Creyó verse a sí mismo en sus azules, su ceño fruncido, su mirada temerosa. Creyó ver la misma ardiente sensación que nacía en su ser al sentir las manos ajenas sobre su rostro, inmovilizándole. Supo que no tenía escapatoria, como supo que no era necesario escapar. La piel quemaba, quemaba su contacto, y su espalda, pegada a la muralla, estaba ahogándose, ahogándose como lo estaba él mismo dentro del mar turbulento que tenía nombre, cuerpo. Francia.

Sin embargo, mostrándose desafiante, no demostró -o lo intentó- lo que su corazón sentía en ese momento. Francia lo miraba fijamente, y tan cerca y a la vez tan lejos, como si quisiese imponer un nuevo tipo de tortura, a opinión de Inglaterra. Venía, no venía, venía... en dos segundos lo apartaré. Que sean cinco. Un poco más, es probable que sus dos neuronas todavía estén pensando qué hacer.

—Arthur... —escuchó su nombre humano saliendo de esos terribles labios. Ronco, profundo— Arthur, ¿podrías permitirte creerme?

Creerle.

Después de tanto tiempo, de tantas conspiraciones, batallas, palabras susurradas en medio de la oscuridad, vergüenzas, alegría, ingratitud, gritos de dolor y rabia, mentiras, humillaciones, apoyo y un largo etcétera, Arthur quiso creerle como nunca. Porque era ahora. Era ese momento. Este momento.

Asintió con inseguridad. Hazme creer en ti.

Una mano agarró su barbilla. Un sonrojo robado. Unas cejas juntándose, implorantes.

—Te amo —sus alientos se mezclaron. Pensaron que iban a explotar—, Arthur.

Escalofríos. Quiso mirar a otro lado, pero todo su mundo era él. Todo era su contacto, el espacio que ocupaba, el espacio que no ocupaba. Y en ese momento, cuando estaba a punto de ser besado por Francis Bonnefoy, no pudo evitar pensar en lo fría que estaba la punta de la nariz del francés antes de terminar con la distancia que lo separaba de él.