Potterverso Sorg-expandido. De la misma manera que existe una Física del Mundodisco, que pertenece a su creador Terry Pratchett, la magia creada por J.K. Rowling para su saga de Harry Potter funciona también según unas normas y parámetros inventados por su autora. Una sorg-expansión del potterverso transcribe esas mismas reglas (tan literalmente como me es posible cuando han sido claramente formuladas por la autora, o según como yo las interpreto cuando esto no es así), de manera que mis magos hacen la misma magia. Incluso puede que aparezca o exista alguna referencia a alguno de los personajes creados por la autora inglesa. Hasta ahí, esto es fanfic de HP, pero solo hasta ahí, puesto que de ahí en adelante podría ser fantasía sin más ni más. La inmensa mayoría de los personajes son de creación propia, al igual que las sociedades mágicas española e italiana (e incluso, vaticana), que no se parecen a la británica ¿por qué tendrían que hacerlo?
Dramatis Personae
- Almudena Pizarro: bruja del Departamento de Relaciones Internacionales del Ministerio de Magia de España y Portugal, que además en sus ratos libres ha escrito dos best Sellers (y tiene un tercero a punto de salir a la venta). Sus dos abuelas son personajes conocidos del potterverso sorg-expandido.
- Stefano Orsini: muggle milanés con fama de Casanova, perteneciente a una rama menor de la familia Orsini, que sabe más de lo que parece y que es más de lo que aparenta.
I
Julio de 2008
Una sombra penetró como una exhalación en la plaza y se escabulló entre las columnas. Por supuesto, no pasó desapercibida a los guardias y carabinieris, que diligentemente procedieron a darle el alto, aunque fue en vano. Dos de ellos se lanzaron inmediatamente en persecución de aquella persona de escasa estatura y formas redondeadas que corría trastabillándose, con los puños cerrados y envuelta en una especie de capa. En su mano derecha portaba algo largo, como un palo. Sus perseguidores pensaron que podría tratarse de algún objeto punzante.
El suceso era bastante insólito, y no por el hecho de que en pleno julio romano fuera un tanto absurdo ir tan abrigado, ni tampoco porque tuviera lugar a las tres de la mañana, ni siquiera porque el escenario en el que aconteció no formara parte del circuito nocturno de la Ciudad Eterna, aunque ciertamente era bastante peculiar que todo aquello ocurriera en la mismísima plaza de San Pedro. Lo verdaderamente singular era que la persona que se ocultaba era un tanto especial. Para empezar, el palo que asía en su mano derecha no era otra cosa que una varita mágica. Una de las de verdad.
De repente, la figura detuvo su carrera y se desplomó sobre el pavimento. En cuestión de segundos el guardia suizo y el carabinieri romano llegaron hasta ella constatando con horror que jadeaba terriblemente y se revolvía sacudida por horribles espasmos mientras borbotones de sangre manaban de su pecho como si fuera una fuente. El guardia suizo habló en alemán por un sofisticado walkie talkie mientras el carabinieri, con los ojos abiertos como platos, iniciaba un masaje cardiaco. Inmediatamente nuevos pasos apresurados retumbaron bajo las columnas de Bernini. Como por arte de magia, aunque realmente no lo era, un miembro del retén sanitario vaticano sustituyó al carabinieri, que se levantó del suelo con la cara colorada y el uniforme ensangrentado mientras dos hombres vestidos de negro salidos de la nada corrían hacia ellos a toda velocidad. El carabinieri se llevó la mano a la pistola durante unos segundos. Cuando reconoció a los hombres relajó la mano y esperó.
Se trataba de dos curas. El de mas edad era Monseñor Rascini. Frisaba los sesenta, más bien tiraba a bajo y era calvo y con cierto estómago. También era la mano derecha oficiosa del Secretario de Estado del Vaticano, algo así como un vicepresidente de un gobierno muggle, aunque en su caso en la sombra. El otro hombre era mucho más joven, tendría unos veintiséis o veintisiete años, y era alto, delgado y con mucho pelo negro y rizado cortado muy corto con maquinilla. Los dos iban vestidos de clergy-man sin alzacuellos.
- ¡Se está desangrando! ¡No llegaremos a un hospital!- dijo el médico del retén.- ¡No soportaría el trayecto ni siquiera en la UCI móvil!
- ¡A la enfermería de la Domus Sanctae Martae! - ordenó Monseñor Rascini. El sanitario asintió y dio las pertinentes instrucciones. Inmediatamente la herida, pues se trataba de una mujer, fue colocada sobre una camilla y trasladada a toda prisa, mientras el guardia suizo entregaba disimuladamente a Monseñor Rascini la varita que había recogido del suelo. Rascini hizo un gesto de asentimiento con la cabeza mientras el cura más joven, el Padre Antonino, contemplaba la escena sin pestañear. El nombre de la maldición – sectumsempra – acarició sus labios, pero no llegó a salir de ellos.
Poco después, aquella bruja fallecía en una habitación de la Domus desangrada, con el rostro desencajado y con el puño cerrado en torno a algo que parecía pergamino viejo. Los dos sacerdotes le administraron los últimos sacramentos y rezaron un responso por su alma.
- ¿El joven Orsini sigue en Roma? – preguntó el Monseñor después de santiguarse. El Padre Antonino asintió.
- Perfecto. Localícelo inmediatamente.
Por supuesto, de todos aquellos aconteceres yo no tenía ni la más mínima idea. En primer lugar, porque me encontraba a unos dos mil kilómetros de distancia, en una fiesta en la sierra de Madrid, y en segundo lugar porque no eran, en absoluto, ni de mi competencia ni de mi incumbencia.
