Hola de nuevo a todo el mundo! He vuelto con otra historia. Esta vez bastante cortita, solo tendrá 10 capítulos.
Aquí os dejo el primero. Ya sabéis, simple, llana y llena de interacción. Si os gusta, no dudéis en comentarla y seguirla.
No prometo actualizaciones diarias porque no sé si podré hacerlo todos los días, pero ya os digo, que en principio, es la idea.
Saludos!
- LA REINA MALVADA Y LA SALVADORA -
Capítulo 1. Un deseo
Las puertas del gran salón se abrieron sin que nadie las empujara. Regina entró contoneándose aunque en aquella ocasión era ella la que demandaba los favores del Oscuro. El hombrecillo se encontraba en lo alto de una escalera con un objeto extraño entre las manos. En seguida desapareció y reapareció justo delante de la reina que se apartó con una mueca. Se apoyó en la mesa y se sirvió un poco del té que Rumpelstilskin había hecho aparecer en ese instante.
- Veo que sigues igual de bien, querida. – Comentó mirándola de arriba abajo. Si no hubiera sabido por qué la miraba así, casi hubiera pensado que su mirada era obscena.
- No todo me lo has enseñado tú. – se pavoneó.
- De eso estoy seguro. – le respondió con sorna, aunque la morena no se dio por ofendida. - ¿Qué te trae por aquí?
- Necesito tu ayuda.
Rumpel soltó una risita entusiasta antes de sentarse en una enorme silla, cruzar sus piernas y sus manos y abrir bien los ojos sin borrar su sonrisa de reptil.
- Te escucho.
- Quiero un hijo.
Hubo un pequeño silencio.
- Me temo que no puedo ayudarte con eso, por muy tentador que sea, querida. – le dijo haciendo un mohín.
- No seas idiota. Jamás me revolcaría contigo. – espetó. El Oscuro hizo una pequeña mueca de burla. – Y aunque lo hiciera, no funcionaría. - El hombrecillo se incorporó para atender mejor. – Hace años tomé una poción para nunca poder tener hijos.
- Vaya, vaya, vaya. Eso es nuevo. – Canturreó casi con cara de pena.
- Quiero un hijo. – le recordó por qué estaba allí.
- Pero acabas de decir que no puedes tener hijos, querida. – Señaló su vientre.
- Por eso he venido a verte. Debe de haber algo que pueda hacerse para revertir el hechizo.
- Eso es imposible. Esa maldición jamás podrá revertirse. – Regina entornó la mirada.
- ¿No hay ningún modo?
- ¿Ningún modo para qué?
- ¡Para que pueda tener un hijo! – Casi gritó exasperada del absurdo juego del Oscuro, la estaba entendiendo perfectamente, y no le gustaba suplicar.
El hombre hizo como que pensaba. Al cabo de unos instantes se levantó y se acercó a ella con sobreactuación en sus andares.
- Puede que haya un modo. Pero no creo que vaya a gustarte. – La reina abrió los ojos de par en par, entusiasmada.
- Dime cuál es el modo.
- Ah...ah...- negó Rumpel.
- No juegues conmigo tengo algo que sin duda querrás de vuelta. - Él la miró con cierta seriedad. – Exacto. Sé dónde está. Y puedo mostrártela. – le susurró con los ojos bien abiertos y sonriente. Belle era su baza para con Rumpel.
- El único modo...de que una persona que ha sido tocada por magia oscura sea capaz de concebir una criatura...es que sea fecundada por el ser más puro de este mundo.
- ¿Y quién es ese ser, si puede saberse?
- Oh...no lo sabes. – Canturreó divertido. Ella lo siguió con la mirada mientras se movía. Casi contenía la respiración. Puede que sí imaginase algo.
- Un ser producto del amor verdadero, el único que alberga una magia tan poderosa y pura como para ser capaz de romper una maldición oscura. Uno que es llamado...la salvadora. – Se recreó en sus palabras.
La cara de Regina se descompuso al instante.
- ¿La hija de Blancanieves y su estúpido príncipe? – escupió con asco.
- La misma. – Él se volvió a sentar, satisfecho por lo que había conseguido. - ¿Cómo era su nombre? Ah...sí, Emma.
- Pero es una mujer.
- Regina...querida...a veces me cuesta reconocer que haya sido yo el que te haya enseñado magia...
