Disclaimer: Gundam Wing pertenece a Sunrise, Bandai.
Aclaro que la historia aquí expuesta es una adaptación de la obra "El retorno del Guerrero" de la autora Kinley McGregor.
Que lo disfruten.
EL RETORNO DEL GUERRERO
Summary:
Para salvar a su pueblo, la reina Relena deberá buscar amparo del hombre con el que fue casada en la infancia. Heero Yuy-Lowe, Príncipe, caballero orgulloso y atormentado. Sólo debe fidelidad a la Hermandad de la Espada y no desea vínculos con su noble herencia. ¿Cómo podrá Relena convencerlo de que la acompañe, o al menos, le de un heredero?
Argumento:
Consagrada por entero a su pueblo y a su patria la indomable reina Relena no está dispuesta a consentir que un mercenario le arrebate su corona. Sin embargo, la única manera que tiene de proteger lo que es suyo es buscar el amparo del hombre con el que fue casada en la infancia.
Heero Yuy-Lowe. un caballero orgulloso y atormentado. Sólo debe fidelidad a la misteriosa Hermandad de la Espada y no tiene ningún deseo de reinar sobre nada ni nadie excepto sobre sí mismo. Pero ¿qué hacer con la misteriosa extranjera que ha penetrado en sus aposentos con la finalidad declarada de seducirle primero y rogarle después que la acompañe como paladín a su reino … o que al menos la haga concebir un heredero?
Aunque no puede abandonarla a su suerte ante los enemigos que la acechan, Heero no osa sucumbir a los deseos de su cuerpo. Sin embargo ¿Cómo rechazar una pasión que es justamente suya y el éxtasis que le espera en los besos de Relena?
PRÓLOGO
Reino de Cinq
Un pequeño reino fronterizo con Bizancio
– ¿Y bien? – preguntó la Reina Relena, con ner viosa ansiedad, mientras su consejero más ex perimentado se acercaba a su trono.
Pagan había sido el hombre de confianza de su padre. Tenía casi sesenta años, pero todavía conservaba la agudeza de un hombre en plena madurez. Su cabello, en otros tiempos rubio, estaba ahora lleno de canas y su bigote era más blanco que las murallas de piedra que rodeaban la capital, Garzi.
Desde la muerte de su padre hacía dos años, Relena ha bía recurrido a Pagan para todo. Era la única persona en la que podía confiar, lo cual no resultaba sorprendente, puesto que su primera lección como reina había sido que su corte es taba infestada de espías y traidores. La mayoría pensaban que una mujer no debía estar al frente de aquel pequeño reino.
Pero Relena tenía una opinión diferente. Ella era el úni co descendiente vivo de su padre, y se resistía a que alguien ajeno a su linaje ocupara aquel trono real, en manos de su familia desde hacía muchos siglos.
Amaba a su patria. Nadie destruiría su preciado Reino de Cinq. Para ello ten drían que matarla.
Pagan movió la cabeza, suspirando con preocupación.
– No, mi reina. El regente de Elgedera no va a permitirle divorciarse de su príncipe. Para ellos, están casados, y si trata de desha cer la unión de los dos tronos mediante el divorcio o la anu lación le amenazarán con el castigo de la Iglesia. Después de todo, ya se sienten dueños de su reino. De he cho, Dekim cree que lo mejor es que permanezca bajo su custodia por asegurar su bienestar y poder protege rla... como su reina –
Relena frunció los labios y apretó los puños con un gesto de frustración.
Pagan miró por encima del hombro a los dos guardias que flanqueaban la puerta, antes de acercarse más al tro no para susurrarle al oído.
Duo, el juglar de la reina, de pie junto al trono, se acercó a ellos y ladeó la cabeza para no perderse ni una palabra. El anciano consejero lo miró amenazadoramente.
Duo se cruzó de brazos, devolviéndole la torva mira da. Esbelto y de mediana estatura, el juglar tenía pelo casta ño claro, usaba un flequillo y llevaba una larga trenza bien cuidada. Su aspecto era agradable y su rostro bastante agraciado, pero eran sus amables ojos azules los que habían hecho que ella se encariñase con él.