Cuando, a posteriori, me hice con todas las piezas del rompecabezas y recapitulé sobre el asunto, no me costó recordar la noche en la que todo aquello había comenzado. No por la fiesta en sí, puesto que para desesperación de mis abuelos cualquier excusa era buena si hacía buen tiempo para aprovechar su jardín y su magnífica insonorización mágica, tendida hacía años por mi abuelo Santiago para que su numerosa descendencia no importunara a los vecinos. En realidad, tengo un recuerdo vívido de aquella noche porque no me encontraba del todo bien. Había vomitado varias veces y sentía malestar digestivo general, algo que me venía pasando de vez en cuando a lo largo del último año y que había achacado a tener el estómago algo tocado. La perspectiva de ser propietaria de una úlcera con tan solo veintinueve años era bastante desalentadora, pero había ido dejando de lado que me lo vieran por pura aversión a cualquier profesión relacionada con la salud, fuera o no fuera mágica.
El caso es que no supe nada hasta el miércoles de la semana siguiente, cuando al llegar a mi trabajo en la Subdirección de Relaciones Europeas del Ministerio de Magia de España y Portugal, me encontré con una nota que decía que el Director del Departamento de Asuntos Internacionales quería verme en su despacho inmediatamente. ¿Para qué querría verme el Gran Jefe?
Eduardo Callejón era esa máxima autoridad. Tenía aproximadamente un siglo y había dedicado toda su carrera profesional a la diplomacia, empezando por lo mas bajo hasta alcanzar el cénit del escalafón. Ocupaba lo que, en términos muggles, hubiera sido la cartera de Asuntos Exteriores, con el matiz de que lo venía haciendo sin interrupciones en los últimos treinta años.
- ¿Sabe algo del Libro de Silvestre? – me preguntó muy serio desde detrás de su escritorio. Dicen que cuando Callejón era joven no era tan formal ni parecía tan aséptico con los asuntos que trataba. Sería que los años le habían hecho tomar distancia.
- ¿El Libro de Silvestre? – repetí como un loro. Lo cierto es que no me sonaba de nada. Y si lo pensaba un poco, hasta me podía entrar la risa con ese nombre de gato de dibujos animados. Callejón asintió silenciosamente.
- Se trata de un incunable del siglo XI que forma parte de los Fondos Laurentinos de la Biblioteca de la Casa de las Tradiciones.
La mayor biblioteca mágica de nuestro país se encuentra en la institución precursora del Ministerio de Magia. Se trata de la Casa de las Tradiciones, creada en 1212 poco antes de que tuviera lugar la batalla de las Navas de Tolosa, fecha en la que la mayoría de las comunidades mágicas de los reinos peninsulares tomaron la decisión, anticipándose al Estatuto Internacional del Secreto en varios siglos, de hacerse a un lado ante los asuntos muggles. La Casa de las Tradiciones sigue existiendo en su sede original, en Toledo, como si fuera un gran museo. En ella está la Mesa de Salomón, el Archivo Histórico Nacional y la Gran Biblioteca. En ese momento, lo que yo desconocía era qué eran los fondos Laurentinos. Abrí la boca para preguntar, pero Callejón se me anticipó.
- Hace un cuarto de siglo, cuando usted ni había nacido...- esbocé media sonrisa, pero no lo desmentí – … el Libro desapareció. Fue sustraído sin dejar ni una huella, ni ninguna pista. Hasta ahora ha estado completamente desaparecido. Parece ser que dos de sus páginas fueron halladas la semana pasada en Roma. Las autoridades romanas están dispuestas a devolvernos el material recuperado, si es que efectivamente se trata de nuestro códice. Usted se va a hacer cargo del asunto. Tenga en cuenta que, aunque sea puramente administrativo tiene implicaciones internacionales, por lo que debe realizarse con cuidado y profesionalidad.
Dicho todo aquello, y sin que yo tuviera la más mínima oportunidad de replicar, se escuchó un sonoro ¡Puf! yme encontré con una carpeta en las manos.
- ¿Tiene alguna pregunta? – inquirió Callejón. Se me ocurrían unas cuantas, la primera por qué rayos el Gran Jefe se encargaba de endosarme personalmente un asunto aparentemente anodino, pero no me pareció adecuada para el más alto cargo de los asuntos exteriores. Callejón interpretó mi silencio como una negativa y se levantó de la mesa con presteza, señal inequívoca de que daba por terminada la reunión. Tuvo, eso sí, la deferencia de acompañarme hasta la puerta de su despacho y abrírmela. Me marché camino del ascensor para bajar hasta la planta inferior, donde se encontraba nuestra Subdirección, bastante despreocupada. No parecía un asunto muy complicado. Craso error. Cuando me senté a la mesa de mi despacho y abrí la carpeta casi se me para el corazón. Lo primero que vi, asido con un clip, era la nota en la que se me informaba de que tenía ese mismo día, a las doce, una reunión en la Nunciatura. Miré el reloj asustada y después respiré hondo. ¡Menos mal que aún faltaban tres horas!
Entonces caí en la cuenta y parpadeé. ¿Había leído bien? ¿No tendría que haber sido en el Consulado Italiano de Magia? La Nunciatura es un establecimiento muggle, muggle del todo. Y además, no es una Representación Permanente italiana ¿Qué pintaba una bruja en una Nunciatura?