Regina avanzó por los pasillos de su palacio como alma que lleva el diablo sin escuchar a nada ni a nadie. Las pocas personas que se cruzaban en su camino se apartaban de inmediato para no perturbarla. Llegó hasta la puerta de sus habitaciones y la cerró con fuerza tras ella. Por supuesto con magia, siempre hacía uso de ella. Lo que Rumpelstilskin le había contado era demasiado. Ella quería un hijo, y la única capaz de dárselo era la maldita hija de Blancanieves. Había oído hablar de ella. Mucho, a decir verdad. La "salvadora", la llamaban. Nunca había tenido la suerte de topar con ella de lo contrario ya estaría muerta. Tampoco se había interesado en buscarla por mucho que hubiera estado tentada de hacerlo cuando aún era un bebé o una niña indefensa.
Debía tener 23 años si sus cálculos no fallaban. Pues nació apenas un año después de que sus padres se casaran. Un año después de que ella decidiera tomar aquella poción que la mantendría joven por años mientras maquinaba su venganza contra ellos. 23 años habían pasado ya, y nada había cambiado. Tiró todo lo que había encima de su mesita con solo un movimiento de su mano. Nada había salido como había querido. Ni si quiera ahora que solamente quería un hijo las cosas podían salir bien.
Pensó en ella, pensó en Emma y lo único que le venía a la mente una y otra vez era que en el instante en el que estuviera delante de ella la mataría sin siquiera usar la magia para ello. No había otra opción. La odiaba sin siquiera conocerla. ¿Cómo podría acostarse con ella? Tan solo el pensamiento le provocó náuseas.
Así pasaron los días y las semanas. Regina se debatía internamente y todos sufrían sus arrebatos. Su mal humor había aumentado y la única forma en la que conseguía descargar su ira era atacar al pueblo de Blancanieves.
Su padre le aviso una y otra vez de que si continuaba por aquel camino los reyes no tardarían en buscarla para apresarla de nuevo. Y en aquella ocasión quizás corriera con menos suerte que la vez anterior, cuando solo habían decidido exiliarla. Pero ella no lo escuchó.
Corrió el rumor de que las tropas reales se estaban movilizando. Corrió el rumor de que una avanzadilla del ejército de Blancanieves se dirigía al sur. Regina ya había alertado a su ejército. Todos hacían guardia en los límites de su pequeño exilio y se preparaban para la guerra. Aquello había conseguido distraerla de su sed de sangre. Ahora tenía algo más grande en lo que pensar, una guerra. Y aquella vez la ganaría.
- Su majestad...su majestad...- retumbó de nuevo la voz en el espejo.
- Ahora no.
- Debéis estar en guardia, su majestad.
Aquella advertencia consiguió captar la atención de la reina.
- ¿De qué hablas? ¿Qué has visto? – Preguntó impaciente a su espejo posicionándose delante de él.
- Una muchacha. – Regina frunció el ceño – la salvadora, la llaman algunos. Todos le siguen a su paso. Debéis preparaos, su majestad.
Regina se quedó paralizada por unos instantes. La salvadora. ¿Acaso era ella quién lideraba al ejército que se dirigía hasta sus dominios?
- ¿Está aquí, en mi reino?
- No, su majestad. Está muy lejos de estas fronteras, pero gana aliados contra usted a cada día que pasa.
- Muéstramela. – espetó con rabia.
Nadie conocía el secreto que ahora mantenía con Rumpel, y lo que aquel hombrecillo le había revelado.
En el espejo surgió un humo púrpura que se aclaró poco a poco para mostrar una imagen nítida de una mujer desaliñada. Parecía tensa y miraba hacia todos lados. Llevaba su pelo rubio recogido en una larga cola y sus ropas estaban manchadas de barro. Su cara, sin embargo, permanecía intacta. Regina la observó bien. Sus ojos eran verdes o azules, no sabría definir el color, su piel era blanca y parecía tersa. Sus rasgos eran finos aunque su expresión era dura. Su cuerpo era delgado, aunque parecía fuerte y alta por cómo empuñaba la espada que llevaba entre sus manos. Su cuerpo se tensó y la imagen se oscureció antes de que la reina pudiera ver más.
- ¿Qué ocurre? ¿Por qué se ha ido? – reclamó.
- Pensé que ya había visto suficiente, su majestad. – se doblegó su espejo.