– Habla sin miedo – ordenó la reina a su conseje ro. – Confío en Duo –
– Pero es un idiota, mi reina –
Duo esbozó una sonrisa.
– Medio idiota o idiota del todo, quizás, pero tengo el suficien te tino como para saber mantenerme callado. Así que habla, buen consejero, y deja que sea la reina quien juzgue cuál de nosotros dos es el más tonto –
Relena apretó la boca, tratando de evitar la sonrisa que asomaba a sus labios.
Duo era dos años menor que ella. De más jóvenes, él sufrió una grave caída desde las murallas, con graves lesiones. Era tan solo un muchachito largirucho y desgarbado y ella lo había cuidado. Una vez que se recuperó, en agradecimiento, le juró fidelidad y permaneció con ella desde entonces. Dado su status de princesa, no le habría sido permitido tal cosa, de modo que Relena se las arregló y habían ocultado a todos su íntegro estado de salud, aparentando en cambio como un necio muchacho. Para su suerte, él sabía tocar el laúd, de modo que finalmente lo acomodó como su juglar.
A la vista de todos, incluido su padre, Duo no era más que un torpe artista. Para Relena, era su confidente, su único amigo. A diferencia de ella, los demás no valoraban la amistad y los servicios que le prestaba el buen muchacho. A él poco le importaba lo que pensaran. Muy por el contrario, tenía una animosa personalidad y no desperdiciaba oportunidad para expresar sus comentarios intrépidos. Relena continuamente le advertía que un día podrían lastimarlo, pero a él le gustaba incordiarlos.
La reina posó su mano sobre el hombro de Duo para hacerle callar. Pagan no podía tolerar que se burla ran de él.
Con una desafiante mirada de advertencia, al fin, habló:
– El príncipe regente ha dicho que si Usted declara muer to al príncipe Heero, apoyaría su causa... por un precio –
Relena cerró los ojos y rechinó los dientes con furia.
El regente de Elgedera, Dekim Barton, había dejado suficientemente clara su posición en aquel asunto. Dekim la quería en el lecho de su hijo Treize, como su consorte, para asegurar su frágil pretensión al trono. Pero el infierno se congelaría antes de que ella claudicase y permitiera que aquellos desalmados gober naran a su pueblo.
¡Cómo deseaba poder dirigir una nación más gran de, y poseer los soldados suficientes que le permitieran re ducir al arrogante príncipe regente a poco más que a un mal recuerdo! Desgraciadamente, una guerra resultaría demasiado costosa para su reino. Ellos solos no podían hacer frente a los elgederianos y ninguno de sus otros aliados les prestaría ayuda porque, para ellos, se trataba de una dis puta familiar entre ella y el reino de su esposo.
Si tan solo su esposo regresara a reclamar su trono... pero las veces que había tratado de encontrarlo, los mensajeros ha bían sido asesinados. Ninguno de ellos había podido llegar hasta Heero y ella estaba cansada de enviar hombres a una muerte segura.
No, ya era hora de poner fin a este asunto de una vez por todas.
– Busca a Sylvia – le susurró a Pagan. Él la miró frunciendo el ceño.
– ¿Con qué objeto? –
– Tengo la intención de hacer un largo viaje y no puedo permitirme el lujo de que alguien sepa que no estoy aquí para velar por mi trono –
– Su prima la señorita Sylvia, no es Usted, alteza. Si alguien se en terara... –
– Sólo confío en ustedes para que cuiden tanto de ella como de mi corona hasta mi regreso. Haz que per manezca recluida en mis aposentos e informa a todos que estoy enferma –
Pagan se mostró aún más confundido ante aquellas órdenes.