Pero no, no había error. Había leído perfectamente. Ojeé el resto del expediente y constaté que no había prácticamente nada. Tan sólo un recorte de periódico del robo y un par de fotos de las páginas. Aquello no decía mucho. Decidí buscarme mi propia fuente de información. Haría una visita a mi abuela.
Mi abuela Sara era la más famosa etnóloga, antropóloga e historiadora mágica del país. Vivía con mi abuelo en un chalet en Los Molinos, un pueblo de la sierra de Madrid. Se había casado jovencísima, con tan solo dieciocho años, en unas circunstancias muy especiales, y había tenido cuatro hijos, tres chicas y después, descolgado, mi tío Jaime. Mi madre, la tercera de sus hijas, era, según todos decían, la más parecida a ella, tanto por fuera como por dentro. Mientras que externamente era innegable, internamente yo lo dudaba mucho. Con mi abuela yo me entendía muy bien, cosa que no podía decir que me ocurriera con mi madre.
Tal vez tenía que ver que una década atrás, mi abuela me hubiera dejado hurgar en su pasado de manera mágica, algo que no había hecho con mi madre. Aquello fue el detonante de que comenzara a escribir novelas de ficción, cosechando mucho éxito con las dos primeras. Precisamente, estaba esperando para uno de esos días las pruebas de imprenta de la tercera.
Me encaminé al vestíbulo y allí, en la zona habilitada para aparecerse y desaparecerse en servicio, me esfumé. ¡Ay! Con un estruendoso crac había aparecido a las puertas de su jardín, el de la fiesta de marras, pero había calculado mal y había ido a parar debajo de una conífera y me estaba pinchado con sus acículas. Alcé la vista y no me sorprendió encontrármela frente a mi.
Mi abuela me miraba fijamente desde la puerta de su verja, con los brazos en jarras. A sus pies tenía una gran bolsa de basura. Estaba seria. ¡Huy! Eso no era bueno.
- Parece que hablo en chino.- Soltó como bienvenida.- Os tengo dicho que tengáis cuidado con los vasos y las botellas, y que si alguno se rompe recojáis los cristales inmediatamente, que luego cualquiera puede cortarse, especialmente los niños.- Y depositó en la bolsa un trozo de botella en la que se distinguían perfectamente los restos de una etiqueta de Beefeater. Suspiré. Precisamente, yo no había probado el alcohol. Me sentí como, cuando de niña, mi madre nos castigaba a mi hermana y a mí por habernos peleado aunque la que hubiera iniciado todo hubiese sido Cecilia. Para salir del paso, decidí ayudarla y en cuanto entramos en el jardín saqué mi varita.
- Accio cristales.- Dije a media voz. Fue un error y me di cuenta en cuanto terminé de pronunciar la última sílaba del hechizo. Cerré los ojos aterrorizada al ver que se me venía encima un enjambre de trozos de vidrio afilados.
- Tracto inverso.- Escuché decir a mi abuela. Y sentí cómo una lluvia de finos granos de arena golpeaba mi cuerpo. Cuando terminó, abrí los ojos y la miré agradecida. Todavía tenía su mano alzada, sosteniendo aquella varita suya que parecía una rama arrancada de un árbol.
- Gracias, abuela.- dije sacudiéndome la arena que me cubría la ropa. Notaba que algunos granos se me habían colado por el cuello, pero eso era lo de menos. Ya los eliminaría con una buena ducha. Hubiera sido infinitamente peor cortarme con aquellos cristales.
- No ha sido una buena idea. ¿Por qué te crees que estaba yo recogiendo a mano?
- Tienes razón...- musité incapaz de encontrar una respuesta mejor.
- En fin...- Mi abuela volvió a mirar con expresión desolada su jardín. – Vamos dentro, ya terminaré con esto luego.- Y encaminó sus pasos hacia su casa. Yo la seguí.
- ¿Qué clase de hechizo has utilizado? - pregunté intentando normalizar un poco la situación. Además, sentía curiosidad.
- Un hechizo de inversión. El vidrio se hace a partir de la arena. He invertido su proceso de fabricación.
La miré con admiración. Mi abuela cumpliría ochenta y dos años el próximo septiembre y a duras penas aparentaba sesenta. Eso se debía, en buena medida, a sus genes mágicos, presentes en la familia a lo largo de más de un milenio. Pero también se debía, aunque no lo quería reconocer, a que mi bisabuela había coqueteado de joven con la Alquimia. Y eso, desde mi punto de vista, debía de tener algún tipo de consecuencia en los allegados. Respiré hondo. Era muy tranquilizador pensar que la tendría mucho, muchísimo tiempo conmigo.
- ¿Qué te trae por aquí a estas horas? – preguntó cuando me tuvo sentada en su comedor con un café y un bizcocho casero delante.
- Un asunto de trabajo. Necesito información sobre un libro medieval. Uno que llaman el Libro de Silvestre.
- También conocido como el Líber Gerbertii ¿Qué es lo que quieres saber?
Sonreí satisfecha. Era difícil que la abuela Sara no hubiera oído hablar de un libro. Era una lectora ávida desde la infancia.
- ¿De qué clase de libro se trata?
- Es un libro escrito por Gerberto de Aurillac. Tiene varias partes, pero la más famosa es la autobiografía del propio Gerberto, o lo que es lo mismo, del Papa Silvestre II, el Papa del Año mil, o también el Papa Mago.
Alcé las cejas con sorpresa al escuchar aquellas palabras. ¿El Papa Mago? ¿Seguro? Mi abuela pareció leer mi mente y asintió con la cabeza.