Regina lo miró con cara de odio antes de ordenar que la dejara sola. Se acercó hasta su balcón y miró hacia el horizonte. Nubes negras amenazaban lluvia en aquel oscuro atardecer. Aspiró y dejó que el aire frío recorriera todo su cuerpo. Cerró los ojos y alzó la cabeza hacia el cielo. Cuando los volvió a abrir, había tomado una decisión. La hija de Blancanieves era repugnante, tan sucia como el pastor de su padre, aun así tal vez pudiera utilizarla para conseguir su objetivo y después...después se desharía de ella.
Su carruaje estaba listo a la mañana siguiente junto con su escolta personal.
- ¿A dónde vais? – Suplicó su padre una vez más.
- No es de tu incumbencia. Quiero que a mi regreso esté todo exactamente como lo dejo – se acercó a él – o de lo contrario tomaré represalias.
El hombre mayor asintió bajando la vista al suelo y se retiró para dejar a la reina marchar.
Lo había repasado todo una y otra vez. Emma estaba en el límite oeste del Bosque Encantado. No sabía qué la había llevado allí pero sabía, por lo que había podido sonsacar a los campesinos, que se dirigía hacia el sur, hasta sus dominios. Sus dos únicos caminos para llegar a ella desde su posición eran cruzar el Bosque de la Noche o atravesar las Montañas de Fuego. La primera era larga y peligrosa, la segunda, mucho más corta y con algún peligro que otro acechando en la oscuridad. Ella sin embargo tomaría una vía más segura y esperaba llegar a la princesa antes de que decidiera tomar una u otra senda, porque estaba segura de que en ninguna sobreviviría. Y la necesitaba viva para conseguir lo que quería de ella.
Le resultó irrisorio lo fácil que le había resultado escabullirse de su exilio sin que nadie se hubiese dado cuenta. Así había sido siempre desde que había ocurrido y así seguía siendo más de dos décadas después. Estúpida Blancanieves, pensó.
Observó el lugar en donde se encontraba. Era un bosque frondoso aunque parecía lleno de vida. Muy diferente a lo que reinaba en sus dominios o a apenas unas millas de distancia, en las proximidades al Bosque de la Noche. Aquel lugar estaba lleno de sonidos joviales y vívidos colores. El día era soleado y apenas algunas nubes blancas coloreaban el cielo. Los árboles crecían fuertes en busca de su luz y las plantas buscaban la humedad que necesitaban para sobrevivir.
Siguió avanzando un poco más hasta llegar a una abertura natural del bosque. Los árboles crecían allí más altos y aun así la luz penetraba entre ellos con más fuerza. Una suave brisa golpeaba su cara. Siguió avanzando y entonces lo vio. Había llegado hasta una inmensa laguna interior enclavada de forma natural entre montañas de roca y hectáreas de bosque. Las aves sobrevolaban el agua y se posaban sobre ella con una tranquilidad sobrehumana. El lugar era perfecto, pensó, para comenzar con su plan.
La había observado. La había observado durante una semana temiendo que se marchara, pero al cabo de dos semanas llegó a la conclusión de que Emma no se movería de dónde estaba. Al menos no a corto plazo. No había ejército que la acompañara y no había guerra que librar. Su espejo la había engañado. Las cosas no eran como se las había contado. Una insulsa pelirroja que debía ser más o menos de su edad la estaba enseñando a usar el arco, algo que a Emma se le daba realmente mal. Regina se divertía observando cómo día tras día la rubia fracasaba en sus intentos por aprender algo que estaba claro, no era para ella. Sin embargo, era obstinada, pues todos los días lo volvía a intentar. Y la gente de la aldea parecía admirarla por ello.
A veces le caía bien esa pelirroja que la instruía, pues a menudo se reía de ella. Emma se molestaba y se marchaba a dar vueltas por el bosque. Siempre acababa sentada en algún lugar durante largo rato, observando todo y nada a su alrededor. Serena, como si no existiera nada en el mundo, solo ella y el abismo. Después volvía y ayudaba a quién lo necesitaba. Había ancianos en la aldea, y niños, bastantes niños. A Emma se le daban bien los niños. Parecía atraerlos como la flor a la abeja. Pensaba que podía ser buena madre. Dudaba de que ella pudiera conseguir lo mismo.
