Summary: Universo alterno; Steampunk. Cuando finalmente Mimi y Koushiro dejan atrás el hospicio donde crecieron, se introducen en una lúgubre metrópolis donde conocerán a sus habitantes, adentrándose a sus vidas y desvelando sus secretos. [Yamichi, Jyoura]

Disclaimer: Digimon Adventure y Digimon Adventure 02 no me pertenecen.


REQUIEM AD INNOCENS

Introducción


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«A veces sentía que la corriente me jalaba a los lugares más recónditos y desolados.
No fue hasta que un día comprendí que no era la corriente, sino la gravedad
la que me arrastraba a mi destino. Entonces lo conocí a él…

Y con él, a cada uno de sus fantasmas.»

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Su mirada cayó taciturna, y contuvo el temblor de sus labios para no perturbar la fina línea en la que estaban sellados. No había rastro de la naturaleza risueña en sus ojos, pero conservó el brillo ingenuo que delataba su corta edad. Rechazó la nostalgia que sentía al estar tan lejos de lo fue hasta hace un par de días, su hogar. Había un gesto recurrente en su rostro, uno que se manifestaba cuando recordaba sus memorias en el hospicio; era un gesto quisquilloso, cetrino y casi imperceptible; pero ahí estaba.

Por momentos imaginaba sus tardes de otoño en aquél lugar, y a pesar de la opresión que ejercía en sus labios surcaron sonrisas. Era la ironía de aquél lugar lo que le hacía gracia ahora, y no antes. Porque no importaba si estuviese refugiada en el interior, o expuesta en la intemperie, el frío le calaba hasta los huesos. Y más de una vez se vio a sí misma en una tarde como la que hacía ahora, caminando en círculos por el patio, con la hierba crecida, la tierra encharcada y las bancas de concreto desplomándose. Y en cada una de sus vueltas, acompañada por un niño siempre metido en un libro.

Pero hoy no era uno de ésos días. Hoy era diferente a cualquier día que haya vivido… y la idea le paralizaba.

La mañana en que partió, tras una breve -por no decir nula- despedida a los que estaba obligada a considerar su familia, le tomó por sorpresa el indescifrable sentimiento que se anudaba en la boca de su estómago a cada paso que daba. Era un sentimiento ambiguo, pero ante todo inquietante: poco importaba lo impaciente que se vio por cumplir la mayoría de edad, se sentía otra vez como aquella indefensa y temerosa niña que vio por primera vez las rejas del hospicio de Hotaru. Cada metro en sentido opuesto al hospicio pesaba un poco más que el anterior.

Pero Izumi Koushiro frenaba aquellos sentimientos encontrados. A diferencia de ella, él era un huérfano abandonado desde bebé. No tenían nada en común, ni un poco. Era apenas un poco más alto que ella, de hombros angostos y de complexión delgada. Era la clase de chico que pasaba desapercibido con su corto cabello pelirrojo, y gruesas cejas. Analítico, curioso e inteligente. Él era todo lo que ella no era; y ella, todo lo que él nunca sería.

Era bastante frío, lo suficiente como para que ella viera inútil expresar sus inquietudes. Pero a pesar de verse insufriblemente incomprendida, confiaba en sus decisiones. Jamás cuestionaría su razonamiento, y no discutió el destino que eligió él para ambos. Poco sabía ella sobre el lugar al que se dirigían, aunque de dos cosas estaba segura: la ciudad se llamaba Kaizen, y se trataba de una gran metrópolis.

Desde el andén, mientras alisaba su falda tableada, Tachikawa Mimi observó a su alrededor, insegura por la vestimenta sofisticada del tumulto que la rodeaba. Se preguntó si llegaría a encajar en una ciudad como a la que se dirigían. Y entonces, entre pensamientos turbios, perdió de vista al pelirrojo. Jamás se vio tan desesperada buscándolo entre el gentío disipándose. Estaba aterrada a averiguar qué sería de ella sin él. Y cuando finalmente lo halló, parado frente a la vitrina del mapa de la estación de trenes, suspiró aliviada. Koushiro, en su impasible concentración, ni siquiera notó su corta ausencia.

—¿Qué tren tomaremos ahora? —preguntó, soltando su maleta sobre el entablado.

—Tengo malas noticias —contestó sin voltearla ver, con la mirada clavada en el mapa—: tendremos que caminar a partir de aquí.

—¿No hay otro tren?

—No es eso. No contaba con los precios tan altos de estos trenes —contestó, sacando los bolsillos de su pantalón; era tan corto, que se alcanzaban a ver sus pálidos y delgados tobillos—. No alcanza ni para un boleto.

Contrario a lo que ya se imaginaba Koushiro, la castaña cogió su maleta, dispuesta a seguirlo sin replicar. Se esperaba un quejido, o quizás un lamento, pero nunca se esperó tan buena disposición. Y antes de que cambiara de parecer, la imitó tomando su pequeña maleta para emprender el viaje que les deparaba saliendo de la estación de trenes. No le preocupaban los kilómetros que tendrían que caminar, pero el inminente frío que traería la noche consigo, sí.

—¿Cruzaremos el bosque? —preguntó ella, notando los tonos rojizos asomándose en el firmamento.

—Así nos ahorraremos un par de kilómetros—contestó impasible—. Estamos a un par de horas de nuestro destino.

Ella confió en sus palabras. A pesar de sus ridículos temores, ansiaba con llegar a la ciudad. Ni siquiera le pesó tanto la vieja maleta que arrastraba entre las crujientes hojas otoñales del bosque, y sonrió a pesar de la tierra húmeda acumulándose en sus botas marrones a medio atar. Koushiro notó aquél gesto, discreta y silenciosamente. Cuando Mimi sonreía, sus delgados pómulos se alzaban, cobrando color, y sus labios adquirían un tono rojizo. Su sonrisa era de aquellas que contemplabas en cámara lenta, y que incluso te veías tentado a imitar.

—¿Te imaginas cómo será la ciudad? —preguntó ella.

—Bueno… como cualquier otra ciudad industrial —contestó con una ceja en alto—: Llena de fábricas.