- Su fama de brujo se extendió entre los no mágicos, debido a su deseo de adquirir conocimientos de todas las ramas del saber de entonces, en particular de astronomía. Hubo quién le consideró una aberración, pero también hubo quienes lo llamaron luz de la Iglesia y esperanza de su siglo. El libro original se encuentra en el Archivo Secreto Vaticano, que posee, por si no lo sabías, la segunda mayor biblioteca de magia medieval del mundo. Una copia contemporánea está en la British Library, sección mágica, por supuesto. Había otra copia que formaba parte de los Fondos Laurentinos, pero si mal no recuerdo alguien lo robó hará…¿veinticinco años? Por ahí le andará…
- ¿Qué son los Fondos Laurentinos?
- Es una de las denominaciones de los volúmenes procedentes de la biblioteca del Monasterio de El Escorial. También se conocen como Colección de San Lorenzo.
- ¿En el Monasterio de El Escorial había una biblioteca de libros de magia? – pregunté sorprendida. Si estaba ¿a cuanto? ¿a diez? ¿a doce kilómetros del chalet de mis abuelos?
- Si. Felipe II quiso disponer de una extraordinaria biblioteca en el Monasterio. Eligió un erudito como bibliotecario, un sacerdote extremeño llamado Benito Arias. El padre Arias recopiló numerosos tratados de todo el saber del momento, incluid el mágico, especialmente de Alquimia. Según se dice, el monarca tenía especial interés en asegurar un suministro regular del valioso metal a sus arcas. En 1671 hubo un gran incendio, durante el cual magos de la Casa de las Tradiciones aprovecharon para salvar todo lo que pudieron y ocultarlo a los ojos no mágicos.
- Ese Arias ¿Era un brujo?
- No. Pero era un hombre extremadamente culto que hablaba latín, griego, hebreo, árabe y sirio. Y conocía a mucha gente, incluidos magos de verdad… Pero todavía no me has dicho a qué viene ese interés...
- Han aparecido un par de páginas en Italia. Si realmente pertenecen al volumen de la Casa de las Tradiciones nos las devolverán, pero hay que tramitar un expediente y me ha tocado el papeleo.
- Algún perito paleógrafo tendría que hacer una autenticación.
- Ajá. Eso ya lo tenía claro, pero en realidad me han dado una información muy escasa sobre ese Libro ¿Tu lo has leído?
- No.- Negó mi abuela. Al darse cuenta de mi cara de decepción articuló media sonrisa. Me estremecí al constatar que mi madre sonreía exactamente igual.
- No he leído toda la Biblioteca de la Casa de las Tradiciones. Creo que me llevaría varias vidas… Lo cierto es que nunca he dedicado el suficiente tiempo a estudiar las relaciones Iglesia-Mundo Mágico en la Alta Edad Media… hmmmm… sería cuestión de considerarlo, ahora no tenía en mente ningún proyecto y si verdaderamente se ha recuperado algo…
Mi abuela se quedó pensativa. Era una mujer de una increíble actividad intelectual, la Escolar más joven de la historia del Studium de Coimbra, puesto que había leído una Disertatio en Antropología, algo así como una tesis doctoral, con tan solo veintiún años, embarazada de mi tía Amparo y ya madre de una niña de poco más de año y medio, mi tía Amaia . Aquella Disertatio fue una revolución en su campo, y también fue el comienzo de una vida profesional activísima y prolífica. Seguía en forma y yo había conseguido encontrar algo que despertara su espíritu investigador. Me hinché de satisfacción.
- Hablando de otra cosa ¿Cuándo están tus pruebas de imprenta? – dijo mirándome fijamente a los ojos.
- La semana próxima, espero. – contesté tras engullir un bocado de bizcocho.
- ¿Es del estilo a los otros dos?
- ¿Quieres decir si son aventuras?
- Si.
- Pues sí, es una novela de bastante acción.
- Pues permíteme decirte que eso no me parece bien.- me soltó tan campante.
- Pero ¡Si ni siquiera lo has leído! – me indigné.
- Tres libros en diez años no es una ratio elevada, que digamos. No tiene importancia si la calidad compensa…
- ¿Insinúas que mis libros son malos? – pregunté perpleja.
- No es eso. Lo que me parece es son más de lo mismo. Creo que deberías evolucionar, crecer, sacar lo que llevas dentro.
Casi se me atraganta el siguiente bocado. Estaba orgullosa de los tres, de cada uno más que del anterior. Con el último, estaba especialmente satisfecha, porque me había costado mucho y creía que había llegado a la cuasi perfección. Y de repente, mi idolatradísima abuela lo menospreciaba sin ni siquiera haberlo leído.
- No me parece justo que emitas un juicio así, sin haberlo leído siquiera…
- Y hasta podría no llegar a leerlo.- dijo con una sonrisa irónica.
- ¡Abuela!
Estaba horrorizada. Por momentos, mi abuela se volvía una replicante de mi madre, nunca del todo satisfecha con lo que yo hacía. Estuve a punto de salir corriendo, y si no lo hice fue porque llegó mi abuelo. Aunque lo cierto es que tampoco venía muy contento.
- Creo que vamos a tener que prohibir las fiestas en nuestro jardín, al menos en nuestra ausencia.- dijo al verme allí sentada.- ¿A quién se le ocurrió lanzar chispitas con la varita? Querían ponerme una multa los del Ayuntamiento por lanzar fuegos artificiales sin autorización.
