Descargo de responsabilidad: Hetalia, ni ninguno de sus personajes me pertenece.
Uso de nombres humanos utilizados, ninguna pareja en específico.
Vincent
Holanda era diferente de los demás, él no era Portugal, con sus ansias no solo de conquistar, sino también de evangelizar.
Ella nunca había visto nada como él, ella nunca se había sentido tan atraída por un extranjero. Quizás esa fue la razón por lo que lo dejo quedarse tanto tiempo. Momentos en el cual eran ellos dos y nadie más, siglos en los que estuvo aislada del mundo, pero ensimismada en el cabello rubio y los ojos verdes, en la piel blanca y la altura imposible de alcanzar para un hombre de su región.
Holanda lo fue todo para ella, su ventana al mundo, su primer amor de verdad, el primer amante comprometido, su maestro, su guía, el único a quien no temía.
Keiko Honda no sabía nada de occidente, no conocía sus costumbres ni sus creencias, y la asustaban más que nada, pero ella conocía todo sobre Vincent Van Den Berg, el origen de su cicatriz en la frente, el afecto que profesaba por sus hermanos, su gusto por las flores, el arte, el mar y la literatura, sin dejar de lado lo más importante, su amor por ella.
Holanda era occidente, una tierra lejana y desconocida, que por él, ella estaba más que dispuesta a iluminar.
Ludwig
Alemania estaba lleno de ambición, criado por y para la guerra, militarista como pocos, pero también era muy joven, mucho más que ella.
El afecto que sintió por el germano la sorprendió, al mismo tiempo que la conmovió. Ambos de cierta manera se entendían, la humillación a la que habían sido sometidos después de la Gran Guerra, el deseo de venganza, de ser reconocido, de ser importante, por eso cuando él le ofreció una alianza, ella la acepto sin dudarlo.
Juntos pasaron días y noches interminables, en Berlín, antes del conflicto, la asiática sentía que por fin tenía un verdadero amigo, no uno como Vincent o Arthur, sino un compañero de batallas, ella estaba tan sola en su parte del mundo, que la idea de pertenecer a algo más la atraía de sobremanera. Uno de los recuerdos más hilarantes que tiene junto con un hombre occidental, fue una noche en la que, mientras cenaban juntos, Ludwig le dijo que ella podía ser una alemana honoraria, luego hubo silencio, y después ambos rieron, en una demostración de confianza y complicidad impensable con otras naciones.
Como le hubiera gustado hacer más por él durante la guerra, haber estado más cerca, cooperado más, estar ahí para ayudarlo en su caída, para haberla hecho menos dura. Se molestó con Italia, por su traición, por su falta de honor, por no haber permanecido leal hasta el final, cuando la guerra estaba tocando su fin, ella no veía en el italiano algo más que un cobarde.
Fue la última en caer, cuando ya todo estaba perdido, pero en su lucha demostró lo que el Eje era capaz, y quizás, si la suerte, la estrategia y las armas hubieran estado de su lado, sin lugar a dudas, el mundo hubiese caído a sus pies.
Pero ahora, cuando Ludwig la miraba a través de la mesa, en alguna reunión, sus ojos fijos en los del otro, veían algo que nunca les faltaría, que nunca les fallaría, un aliado incondicional.
Keiko hubiese entregado su vida para ver a Ludwig feliz.
Alfred
América era, sin duda, un monstruo, un gigante, a quien sin dudas, ella no debió molestar.
Alfred era intransigente, él pedía y ella daba, él quería y ella entregaba, sin reparos, sin resistencia, a fin de cuentas, él no era malo con ella.
El americano era fácil de hacer feliz, curioso por naturaleza, como un muchacho en el cuerpo de un hombre, dulce y amable la mayor parte del tiempo, y a veces Keiko lo odiaba.
Pero, cuando estaba entre los fuertes brazos del rubio, y él le acariciaba la espalda con cariño, ella recordaba, el dolor, las quemaduras, los golpes, los vidrios clavados en su piel y una fiebre que sentía que la mataría. Entonces se aferraba más a él, enterraba su cara en su pecho y cuando el preguntaba, decía que tenía frío, ganándose su amor, su compasión, al menos por una noche más, mientras él acomodaba las sabanas y la abrazaba con más fuerzas.
Ella puede ser el sol naciente, que ilumina Asia de una manera en que nadie más puede, pero Alfred tenía la capacidad de convertir ese brillo en dolor y muerte, por eso ella brillaba para él, sonreía para él, vivía para él.
Alfred Jones, fue el único, entre muchos, que en realidad logró quebrar su espíritu.
Heracles
Entre ella y Heracles existía algo difícil de explicar y difícil de entender, con él, ella no tapaba su boca al reír, tampoco le incomodaba mirarlo directo a los ojos. Su relación con el griego fluía como el rio y era contante como las olas, sin prisas, sin batallas, sin resentimientos históricos, solo ella y él.
A ambos les gustaba aprender, y lo hacían mucho, uno del otro, comida, cultura, maneras, ellos mismos, todo era un terreno nuevo para descubrir. Heracles hablaba de filosofía occidental, a la cual ella siempre trataba de aplicar la lógica del lejano oriente.
Heracles no era pretencioso, ni tenía demasiado poderío, si era un guerrero formidable, pero sus conflictos pasados lo habían dejado muy herido como para querer involucrarse mucho en el ámbito internacional. Él era tranquilo, constante, fuerte, como el mar mediterráneo que se veía desde el balcón de su casa.
Keiko sentía que amaba tanto a Heracles, que casi le parecía una locura, pero reflexionar no era lo suyo cuando estaban los dos juntos, él dormido, con sus brazos en su cintura, ella le acaricia el cabello lentamente, afuera se escuchan las olas, y ella desea poder estar ahí para siempre.
