Prólogo
La lluvia se estrellaba gratamente en el asfalto de la calle, en los edificios y en los paraguas de la gente que iba y venía. Parecía un día lluvioso, otro normal y corriente en Forks, pero la gente se equivocaba, nada era lo que parecía.
Los suelos se habían vuelto aún más resbaladizos y una fina capa de niebla se acumulaba en las calles, mientras el helado viento silbaba por cada pequeña callejuela.
La oscuridad era cada vez más espesa la gente ya abandonaba las calles. En menos de una hora la gente, no había rastro de nadie, incluso se podía confundir con un pueblo fantasma de no ser por las luces que alumbraban los interiores de cada lugar donde había gente despierta.
La lluvia no parecía querer descansar y repiqueteaba en las ventanas formando una hermosa música natural.
Solo había una persona por la calle. Corría mirando hacía atrás con demasiada frecuencia, mientras sus botas levantaban millones de gotas cada vez que pisaba un charco.
Aquella persona era una chica. Su corazón latía con demasiada frecuencia a causa del miedo. Las calles solo eran iluminadas por unas tristes farolas, que no eran lo suficientemente luminosas.
Giró bruscamente hacía la derecha con la esperanza de haber despistado a aquel extraño cazador de las sombras. Pero al girar chocó con algo demasiado duro, que la tiró al suelo, mientras que con una mano se sostenía la cabeza por el duro golpe.
Al principio, pensó que era otra farola, pues en su huida se había chocado con un montón, pero al escuchar una sonrisa, entre malévola y divertida, supo que su fin había llegado.
Levantó la vista y miró directamente a los ojos de su asesino, unos ojos carmesíes como la propia sangre. Su corazón latió como las alas de un colibrí, mientras que el cazador la miraba con diversión.
Ella intentó retroceder. Intentó huir arrastrándose por el suelo, pero antes de que diera un único paso, sintió una mano, tan helada como el hielo agarrándola del tobillo, arrastrándola hacia él. La alzó con una mano, como si no pesará más de veinte gramos.
El sonrió mostrandole unos perfectos colmillos blancos que relucían como un diamante en toda su dentadura. Se acercó al cuello de su victima y sin ningún signo de vacilación clavó con fuerza aquellos colmillos que se incrustaron en el cuello de la chica.
Ésta intentó deshacerse de él, pero en menos de un minuto su cuerpo yacía inmóvil en la acera de la calle, mientras la lluvia acariciaba su piel, ahora tan blanca como la de un muerto, porque eso era ahora, otra persona muerta.