Me puse un poco roja. No había bebido alcohol ni se me había roto ningún vaso. Pero sí había lanzado alguna que otra chispa al cielo. Decidí que era mejor marcharse antes de que fueran saliendo a la luz más trapos sucios de la famosa fiesta. Me excusé diciendo que tenía una reunión, lo cual era una verdad como un templo. Eran las once y cuarto cuando me aparecí en el Ministerio. Lo primero que hice fue correr al baño para comprobar si estaba mínimamente presentable para acudir a la Nunciatura.
Me miré en el espejo mientras, compulsivamente, colocaba mis gafas bajo el chorro de agua. Bueno, al menos mi traje de chaqueta aprobaría puesto que estaba recién salido del tinte. No se podía decir lo mismo de mi pelo porque aquella mañana no le había dedicado ni medio segundo al salir de la ducha. Herencia de mi madre y de mi abuela es ese pelo, de un castaño claro que tira a rubio en cuanto le da un poco el sol, abundante, fino y ni liso ni rizado, sino con un montón de ondas que a las primeras de cambio campan indómitas por mi cabeza. Pero el lote genético no ha incluido, para mi pesar, la habilidad para manejarlo, ni siquiera con magia, así que la imagen que me devolvía el espejo recordaba vívidamente a alguna criatura de los bosques un tanto asilvestrada. Suspiré, agité la varita, hice aparecer un cepillo y, durante cinco largos minutos, intenté, infructuosamente, hacer algo con aquello. Inútil. Tuve que dejarlo por imposible.
En fin, el caso es que diez minutos antes de la hora entraba yo por la puerta de la Nunciatura. Mostré al personal de seguridad mi carnet de identidad, el muggle, por supuesto, pasé mi bolso por un escáner (por si acaso, me había metido mi varita en una manga de la chaqueta) y respondí cuando me preguntaron a quién venía a ver con el nombre de un tal Padre Osvaldo Federico Romero. Una vez pasado el protocolo de seguridad, me hicieron esperar en una salita durante cinco minutos que se me hicieron larguísimos hasta que apareció el sacerdote.
Mi interlocutor era bajo y vestía una sotana larga hasta los pies que acentuaba aún más su tez cetrina. Tras la bienvenida de cortesía me hizo pasar a un despacho contiguo y, una vez sentados, fue al grano inmediatamente.
- Los paleógrafos del laboratorio vaticano han autenticado las páginas. Corresponden, en efecto al Liber de Gerberto. En una esquina han encontrado un fragmento de sello del Ministerio de Cultura. Sin duda, se trata de su ejemplar...- dijo con su ligero acento suramericano.
Respiré hondo. Alguien del Ministerio de Magia había hecho un buen trabajo. Este cura tenía la memoria alterada, de manera que creía que hablábamos de un códice muggle de la Biblioteca Nacional. Mejor, mucho mejor que tener que explicarle que yo era una bruja y otras minucias por el estilo.
- No hay problema en que se restituya. Le harán entrega del mismo en el Vaticano.
- ¿Cómo dice? ¿Tengo que viajar a Italia? ¿No van a traerlo?
El Padre Romero me lanzó una beatífica sonrisa.
- Alguien tiene que firmar las actas de recepción en el Archivo Secreto Vaticano, y según me han dicho en Exteriores usted tiene competencia para ello.
No supe qué contestar. No tenía ni idea de cuáles eran los trámites muggles para un caso semejante, de manera que si ese cura me hubiera dicho que tenía que firmar debajo mismo de la Piedad de Miguel Ángel para que me hicieran la entrega de las dos páginas, habría supuesto que sería verdad. ¿Para qué iba a querer mentirme un cura? ¡Si además mentir es pecado!
- Estamos de suerte. Precisamente está en Madrid una persona muy estimada por la Curia que podrá acompañarla y facilitarle todo lo que pueda precisar durante su estancia en Roma. Se trata de un seglar.- aquello último lo dijo con una sonrisa torcida. Yo, por mi parte, como no entendía bien de qué iba el juego, mantuve mi cara de póquer - Nos aguarda en la salita.- Y diciendo aquello me tomó del brazo y me llevó hasta la habitación en la que le había estado esperando cuando llegué, donde ahora había un tipo alto y rubio que me dirigió una mirada impertinente. Iba vestido impecablemente con un traje y una camisa de Armani que dejaba insinuar perfectamente que se pasaba por el gimnasio varias veces por semana. Efectivamente, aquel espécimen no podía ser un cura. Otra le habría devuelto la mirada descarada y, ya que estaba a la vista y disponible, habría disfrutado de las vistas. Desgraciadamente, no era en absoluto mi caso. Mi primera impresión fue de desagrado. Y es que mi experiencia me llevaba a desconfiar de los tíos que despliegan de manera tan ostentosa todos aquellos atractivos, como si fueran pavos reales. Me cayó mal, rematadamente mal desde el mismo momento en que posé los ojos en él. Y eso que no había abierto el pico.
- El Dottore Orsini.- dijo el Padre. Y yo no pude evitar alzar las cejas sorprendida. ¿Aquel individuo era un Dottore? ¿En qué? ¿En seducción a la italiana?
- Stefano.- dijo tendiéndome una mano y exponiendo una dentadura perfectamente alineada y de un blanco que casi molestaba a la vista. La estreché con resolución, mirándole fijamente a los ojos. Los tenía de un extraño color azul verdoso.
- El Dottore Orsini es un seglar.- insistió el cura con una sonrisa- Como le he dicho, le asistirá en el Vaticano en todo lo que desee. Seguramente será más cómodo para usted, señorita Pizarro.- Me pregunté entonces en qué demonios estaría pensando aquel cura ¿Qué iba a ligar con Orsini?
