N/A: Este es un fanfic regalo para mi mejor amiga, Monse, que siempre reta mi capacidad y sobrestima mi talento.
VENENO
Por Nekane Lawliet
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Desde el momento mismo en que lo había visto entrar al thólos, no había podido dejar de mirarlo tan analíticamente como medía al peligro. Había algo nuevo en él, algo extraño que no había visto antes y que atraía poderosamente su interés. Ambos tenían ya dieciséis años y estaba claro que habían dejado la infancia atrás. La voz les había madurado tanto como las facciones y los músculos, otrora lánguidos y macizos, se les habían hinchado en los brazos y la espalda. Pero no era nada de eso, por muy guapo que se hubiera puesto en el último año. No tenía que ver con ninguno de esos cambios físicos. Se trataba de algo más, algo invisible, etéreo, poderoso y fascinante; pero por mucho que lo intentaba, no lograba descifrar de dónde provenía aquella repentina atracción.
Tenía calor, muchísimo, quería abanicarse pero aquello habría sido poco digno. Trataba de apaciguarse apurando la copa de vino helado, fresco como un amanecer de invierno. Siempre había tenido el cuerpo más caliente de lo normal por todo ese veneno que le corría por las venas, pero en ese momento sabía que la causa era externa. No sabía qué era. Lo único de lo que estaba seguro era que eso, sea lo que sea, se le había metido por los ojos y de allí había agarrado camino hacia el resto de su cuerpo. Aquello le había calentado la sangre y secado la boca; sentía el calor acumularse entre sus piernas y el deseo desesperante de beber, pero no agua, eso no.
Camus de Acuario no hacía más de lo que hacía en reuniones anteriores. Silencioso, gélido, apenas y lo había escuchado hablar cuando lo saludo por mero protocolo. No paraba de mover la copa de vino que sostenía desde hacía una eternidad, ni dejaba de mirarlos a todos como si los midiera, como si entre los hombres que lo rodeaba hubiera un secreto presumiblemente interesante. Pero no hablaba, no reía, apenas y hacía algún gesto. Su pasmosa indiferencia y su frialdad estudiada eran las mismas de siempre.
No había nada raro ni diferente en él. Pero era como si lo viera por primera vez, sabiéndose de pronto, por obra casi divina, atraído por cuanto obrara y excitado por sus movimientos.
Jadeó contra la copa de vino cuando sus ojos volvieron a cruzarse.
La larga mesa del banquete estaba llena de bandejas con comida de todo tipo, sin embargo los platos de los comensales estaban apenas cubiertos. No era el caso de las copas, vaciadas y rellenadas de por un excelente vino Siciliano sin miramientos. El vino corría sin tregua, pero no había quién los culpara; no había manera de soportar aquello sobrios.
El Patriarca ocupaba la cabecera, pero no había probado ni un solo bocado, ni bebido nada en toda la noche. Permanecía rígido como una piedra, con las manos a ambos lados de su plato y la máscara impasible que le daba el aspecto de una efigie antigua; sólo el ocasional tamborileo de sus dedos era lo único que delataba que realmente vivía.
Nadie estaba cómodo, Milo de Escorpión, como el resto de los hombres, estaba ahí porque ese era el tipo de cosas que se esperaba de ellos. Aquella pantomima de banquete calmaba los ánimos de las tropas y elevaba la moral de los hombres al creer que sus líderes se reunían, planeaban estratagemas, coordinaban guerras y ganaban batallas. Creían, incluso, que Atenea misma asistía y transmitía sus mandatos a los jóvenes líderes. La realidad era que la niña diosa prefería la seguridad de su adytón y el recogimiento, en tanto que ninguno de ellos se llevaba bien; algunos llegaban a dirigirse el saludo, pero no había amigos entre los Santos de Oro y aquella pantomima de festín sólo hacía acrecentar la tensión.
Y aunque muchas cosas podían decirse del Santo de Escorpión, nunca que era un insurrecto ni un desleal. Menos un traidor, eso sí que no. Así que como cada año, se había presentado con la armadura lustrosa, la capa nívea e inmaculada y con aquella pelusa que le empezaba a crecer en el mentón, recién afeitada.