—Tal vez… —susurró, habiendo esperado otra respuesta; si había algo que podía detestar del pelirrojo, era su inescrutable seriedad… Pero sabía que él no podía evitar ser así.

Koushiro tenía la extraña fascinación sobre cómo funcionaban las cosas. Era todo un bicho raro en el hospicio, dedicando su tiempo libre armando y desarmando artilugios que estaban a su alcance. Más que un aficionado, era un prodigio en el tema… Hasta que se encontró cara a cara con una maquinaria mucho más compleja, mucho más intrigante, en una alocada idea de la castaña de irrumpir la fábrica abandonada cerca del hospicio. Fue entonces cuando Kaizen, como la ciudad industrial más grande del país, se convirtió en una opción.

—Primero llegaremos a la catedral… está a las afueras de la ciudad —informó con su vista firme en el sendero, imaginándose que la castaña, en su predecible impaciencia, se lo preguntaría tarde o temprano—. Ahí mismo preguntaremos por el refugio.

—¿Por qué una catedral estaría a las afueras de la ciudad? —cuestionó con curiosidad.

—Fue de las primeras construcciones… —explicó—, y la ciudad fue creciendo hacia el este.

—Ya veo… —Mimi sonrió con sus labios sellados, arrastrando la maleta detrás de ella—. Dime, ¿por qué lo sabes todo?

Koushiro ladeó la cabeza hacia ella, y por primera vez, en los tres días viajando, sonrió. Sonrió casi apenas, de esas sonrisas que sólo ella sacaba de él. A su mente llegó el recuerdo de aquella tarde invadida de niebla, cuando las crujientes puertas de madera se abrieron, y de la mano de una monja, una niña de vestido de terciopelo rojo apareció. Motivado por el recuerdo, y sin detener el paso, palpó el bolsillo de su abrigo verde olivo, y asomó su enguatada mano dentro de él. Con la punta de sus dedos descubiertos tocó el objeto, y titubeó un minuto.

—Mimi…

—¿Si? —volteó.

—Ten —se detuvo entonces, sin aviso y abrupto. Extendió el objeto que sostenía con firmeza, y bajó la mirada—. No había tenido la oportunidad de decirte feliz cumpleaños —expresó, un poco nervioso por la acción.

Mimi se detuvo, unos pasos más adelante que él. Sus palabras sonaron un poco forasteras, y no asimiló de inmediato el gesto. Deparó su mirada en la palma del pelirrojo y soltó su maleta, contemplando el presente con brillo en sus ojos. Petrificada, y con el labio inferior temblándole, lo miró sorprendida, sin creerse el detalle que le había reservado.

—¿Para mi? —expresó con emoción contenida.

—Supuse que lo necesitarías para tu carrera como cantante… —murmuró.

—Un diapasón…

Lo sostuvo entre sus manos, y sonrió apenada ante lo ridícula que estaba siendo. Lo azotó firmemente sobre la palma de su mano, y dirigió la esférica punta sobre su oreja. La nota vibró en el trago de su oreja, y rió encantada. Koushiro también rió, muy a su modo, cabizbajo y verecundo. Luego él retomó el camino, clavó la mirada al piso, jalando la pesada maleta detrás de él. No volvió a pronunciar palabra alguna, ni siquiera la volteó a ver más en ese rato.

Pero lo que Mimi no sabía, era cómo Koushiro atesoraba los momentos que compartían.

Tras alcanzar al pelirrojo, Mimi no paró de fantasear con su futuro como cantante, un secreto que únicamente le conocía él. No podía evitarlo, la vida en el hospicio era sombría. Cantar le daba otro significado a su desapercibida existencia. Fue entonces, ante la fragilidad de la realidad, que cantar se convirtió en un sueño por el cual suspirar desde el marco de madera de su ventana.

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Desde el largo sendero que recorrían, con los hombros encogidos y ceñidos en bufandas de lana, caminaban en la oscuridad. De entre sus temblorosos labios escapaban volutas de vapor, mientras que las maletas se hacían cada vez más pesadas con el pasar de las horas. Koushiro discretamente volteaba a ver la castaña una y otra vez. Algo dentro de él se desesperaba al verla temblando descontroladamente bajo su abrigo. Se sentía responsable. Más de una vez pensó en extenderle su propio abrigo, pero podía predecir el rechazo que conseguiría de su parte, y aquello le detenía.

Cuando finalmente divisó las brillantes y lejanas luces de la ciudad, Koushiro suspiró aliviado y cansado. No dudó en decirle a Mimi lo próximos que estaban de la catedral, y aceleró el paso, sin percatarse que dejaba atrás a su compañera. Mimi no había dicho nada, pero se sentía desfallecer a cada grado que descendía. Cuando llegó a alcanzar a ver los pináculos asomarse de entre los pinos, sintió un efímero calor abrazándole los hombros. Su angustia se vio calmar al vislumbrar el rosetón de la catedral, y exhaló aliviada: lo había logrado sin quejarse.

La arquitectura que contemplaba de frente le calaba, era tan extraordinaria que realzaba esa identidad forastera en ella; era inmensa, con un pórtico enmarcado con jambas preciosamente decoradas por figuras del antiguo testamento, y esculturas de divina presencia, que le observaban serenamente. Inhaló profundo, y contuvo el aliento hasta adentrarse, detrás de Koushiro. Por un momento se quedó sin aire mientras contemplaba la planta cruciforme extendiéndose delante de ellos, y la bóveda alzándose a metros de donde estaban.

Ambos quedaron boquiabiertos, y no movieron ni un sólo músculo de su cuerpo mientras la celestial melodía resonaba en la extensa construcción. El órgano, que emitía tan limpio sonido, los sumía en un calor que ardía debajo de sus pieles, mientras escuchaban la imponente composición melódica. Koushiro, en su inmaculada prudencia, se vio obligado a despertar de aquél ensueño para hallar alguien que los ayudase. Avisó, pero ella, absorta en la grandeza que la rodeaba, no escuchó ni una palabra de él.

