Djel Sannes fue trasladado a una habitación distinta, después de su primer interrogatorio.

El hombre, de mediana edad, era más alto y fuerte que la mayoría; pero de poco le servía eso ahora, a aquel miembro de la Policía Militar, encadenado como estaba (de pies y manos) a una robusta silla de metal y madera, los mismos materiales de la sólida mesa que tenía delante.

Las paredes de piedra hacían que la sala, agobiante y calurosa, pareciese más pequeña todavía. Djel podía ver, con su ojo verde pálido (sólo el izquierdo, el derecho se lo habían cerrado a base de golpes), enfrente de él, una única puerta también de madera con refuerzos metálicos.

A uno y otro lado, varias antorchas arrojaban su tenue luz anaranjada contra la oscuridad. Hacía calor, allí dentro; los desordenados cabellos negros, con el sudor, se le pegaban al cráneo. Además, por el olor, se notaba que habían limpiado el cuarto recientemente; eso le dificultaba aún más el respirar, ya de por sí complicado teniendo la nariz rota.

"Maldito enano cabrón… Maldita zorra chiflada… ¡Los de la Legión están para que les encierren a todos! Esto no quedará así… ¡Nadie se la juega al Primer Escuadrón Interno y vive para contarlo!"

Por otro lado, él mismo reconocía que, con todo lo que había hecho durante la mayor parte de su vida, seguramente se merecía lo que le estaba pasando ahora. Seguramente.

No necesitaba mirarse de nuevo las manos, para recordar; el dolor palpitante que sentía en cada dedo, ya le impedía olvidar cómo le habían ido arrancando las uñas, una detrás de otra.

"¡Ah, vaya! ¡Lo siento! Sé que se me da de pena, pero es que es la primera vez que hago esto…" Así se había disculpado la furcia de las gafas, la de los cabellos color mierda y ojos de loca.

Capitán Zoe. Hange Zoe. Jamás olvidaría ese nombre; ni el del otro puto psicópata, Levi, que debía tener algún complejo de inferioridad que compensaba ensañándose con quien no podía defenderse, en un vano intento de hacer que su diminuta polla pareciese más grande…

Y aun así, ella era la peor de los dos, con diferencia.

"¡Sé que no te he hecho ninguna pregunta todavía, pero es que…! ¿Recuerdas lo que te prometí, la primera vez que nos vimos? Que a quien le arrancó las uñas al Pastor Nick, yo le haría luego lo mismo cuando le pillase. Pues bien, siempre cumplo mis promesas… ¡Arriba ese ánimo, hombre! Que ya sólo queda la otra mano."

Además de todo eso, encima un dedo roto; y después vinieron los puñetazos en la cara. Entonces empezó el interrogatorio.

"Estos legionarios son unos aficionados… El dolor no es un fin en sí mismo, sino una herramienta. Lo importante es el miedo al dolor, hacerle sentir al sujeto un temor tal que venza su resistencia a contar todo lo que sabe. Malditos bastardos, ¡no tenéis ni puta idea de cómo se hace esto!"

Djel se consideraba a sí mismo un profesional. Al menos, al principio, la tortura sólo había tenido un papel secundario; simplemente una táctica adicional, para obtener información o confirmar la que ya tenían. Las primeras veces, cuando Ralph le enseñaba cómo se hacía, luego él había terminado vomitando.

"Pero supongo que me acostumbré, con el tiempo… y quizás, de la indiferencia, terminé pasando a algo más."

Aunque no quería reconocerlo, debía admitir que a veces disfrutaba con su trabajo. Trataba de justificárselo a sí mismo, considerando que de otro modo sería incapaz de cumplir con su labor. Lo importante era el objetivo: mantener la paz del Rey a cualquier precio, por cualquier medio… incluso si, para proteger a la mayoría de la Humanidad dentro de los Muros, había que sacrificar (secuestrar, torturar, ejecutar) a esa pequeña y ruidosa minoría que no dejaba de meter las narices donde no le incumbía.

"Ellos se lo han buscado" era otra de las justificaciones que le permitían dormir del tirón casi siempre. Prefería no pensar en las noches en que soñaba.

No se compadecería de sí mismo. Jamás. ¿Acaso no se lo "había buscado" él también? Tenía cierta noción instintiva de Justicia, por la que sabía que sólo era cuestión de tiempo terminar recogiendo lo que se sembraba. Y si se había pasado buena parte de su vida infligiéndole dolor a otros, lógicamente también le tocaría a él tarde o temprano.

"Ahora soy yo quien está atado de pies y manos a una silla… El círculo se va cerrando y otros ocupan mi lugar."