– ¿Pero adónde irá, Alteza? –
– A buscar a mi esposo descarriado y traerlo de regreso a casa –
Capítulo 1
Withernsea, Inglaterra
Heero Yuy-Lowe se encontraba en el come dor de la única posada del pueblo, terminando su cena en solitario pero rodeado por el bullicio que hacían los demás huéspedes mientras comían y bebían. El interior estaba sumido en la penumbra; la única luz procedía de la chimenea, donde una corpulenta y robusta mujer asaba venado.
Llevaba allí cuatro días, esperando al Pagano y a Lochlan MacAllister para unir sus fuerzas según lo pla neado.
Todos estaban tras la pista del asesino de Lysander. Se decía que iba en esa dirección. Si estaba en la zona, Heero lo encontraría y le ha ría pagar por lo que les había quitado; y se sentiría aún más satisfecho si Lochlan lograba averiguar algo acerca de su hermano perdido. De todos modos, lo que más le impor taba era darle descanso al alma de Lysander. Había sido un buen hombre, y como miembro de la Hermandad, inesti mable. Su asesinato les había causado a todos un enorme pesar. Los miembros de la Hermandad no habían sobrevi vido al infierno para regresar a casa y ser asesinados úni camente por simple mezquindad.
Apuró su cerveza, dejó el dinero sobre la mesa y se levantó para dirigirse al cuarto donde se hospedaba. En mo mentos como ése casi no soportaba viajar solo. Sin em bargo, vivir en soledad había sido elección suya. Además, había pasado gran parte de su infancia aislado en la celda de un monasterio donde los monjes prohibían todo tipo de charla. Usaban las manos para comunicarse, nunca la voz: el silencio y la soledad no eran novedad para Heero.
Después de su estancia con los monjes, había pa sado otros seis años encarcelado por los sarracenos en una miserable celda de escasos seis metros. No tenía el me nor deseo de verse encadenado de nuevo, por nada ni por nadie.
Por primera vez en su vida era libre, y tenía inten ción de permanecer así. No le importaba que la soledad y el aislamiento fue ran el precio de su libertad. Era algo insignificante compa rado con la sangre y el sufrimiento que había tenido que soportar.
Llegó al final del pasillo y abrió la puerta, pero se de tuvo al ver una figura que lo esperaba dentro de la habitación. Era de escasa estatura y llevaba una larga capa de terciopelo negro, que no permitía distinguir sexo ni origen.
– Me parece que se ha equivocado de cuarto – formuló firme, creyendo que quizás se trataba de otro viajero.
La figura se volvió al escuchar la voz de Heero.
– Depende – contestó ella. La voz era suave y sen sual, y tenía un acento sutil que Heero no podía identi ficar. – ¿Es usted Heero Yuy-Lowe? –
Se puso tenso al oír la pregunta. Hacía poco que ha bía regresado de Hexham, donde abundaban los asesinos que los buscaban a él y a sus hermanos de armas. Y algunos de esos asesinos habían sido mujeres...
– ¿Quién lo busca? –
La mujer avanzó con osadía y tiró de la fina cadena de plata que colgaba del cuello de Heero, donde llevaba el em blema real de su madre desde que había nacido. Le dio la vuel ta, para ver en el anverso otro grabado del escudo de un rei no que él había visitado una sola vez, cuando era niño.
– Sí – afirmó ella, soltando la cadena y dejándola caer sobre la negra túnica monacal de Heero. – Te bus co a ti –
– ¿Quién eres? –
Las elegantes manos de la mujer surgieron de entre los pliegues oscuros de su capa para soltar el broche que la mantenía en su lugar. Antes de que Heero pudiera reac cionar, la capa se deslizó desde los hombros de la mujer hasta el suelo, con un ruido veloz y seco.
Heero sintió que se le aflojaba la mandíbula al ver que ni un retazo de tela adornaba la blanca y pura belleza de la mu jer. El cabello rubio y largo caía como una cascada sobre los hombros, dejando entrever los senos, y un triángulo castaño claro coronaba la unión de sus muslos.
Era hermosa y su cuerpo reaccionó salvajemente an te su atrevida desnudez.