Había algo más que una acogedora sensación en la cálida luz de las veladoras, o en el color de la robusta madera de las bancas. Era quizás, la magnitud que la hacía sentir tan pequeña, pero tan protegida a la vez. Con mirada inquieta recorrió cada espacio cóncavo, cada detalle que formaba parte de la arquitectura, con una admiración digna de un infante. Y cuando estuve delante de la omnipresente cripta, inclinó la cabeza y con mano temblorosa se persignó. Tomó asiento, y se perdió en la diafanidad de los detalles. Observó el retablo de madera detrás del altar, e intentó reconocer cada uno de los santos retratados en él, los que tanto le inculcaron en el hospicio. Era magnificente, tallada con tanta curia y precisión; los detalles en dorado brillaban tanto, que se preguntó si acaso eran de oro sólido.

De repente a sus oídos les llegó los pasos lejanos de alguien más. Eran pasos arrastrados, adustos. Giró la cabeza, buscando al sigiloso Koushiro. Estaba tan segura de que se trataba de él, que se halló extrañada ante su equivocación. Al final de la nave central, de porte taciturno, estaba alguien persignándose, alguien que no se le parecía en nada a Koushiro. Era por lo menos veinte centímetros más alto que ella, y llevaba una gabardina azul oscuro larga e impecable. Nunca había visto a alguien tan sofisticado en su vida.

Notó su modesta persignación, con su cabeza ligeramente inclinada y deslizando su mano desde el centro de su pecho, a cortas distancias a lados opuestos. Apenas la movía. Era el primer habitante de Kaizen que veía. Lo siguió con la mirada hasta el penúltimo banco de la fila derecha, un poco curiosa por lo que haría después. Pero no hizo nada. Tan sólo se mantuvo quieto y silente. Su cabello rubio cenizo, corto de la nuca, pero de un largo que caía hasta su mentón, ensombrecía su mirada. Mimi no alcanzaba a descifrarlo desde su banca. Aún curiosa, regresó la mirada al altar.

—¿Mimi?

Respingó sobre su asiento y se llevó la mano al pecho. Ésta vez sí se trataba del pelirrojo.

—Lo lamento —se disculpó él, dado el susto que le ocasionó—. Ya tengo la dirección de un refugio —tomó asiento a su lado y le extendió el mapa—. Hay uno muy cerca de aquí, pero debemos apurarnos si queremos alcanzar a cenar allí.

—De acuerdo —obedeció ella.

Se vio inmersa a voltear, sin saber precisamente por qué, esperando encontrar de nuevo al elegante y enigmático joven sentado al fondo de la fila derecha. Se halló brevemente decepcionada, pues como había llegado, había desaparecido del mismo modo: silente y sigiloso. Agachó la mirada, cogió su maleta, y atravesó la nave central de la catedral en silencio, a la par del pelirrojo. Le temía al aterido exterior, y antes de dejar atrás la santidad de la catedral, rogó por un poco más de fuerzas para llegar al refugio.

Halló en su recorrido la oscuridad alumbrada con tonos sepias de los ornamentados faroles de latón, y las calles forradas de adoquín. Notó la fina herrería en las macizas puertas de madera de cada hogar; las puertas eran tan anchas, como para que tres personas entraran a la vez. Y el asombro se vio reflejado en sus ojos al contemplar en el firmamento las estructuras de metal atravesando largas distancias sin ningún apoyo, con una armadura tan compleja que la dejó boquiabierta, soportando imponentes locomotoras de vapor. El rostro de Koushiro se iluminó en emoción genuina al apreciar la formidable maquinaria, y quedó hipnotizado con el vaivén de los pistones accionando la rueda motriz. Sonrió, por segunda vez en los últimos tres días.

El frío era mitigado por el vapor que escapaba de las chimeneas de las locomotoras, y el panorama era uno mucho más gris. Cuanto más se adentraban a la ciudad, más ostentoso era Kaizen. Las construcciones eran en su mayoría de metal, con mecanismos expuestos como parte de la composición arquitectónica. Koushiro jamás había visto tantos engranes coaccionando entre ellos; era un delirio para sus sentidos, podía casi escuchar el cuarto concierto, Allegro non molto, de las cuatro estaciones de Vivaldi mientras presenciaba cada bomba de vapor, cada inyector suministrando presión.

Mimi pasó de admirar el herraje de estilo gótico de las calles, a detener su atención en la moda de los ciudadanos de Kaizen. Cada mujer vestía ceñidos corsés de piel, con faldas que caían en olanes desde sus pequeñas cinturas hasta sus forrados tobillos. Colores sombríos, pomposas mangas, telas finas, y detallados accesorios era todo lo que veía en cada ciudadana. Se sintió en harapos. Éstas personas lucían mucho más sofisticadas que las que vio en la estación de trenes. Era extraordinaria la acentuación en los accesorios, desde brillantes relojes colgando de sus prendas, hasta exuberantes sombreros y múltiples cinturones de piel. Pero su fascinación estaba especialmente concentrada en las estilizadas y pulidas botas de tacón alto, con el forro hasta por arriba de las rodillas.

Todo lucía prometedor y espléndido. Un nuevo mundo se manifestaba delante de sus embelesados y jóvenes ojos; apenas podían creer la grandeza de Kaizen. Las construcciones eran temibles, altas e imponentes; con las barbillas en alto contemplaron los umbrales de la ciudad y los puentes estructurados que conectaban los edificios entre sí. Las colosales obras estaban armadas en su mayoría con pináculos y arbotantes, con arcos formeros como callejones.

Con el mapa en mano y la mirada cabizbaja llegaron al refugio; sus bocas entreabiertas delataron su asombro al manifestarse la colosal construcción delante de ellos. El edificio poseía un carácter judicial, y lucía monumental pese a su deterioro y posible abandono hace décadas. En el interior, una sensación más sobrecogedora los ceñía a cada vistazo que echaban; las propias luces de los candelabros no alcanzaban a alumbrar en su totalidad el espacio, y la culpa parcialmente era de la doble altura en la obra. La oscuridad reinaba en los techos y en cada rincón aislado; el extenso corredor estaba poblado por la pobreza marginada de Kaizen, y rostros penumbrosos de entre la multitud siguieron con sigilo cada paso que daban.