- Mañana por la tarde, Signorina Pizarro, se celebra una fiesta en el jardín de la Embajada de Italila. ¿Conoce el edificio? – ¿Quién, que haya pasado alguna vez por la calle de Juan Bravo, no se ha fijado en la embajada de Italia? No todo el mundo sabe que se trata del Palacio de Amboage, y que además de sede de la Cancillería es la residencia privada del Embajador de Italia en Madrid. Pero todo el que ha pasado por delante ha admirado el edificio, sito en pleno centro del Barrio de Salamanca, ocupando una manzana entera y con un jardín privado espectacular.
– El Embajador me ha pedido que le transmita que estaría encantado de contar con su presencia.- Y me tendió un sobre con membrete que, sin lugar a dudas, contenía una invitación.
Suspiré para mis adentros. Si no había más remedio que ir… El cura puso sonrisa beatífica, como si acabara de administrarnos la Solemne Bendición Matrimonial, y, con una habilidad pasmosa, se las ingenió para desaparecer, de manera que me encontré acompañada hasta la verja de la Nunciatura por aquel individuo.
- Bueno, encantada de haberle conocido… - dije protocolaria.
-¡Por favor! ¿Cómo no vamos a tutearnos? Llámame Stefano. Toma.- Me tendió su tarjeta. La miré sin prestarle mucha atención y la guardé en el bolso.
- Almudena es un nombre bonito. Muy madrileño.
Parpadeé al oír mi nombre de pila en boca de aquel fanfarrón. Nunca me había gustado, y tampoco tenía ni idea de qué mosca había picado a mis padres para hacer semejante elección. No había ninguna otra en la historia de la familia, lo cual era normal porque ninguno de mis padres era madrileño, ni creía que volviera a haberla en los próximos cien años. Aquel casanova creído y superficial estaba listo si pensaba que con cumplidos facilotes ganaría mi confianza.
- Puedo pasar a recogerte con mi coche. ¿Dónde vives? – Me soltó antes de que me hubiera recuperado del impacto anterior.
- Er…, no, no hace falta que te molestes…
- No es ninguna molestia.-Y dicho y hecho extrajo una blackberry y un lapicito de plástico.- Dime la dirección. Y también un teléfono, por si hay atasco o algo así. ¿Tu móvil?
Puesto que tenía que trabajar con él, y que se trataba de un asunto de corte diplomático, me pareció que igual quedaría demasiado grosero si seguía buscando excusas, así que, a regañadientes, le di mi dirección y mis teléfonos. Total, yo tenía clarísimo donde estaban los límites exactos.
- Perfecto. ¡Un sitio estupendo! Lo conozco bien. Te recojo a… digamos… las nueve y media. ¿Te parece bien?
No, no me parecía bien en absoluto. No quería ir con él. Pero me tendría que sacrificar por el bien de la sociedad mágica.
Una vez fuera de la Nunciatura regresé en un taxi al Ministerio y allí me incorporé a la red Glu para que me devolviera a mi casa. En una ciudad en la que viven tres millones de personas, la inmensa mayoría en edificios de numerosas plantas, lo de las chimeneas es poco operativo, más que nada porque casi no existen pisos con chimenea individual. En los años 50 del siglo pasado los ingenieros mágicos diseñaron el sistema Glu, que aprovechaba los sistemas de calefacción. Es algo más incómodo y más ruidoso, incluso para los muggles, pero mucho más idóneo que la red Flu.
Una puede tener en su haber un par de best Sellers, pero eso difícilmente aporta suficiencia económica, menos cuando tu espectro de ventas se reduce a una parte de la sociedad mágica adulta. Mis extras literarios no me permitían dejar mi trabajo en el Ministerio, aunque me aburriera soberanamente en muchas ocasiones. Al menos, los ingresos me habían permitido algunos caprichos. Y yo estaba especialmente orgullosa del mas caro de todos ellos: mi casa.
Si, en cuanto fue posible decidí adquirir mi propia vivienda y emprender el vuelo, alejarme de la convivencia diaria con mis progenitores, especialmente con mi madre. Adquirí un ático pequeño en la plaza de Oriente, que no me costó tan caro como podría haberse esperado porque estaba para reforma total. No me importó. Siendo nieta de un ingeniero mágico, estaba segura de que, camelándomelo un poco, conseguiría que se encargara de las obras, como así fue. Un salón que no estaba nada mal, donde cabía un sofá que podía convertirse en cama, un pequeño despacho, una cocina de las dimensiones óptimas para no sentirme ni agobiada ni perdida, un baño para las visitas, un aseo junto a la cocina y, sobre todo, un enorme y luminoso dormitorio con baño incorporado y con un hermoso ventanal a la terraza. En las noches de verano, a veces, el Teatro Real pone pantallas y altavoces, y la gente se sienta a escuchar el espectáculo que se desarrolla dentro. Yo muchas veces escucho a los cantantes tumbada en la cama, con la ventana abierta y los ojos cerrados, dejando volar la imaginación y figurándome que yo misma estoy sobre el escenario… Y es que mi vocación frustrada es haber sido soprano. Me encanta el bel canto, pero mi problema es que, a pesar de haber dedicado numerosísimas horas al estudio de la música, sigo teniendo una pésima voz.