– ¿Quién soy? – repitió ella con una sonrisa. – Soy tu esposa y vengo a reclamar lo que es mío, al menos por esta noche –
Él dio un paso atrás de inmediato.
– Pues tendrás que disculparme. Yo no tengo esposa –
Ella lo miró fijamente con sus azules y conmove dores ojos de largas y tupidas pestañas.
– Cómo desearía que eso fuese cierto, pero, desgra ciadamente, la tienes, y no tengo la menor intención de alejarme de tu lado –
Heero cerró la boca, que todavía permanecía abier ta por la sorpresa. Era obvio que aquella mujer no estaba en sus cabales. Recogió la capa del suelo y rápidamente, cubrió su cuerpo desnudo, aunque una parte de su ser le gri taba que era un estúpido al rechazarla.
¿Cuántas veces se encontraba un hombre a una mujer como aquélla ofreciéndosele de manera tan atre vida? Decididamente, no muchas.
– Milady, tu pa... –
– Relena Peacecraft – le interrumpió ella – ¿Me recuerdas ahora? –
Heero abrió sus labios para negarlo, pero antes de poder hacerlo, la imagen borrosa de una muchacha atra vesó su mente. Todo lo que recordaba de ella eran dos grandes ojos azul cián, inocentes como los de un cervatillo, que lo estu diaban con gran curiosidad. Entonces ella era tímida y callada, y no precisamente del tipo de mujer que se hu biese desnudado ante un completo desconocido.
Pero aquellos grandes ojos azules... Eran tan encantadores ahora como lo habían sido entonces. O quizás más.
– Por lo que veo, así es. – Su exótica voz lo atra vesó con fuerza. – Y yo también me acuerdo de ti –
Relena guardó silencio mientras el recuerdo del jo ven Heero la invadía. La primera vez que lo había vis to, había quedado fascinada por su hermoso aspecto.
El día de la boda, él había llegado a palacio con un traje de la más fina de las sedas, que flotaba en torno a su cuerpo como una oscura nube azul, resaltando sus profundos ojos. Con apenas siete años, ella lo había contemplado desde su ventana, intrigada por la belleza del niño de ocho años que iba a convertirse en su esposo.
Ahora se sentía cautivada por el hombre que se en contraba ante ella. Era alto, apuesto y musculoso, y tenía el aspecto de estar acostumbrado a dominar a quienes lo rodeaban. Era exactamente lo que ella buscaba. Un hom bre que consiguiera hacer frente al usurpador de su trono para que saliera de su reino con el rabo entre las piernas.
Además aparecía ante sus ojos mucho más amable de lo que había imaginado. Su desordenado cabello castaño caía sobre su frente. Sus ojos azules eran penetrantes e inteligentes. Poseía un semblante impresionante por su belleza viril, capaz de causar en cualquier mujer admi ración y deseo.
– Sólo fuimos prometidos en matrimonio – dijo él con una voz profunda y resonante, provocándole escalo fríos cada vez que hablaba.
– No, Heero, nos casamos ese día. Tengo los documentos que lo prueban –
– Tendrás que mostrármelos, entonces –
Ignorando su tono desafiante, Relena se ajustó la ca pa antes de dirigirse al rincón donde había dejado su es caso equipaje que contenía dos sencillos vestidos y oro suficiente para llevarla de regreso a casa. En el fondo es taba el saquito de cuero que guardaba la prueba que ne cesitaba.
Lo sacó y se lo entregó al incrédulo hombre que pa recía invadir toda la habitación con su regia presencia. Las cosas no estaban sucediendo como ella las había planeado. Duo le había asegurado que, en el instante en que ella se desnudara ante su esposo, él caería de rodillas, admira do, y consumaría su matrimonio de inmediato.
Pero al mirar a Heero, dudó de que hubiera al go en este mundo que pudiera obligar a un hombre con se mejante orgullo a postrarse de rodillas. Seguramente se requeriría algo más que la simple desnudez de una mujer.
