CUENTOS
A Draco le gusta que le cuenten historias.
Por la noche, cuando se acuesta en la cama entre brazos amantes, o a media tarde, tumbado en el sofá al bienestar de la sobremesa.
Actúan sobre él de la misma forma que un calmante, como una poción energizante que enternece el escaso frío que aún pueda sentir, mordiendo desde un pasado desterrado al olvido.
Las historias muchas veces se vuelven cuentos.
Y es entonces, cuando Draco cierra los ojos, esboza una sonrisa y escuchándolos se queda dormido.
Sin pesadillas; sin sueños.
Sin recordar el día en que su padre entró en su cuarto y con un mandoble de varita mandó al limbo todos sus juguetes, sustituyendo al dragón de su mano por una varita de cedro.
"Eres ya muy mayor para pasarte el día jugando, Draco Malfoy"
A Draco no le extrañaba que con once años se creyera el rey del mundo adulto. No, si se tenía en cuenta que llevaba seis escuchando entre maldiciones que no era más que eso.
Ni siquiera a su madre, la parte más dulce de esa época aciaga, se le había permitido el privilegio de conservar a su niño. Con desesperación, la mujer vio como su ángel de grandes ojos grises, pasaba de su abrazo seguro, a los roces crueles de la piedra, en los sótanos de Malfoy Manor, luchando por ser digno.
Ante la amenaza del patriarca de encerrar a su hijo de forma permanente en los calabozos, Narcisa desistió de acudir a su habitación a curar sus heridas y arroparle cada noche, aliviando con sus cálidas caricias los efectos aún visibles de los crucio.
Draco jamás se sintió tan solo como tragándose su dolor y sus lágrimas en el silencio de la madrugada, sin más compañía que la marca tenebrosa flotando en el aire sobre su cama, verde y espantosa, como recordatorio de quién era su amo a partir de entonces.
Lo que hubiese dado por un cuento... Por una voz melodiosa que le hablase de mundos distintos al suyo, donde las heridas se curasen solas y las caídas siempre fueran sobre suelo suave. Donde nadie le obligase a cambiar para aceptarle.
Suspirando, imaginaba al resto de niños de su edad, escuchándolos en su nombre. E inventaba historias, miles de ellas, que le ayudasen a evadirse y a no ver esa luz macilenta, y a no sentir ese nuevo hilo de sangre que se escurría de la herida abierta.
Llegó un momento en que Draco ya no sangraba, porque ya no caía. La dignidad estaba conseguida, y de pronto, un día, cosas como los juegos, los cuentos y las caricias se antojaron superfluas e innecesarias.
Lucius sonrió con orgullo.
El letargo duró varios años. Tantos, que Draco llegó a creerse a sí mismo y con ello, logró engañar a todos los que le rodeaban.
A "casi" todos.
No era tan irónico, si uno se paraba a pensarlo. Sólo alguien muy parecido a él, podría haberle descubierto.
Alguien que también se hubiese contado a sí mismo los cuentos.
FIN