Al cabo de un siglo, Camus por fin decidió beber un largo trago de su vino que casi vació la copa. Milo lo miró proceder encandilado por el movimiento de su cuello y el subir y bajar de la manzana de Adán. Se descubrió a sí mismo en ello, mirándolo como estúpido y sintiéndose como tal. Centró su atención en alguna otra cosa, como las uvas en la fuente delante suyo agradecido porque los otros Santos tenían nulo interés en lo que hacía el resto y nadie parecía enterado de su reciente padecimiento. Nadie excepto Aioria, con quien cruzó la mirada un instante; lo justo para darse cuenta que él sabía.
Milo se sintió furioso, bebió dos copas de vino al hilo y volvió a concentrarse en la comida. El francés estaba sentado en una diagonal con respecto al griego, por lo que ocasionalmente, Aioria notaba todo el tiempo que el Escorpión dedicaba a mirar a Camus. Los ojos de Leo no sólo parecían curiosos, también había algo de recelo en ellos, pero cuando Milo intentaba devolverle la mirada para descubrir sus intenciones, el castaño se llevaba a la boca un trozo de carne, bajando la vista, para intentar disimular. Muchas de las miradas habían estado concentradas en su trozo de mesa durante gran parte de la velada, pero él los ignoraba como si no existieran, con una arrogancia casi inapropiada. Aioria ya estaba acostumbrado a los desprecios y los gestos de asco, y hacía ya mucho tiempo que habían dejado de afectarle.
Nadie acostumbraba sentarse al lado de Aioria. La mayoría procuraba dejar al menos una silla de distancia con él, por el mero placer de humillarle. Pero aquella costumbre tan patética no le importaba en lo más mínimo a Camus, que se había sentado al lado del muchacho con naturalidad, sin variar su temple o demostrar alguna emoción.
Vino tras vino, Milo sentía que los sentidos se le embotaban y el calor se le acumulaba en la cabeza y la entrepierna, pero quien lo viera no notaría nada de eso. Él era muy bueno para el engaño y si había algo de lo que se regodeaba era de su discreción. Perdida la cuenta de la cantidad de copas que se había bebido, finalmente la voz del Patriarca se hizo oír, incluso el hombre varió su postura haciendo repiquetear las cuentas de sus collares. Preguntó por los alumnos de Shaka y este, con su petulante voz suave y aterciopelada, inició con un anecdotario que pronto hastió los oídos del Escorpión y le hizo desear largarse. Tras pocos minutos, aunque a Milo le parecieron horas interminables y tediosas, el Patriarca hizo la misma pregunta a Camus.
—Isaac murió—anunció tajante con aquella voz suya tan característica; grave y vibrante—. Hyoga le ha matado, pero le falta mucho para que lo considere digno de una Armadura. —Milo sintió que su voz se le quedó atorada en los oídos, vibrando y haciéndole cosquillas en la nuca.
El Patriarca no se detuvo a indagar más, nunca lo hacía. A Milo siempre le daba la impresión de que él preguntaba aquellas cosas porque eran su deber y sólo eso. La mayoría de las personas del Santuario se dirigían de esa manera, sin motivación alguna, sin fin último. En el Santuario se hacían las cosas porque se debían hacer. Nada más. El hombre despidió a sus invitados con tajante cordialidad, sin ninguna ceremonia y desapareció rumbo a sus habitaciones con pasos lentos, pero largos. Los sirvientes no se hicieron esperar y comenzaron a levantar la mesa tan rápido que antes de que el salón se vaciara por completo, las sobras del banquete y la vajilla ya habían desaparecido.
Fuera del thólos con el frío aire dándole en la cara, Milo descubrió qué tan ebrio se encontraba. Se tomó un momento para respirar profundamente y apaciguar el vértigo. A su lado, y no precisamente en mejor estado, pasaron con premura el resto de los Santos que no perdían tiempo en volver a sus Casas para encerrarse hasta el siguiente llamado o para preparar sus viajes de vuelta a lugares menos horribles. Vio pasar al Acuario y que no le diera ni una sola mirada lo hizo resoplar de frustración.
No tenía ninguna oportunidad de hablar con él antes del siguiente año. Camus vivía en Siberia y no se aparecía por el Santuario hasta la susodicha cena y, aun así, no tenía grandes oportunidades de nada; el Acuario no hablaba con nadie a menos que fuera absolutamente necesario y no estaba enterado de que tuviera ni una sola amistad. Caer en la cuenta de ello le afectó más de lo que hubiera esperado, algo a medio camino de la decepción y el abatimiento se le instaló cómodamente en el pecho.