Durante los dos días siguientes estuve analizando la información y recopilando datos sobre la Roma mágica. Al parecer, las dos páginas habían sido encontradas en el Vaticano. El hecho de que la seguridad vaticana corresponde tanto a la Guardia Suiza como a la policía italiana explicaba que de por medio anduvieran tanto la Nunciatura como la Embajada. Por otra parte, que en la autenticación hubiera intervenido el laboratorio paleográfico vaticano era una gran suerte, pues eran de lo mejor. Periódicamente una pregunta resurgía en mi mente, una a la que me daba una pereza infinita dedicar tiempo. En todo aquello ¿dónde encajaba Orsini?
El viernes por la tarde decidí, con buen criterio, que si quería estar presentable tendría que pasar por la peluquería. Después escogí una camiseta fucsia adornada con perdería y una falda en los mismos tonos, sandalias abiertas y una rebeca por si hacía algo de frío. Me miré por última vez en el espejo. Si, mi madre, siempre exigente, me habría aprobado. Suspiré cuando el telefonillo dio un timbrazo. No había más remedio. Cogí el bolso y las llaves y salí de mi refugio doméstico.
Cuando llegué al portal me quedé bloqueada por unos instantes, sin capacidad de reacción. El italiano y su coche atraían las miradas de todos los transeúntes que pasaban por aquel rincón de la plaza de Oriente, daba igual que se tratara de hombres, mujeres, niños o perros. Stefano Orsini, vestido con pantalón claro y camisa blanca de una seda finísima con los puños arremangados, dejaba ver sus antebrazos morenos y un Tag Heuer en la muñeca que debía costar una fortuna en euros, mientras el resto de su fachada se exponía con soltura y desparpajo apoyada con indolencia en el lateral de un Ferrari. Rojo, por supuesto, y con matrícula italiana. Me miró de arriba abajo con un descaro que me molestó tanto que, a falta de un basilisco, le devolví una mirada furibunda. Me contestó con una amplia sonrisa de esas de anuncio que él se gastaba. A continuación, se aproximó a mi y me plantó sin permiso un beso en cada mejilla. Me quedé rígida como un palo. Que fuera italiano y que estuviera como estaba no le daba patente de corso para tratarme así. O al menos, fue lo que me pareció.
- Bella...bellisima – murmuró en italiano - Estás guapísima.- Me soltó con voz edulcorada mientras me abría la portezuela del acompañante y con un gesto me invitaba a entrar. Mal, esto va a ir muy mal, pensé. Yo seguía muy tiesa, pegada al asfalto. Haciendo caso omiso al cumplido, señalé acusadoramente con el índice hacia el cochazo.
- ¿No estarás pensando en atravesar Madrid volando a baja altura con eso? – espeté.- porque si es eso lo que pretendes, prefiero coger el metro.- Por supuesto, omití que me refería al 3M, que es como abreviadamente se llama al Metro Mágico de Madrid.
Stefano soltó una carcajada.
- Me había parecido que a una mujer como tu no le importaría volar.
- No a través de una ciudad tan saturada de coches y con tantos peatones.- dije muy seria. En aquel momento ni se me ocurrió pensar que pudiera referirse a otra cosa.
- Seré respetuoso, entonces.- Contestó sonriente.
- No me fío nada.- Dije yo a media voz mientras me metía en el coche.
- No llevo placa CD, así que carezco de inmunidad.- Comentó divertido mientras arrancaba.
Abrí la boca, tentada de preguntarle a qué se dedicaba, pero el sentido común me dijo que no mostrara la más mínima curiosidad por aquel italiano porque podría interpretar lo que no era. Permanecí bastante silenciosa todo el camino. Total, el se encargaba de toda la conversación y yo me limitaba a contestar con monosílabos y a mirar por la ventana.
Fuera lo que fuera, Stefano Orsini era considerado una personalidad, porque le franquearon el paso en la embajada y le dejaron aparcar dentro su lustroso Ferrari. Por supuesto, una vez dentro numerosas miradas convergieron hacia nosotros. Orsini me tomó del brazo y, sonriendo y saludando a unos y a otros me llevó hasta donde se encontraban el embajador y su mujer.
Estaba jugando a ser una muggle del Ministerio de Exteriores, así que debía andarme con sumo cuidado con lo que decía.
- ¿Sabía que el marquesado de Amboage es un título concedido por el Vaticano?- me comentó la embajadora mientras nos llevaba del brazo hasta un grupo de mujeres. Me introdujo a todas ellas, muchas de las cuales ya conocían a Orsini. Dos llamaron especialmente mi atención. Una era una periodista española muggle cuya voz me resultaba tremendamente familiar, sin duda la había escuchado por la radio.
- ¡Oh! Roma está llena de fantasmas.- decía la periodista. - A mi me parecen especialmente interesantes los femeninos.
- Creo que has llegado a ver uno ¿no? – preguntó la embajadora.
- Pues sí, fue en la embajada de España, donde está el fantasma de Fray Piccolo. Estoy convencida de que lo vi. Era un fraile que por lo visto se lió con la mujer de un miembro de la embajada, el marido les pescó y a él le mató. Su alma vaga desde entonces por el palacio de España. La primera vez que fui a cenar a casa del Ministro Consejero llegaba tarde y subí corriendo. De repente, al dar la luz en el patio, al que dan cinco puertas, me encontré a un fraile que estaba en un rincón, y como no sabía cuál era la puerta del Ministro Consejero, le pregunté y me señaló la correcta. Le di las gracias y entré. Una vez dentro le comenté al Ministro: "Menos mal que tenéis un fraile, porque tanta puerta... ¿Cómo que un fraile? -me contestó-. Imposible, por que desde la portería nos dicen quién viene. Y dijeron todos: ése es Fray Piccolo. Pero salimos fuera y ya no había nadie.