Era por ideas así, que Djel estaba seguro de que jamás le doblegarían. El sufrimiento que padecía sólo era su pago por todo el que él había causado, a tantas personas durante tantos años; de manera que uno quedaba justificado por el otro, y a la inversa. Sannes, en parte, aceptaba de buen grado las torturas con que pudiesen vejarle ahora sus secuestradores, por incompetentes que fueran.

Y sin embargo, en todo ello… había algo que le desconcertaba.

"¿Por qué dejaron de torturarme?"

Aún recordaba el regusto metálico de aquellas tenazas en su boca, cerrándose en torno a uno de sus dientes… pero sin llegar a arrancarlo, en el último momento.

Una rápida serie de golpes, en la puerta de la primera sala de interrogatorio, había interrumpido aquella acción.

Y desde luego, no parecía haber sido algo acordado de antemano. Incluso con un solo ojo abierto, Djel pudo ver el desconcierto en el rostro de sus torturadores; bien se dio él cuenta de ello, aun a través del tupido velo de su sufrimiento, al fin y al cabo su profesión le exigía percatarse de ese tipo de detalles.

Fue el enano de mierda, quien se acercó con paso irritado a la puerta para responder; abrió con gesto más huraño de lo habitual… y se sorprendió al descubrir a la persona que estaba al otro lado, aunque desde su posición Sannes no vio de quién se trataba.

El morenito mudó rápidamente su expresión perpleja en otra de furia a duras penas contenida. "Se puede saber qué coño estás haciendo aquí," espetó el sádico de ojos grises. Su misterioso interlocutor contestó en un susurro, que el agente del PEI no llegó a escuchar. El tal Levi también bajó la voz, aunque murmurando con la misma ferocidad de antes. La furcia, Hange, terminó acercándose a la puerta para ver qué sucedía; se incorporó al corro de murmullos y, de algún modo, logró mediar entre sus compinches.

La zorra chiflada y el enano estreñido le echaron un último vistazo a su prisionero, antes de salir cerrando la puerta tras de sí. Djel no se permitió albergar muchas esperanzas, pero tampoco podía evitar sentirse interesado por una situación que, claramente, escapaba al control de sus captores.

Seguían oyéndose murmuraciones al otro lado de la puerta, y de vez en cuando alguna voz más alta, pero sin llegar a gritar. Tras un breve instante, que a Sannes le pareció una eternidad, la puerta volvió a abrirse y pudo oír la última parte de aquella conversación.

"No contéis conmigo para esto," gruñó el cabroncete moreno.

"Voy a necesitar tu ayuda," dijo la loca muy seria. "Por favor, Levi."

Hubo un silencio prolongado; después, un hondo suspiro y un último murmullo. Los dos psicópatas entraron de nuevo en la sala… y Djel se llevó una de las mayores sorpresas de su vida.

Hange le trajo un vaso con agua, en el que había vertido ostentosamente (como diciendo "no te estoy ocultando nada") un sobrecito de polvos blancos. "Es para el dolor, también para evitar una infección, necesitamos que tengas la cabeza despejada y no te mueras antes de tiempo," aclaró la furcia histriónica, con una calma que en ella resultaba cuanto menos ominosa.

Sin embargo, el policía no se resistió a tomarse aquel mejunje; habría resultado inútil hacerlo… y además, por alguna razón, la creía.

El esbirro enano, sin decir nada, se limitó a limpiarle las heridas de la cara y las manos; no con mucha delicadeza, pero tampoco provocando más dolor a propósito. Terminó con algunas vendas en torno a los dedos, humedecidas en un ungüento que causaba el picor típico de los antisépticos.

Ninguno de aquellos monstruos le hizo una sola pregunta de las que antes se negó a responder; o más bien, Djel ni siquiera había tenido tiempo para hacerlo… aunque, naturalmente, habría continuado negándose por mucho que le torturasen. Quizás esos demonios se habían dado cuenta, y por eso probaban ahora con otra táctica completamente distinta; Sannes estaba convencido de que tampoco daría resultado, si bien era cierto que un cambio tan brusco le desconcertaba. ¿Quién sería el misterioso dueño de aquella voz invisible?

Estuvo tentado de preguntar si le dejarían ir al baño, porque ya llevaba un rato aguantándose las ganas; pero no quiso abusar de su buena suerte, por momentánea que fuese.

"Y… aquí estamos, pues."

Encadenado ahora en una silla distinta, en una habitación diferente; al menos, el pequeño paseo le había servido para estirar las piernas y reanimarse un poco. Naturalmente, Djel se cuidaba mucho de mostrar esas emociones en su rostro. Trataba de respirar con un ritmo constante; inspiraciones profundas y pausadas, ayudadas por los analgésicos que mantenían a raya el dolor.