—Buenas noches, sean bienvenidos al refugio…

De lánguida postura y ojerosa mirada, con un sutil ademán de su mano les dio la bienvenida aquél joven delante de ellos. La sonrisa que surcaba de sus delgados labios no iba acorde a sus cansados ojos. Koushiro reparó un poco nervioso, haciendo una ligera reverencia. Mimi no se inmutó ante las cordialidades; lo observó perpleja y curiosa. Existía algo funesto en su semblante, algo más inquietante que su porte impecable que levantaba sospechas. Lo observó acomodarse sus gafas con su dedo índice, e hizo la suposición de que seguramente, por el grosor de las lentes, no podía ver nada sin ellas.

—Por favor, síganme…

Tal vez estaba bastante acostumbrada a los niños, o a la corta estatura de Koushiro, pero aquél sujeto era incluso más alto que el joven que vio en la catedral. El chaleco de piel bien ceñido acentuaba su esbelta figura, y el tiro alto de sus pantalones alargaban todavía más sus piernas.

—Mi nombre es Kido Jyou, pero llámenme simplemente Jyou.

El joven saludaba a cada uno de los refugiados con un carisma particular; parecía que conocía a todos muy íntimamente. Con cada umbral que atravesaban detrás del atento joven, Mimi se sentía cada vez más intranquila ante el siniestro y húmedo lugar.

—¿Cuáles son sus nombres? —preguntó apenas se detuvo en el extenso comedor.

Koushiro contestó por los dos. Mimi no dejó de merodear con la mirada el recinto; era amplio y estaba mejor alumbrado, pero seguía ese rastro de humedad que le enervaba. Antes de marcharse, el atento joven les dio aviso de la cena, atención que el pelirrojo agradeció.

—¿Sucede algo, Mimi? —inquirió Koushiro, preocupado por el silencio de su compañera.

—Este lugar me pone un poco nerviosa.

El pelirrojo volteó a su alrededor, buscando el motivo de sus palabras. Notó perspicaz que estaban rodeados de gente mayor. No había ni un sólo joven en todo el refugio. Aquél detalle le desconcertó por un momento, pero no por mucho. Sus pensamientos se vieron interrumpidos ante el movimiento de la gente para hacer fila y se reincorporó para imitarlos inmediatamente. Ignorada e incomprendida, Mimi le siguió de cerca cogiendo una charola.

Observó a Jyou saliendo de la cocina, mientras cargaba una gran olla metálica junto a otro voluntario. Comparado con Jyou, el otro sujeto pasaba completamente desapercibido. Desconfiada, no perdió detalle de cada uno de sus movimientos. Se vio intrigada ante su ocupación; lucía bastante culto y preparado, como graduado de una prestigiosa universidad. Destacaba entre la multitud que lo rodeaba. No concebía éste como su empleo. Tenia un porte pulcro, y seguía las tendencias de la ciudad. Debía tener probablemente poco menos de treinta años.

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—¿Te pagan por trabajar aquí?

Era su primera noche en el refugio, y Jyou insistió en compartir la mesa con ellos. Mimi no tardó en preguntar lo que tanto le picaba, lo que desconcertó por completo al pelirrojo. Ella ni siquiera reparó en la inquisidora mirada de su amigo, y observó expectante la reacción del mayor. Debía descifrarlo.

—¿Que si me pagan? —preguntó Jyou. Removió su sopa, y una vivaz sonrisa se coló en su rostro, bastante agraciado ante la pregunta—. Para nada, éste es un trabajo como voluntariado.

—Ya veo… —contestó pensativa, mientras se llevaba un bocado de pan.

—En realidad soy médico, y ocupo algunas noches para apoyar a la gente necesitada de Kaizen —añadió él.

—¿De verdad? —se reincorporó en una posición más erguida, sorprendida ante su respuesta—. Eso es muy generoso de tu parte, Jyou.

—¿Qué clase de médico eres? —preguntó Koushiro, tras un sorbo de su vaso.

—Forense —contestó a secas. Un gesto aturdido se asomó al rostro de la castaña, casi habiendo soltado su cuchara al oír aquella simple palabra. Él tan sólo sonrió ampliamente, y añadió con cierta gracia—: Alguien tiene que hacerlo.

La castaña se encogió de hombros, y no volvió a hablar más del asunto. Siguió comiendo, sin mucho apetito, mientras escuchaba atenta la plática entre Koushiro y el médico. Jamás lo había visto tan empático con alguien. Debía de ser algo bueno, pensaba ella. Era una nueva vida, otra oportunidad para ser quien quisiera ser. Suspiró satisfecha, mientras escuchaba a Koushiro contar de dónde venían. La atención que les ofrecía Jyou le reconfortaba.

—Recuerden que el refugio está abierto a partir del atardecer, por si gustan acompañarnos mañana. Todas las noches se les puede ofrecer techo, una cena y un futón.

—¿Estarás aquí mañana? —preguntó Mimi, un poco consternada por su posible respuesta.

—Me temo que no, Mimi —contestó, ya lamentando el gesto preocupado de la castaña—. Pero el fin de semana estaré aquí sin falta para acompañarlos nuevamente en la cena.

Koushiro se vio discretamente sorprendido ante la reacción de Mimi. Su precipitada e inesperada estimación hacia el médico le incomodaba un poco. Sólo podía significar una cosa, y era su completa confianza depositada en él. No se hallaba seguro si de confiar plenamente en Jyou, después de todo, apenas le conocían.

—No olviden que el refugio cierra sus puertas estrictamente a las nueve de la noche en punto. Si no llegan antes de las nueve, se les privará de un techo aquí —añadió el mayor con rostro sereno. Ante los gestos confusos de los jóvenes, se vio obligado a aclarar—: es por cuestiones de control y seguridad.

—¿Es peligroso de noche? —preguntó sagaz el pelirrojo.

La sonrisa de Jyou de pronto se vio temblar ligeramente. Mimi no lo notó, pero Koushiro sí. Acomodó sus gafas por enésima vez en la noche con su dedo índice, y apiló los platos vacíos de la mesa sobre su charola de metal.