Los ojos de Heero se entrecerraron mientras abría y leía aquel documento de su infancia que apenas podía recor dar. Había sido un cálido día de verano poco antes de la muer te de sus padres. Relena no le había dirigido la palabra mientras el padre la conducía al salón del trono para que los dos se pu dieran conocer antes de firmar el contrato matrimonial.
Ella le había mirado de reojo y después de sonro jarse había firmado el documento en el pergamino y había salido corriendo, ocultándose durante los dos días en que él había permanecido en su palacio.
Ahora, mientras leía las palabras en latín y la infan til caligrafía, su visión se oscureció peligrosamente. La rei na estaba en lo cierto. Aquello no era un compromiso, si no un contrato matrimonial en toda regla.
– Me engañaron – dijo molesto, aunque no fuese del todo cierto. Si cuando niño hubiese prestado más atención y lo hubiese leído detenidamente, habría podido negarse a firmarlo.
Incluso de niño, debería haber sabido que no podía confiar su futuro a otra persona. Nunca podía confiar en nadie.
En el rostro de Relena apareció una mezcla de tris teza y confusión, dándole a su semblante una sombría ex presión, que no le restó ni un ápice de su belleza.
– Comprendo – susurró. Luego habló con tono de demanda – Pero eso no cambia na da. Estamos legalmente casados y necesito que regreses conmigo para ser coronado rey –
Él movió la cabeza, negando.
– Haré que este contrato sea disuelto inmediata mente –
– No – protestó ella. – No lo harás –
Él frunció el ceño ante su insistencia en aquella cues tión imposible.
– ¿Estás loca, mujer? No tengo la menor intención de volver a Elgedera. Nunca –
Ella se enderezó, lanzándole una mirada de fuego mientras sus mejillas enrojecían de furia.
– Y yo no tengo la menor intención de concederte la libertad mientras necesite que seas mi esposo. To davía soy virgen, pero si llegases a salir de este recinto, encon traré al primer hombre que esté dispuesto y juraré por lo más sagrado que has sido el único hombre que he conoci do, y te arrastraré de regreso a casa, aunque sea encadenado –
Él se enfureció ante la amenaza. Su audacia no tenía límites.
– ¿Arriesgarías tu alma inmortal para conser varme a tu lado? –
– No, pero venderé mi alma al mismísimo diablo para mantener a mi pueblo libre de las ambiciosas manos de tu primo, y si la única forma de salvar mi reino es mediante un falso testimonio, entonces haré lo que sea ne cesario –
Heero sintió que le faltaba el aire mientras la mi raba. Aquella mujer era verdaderamente increíble.
– Pero si ni siquiera me conoces – reprochó.
Relena se cruzó de brazos.
– ¿Desde cuándo los hombres son tan puntillosos? ¿Puedes decir honestamente que nunca has llevado a la cama a una mujer que apenas conocías? Yo soy tu es posa y nuestra unión necesita ser consumada –
Heero no quiso responder a aquella pregunta.
Entonces, la mirada de Relena recorrió su cuerpo, fi jándose en el hábito de monje benedictino que vestía. Su rostro palideció.
– ¿¡Has hecho los votos sagrados!? ¡Te lo ruego, di me que no acabo de desnudarme ante un monje! ¡Con se guridad arderé en el fuego eterno por ello! –
Estuvo a punto de decir que sí, pero no soportaba las mentiras. Había sufrido las falsedades de otros en de masiadas ocasiones durante su vida como para pagarle con la misma moneda a otra persona. Aunque fuera a alguien que no estaba en sus cabales.
– No, no lo he hecho –
La expresión y el tono de Relena se suavizaron.
– Eres un buen hombre, Heero Yuy-Lowe, al no mentirme –
Él la miró fijamente.
– No te equivoques, milady, nunca he sido un buen hombre y no tengo intención de consumar este matri monio –
Sus palabras la atravesaron. No era aquello lo que había planeado. Ella había esperado que su esposo fuera más colaborador.
