingenuo por mi parte haber pensado otra cosa.
—A la izquierda. Pasada la barbería —logré decir.
Me dio una palmadita en la cabeza y salió corriendo.
Lestrade y sus hombres llegaron un minuto después, y me preguntaron lo mismo. Dos de sus agentes se quedaron para atenderme, pararon un coche y me mandaron de vuelta a Baker Street, bastón en mano. Jamás me había sentido tan inútil frente a Scotland Yard mientras se esforzaban por subirme al coche. Observé con expresión airada cómo me volvían incómodamente la espalda para reanudar de inmediato la persecución, mientras mi coche me llevaba en la dirección opuesta.
Resoplando, me las arreglé para subir los escalones del 221-B hasta mi habitación. En un momento dado, estuve a punto de rodar por las escaleras cuando mi pie resbaló en un peldaño, pero la firme mano de la señora Hudson entre mis hombros me mantuvo en pie. Durante una hora estuvo mimándome, trayéndome té y bollos recién horneados, asegurándose de mantenerme caliente y llevándose mi ropa embarrada al lavadero.
Cuando llegó Holmes, su triunfante sonrisa de gato de Cheshire me dijo todo lo que necesitaba saber sobre el caso.
—Así que lo atrapó —dije hoscamente, sin molestarme en disimular mi desdén ante su actitud.
—Muy bien, Watson —respondió, dejándose caer en su asiento y sirviéndose un bollo con crema y mermelada—. Gracias a su celo canino persiguiendo al criminal, pudimos cogerlo.
—¡No soy un perro, Holmes!
Sus ojos grises se alzaron hacia mí, perplejos ante mi arrebato. ¡Era imposible que no hubiera percibido lo obvio! Pero las emociones humanas no eran su especialidad. Su confusión me enfureció.
—¿Está enfadado, Watson?
—¡Sí, lo estoy!
No podía explicárselo. No lo comprendería. Así que opté por guardar un enfurruñado silencio, dejando a Holmes completamente desconcertado, sin saber qué decir.
—Tiene crema en el bigote.
¿Crema? ¿En un momento así sólo se le ocurre decirme que tengo CREMA en el bigote?
Exasperado, lancé las manos al aire, cogí el bastón y abandoné la sala echando chispas, procurando no hacerme daño en el camino. Entré en mi habitación y cerré de un portazo, echando la llave. Un instante después oí a Holmes tras la puerta, llamando lastimeramente.
—¡Lo siento, Watson! ¡No sé qué he hecho, pero lo siento!
Se hizo un nuevo silencio, y empecé a escuchar un leve tintineo al otro lado de la puerta. Al inclinarme sobre ella, lo identifiqué como el sonido de una ganzúa contra el metal de la cerradura. Molesto, abrí la puerta de golpe y Holmes se quedó mirándome con los mismos ojos tristes e inocentes de Gladstone, ganzúa en mano.
—Increíble, Holmes —escupí—. Estoy enfadado porque ignoró el hecho de que yo estaba herido.
—Se está comportando de un modo bastante infantil, Watson —repuso con calma.
—¡No es cierto!
Sí lo era.
Rebuscó en sus bolsillos durante un instante y sacó una botellita que contenía un líquido entre ambarino y marrón y lucía una etiqueta con la figura de un tigre. Me la tendió.
—No podía pasársela por debajo de la puerta.
La cogí y me quedé mirándola.
—¿La encontró? —pregunté, quitándole el tapón para aspirar el contenido.
El extraño olor, la consistencia y el color eran correctos, así que debía de ser el mismo ungüento contra el dolor que yo había encargado traer especialmente de Oriente. No quería derramar el precioso líquido por accidente, así que volví a ponerle el tapón a la botella. Costaba una cuarta parte del alquiler de un mes, y podía tardar años en llegar a Inglaterra una vez hecho el pedido.
—Sí. Observará que el color es ligeramente más oscuro. Encontré a un practicante chino que me hizo la mezcla. Vi que tenía una botella vacía, y que el nivel de la segunda descendía muy deprisa.
—Holmes, yo...
El detective alzó una mano instándome a callar. Sonrió suavemente y cerró mis dedos sobre la botella de ungüento.
—Para que diga que ignoro su dolor.