Bajó los escalones pensando en aquello y en eso que le había hecho con su sola presencia. En todo ese remolino de sensaciones, en el corazón que le latía fuerte y en la sangre que le corría ardiente por las venas. Se enfureció con él por tenerlo así, actuando como un imbécil. Mientras atravesaba la Casa de Acuario, vio a Aioria bajando delante de él con pasos largos y apurados.
—¿A qué se debe que gastes tu precioso tiempo mirándome tan fijamente? —le preguntó Camus, tomándolo por sorpresa. Cuando se giró para mirarlo, se encontró con que continuaba sosteniendo su fría hostilidad y aún seguía meciendo aquella estúpida copa como si no tuviera nada más interesante en el universo que ver o tocar. Lo miró con los ojos afilados y furiosos.
—Sólo me preguntaba cómo es que no te avergüenza andar por ahí con aquella ridícula pelusa que haces pasar por bigote—le azuzó, sonriendo de lado, con voz altanera e indiferente. Por supuesto, Camus estaba tan pulcramente afeitado que nadie le creería que le crecía el vello facial, pero Milo era de respuestas rápidas y a veces, la velocidad no le dejaba tiempo para la sensatez.
—Me distraes—. Camus elevó una ceja y siguió con el vaivén de la copa. Milo sintió las ganas de arrebatársela y tirársela en la cara. Pero, en cambio, soltó una risa desfachatada.
—¿Te afecta que te mire?
—Es lo que acabo de decir—murmuró como si Milo fuera un niño tonto.
El griego había empezado a dar pasos para acercarse, recompuesto de su furia; naturalmente seductor y sexual, pero a medio camino se detuvo, sorprendido por lo que veía. Camus le sonreía y como para disimularlo, se llevó la copa a la boca aunque sólo se mojó los labios. Lo analizó con ojo clínico, de pies a cabeza, nunca lo había visto sonreír, ni siquiera cuando eran apenas niños jugando a ser soldados. Era un gesto tan raro que casi era excéntrico en su rostro y aunque la sonrisa junto a su causa lo desconcertó profundamente, le encendió un deseo salvaje por él. Un estremecimiento delicioso le recorrió la columna cuando el francés se lamió el vino que quedó remojándole los labios; quiso morder esa lengua, succionarla y saborearla hasta arrebatarle el sentido del gusto.
Camus miró a Milo casi con la misma intensidad filosa con que él le miraba. El griego era increíblemente atractivo con el caos rubio de su cabellera, la piel bronceada, los ojos azules llenos de fogosidad y el cuerpo que había abandonado la infancia para siempre. El Escorpión era a su vez sexual, seductor e ingenuo, todo eso le era natural, él había nacido así y el reciente descubrimiento de aquello lo tenía fascinado. Lo leyó, saltándose sus máscaras y sus engaños, y saboreó su deseo como si acabara de triunfar en una pelea descubriéndose, una vez más, pensando en lo mucho que le gustaría acercarse a él, desnudarlo, morderlo, poseerlo. Detrás de la frialdad de su mirada se escondía un deseo lujurioso y demandante. Deseaba al Escorpión tanto como se podía desear a otro hombre.
—¿Me deseas? —. Estaba furioso por la forma en que le había hablado, como si fuera estúpido y en cómo eso le afectaba los sentidos; aun así, su voz salió tranquila, casi indiferente y sin nada que evidenciara que estaba absolutamente ebrio.
—No—zanjó—. Me sorprende tu nerviosismo. —Se acercó, inquietante, girando la copa una y otra vez. ¿Por qué no sólo se bebía el condenado líquido?
—Me subestimas—le dijo Milo, avanzando para irse a su templo. Si continuaba un minuto más ahí, las cosas no iban a terminar bien, ya sea por su furia incontenible o por el deseo, más incontenible aún.
—Tu a mí—advirtió el otro—. No lo hagas, subestimarme, nunca. Toma eso en cuenta para el futuro.
Milo se carcajeó mientras avanzaba, dejándole atrás. Estaba fascinado ¿qué demonios de hielo habían poseído a ese francés en Siberia? ¿Qué era eso que le había hecho? Camus mantenía una mirada hierática y pasmosa, casi estremecedora; pero no lo asustaba y Camus tampoco le temía a él. Eso le gustó.
Demasiado, quizá.
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