Si algo le gustaba a Ana más que salir por la noche para sentirse libre en el bosque, era salir a sentirse libre en el bosque una noche de luna llena. Y eso era exactamente lo que había hecho. No temía perderse en la oscuridad porque sabía el camino. No temía las criaturas salvajes porque ellas se habían acostumbrado a sus paseos nocturnos. Lo único que temía eran las broncas de su padrastro si este descubría que seguía escapándose cada noche. Pero eso casi no importaba, porque aunque faltaba poco para el amanecer, seguía estando en el bosque. Seguía siendo libre. Seguía siendo su momento, porque todavía brillaba la luna llena. Era increíble cómo unas horas de libertad podían afectar a una vida dura como la de Ana.
Algo en ella le decía, sin embargo, que esa noche no era como las demás. Los búhos no ululaban, no se oían las pisadas de los ciervos, los mensajes de los zorros ni los grillos entre la hierba. No distinguía luciérnagas en la oscuridad, y tampoco ningún ojo animal parecía espiarla entre la espesura, como era habitual. Al menos, era eso lo que ella creía.
Un brillo amarillo relució en el rabillo del ojo de la chica, que no pudo reaccionar a tiempo antes de que, sin previo aviso, algo oscuro se abalanzara sobre ella. Ana perdió el equilibrio, y empezó a rodar colina abajo con el bulto gris que le había atacado. Lo primero que vio fueron unos ojos amarillos, llenos de peligro y muerte. Luego notó unos colmillos cerca de su cuello y unas garras que no la dejarían ir. La caída por la colina fue parada bruscamente por una gran roca. El choque le cortó la respiración los dos. La criatura había hecho de escudo a la chica, que acabó encima de su cazador. Sin embargo, el enorme lobo pronto se recuperó y volvió a intentar alcanzar el cuello de Ana, quien entró en pánico y buscó desesperadamente algo con lo que protegerse. Tanteó una piedra entre sus dedos y golpeó con ella la cabeza del animal con una fuerza nacida del miedo a la muerte, el miedo a dejar el mundo y que a nadie le importase. Dado a que el primer golpe sólo logró aturdirle, Ana volvió a golpear una y otra vez hasta abrir una gran brecha sangrante en la frente del lobo. Entonces, el animal se desplomó por fin sobre ella.
Ana, todavía asustada, se apresuró a quitárselo de encima y empezó a gatear para alejarse aun más. Cuando se volvió para observarlo, descubrió que la luna iluminaba un rostro vagamente humanoide. Las garras que la habían atrapado eran en realidad manos cubiertas enteramente por pelo, con cinco dedos en cada una. Eso sí, tenía unas uñas largas y afiladas, al igual que lo colmillos que habían querido abrirle la garganta, y que todavía asomaban por la boca del ser. Al observarlo bien, Ana elaboró la teoría de haber sido atacada por un loco con problemas con el vello, que le cubría de pies a cabeza. Eso pensaba, hasta que vio sus orejas. Eran unas orejas de lobo, y le crecían en lo alto de la cabeza. Supo al instante que no existía tal deformidad natural, y era imposible que fuesen de pega… ¿verdad? Ana tragó saliva y agarrando todavía la piedra en la mano se acercó lentamente. Arrodillándose con cuidado alargó la mano libre hacia las extrañas orejas del ser. Las tocó con curiosidad con la punta de un dedo, y se sobresaltó cuando reaccionó con una especie de tic al contacto. Pero el hombre-lobo seguía inconsciente, por lo que Ana volvió a acercarse, recelosa. Por si acaso, tanteó algún mecanismo que permitiese a las orejas moverse solas, pero no lo encontró, y apartando el cabello gris descubrió que estaban unidas a la cabeza. Efectivamente, - aunque pareciese imposible- eran reales.
Ana empezó a dar vueltas y más vueltas alrededor de aquél que le había atacado, temiendo a la vez que se levantara. No lo hizo, y eso le empezó a dar más confianza, la suficiente como para acercarse de nuevo a su cabeza para quitarle con cuidado el pelo de la cara. Retrocedió de un salto. Aparte de los colmillos, tenía también una nariz no humana. Pero eso no fue lo que le sobresaltó, sino el hecho de que ésta estuviese cambiando. Sus rasgos, que en la caída por la colina le habían parecido muy lobunos, ahora se tornaban cada vez más humanos. Era un proceso que se aceleraba conforme pasaban los minutos. Ensimismada por la transformación, Ana se sentó a observar cómo el hocico del hombre empequeñecía hasta desaparecer, olvidando el peligro de su cercanía con las garras. Sin que se diese cuenta, la luna se terminó de ocultar tras las montañas y el sol hizo su aparición en el firmamento. Uno de sus rayos dorados iluminó la cara completamente humana del hombre, quien gruñó, sobresaltando a la chica. Entonces, él abrió los ojos.