Noticias de Blancanieves para su hija llegaron para recordarle qué era lo que la había llevado hasta allí. Todo su odio y amargura volvió en el momento en el que vio a Emma entregarle a uno de sus hombres un mensaje de vuelta para su madre. Su sonrisa había sido escueta mientras lo hacía pero aun así sus ojos mostraban cariño. Un cariño que sin duda Blancanieves no se merecía, porque era un monstruo. Un monstruo que había conseguido injustamente todo lo que había querido en la vida. Un monstruo que había sido feliz mientras ella se consumía en su propia desdicha. Un monstruo con el que ahora tendría la oportunidad de acabar. Puede que no lo hubiera pensado antes, pero destruir a Emma era la forma más certera de hacerle pagar por todo lo que le había hecho. Lástima que no pudiera restregarle en sus narices que tendría un hijo de su propia hija. Sonrío para sí mientras imaginaba la cara de Blancanieves si alguna vez se enterase de que eso había sucedido. Desde luego sería placentero de experimentar. Pero eso nunca pasaría. Y tampoco conseguiría su objetivo si no pasaba pronto a la acción.
Había pensado en todas las formas en las que podría presentarse delante de la salvadora. Incluso había pensado en disfrazarse de campesina. Pero aquello sin duda no iba nada con ella. No podría conquistarla haciéndose pasar por alguien que no fuera ella porque eso sin duda acabaría saliendo mal. Su verdadera naturaleza acabaría saliendo a la luz de una forma u otra. Tenía que hacerlo bien. Tenía que hacer las cosas bien si quería que todo saliese bien. Ella era la reina malvada ahora. Era quien era y eso no lo podía, ni quería, cambiar. Así que debía mostrarse ante ella como tal.
Emma avanzaba frustrada por el bosque cegada por su propia rabia. No prestaba atención a nada a su alrededor. Por eso casi cayó de espalda cuando una nube morada apareció delante de sus narices dejando a su paso a una imponente mujer morena.
Su corazón comenzó a latir de prisa a causa del sobresalto y su boca se entreabrió para ayudar a procesar mejor el oxígeno. Sus ojos se agrandaron para observar mejor a la mujer que se le había aparecido. Reaccionó de inmediato llevando su mano derecha a la funda que colgaba de su cadera izquierda pero lamentablemente su espada no estaba en su sitio. Maldijo mentalmente mientras recordaba cómo la había tirado al suelo frente a la diana minutos antes.
- ¡Maldición! ¿Quién eres? – Preguntó frustrada.
La reina soltó una sonora carcajada. La había estado observando durante toda la tarde. Había sido un entrenamiento especialmente duro, pues Emma tenía realmente mala puntería aquel día.
- ¿La princesa está molesta por no ganar a la diana al oso pelirrojo? – le preguntó con burla. Emma frunció el ceño.
- ¿Quién eres? – Preguntó ahora Emma alertada.
- Creo que sabes exactamente quién soy, Emma. – su voz era juguetona. Se sentía viva haciendo lo que estaba haciendo. Casi embriagada por estar por fin cara a cara con la salvadora.
- ¿Cómo sabes mi nombre?
- ¿En serio esas van a ser todas tus dudas? Te creía más avispada, querida.
Emma no se movió de su posición de alerta y tampoco dijo nada. Su mirada la taladraba y la reina tenía la sensación de que la rubia la medía a cada respiración, sopesando sus posibilidades, como un animal salvaje. Lástima que para la princesa, no hubiera opción posible frente a ella, porque de eso estaba segura.
Regina dio un paso y de inmediato Emma retrocedió. Se paró en seco y le sonrío. Como si fuera un juego. Como si fuera un pulso en el que ambas medían la distancia en la que podían dejar ventaja a su adversario.
- ¿Quién eres? – Volvió a preguntar la rubia.
Regina suspiró y giró su cuello entornando sus ojos fijos en ella. Hizo una mueca con las fracciones de su cara antes de decidir presentarse.
- Mi nombre es Regina. – Dijo en un tono de voz majestuoso.
- Regina...- susurró la princesa y la reina esbozó una sonrisa satisfecha. Sus ojos se agrandaron y retrocedió otro paso. - ¿Qué haces tú aquí? Estás fuera de los dominios que se te asignaron. – Dijo como si ese fuera el mayor de todos sus problemas.
- Veo que sabes quién soy, princesa.