—…Recientemente —contestó retraído, con la mirada perdida en los platos sucios—. Nada de qué alarmarse si estás refugiado antes de las nueve.

—¿Qué clase de peligros existen por las noches? —insistió el pelirrojo. Mimi lo observó un poco sorprendida; el pelirrojo nunca presionaba a la gente.

—Kaizen siempre fue una ciudad segura —comenzó, apoyando los codos sobre la mesa—. Me apena decir que en los últimos años han habido ataques terroristas. Únicamente suceden de noche —complementó, intentando aminorar sus palabras.

—¿Ataques terroristas? —repitió Mimi. Jyou la observó alterarse sobre su lugar, y comenzó a arrepentirse por su mala elección de palabras.

—Suelen ser actos de vandalismo contra la ciudad; a veces son en las calles, otras veces en cuerpos públicos. No todas las noches sucede —volvió a subestimar.

—¿Alguien ha resultado herido?

Jyou tenía la mirada puesta en Koushiro, quien no alteraba aquél porte inquebrantable que parecía retarlo. Removió sus labios, y agachó la mirada, incómodo ante su curiosidad por el tema. Odiaba admitir que había de qué preocuparse. No creía en Dios, ni en una deidad, pero sí creía en la jurisdicción de Kaizen, y era fiel a las leyes y a las normativas de la ciudad. No quería causar alboroto por algo tan banal.

—¿Herido? —meditó el médico— …Algunas veces —murmuró con lejanía en su voz—. Es más una cuestión de no meterse en el camino de esas personas. Tan sólo buscan provocar a los que encabezan a la ciudad.

—¿Alguien sabe por qué? —preguntó curiosa.

—No, ni tampoco se sabe quiénes son. Aunque siempre habrá rumores sobre el tema —ladeó la cabeza de un lado para otro, desaprobando el caos que ocasionaban los rumores en la ciudad—. Les recomiendo no prestarle tanta atención. No es tan alarmante como suena en realidad. Es muy probable que sólo se trate de un grupo de jóvenes anarquistas actuando como rebeldes sin causa.

Jyou no estaba ansioso por platicarlo, y Koushiro ya se había percatado de ello. Entendía y comprendía que era su deber advertirles, pero se notaba que el médico no quería comprometerse en la plática. Respetó su posición, pero tuvo la sensación de que había algo mucho más lóbrego detrás de las gafas de Jyou. Decidió llevar la conversación en otra dirección.

—¿Cuánto llevas viviendo aquí?

—Toda mi vida. Nací y crecí aquí —contestó con semblante más relajado—. Es una magnífica ciudad. Les aseguro que estarán bien si siguen mis sencillas recomendaciones.

Se oyó de pronto la lluvia caer recia. La conversación se pausó, y escucharon por unos momentos el golpear de las gotas sobre las calles. Contemplaron el panorama gris de la ciudad a través de las pequeñas ventanas del comedor, y cómo las calles eran abandonadas de inmediato.

—Oh, sí. Váyanse acostumbrando a la lluvia. Todos los días llueve en Kaizen —comentó el médico, tras tomar el último sorbo de su vaso.

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Eran las doce de la noche y Mimi cayó en cuenta de que nunca más volvería a tener noches silenciosas acompañadas por el sonido de los grillos campestres. Jamás imaginó que sus noches podrían ser tan distintas. Buscó con la mirada a Koushiro, quien para su sorpresa estaba boca arriba, con las manos sobre su abdomen, observando el techo. Se sintió reconfortada al no ser la única despierta.

—¿Tampoco puedes dormir?

—Me costará un poco acostumbrarme a la lluvia.

—¿Por qué lloverá tanto aquí? —preguntó, recostándose de lado, segura de que el pelirrojo tendría una respuesta a su pregunta, como siempre.

—Quiero pensar que es por el constante evaporar del agua para el funcionamiento de las máquinas, que hace que el vapor se acumule en las nubes.

Mimi sonrió satisfecha antes de quedarse dormida. Cuando la escuchó dormitar, Koushiro cerró finalmente sus ojos. Se despertó un par de veces aquella noche, asegurándose de que ella siguiese ahí. La noche tomó un curso más tranquilo después de que la lluvia paró, y pudo dormir mejor.

Para cuando despertó por la mañana, la mayoría de los refugiados ya estaban de pie. Eran las cinco, y ambos se sentían desvelados. El pelirrojo cogió su abrigo, desdobló el mapa guardado en el bolsillo, y repasó los lugares tachados por Jyou durante la cena. En breve ambos repararon en que ésa sería la primera vez que estarían separados. Mimi estaba nerviosa; Koushiro, preocupado.

Desde el umbral de la entrada, Mimi observó la calle cobrar vida poco a poco. Le deseó buena suerte a su compañero antes de irse, y antes de dejar el umbral revisó su mapa. Pese a que Koushiro se lo explicó tantas veces como pudo, aún seguía confundida al mirarlo, y decidió conocer la ciudad por su cuenta. Las calles seguían húmedas por la lluvia, y el sol casi no se asomaba de entre las nubes. La temperatura era baja, pero había un calor que recorría las calles sutilmente. La chimeneas comenzaban a exhalar humo, y los pistones empezaron a coaccionar. Los mercadillos cobraron movimiento, y la ciudad tomó un ritmo más agitado.

Le ponía nerviosa el sonar de las trompillas de los coches, y el continuo advertir de los conductores para que se fijara. Se sentía completamente fuera de lugar, después de todo, era una niña de campo. La insistencia de los comerciantes le ponía un poco nerviosa, y le apenaba rechazarlos una y otra vez. El adusto andar de las personas hacía que chocara con su ambiguo caminar. No dejaba de sentirse como una niña en un mundo de adultos.