Ambos se miraron sin ubicarse completamente, hasta que él habló en un idioma que ella no reconoció. Acto seguido el hombre se llevó una mano a la frente, y se quedó mirando la sangre que manchaba sus dedos. Ana se sintió terriblemente culpable de repente. Antes era un lobo, pero ahora mismo era un hombre herido y confundido.
¿Te duele mucho?- preguntó- ¿Cómo te llamas?
El otro le dirigió una mirada extrañada. Se notaba que él tampoco le entendía. Volvió a murmurar algo mientras se levantaba, y se acercó a ella. La chica enrojeció. Tal vez había sido la oscuridad o el pelo lo que lo había ocultado, pero ahora veía todo lo que podía tener un hombre frente a ella. Instintivamente y mientras sentía sus mejillas arder, se tapó los ojos con las manos. Silencio. Era bastante incómodo, pero Ana no se atrevía a moverse. ¿Qué estaba pasando? Notó cómo el hombre se acercaba, y levantó la vista por fin. La estaba olisqueando.
¿Qué haces?
El otro le miró a los ojos con una mirada que no habría sabido identificar. Lo único que Ana pudo suponer es que las palabras no servirían si hablaban en distintos idiomas. Mantuvo su mirada. Sus ojos, aunque seguían siendo amarillos, tenían un brillo cálido en ellos. Era apuesto, para qué negarlo, y se había fijado ya en sus fuertes y marcados músculos. Enrojeció aun más. ¿Qué estaba pensando? Si seguía así moriría desangrada por la nariz.
Entonces, sin previo aviso, el hombre se incorporó y se dio la vuelta para desaparecer entre los árboles. Ana tardó en reaccionar, y cuando lo hizo, se forzó a mirar al cielo azul claro y pensar que debía de estar en casa desde hacía un buen rato. Pero, aquél chico… al fin se levantó y corrió para alcanzarlo. Al poco rato volvió a ver su espalda del hombre, que se había parado. Él se giró, aparentemente malhumorado, y le indicó por gestos que volviera sobre sus pasos. La chica frunció el ceño y se cruzó de brazos, decidida a seguirle. El otro la miró unos segundos antes de seguir caminando. Ana aprovechó para correr y acercarse a él, quien no dio ni dos pasos antes de volver a intentar despacharla. Él le preguntó algo, por el tono de su voz, pero podría haber querido saber su nombre, o porqué le seguía.
Ana- le dijo ella resueltamente, señalándose a sí misma. Luego le señaló la frente sangrante- Yo… curar.
Alexander- le respondió el otro tocándose el pecho-
Ahora ya sabía su nombre. Alexander comenzó a caminar de nuevo, y Ana supuso que le aceptaba, porque ya no se volvió más hacia ella. Tardaron media hora en llegar donde quería él. Era un claro con un gran árbol con cadenas en el centro, y junto a este había un montón de ropa y una mochila. Alexander cogió la ropa y se la puso. Luego recogió las cadenas en la mochila y sacó de entre unos arbustos una espada que colgó a su cinto. Se giró hacia Ana y la miró a los ojos de nuevo con su extraña mirada, pero esta vez ella comprendió que esperaba su reacción. Incómoda, dejó de pensar si la espada sería de verdad o no, y le señaló las cadenas, intentando que le indicara para qué servían. Alexander comprendió sus pensamientos y se agachó para arrancar una florecilla. Ana se acercó paso a paso, curiosa. Entonces, él acercó la flor a su pecho.
Ana - dijo-
¿La flor soy yo?
Y entonces, él destrozó la flor negando con la cabeza. Asna palideció ligeramente. Pero él, que no había acabado, dejó caer los pedazos de la flor y sacó un extremo de la cadena y se enrolló en las manos mientras asentía con una pequeña sonrisa de tristeza. La chica meditó un momento.
¿Quieres decir que si no te pones las cadenas podrías destrozarme? ¿Cuándo eres una bestia por las noches? – era una respuesta bastante obvia habiendo admitido ya que Alexander era un lobo gris aterradoramente grande por la noche-
Ana se encogió de hombros, pues Alexander le seguía mirando sin mover un músculo. Entonces se decidió. Le agarró del brazo para dirigirle, pero él se soltó con brusquedad y cogió otra flor para destrozarla. Ana no se rindió, y al final acabó arrastrándolo a su casa, una pequeña posada en la que también trabajaba. ¿Qué iba a hacer él si no? Por su pinta debía de ser un viajero, y por muy lobo que fuese por la noche, no podía dejarlo a la intemperie después de golpearlo con una piedra. Así pues, los dos bajaron del monte hacia la posada
Allí era donde estaba el verdadero peligro.