La morena le dio la espalda y comenzó a andar en la dirección a la que Emma se dirigía, hacia la laguna. Unos cuantos pasos bastaron para que llegase al inmenso claro y unas cuantas zancadas mal dadas bastaron para saber que la rubia la había seguido. La miró de reojo. Se había parado a su lado y la observaba como si aún no pudiera creer estar viéndola, aunque seguía manteniéndose a una distancia prudencial, por seguridad. Como si eso fuese a funcionar en caso de que ella decidiera matarla en aquel momento en el que nada la protegía. Habría sido así de no haber necesitado usarla antes de hacerlo.
- Me gusta este lugar. – Señaló con su dedo al horizonte, bañado de aguas azules, montañas, rocas y enormes árboles. Y en realidad era cierto, había aprendido a tenerle cierto apreció a aquel hábitat.
Emma no siguió la dirección de su dedo sino que no quitó ojo de su cara.
- No puedes estar aquí.
- ¿Y quién me lo impide? ¿Tú? – Se burló.
- No, ese fue el trato. Te dejaron vivir a cambio de que no volvieses a pisar el reino.
Regina soltó una risita.
- Yo vivo en el reino, querida.
- No aquí.
- Mi palacio está dentro del reino.
- Pero no puedes salir de él.
- No me quedó muy claro aquel punto. – Se burló de nuevo.
- Me temo que voy a tener que apresarte si no obedeces las normas.
La reina río con ganas.
- ¿Y cómo vas a hacer eso exactamente? ¿Con esa vaina vacía? – la miró - ¿O con tu aguda puntería? – Emma apretó la mandíbula.
- ¿Has estado espiándome?
- Tengo cosas mejores que hacer. – Le dijo con desdén – Sólo pasé por allí en el momento justo querida.
- No te creo. ¿Qué haces aquí?
- Ya te lo he dicho, solo he venido a disfrutar de las vistas.
- ¿Cómo lo has hecho? ¿De dónde vienes? ¿Y a dónde te diriges?
- Demasiadas preguntas para alguien que va desarmado.
- Exijo saber.
- No tienes poder sobre mí, querida.
- Te equivocas, soy la legítima heredera y me debes pleitesía.
Aquellas palabras llamaron la atención de la reina que la miró no sin asombro. Creía conocer algo de la rubia a raíz de lo que la había observado. Y jamás se había comportado como la princesa que era. Mucho menos como alguien que fuera legítimo heredero al trono. Es más, no parecía interesarle en lo más mínimo aquel título que ostentaba.
- No eres heredera de nada pues yo soy la legítima reina. Si tu madre no me hubiese apartado de mi trono y hubiese vuelto a mi pueblo en mi contra yo aún reinaría.
- Tú masacraste a tu pueblo. Causaste sufrimiento y dolor, no eras digna de ser su reina.
- Desde luego, quién te ha contado esa historia, ¿tu mamá? – Se burló de nuevo en medio de toda la tensión.
- El pueblo. Las familias de la gente a la que mataste. – Aquellas palabras fueron pronunciadas justo para provocar el dolor que causaron.
Aunque Regina se recompuso enseguida. A ella no le importaban esas gentes. No le importaba nadie. Solo le importaba conseguir lo que quería, y para ello tendría que esforzarse al máximo, aunque ello supusiera darle un toque de martirio a su interpretación.
- Me arrepiento de eso. – Sus palabras sonaron sinceras, incluso su voz sonó rota.
Emma permaneció callada unos instantes. Esa no era la reina malvada de la que todos le habían hablado.
- ¿Lo dices en serio? – La morena suspiró.
- ¿Me creerías acaso si te lo confirmo?
- No.
- Bien, ahí tienes tu respuesta. Ahora tengo que irme. – Dijo levantándose de la roca en la que había estado sentada.
- ¿A dónde vas? – Esta vez fue Emma la que dio un paso hacia ella
- A casa.
- No puedo dejarte marchar así. – la acusada sonrío de nuevo.
- Vuelvo a mi mazmorra dorada, ¿acaso eso no te satisface lo suficiente?
Emma se contrarió. Nunca había visto el exilio de la reina como algo así. Aunque, mirándolo en perspectiva, tenía razón, ella ya estaba condenada. ¿Qué más podía hacerle? ¿Tal vez retenerla más cerca de su castillo para tenerla mejor vigilada y que no se escapara para disfrutar de algo de libertad? ¿Cómo podía culparla por querer algo así? Ella la entendía a la perfección si se ponía a pensar.
¿Impresiones? Hasta el próximo!