Cada vitrina en la que se asomaba resultaba más interesante que la anterior. Hubo una en especial, en la que los pastelillos que contempló detrás del cristal abrieron su apetito tortuosamente. No tenía ni un sólo centavo en sus bolsillos, y motivada por el hambre decidió comenzar su búsqueda por un empleo. Cogió su mapa, y se dirigió al lugar más cercano de donde estaba, tras mucho corroborar. Una zapatería. Sonrío al observar las botas en la vitrina del local, y entusiasmada entró.

Y así como entró, salió, pero decepcionada. Con una mueca en su boca, tachó el lugar tras ser rechazada. Su rostro ceñudo se metió al mapa, y avanzó. Seguía sin entender los caminos que señalaba, y se arrepintió de no haber prestado más atención. La gente en éste lugar tenía una tendencia a la frialdad, y recordó con cierto pesar, la indiferencia del lugar que la vio crecer.

Exhaló agitada, con el desesperado deseo de hallar a Koushiro. El puente de su pequeña nariz comenzó a cosquillear, con el llanto asomado a sus ojos. La gente iba y venía a su alrededor. Jamás lo hallaría, no hasta el anochecer, y aquello le oprimía de algún modo. Con torpeza siguió caminando hacia ningún lugar en específico. Caminó y caminó, sin fijarse todavía por dónde, mientras observaba con impotencia el mapa. El cielo comenzó a tronar, y Mimi condenó su suerte. Caminó más rápido hasta que un acertado agarre, uno que ardió en su muñeca, la detuvo abruptamente y la jaló con fuerza.

Perpleja, y casi en cámara lenta, observó cómo un automóvil avanzó a centímetros de ella, a gran velocidad. Su falda ondeó en el aire y su pecho se contrajo, mientras un espasmo recorría su cuerpo entero, helándola. La gente siguió caminando, sin notar cómo casi moría. Y cuando soltaron su muñeca, instintivamente la cogió, sobándose la piel quemada con los hombros encogidos. Giró hacia a la única persona que se mantenía parado entre el gentío, la única que la miraba preocupado.

—Gracias… —musitó apenada.

—Deberías fijarte antes de cruzar…

—Lo sé, lo lamento —contestó todavía avergonzada.

—No, no te disculpes —pidió él al verla tan contrariada—. ¿Te encuentras bien?

—Creo que sí…

—No eres de aquí, ¿verdad? —inquirió él.

—¿Por qué lo dices? —preguntó, levantando la mirada con asombro e inquietud.

—Tengo ese presentimiento… —le sonrió de lado, con las manos dentro de sus bolsillos.

Aquél joven era diferente. Diferente a cualquiera que haya visto desde que llegó a Kaizen. Resaltaba en cada sentido habido y por haber; parecía tan foráneo como ella, o inclusive más. Le intrigó de repente y de sobremanera. Su tez era morena; su sonrisa era atrayente, cálida. Su cabellera de un castaño intenso, ondeante y desordenado. Sus ojos almendrados, oscuros y profundos, la miraban con intensidad. Era completamente exótico. Mimi se vio sucumbir en un rubor ante el carisma que irradiaba aquél moreno.

—Me llamo Taichi —le extendió su mano, y Mimi la contempló un segundo, sin poder reaccionar tan rápido a la formalidad.

—Mimi —contestó a secas, y estrechó su mano al cabo de un rato—. Mucho gusto.

—Dime, Mimi, ¿puedo ayudarte en algo? Noté que no dejabas de ver un mapa mientras cruzabas… —señaló con su mirada la hoja de papel arrugada entre sus manos—. ¿Algún lugar al que debas llegar?

—Sí, de hecho sí —repuso de repente—. ¿Conoces este lugar?

El moreno se acercó y achicó los ojos para observar el sitio que apuntaba ella en el mapa. Mimi contempló su rostro concentrado, y se percató de sus facciones. Eran distintas a las del resto, un tanto toscas. Su complexión era inclusive otra: hombros anchos, brazos fornidos, de masa muscular visible. Parecía de tierras sureñas, o al menos debía pertenecer a la clase obrera de Kaizen, dado a su sencilla vestimenta.

—Ya lo ubiqué. Es de la familia de una conocida —afirmó tras echarle una mirada más al mapa—. Está a dos cuadras, a las derecha.

—¿De veras?

—Es algo difícil de leer este mapa, a decir verdad. Es un poco viejo —añadió él.

—Pensé que era la única a la que le parecía difícil de leerlo.

Para cuando Mimi levantó su mirada hacia Taichi, notó cómo éste la miraba fijamente, apenas sonriendo, pero con brillo en sus ojos. Ella atinó a bajar la mirada, y acomodó un mechón detrás de su oreja, nerviosa y emocionada a la vez.

—Gracias por todo, Taichi —dijo, con rubor en sus mejillas—. Me tengo que ir.

—Claro —reparó él, sacando las manos de sus bolsillos—. Mucha suerte, Mimi. Procura fijarte antes de cruzar.

Mimi sonrió avergonzada una vez más. No pudo quitarle la mirada de encima, incluso cuando se iba. Él se perdió entre la multitud del mercado, y ella tuvo que seguir con su camino. Acarició su muñeca, y la presionó un poco con la yema de sus dedos. Dolía aún. Se preguntó qué habría sido de ella de no haber sido rescatada por él. Koushiro ahora se hallaría solo, y sin siquiera saberlo.

Esbozó una sonrisa de emoción. El local delante de ella no era una tienda, era algo más movido, más variado. No sabía qué era con exactitud. Tenía una fachada cálida, rústica, más parecido al estilo del oeste de Kaizen. Las primeras gotas del día comenzaron a caer y apuró su entrada, sonando una campanilla al cruzar la puerta. El piso, el techo, incluso los muebles eran enteramente de madera. Se vio tentada a tocar el papel tapiz aterciopelado de tonos morados y patrones repetitivos. El techo era bajo, el espacio era más íntimo, acogedor; las lámparas que colgaban eran cetrinas y cálidas, de aspecto antiguo.

Se acercó a la barra, ésta hecha de madera maciza y con gravados florales desgastados en el bastidor. Observó con discreción a los hombres sentados a su lado, éstos completamente silentes, pensativos, con jarras de cerveza sudando de entre sus dedos. La clientela más agitada estaba a espaldas de ella, de donde no se atrevió a merodear ni siquiera con la mirada. Frente a ella se hallaba el arsenal de licores, y detrás de las botellas notó que había un espejo. Intentó hallar su reflejo en él, hasta que alguien la interrumpió.