Miré a aquella periodista con los ojos muy abiertos. Hasta que mi hermana Cecilia no había empezado a llenarse de niños – ya iba por cuatro – había trabajado también en el Departamento de Internacional. Y se había quejado mucho de las reclamaciones periódicas que se recibían por parte del Ministerio italiano con relación al fraile. Al parecer, no estaba claro si aquel fantasma, real como la vida misma, era competencia nuestra o de ellos, puesto que, aún siendo italiano de nacionalidad, desde el punto de vista legal había iniciado su fantasmal existencia en suelo español. Fray Piccolo tenía una tremenda debilidad por aparecerse a los muggles, y ahí tenía una muestra de primera mano de ello.
Stefano, que hasta entonces había permanecido junto a mi, fue requerido por alguien. Entonces otra mujer del grupo se me aproximó. Respondía al nombre de Doria Spinola y era una mujer alta, de curvas pronunciadas, larga melena rubia y ojos muy azules. También iba vestida con ropa cara. Una modelo, vamos. No se me había pasado por alto su sonrisa, entre divertida y escéptica, con la anécdota del fray Piccolo. Entabló una conversación conmigo que, no se bien como, acabó centrándose en Orsini.
- A Stefano le gustan todas.- me soltó de pronto.- pero especialmente las que son como tu. Es un amante magnífico, cuidadoso, detallista... y apasionado. Su problema es que no es constante.- la modelo frunció el ceño.- Tal vez sea que no ha encontrado la horma de su zapato...En fin, disfrútalo mientras lo tengas.- añadió frotándome un brazo.- Es verdaderamente especial.- dijo pensativa.- Con él no sirve ni la más potente poción de amor.- Y sin más se alejó dejándome con los ojos muy abiertos. ¿Es que aquella modelo de pasarela Cibeles era también una bruja?
Al cabo de un par de horas me sentía cansada de la presencia casi constante de Orsini. Bien era verdad que el goteo de personas que se acercaban a saludarle era constante. A todos me presentaba educadamente, y yo sonreía y saludaba. Pero era demasiado. Era imposible recordar tanto nombre y tanta cara. Algunos invitados ya habían dejado la fiesta, así que no se lo tomarían a mal si yo también lo hacía.
- Me marcho.- Le solté de pronto. – Es una fiesta muy agradable, pero estoy cansadísima.
Orsini hizo una pequeña mueca, pero enseguida se recompuso.
- Espera. Te acompañaré a tu casa.
- No me hace falta, gracias. Esto está muy entretenido.- dije sin rebajarme a dirigir una mirada a la despampanante italiana que en esos momentos se lo comía con los ojos. Orsini debió darse cuenta, porque dirigió su mirada hacia donde yo tenía la mía.
- Oh, Silvia. Es una buena amiga.
- Entonces te dejo en buena compañía.
- Oh, no. Insisto. Además así tendremos un poco de calma para comentar un par de cosas.- No estaba dispuesto a dejarme marchar sin mas. Suspiré y me dejé llevar hasta el coche. Estaba demasiado cansada para discutir.
- ¿Has reservado ya vuelo? – me preguntó cuando estábamos parados en un semáforo.
- ¿Vuelo?
- Claro. Para ir a Roma.- dijo como lo más obvio. - ¿Ya has concertado el día de entrega de las páginas?
Le miré con estupor. Lo cierto era que no había hecho nada por el estilo. Y aunque no hubiera sido así, no habría comprado un billete de avión. ¿Para qué, si tenía otros medios más cómodos?
- Yo tengo que estar el lunes en Roma. Me marcho mañana porque me voy conduciendo.- Giró la cabeza y me miró de frente.- Tal vez vuele un poco a baja altura...- bromeó.- Tienes mis teléfonos de Roma. En cuanto haya algo concreto, llámame o mándame un e-mail. Y dime cuándo llegas, para que vaya a recogerte al aeropuerto.
¡Andaba listo si pensaba que haría tal cosa!. Le notificaría cuándo tendría lugar la entrega, claro, porque no me quedaba más remedio. Pero no pensaba decirle cuándo llegaría. Y sumida en aquellos pensamientos me adormecí con la cabeza apoyada en el respaldo hasta que él me puso la mano en el hombro. Abrí los ojos con un respingo.
- Ya hemos llegado.- dijo suavemente.- Estás realmente muy cansada. Espero que duermas bien.
- Muchas gracias. Buenas noches.- y sin más abrí la puerta del coche y salí. El coche no se movió mientras cruzaba la calle y llegaba hasta mi portal, y aunque no me digné a girar la cabeza, algo me dijo que Stefano miraba fijamente cómo sacaba las llaves, abría la puerta y desaparecía por el portal.
Me puse un pijama de verano, de manga y pantalón cortos, me tomé una pastilla de Almax lamentando para mis adentros, como siempre, que el oficio de boticario mágico hubiera decaído hasta dejar esas cosas en manos de la farmacopea muggle, me bebí un vaso de leche fría y me tumbé sobre las sábanas. Había dejado un resquicio de la ventana abierto y entraba una suave brisa. Cerré los ojos. ¡Dios mío! Pensé. ¡Qué absurdo es todo! Tenía que viajar a Italia para tramitar ante las autoridades del Estado Vaticano, sí, el Estado Vaticano, la curia de la Iglesia Católica, la devolución de un códice procedente de la biblioteca mágica Laurentina, acompañada de un muggle italiano que, no terminaba de comprender bien por qué, me habían endosado. ¡Era todo un completo sinsentido!