En el fondo de su alma, se sentía profundamente de cepcionada porque él no la recordaba, mientras que no ha bía transcurrido ni un sólo día desde su matrimonio en que ella hubiese dejado de pensar en él, preguntándose dónde estaría, preocupada por su bienestar. Pero nunca se lo con taría. Podía ser una lánguida y estúpida sentimental por dentro, pero por fuera debía seguir siendo la reina con una pesada carga que soportar. Puede que no tuviera mucho, pe ro, al menos, le quedaba su dignidad.
– Tampoco es un matrimonio lo que quiero de tí. Sólo te pido algunas semanas de tu tiempo para afian zar mis fronteras. Después de ello, serás libre para vivir tu vida como mejor te plazca –
Él ladeó su cabeza ante aquellas impertinentes pa labras.
– ¿Cómo has dicho? –
Ella respiró profundamente antes de dirigirse a él en un tono tranquilo y uniforme, tratando de ocultar la furia, el deseo y el temor que sentía.
– No necesito un hombre para gobernar mis tierras. Estoy suficientemente capacitada para cuidar de mis súb ditos. Sólo necesito de tu presencia para apaciguar a tu pueblo y que tu usurpador no pueda seguir intimidándome –
– ¿Mi usurpador? –
– Si, Treize. ¿Lo recuerdas? –
Él movió la cabeza negativamente.
– No conozco a nadie llamado así –
– ¿Recuerdas al menos, a su padre, Dekim? –
Heero recordaba bastante bien los duros rasgos de aquel hombre frío e insensible, que le había dado la no ticia de la muerte de sus padres cuando era un niño. Lo había tratado de una forma cruel y despectiva, diciéndole que dejara de llorar y se portara como un hombre. "La vida es una tragedia, muchacho, ya puedes ir aceptándolo y acos tumbrándote a ello".
En aquel entonces, Heero no podía sospechar lo premonitorias que resultarían esas palabras.
– Sí, lo recuerdo –
– Entonces te interesará saber que es una serpien te que persigue no sólo tu trono, sino también el mío. Quiere que me case con su hijo. Ambos deben ser detenidos a toda costa –
Heero frunció el ceño.
– Si eso es cierto, y su hijo quiere casarse contigo, ¿por qué Dekim me ha estado escribiendo, pidiéndome que regrese para cumplir nuestro acuerdo matrimonial? –
Ella soltó un chasquido burlón.
– Por supuesto, quiere que vuelvas a casa para matarte, mi lord. Como me asesinarían a mí si fuese tan estúpida como para casarme con Treize –
A Heero le costaba admitir palabras tan incriminatorias.
– Estás mintiendo –
Ella lo miró inquisidora.
– ¿Eso crees? Pues dime, ¿has pensado alguna vez lo extraño que resulta que tus padres murieran jun tos en un incendio mientras tú estabas seguro y a salvo? ¿No se te ha ocurrido que ellos pudieron esconderte pa ra que no corrieras su misma suerte? –
Heero se esforzó para no reflejar su sorpresa en su rostro, tratando de asimilar aquella acusación. ¿Podría haber algo de verdad en ella? De niño, su pena había sido demasiado grande co mo para poder pensar en ello. Al hacerse adulto, procuraba con el mayor esmero no evocar ningún recuerdo del pasado.
– Es más, ¿nunca te has preguntado por qué el insignificante Monasterio de Acre donde estabas reclui do fue atacado y destruido por ladrones, y por qué nadie de tu propia familia fue nunca a comprobar si aún vi vías? Eres el único heredero de un trono importante y, sin embargo, te abandonaron. ¿Por qué nadie trató de encontrate? ¿No sería acaso porque de berías haber muerto junto a los monjes y eso fue lo que dijeron a todo el mundo? –
Heero se quedó paralizado ante sus palabras. Te nía razón. Nadie había preguntado por él, ni se habían preo cupado por su suerte mientras había estado encarcelado. Cuando fue liberado, fue él quien envió una carta a su casa contando lo que le había pasado.