—¿Puedo ayudarte?

Se giró de inmediato, e intentó decir algo rápido. Su nerviosismo impidió que hablara con claridad, y paró cuando notó el rostro confundido de la joven uniformada delante de ella.

—Disculpa, mi nombre es Mimi Tachikawa.

No era tonta. Estaba consciente de cómo lucía. Podía percibir la subestimación en aquél par de ojos maquillados. Su porte erguido y desafiante la hacía parecer inalcanzable.

—Dime Mimi, ¿qué puedo hacer por ti?

—Busco empleo —prosiguió ella, sin perder el entusiasmo—. Me dijeron que había una vacante aquí, por lo que me preguntaba-

—No creo que encajes aquí, Mimi.

La castaña contrajo el ceño. Quiso decir algo más, pero la mesera dio por terminada la conversación, dándole la espalda. Entonces la observó levantar la sección de la barra que tenía bisagras. La observó trabajar. Era una mujer atractiva, probablemente a mediados de sus veintes. Seis años mayor, o quizás siete. Su cabello pelirrojo realzaba su corte mezquino; era lacio y apenas acariciaba sus hombros. Su uniforme era encantador, y el lugar era cálido. Se vio en la profunda necesidad de convencerla.

—Necesito el empleo —insistió, persiguiéndola detrás de la barra—. Por favor.

La mesera quiso ignorarla, pero se detuvo y suspiró. Arrojó el trapo húmedo con el que limpiaba, y recargó sus codos en la barra para apoyar el mentón sobre sus dedos entrelazados. La miró con detenimiento.

—¿Tienes experiencia como mesera? —preguntó, sospechando la respuesta.

—No…

—¿Siquiera tienes veintiún años? —enarcó una ceja—. Porque pareces de diecisiete.

—Acabo de cumplir dieciocho.

—Debo serte sincera, Mimi. No creo que éste sea lugar para ti —dicho esto, se reincorporó de nuevo.

—Puedo limpiar. He pasado toda mi vida restregando pisos.

La pelirroja entonces detuvo su labor. Había estado observando un gesto, uno que no podía pasar desapercibido. El ceño contraído, la mueca en su boca. Era evidente que le urgía el trabajo. Lo pensó un momento. Pensó en que probablemente si salía de su establecimiento, recibiría la misma respuesta en cualquier local.

—Por favor… —suplicó ella, con un poco de carisma.

Rodó los ojos. Levantó la barra, y con un ademán de su cabeza, la invitó a adentrarse.

—Sígueme —le ordenó.

Mimi contuvo un bocado de aire en su pecho. El cambio de parecer fue tan abrupto como inesperado, pero reaccionó enseguida. La siguió de cerca, recorriendo el extenso arsenal de licores, pasando por cada hombre sentado detrás de la barra. Y cuando se detuvo la pelirroja, notó la pequeña puerta de madera, justo en la esquina, con la que forcejeó antes de abrirla. No le sorprendió ver que el interior era completamente de madera también, pero ésta, a diferencia del local, tenía un acabado menos rebuscado. El papel tapiz que forraba las paredes era más viejo, y no era aterciopelado.

—Me llamo Takenouchi Sora, y soy la encargada de éste bar.

La miró con atención mientras encendía un cigarro que sacó de su delantal. Caló de él enseguida y repetidamente. Comenzó a remover un par de cajas empolvadas, y fue explicándole cómo sus padres eran dueños de éste local, y antes de ellos, sus abuelos. La temática del bar tenía generaciones, así que debía seguir con el mismo estilo de antaño. Le hizo entender que tenían una clientela fija después de todo. Le extendió un uniforme muy parecido al de ella, el que constaba de una blusa color crema de manga larga, abombada de las extremidades. Un corsé de piel que le hizo emoción, y una falda de rayas verticales. El tono de sus prendas probablemente se debía a sus años; el blanco era crema, y el rosa palo de su falda probablemente fue alguna vez rosa pastel. Finalmente, buscó un par de botas.

—En la tarde te daré tu contrato. Trabajarás en un bar, así que recuerda que ahora tienes veintiún años.

—No hay problema —asintió.

—Asegúrate de leerlo antes de firmarlo. Contiene todo lo que debes de saber. Honorarios, pagos… —añadió, mientras sacudía su falda esponjada—, todo.

—Lo haré.

—Bueno, no te quedes ahí parada. Hay mucho que limpiar.

Tiró el cigarro y lo pisó antes de abandonar el cuarto. Fue lo primero que Mimi limpió. Cuando la puerta se azotó y la luz del foco comenzó a balancearse de a un lado a otro, levantó la mirada. El lugar estaba completamente empolvado. Recordó el hospicio, y con él, a Koushiro. Metió la mano al bolsillo de su falda, y tomó el diapasón que le obsequió. Se preguntó cómo le estaría yendo al pelirrojo.

El lugar tenía personalidad. Tanta, que por momentos le parecía una entidad. Razón por la cual llegó a imaginar al local cobrar vida y levantarse de sus cimientos. Le halló gusto particular limpiar los vitrales. Eran hipnóticos, caleidoscópicos. Y pese a que estaba estrictamente prohibido abrir las ventanas, se veía tentada a asomarse en secreto para admirar el concurrido exterior. Incluso a veces para tan sólo observar la lluvia torrencial despejar las calles. Aquél día llovió tres veces.

Sora se vio particularmente sorprendida a partir de la tarde. Mimi era dedicada, y sobretodo simpática con la clientela. Incluso si la pillaba asomada en las ventanas, no halló motivo suficiente para arrepentirse de su decisión.

Para cuando firmó su contrato, se vio libre para retirarse. No entendió ni la mitad de lo que leyó, pero de igual manera lo firmó. Y cuando se halló de nuevo en las calles, éstas alumbradas por los faroles, no pudo evitar sentirse ligeramente desorientada. Se asomó al mapa, pero fue tan inútil como esperó. Seguía sin entenderle en lo absoluto.

