Sangre compartida
Schneizel trata de enseñarle esgrima a Clovis, que no sabe sino perder cuando el peligro es físico (aunque sea tan insignificante como el que ofrece un florete, con su punta redonda y una rudeza teatral que disimula la paranoia que invade a su dueño ante la mera idea de causar un daño real a su medio hermano) y al que tampoco le gusta ese sabor amargo en la falta de victorias no tan literales, como las que te cubren de oro y joyas en extra vestuario al aprender idiomas, sacar notas elevadas o dar el paso más delicado durante un baile de salón, de los primeros a los que ambos pueden asistir en calidad de realeza.
Al ayudarlo a levantarse, le toma de la cintura y es sincero como plata pura al decir que quiere estar con él para siempre, hundiendo la cara en su cuello, amando su risa, perdonando sus escalofríos, culpándose un poco por ir tan deprisa, sabiendo que lo comprenden. Algún día van a ser reyes de ese mundo que le pertenece a su padre, aunque les entreguen solo migajas de él. Y nadie hará muecas despectivas por ver que se quieren, ni hablarán de lo necesario que es enviarlos a estudiar a Academias diferentes, separados por montañas y mares, lagos y bosques, horarios drásticos y gran cantidad de material a solventar.
Pero cuando esos días llegan, Clovis es comida para los gusanos, el Imperio está a medio deshacer por las manos resentidas de un tirano con el que Schneizel lamenta compartir sangre, a pesar de su secreta admiración. Kanon pálido a su lado, un breve reflejo de Clovis cuando eran niños, pidiéndole que lo deje dormir en su cama, que no le importa si quiere que se saque la camisa, porque tiene miedo de las pesadillas y el cuerpo caliente de Schneizel es su protector. Intenta calmar a Kanon con mentiras. Clovis fingía creerle. Cornelia lo desprecia y Nunnally se aferra a sus palabras como si se trataran de oxígeno en medio de la asfixia.
Hubo una vez en la que Clovis intentó llamarlo, antes de ser asesinado brutalmente por Zero. Quizás para pedirle consejo. O solo para oír su voz y dejar de llorar. Schneizel pudo haberlo convencido de que se desnudara y tocara en medio de la vacía sala de conferencias de donde despidió a sus subordinados, aterrorizado como cuando eran niños y no sabía defenderse. A penas y se permitía soñar de la mano de Schneizel, como un ciego que se acerca a un abismo, siguiendo el juramento de que es un campo floral. Schneizel sabe seducir con palabras vacías, hacerlas bailar en caricias hipócritas que lo hacen verse como el amo de un teatro de marionetas. Pero Clovis era tan suyo que verlo tirado en el suelo, rodeado de sangre y de cuerdas cortadas, es triste. A penas y pudo manejarlo lo bastante como para enseñarle a guardar silencio.
¿Dónde estaba Schneizel? Riéndose de Clovis, resignándolo a sí mismo, mientras que Kanon se reclinaba sobre su espalda y este último cargó con la culpa, se arrastró ante él pidiendo perdón por haber causado la muerte de su hermano. Usó también aquello, deshaciéndolo con una risa fría, la más sincera de todas, mientras que lo sentaba en su regazo. Como arrancarse piel y carne en confesión. Desde entonces, cuando no había una ternura modulada frente a terceros como reflejo de una protección que sentía deberle, seguramente, Kanon dejaba que el temor lo poseyera. Y Schneizel lo sabía. Temblores en su piel. Clovis temblaba por la fiebre y el llanto. Psicosomáticamente. Patéticamente, hubiera dicho Marianne, riendo y Schneizel pensó cuando la vio burlarse de esa manera creyendo que solo sus hijos la escuchaban, que quería ser un tigre para casarse con aquella tigresa, matando primero a su padre. Indigno de ella. Totalmente indigno.