Mientras se recuperaba de sus heridas en un monas terio italiano, había recibido una respuesta de Dekim ro gándole que regresara. Él se había negado, dirigiéndose a Francia con otros miembros de la Hermandad. En los años transcurridos desde entonces, él y su tío habían manteni do una breve correspondencia que llegaba a unos determi nados monasterios algunas veces al año.
– Dekim ha sabido durante años que estoy vivo y a dónde me dirigía – susurró, frunciendo el ceño.
Y durante todos esos años, había sufrido innumera bles atentados contra su vida... La mirada clara y sincera de ella lo quemó.
– Dekim puede ir más lejos de lo que te imaginas. Es un hombre malvado que gobierna a tu pueblo co mo un tirano. A diferencia de ti, yo no voy a permitir que mis súbditos sufran sin hacer nada para ayudarlos –
Las palabras de Relena retumbaron en sus oídos, des pertando su ira. Había vivido toda su edad adulta en una cruzada para ayudar a los oprimidos, y ahora aquella mu jer tenía la osadía de decirle que su propio pueblo estaba sometido y que él le estaba dando la espalda. Era ridículo. ¿O no lo era?
– ¿Cómo sé que no me estás mintiendo? – le preguntó. Relena enarcó una ceja y le habló con gesto regio.
– Estoy aquí, ¿o no? ¿Qué otro motivo po dría haberme traído, atravesando tierras hostiles, para ve nir a un país tan lejano? –
Pero algo no parecía encajar en su sitio. ¿Cómo había venido desde tan lejos? Definitivamente esta mujer
– Muy bien. Y entonces, ¿cómo has logrado encontrarme? –
– Fácil. He contratado a un rastreador –
Heero se cruzó de brazos. Estaba sorprendido, aunque no sabía por qué aquella afirmación le causaba tanto desconcierto después de todas las absurdas acusaciones que acababa de oír. Ladeando la cabeza con gesto inquisitivo, continuó.
– ¿Un rastreador? ¿Cómo puede haberme encon trado un rastreador si no tenías ni la menor idea de quién soy o a qué me dedico? – Relena abrió los ojos sorprendida y dudó. – Es más, ni siquiera sabías cómo reconocerme –
Ella camufló una ligera incertidumbre ajustando su capa y enderezando la postura.
– Mi consejero más joven lo contrató y el rastreador aseguró que sabía quién eras, y que estarías cerca de la abadía de Withernsea en Inglaterra en esta época del año – explicó.
Mientras tanto, en su interior iba crecien do un mal presentimiento. Había estado tan concentrada en encontrar a su esposo que nunca se había hecho aque llas preguntas. De hecho, el rastreador ni siquiera le había pedido una descripción de su esposo.
Pero antes de que aquel pensamiento tomara forma, la puerta de la habitación se abrió con gran estruendo. Relena miró detrás de Heero, viendo a cinco sol dados que entraban en la estancia con sus espadas desenfundadas.
Nota de Lulu Bunni:
¡Hola queridos lectores! ¿Cómo están?
¿Qué les ha parecido esta historia? Me encantaría saber lo que piensan. Es muy valioso su apoyo y su opinión para mí.
Recordándoles que es una adaptación, cuando la iba leyendo me parecía ver a mi pareja favorita en la trama.
He hecho algunos pequeños cambios en relación a la historia original.
No quise cambiar la ubicación de los lugares. Se sabe que Cinq estaría más o menos ubicado en los Países Bajos, pero para efectos aquí era más conveniente dejarlo como está descrito más arriba.
Sobre el nombre de Heero, bueno… sólo quise hacerlo un poco más compuesto. Espero que nadie se moleste por eso. Es mi personaje favorito también ^^
Y respecto a Duo, me gustaría aclarar que tengan paciencia. No es realmente el idiota que al inicio puede parecer. Por eso, de nuevo, paciencia.
No se preocupen, esta será muy probablemente la nota de pie más larga que les deje. Se agradece su detención a leerla.
¡Besos para todos!
Tomatazos, felicitaciones, abucheos, champañazos, etc, lo que quieran…
Seré feliz con cada uno de los reviews!