Ésta vez no se atrevió a caminar sin dirección. Las palabras de Jyou comenzaron a resonar de pronto. Le calaba la idea de ser una víctima esa noche. Y entonces a sus oídos llegaron los ecos de las lejanas campanadas. El sonido, el estruendo, la vibración en el aire. Supo que provenían de la catedral. Ocultó su uniforme bajo su abrigo, y tras ceñir sus entumidas manos entre sus viejas prendas, comenzó a caminar. Añoraba unos guantes de piel.

Estaba segura de poder hallar su camino de vuelta al refugio a partir de la catedral, y se encaminó al oeste. Eran alrededor de las siete y media de la noche, y las calles seguían concurridas. A pesar de que los grados descendieron considerablemente, la vida nocturna en Kaizen le pareció cálida. Los puestos ambulantes se apoderaban de cada cuadra; de éstos provenían humeantes y apetitosos olores.

Se asomó a un carrito, enteramente de madera, decorado con faroles de papel. La barra estaba impecable. Los ingredientes preparados le hacían agua la boca. No reconocía ningún platillo, pero le parecían infinitamente apetitosos. Había platillos con fideos, enrollados en algas, otros clavados en palillos, incluso algunos fritos. Todos acompañados con sake.

No quería despreciar el pan y la sopa del refugio. No estaba tan mal después de todo. Pero solía comer algo muy similar en el hospicio, y por ello no le hacía emoción a pesar del hambre que tenía. Ansiaba con poder verse sentada en la barra de algún puesto, tomando una porción de cada platillo, acompañado de generosa guarnición.

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Cuando llegó a la catedral, no sólo se despojó de las prendas de sus manos, sino también de cualquier martirio mortal. Le reconfortaban el murmullo de los rezos. Notó una silueta familiar sentada en una banca cerca del altar. Se acercó lentamente, reconociendo aquellos hombros caídos, el semblante impasible y la cabellera rojiza. Se sentó a su lado, pero éste no se inmutó. Era como si supiera que se trataba de ella.

—Sabía que te hallaría aquí.

Mimi sonrío; Koushiro la conocía bien. Siempre fue devota a las creencias inculcadas en el hospicio, y él, pese a que no compartían ese gusto, lo respetaba sin cuestionar. Ambos contemplaron la cruz alzándose a metros de ellos, en completo silencio, hasta que Koushiro desvió su mirada al bulto entre las manos de Mimi, y entonces notó su nuevo uniforme.

—Veo que conseguiste empleo.

—Sí… —miró su atuendo por un momento—. Me encanta mi nuevo uniforme.

Koushiro se quedó observando las marcas en su muñeca, y por primera vez en el día, ella notó los moretones en su piel.

—¿Qué te pasó? —le preguntó él.

—No me di cuenta —se acarició—. Casi fui atropellada por un automóvil. Alguien me jaló a tiempo.

El pelirrojo nuevamente no dijo nada, y dirigió su mirada al frente. No iba a preguntar cómo había sido. Podía imaginárselo. Sabía bien cuán despistada podía ser.

—¿También conseguiste empleo?

—Sí, en una fábrica de motores —contestó—. Te lo contaré todo en la cena.

Mimi sonrió aliviada. Sabía lo importante que era ese empleo para el pelirrojo. Se sintió orgullosa de él, pero no se lo dijo. Koushiro probablemente le refutaría aquél comentario, alegando su naturaleza precipitada. Sonrió ante la gracia que le causaba aquella probabilidad.

Aspiró profundo, con el pecho elevado y las manos apoyadas sobre la banca. Exhaló y miró a su alrededor, contemplando a la gente rezar sobre sus rodillas. Notó entonces una persona en particular. Una que reconoció enseguida. Se trataba de aquél joven elegante y misterioso que vio el día anterior. Ocupaba precisamente el mismo lugar. Lucía impecable y soberbio. Y cuando lo observó discreta y detenidamente, algo dentro de ella comenzó a carcomerla. No supo por qué, pero comenzó a sentirse terriblemente intrigada por él.

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Notas del autor:

Gracias por leer la introducción a mi historia, espero que les haya gustado hasta ahora (: Quise tratar algo diferente, así que espero no fallarles en el intento…

Me gustaría aclarar algunas cosas sobre esta historia antes de despedirme:

- La historia no se remonta en un tiempo determinado. Tampoco está ubicada en un país o continente real, así que se origina en un lugar ficticio.

- El estilo está basado un poco en la época de los años veinte en Europa. Sin embargo, también quiero respetar el origen oriental de la serie, así que habrá algunos detalles de la cultura japonesa (como nombres, comidas, tradiciones, etc).

- La historia abordará tanto Michi, como Mimato; no hay preferencia. Podrá haber inclinación hacia una pareja en algunos capítulos, pero nada definitivo aún, hasta el final de la historia.

- Si no me supe explicar bien con la vestimenta o el panorama, busquen Steampunk en google, para que se hagan más a la idea de cómo está ambientado, o por si no están familiarizados con la temática.

- Réquiem (latín) significa «descanso»; también Misa de Réquiem es la misa de los difuntos de la religión católica; es un canto o un ruego por las almas de los muertos. Innocens proviene del latín innocentia, que se traduce a «inocencia». En conclusión, el título hace referencia a la partida o despedida de la inocencia.

- Kaizen (término japonés) significa «mejoramiento continuo». Se me ocurrió que sería buen nombre para una ciudad vanguardista.

- Hotaru (palabra en japonés) significa «luciérnaga». Como dato, mientras imaginaba un hospicio, se me vino a la mente La tumba de las luciérnagas, una película animada japonesa. Si no la han visto, se las recomiendo ampliamente, es considerada una de las mejores películas antibelicistas de todos los tiempos, y una obra maestra del cine de animación.

Sin más qué añadir hasta ahora, les agradezco nuevamente por leer mi historia (: espero poder subir el primer capítulo pronto. Les deseo un buen día/tarde/o noche…

¡Saludos!