No estamos solos
Quiso decirle muchas cosas antes, quiso buscarla y contarle aquello que por su mente pasaba. Quiso que sus ojos se encontraran una vez más, en un prodigioso momento a solas, y decirle entonces que él la comprendía.
Tantas palabras que quedaron atrapadas entre la garganta y la lengua, contenidas por el miedo a lastimarla… por el miedo a lastimarse. Y es que a veces ser sincero cuesta mucho, pero no decirle sería mentirle, ¿No es cierto?
Él no lo entendía bien, no entendía el límite que hacía que una verdad oculta se hiciera una mentira, pero sabía que mirar a alguien a los ojos cuando escondes algo tan grande era mentirle. Sin embargo, él siempre había sido un mentiroso. No porque mancillara la verdad, sino porque disfrazaba la realidad. No le agradaba serlo, pero tenía miedo, miedo a que si los demás lo veían tal como era lo despreciaran.
Por eso, siempre estuvo solo. Intentaba hacer amigos, pero para muchos era una persona traicionera, aunque no lo conocieran. Intentó agradarle a su Dios, pero su Dios temía perderlo, así que, como con todo lo que se teme perder, lo encarceló.
Y así creció, solo y temeroso.
Él sabía que era una persona detestable, porque así lo había dicho Dios, pero no sabía por qué. Después, quien dijo haberlo odiado, dijo después amarlo. Y él no entendía.
Decían que era fuerte, pero se sentía débil. Débil y vulnerable. Entonces, como cualquier persona que se siente expuesta, se encerró, porque si dejaba que los demás lo vieran tal y como era, lo lastimarían. Él ya no quería que lo lastimaran. Entonces sonreía, sonreía a pesar que estaba herido, pues cuando alguien llora los demás se alejan, porque los débiles son desagradables.
Y ya cuando se había acostumbrado a su fachada, llegó ella.
Ella: la muchacha amable, sonriente, cálida, dulce, comprensiva, sola. Ella también estaba sola. Siempre había sido auténtica, siempre. Pero estaba sola. No quería lastimar a quienes la amaban, así que escondía su tristeza. Entonces esbozaba una sonrisa que iluminaba la estancia, que alegraba el día de los demás. Los demás la amaban. A él también, muchas personas decían amarlo, pero, ¿Lo amaban? Si dejara de sonreír, si perdiera un poco su principesca caballerosidad, su fría clase, ¿Lo seguirían amando? Si un día gritara, gesticulara, llorara, ¿Lo amarían? Tal vez no. Y dolía, dolía mucho.
Movió su cabeza, y la contempló un momento. Ahí estaba, sentada, contemplando la lluvia caer, con esa expresión ajena y ausente, sin haberse dado cuenta de su presencia.
Él la amaba, a ella, a ella y a la atormentada soledad que se agazapaba en sus enormes ojos.
La amaba de verdad.
Entonces, ya no se sintió tan solo.
Cuando dos soledades iguales se encuentran, se hacen compañía. Ambos habían perdido mucho en el fuego, ambos estaban lastimados. Ambos comprendían al otro en silencio.
Quiso decírselo, pero no se atrevió… ¿Cómo hacerlo? Quiso decirle que la amaba, que la entendía, pero guardó silencio. De cualquier manera, ella sabía.
Después de todo, ahora ya no estaban tan solos.