Resultaba extraño, encontrarse por una vez al otro lado, mas no inesperado; siempre había intuido que, algún día, también le tocaría a él. Sabía por experiencia propia, aunque en el rol opuesto, que la actitud menos perjudicial para un prisionero consistía en una apática indiferencia, con cierto aire de abatimiento: demasiado desafiante, y el interrogador se tomaría como un reto personal doblegar aquella voluntad; demasiado roto, y el carcelero seguiría regodeándose o, peor aún, liquidaría al prisionero por considerar que éste ya no era útil.

Djel tenía la intención de resistir tanto como fuese posible. Si era necesario, se haría matar antes que contarle nada a esos perros rabiosos. Prefería salir con vida de todo aquello, naturalmente; sería lo más deseable, pero sabía que se trataba de algo prácticamente irrealizable.

En aquel breve trayecto, mientras le trasladaban de una celda a otra, el enano bastardo había estado acariciándole los riñones con la punta de una navaja, mientras la zorra cuatro ojos llevaba sus cadenas por delante manteniendo suficiente distancia y también con un cuchillo en la mano libre.

Ahora, encadenado como estaba en aquella silla, no tenía manera de escapar por sus propios medios; por no hablar de que, incluso si con sus heridas lograba liberarse y reducir a sus dos captores más cercanos, aún tendría que enfrentarse al resto de legionarios proscritos, tan peligrosos como bestias acorraladas.

Así que, de momento, su mayor esperanza (al menos la escasa que se permitía) era que los otros miembros del PEI siguieran la pista de su conveniente "desaparición", hasta dar con la guarida de aquellos bandidos envueltos en capas verdes.

"Me cago en Reeves y en toda su familia… ¡Sabía que no debíamos encomendarle una tarea tan delicada a una pandilla de civiles! Sin supervisión directa por nuestra parte, ¿a quién se le ocurre? Tendríamos que haber intervenido directamente los del Primer Escuadrón, o mejor todavía, ¡los Exterminadores de Kenny! Ése sí que sabe hacer un trabajo a conciencia."

De su compañero Ralph, por desgracia, no había vuelto a saber nada desde que cayeron en la emboscada. Tal vez su gruñón amigo hubiese logrado escapar, pero no contaba con ello; era más probable que también estuviese prisionero, en algún sector aparte… o que le hubiesen matado cuando intentaban capturarle.

Prefería no pensar demasiado en ello; ahora mismo no podía hacer nada para remediarlo… y ya tenía bastante con el dolor físico.

En cambio, pensar en Kenny le sacaba una sonrisa, incluso en aquellas circunstancias; hasta se sentía un poco optimista, sabiendo que en el peor de los casos al menos sus enemigos no tardarían en seguirle a la tumba.

El Carnicero Ackerman era toda una leyenda entre los suyos; se rumoreaba que él solo había matado a cientos de policías y luego se había enfrentado al mismísimo Uri, aun sin ser capaz de derrotarle. El auténtico Rey se quedó tan impresionado que convirtió a Kenny en su guardaespaldas y hombre de confianza; todo ello, antes de que el propio Djel entrara a servir en el PEI.

Últimamente, también se rumoreaba que el viejo sanguinario había formando un "Escuadrón de Exterminadores" con policías tan idealistas como prometedores, dispuestos a hacer lo que fuese necesario para defender la paz dentro de los Muros… aunque para ello tuviesen que bañarse en la sangre de sus enemigos.

Y por eso Djel confiaba en que, incluso si caía, los suyos continuarían luchando hasta terminar prevaleciendo; aunque él ya no estuviese allí para verlo, al final se impondría la inquebrantable voluntad del Rey, en beneficio de todos sus súbditos.

Así era como lograba mantener la calma, dispuesto a resistir; no le doblegarían, antes acabaría muerto pero con la satisfacción del deber cumplido.

Además, sabía que su muerte no sería en vano, aun dejando al margen las consideraciones sobre su venganza; su sangre, junto con la de tantos otros, cimentaría la auténtica Paz del auténtico Rey.

Creer en eso le reconfortaba, le daba fuerzas, le permitía seguir adelante.

Debía creerlo. Tenía que creerlo.

Que todo lo que había hecho, tanta crueldad y tanta muerte… no sólo había sido necesario, sino útil.

Que su vida había tenido un sentido, un significado; que todo aquello había servido para algo.

"¿Verdad?"

Y justo en ese momento se abrió la puerta.